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«ENTONCES, si todo ha terminado, qué amarga suena la verdad». Aquellas palabras parecían escribirse por sí mismas con letras de fuego en la noche insondable. Con el segundo verso, se transformaron en voces: «¿Nos encontraremos mañana, como siempre, amada mía…?», pronunció una voz grave. Y otra voz, esta más acuciante, volvió a preguntar: «¿Podré coger tu mano entre las mías, diciendo lo que dicen aquellos que son simplemente amigos, o tal vez…?». Llegadas a este punto, las dos voces quedaron en suspenso, esperando que alguien completara el poema. Ese alguien era él. Todavía con los ojos cerrados, sumido en el sueño, sus labios desgranaron la segunda parte de la proposición: «¿… O tal vez retendré tu mano entre las mías un instante más, solo un instante más?». Aquellos versos percutían en su mente como un sortilegio, conjuraban el nombre de Ankhesa. Pero la escena había sucedido mucho tiempo atrás, en las primeras páginas de este relato, cuando se disponía a iniciar su aventura. Acababa de llegar a una plaza llena de sol, la plaza del Reloj, en el centro de Capri. Dos hombres intentaban recordar aquel poema de Robert Browning, La amante perdida. Entonces no podía imaginar que sus versos acabarían siendo proféticos. ¿Qué había sido de su reina? ¿Y de él? ¿Dónde se encontraba?
Dos días después despertó en una cama bañada de luz con la sensación de que regresaba a la vida tras haber permanecido tres milenios perdido en el tiempo, bajo tierra. Una vez más, lo primero que vino a su memoria consciente fue un episodio de los tiempos de Capri. Se vio en el interior de una caverna, cerca del mar. Una densa oscuridad se espesaba a su alrededor, igual que en su último sueño, pero él se movía dentro de un aura dorada. Sintió que un ser sobrenatural le rozaba. Extendió su mano, como si aquel gesto perteneciera al poema que había precedido a su despertar. Esta vez no lo hizo en vano. Había alguien al otro lado. Una muchacha que cubría sus cabellos bajo una cofia blanca tomó su mano entre las suyas con una sonrisa serena. Su angustia se acrecentó, no entendía nada, no reconocía aquel lugar, ni a esa mujer. Sufría un fuerte dolor de cabeza y le ardía la garganta.
—Tengo sed…
La mujer mojó una gasa en un vaso de agua y se la puso sobre los labios. Conway chupó el líquido ávidamente.
—No puedo darle más, lo siento.
—¿… Quién es usted?
—Soy Giovanna, su enfermera —dijo la joven sin soltar su mano—. Llevo noventa días cuidándole, señor Conway, todo el tiempo que ha permanecido usted en coma.
Kenneth volvió la cabeza hacia la ventana, entornando los ojos. La luz le hacía daño. No podía encajar lo que acababa de oír, «noventa días en coma…». Al otro lado distinguió unas palmeras recortándose sobre un cielo azul zafiro.
—¿… Dónde estoy? ¿Qué me ha sucedido? —preguntó, aturdido, temiendo la respuesta.
—Sufrió usted un accidente cuando se encontraba en la Certosa de San Giacomo, aquí, en Capri. Gaetano Cornacchia, el pescador, lo encontró medio muerto dentro de un pozo. Vive usted de milagro, señor Conway, conozco muy pocos casos de pacientes que despierten de un coma tan profundo como el suyo.
—… Un coma profundo —repitió el escocés, todavía más perdido, hundiendo sus ojos en los de la enfermera—. Entonces, ¿todo ha sido un sueño?
—… Y por la cara que me pone parece que no ha sido nada agradable. Se ha pasado usted muchos días delirando.
—¿Delirando…? ¿…Y qué decía?
—Bueno, lo que dicen todos… Cosas ininteligibles. Y en su caso más, claro. Porque usted es arqueólogo, ¿verdad? —Conway asintió con un gesto, Giovanna continuó—. Hablaba mucho de Egipto, pero no del Egipto de ahora. El suyo parecía ser el del tiempo de los faraones. Llamaba a Tutankamón y a Nefertiti, fíjese, qué locuras…
—Pero Gaetano está vivo, ¿verdad? Usted acaba de decírmelo…
—Sí, claro, por supuesto que está vivo, y bien vivo, señor Conway. Cada vez que nos visita alborota a todas las enfermeras.
El escocés esbozó una sonrisa que no consiguió disipar su angustia. Aunque Gaetano estuviera vivo, aquello no podía ser. Sin embargo, todo a su alrededor corroboraba esa evidencia imposible. No estaba en Egipto, sino en Capri. Nunca había abandonado la isla. Entonces, ¿todo lo que había vivido a lo largo de aquellos noventa días…? No, no podía tratarse de un sueño. Para él aquella experiencia seguía constituyendo su única realidad, su única verdad.
—Descanse, señor Conway, tiene que descansar. Voy a avisar al doctor. Al doctor y al barón Fersen, naturalmente. Pregunta continuamente por usted, y es raro el día en que no sube hasta nuestra clínica para verle.
El escocés repitió aquel nombre como si conjurara una maldición.
—… Fersen. Kafra, otra vez.
La enfermera ya no le oyó. Acababa de abandonar la habitación, que volvió a quedar sumida en esa luz suave, benéfica, curativa. Conway cerró los ojos temiendo que su pesadilla no tuviera fin.
Sobre la media tarde la puerta volvió a abrirse y tras la enfermera, aparecieron tres personajes que reconoció al instante. Todos parecían muy preocupados. Se trataba del barón Fersen acompañado por Ignacio Cerio y el doctor Messori. El cuarto también tenía aspecto de médico. Fue este quien se dirigió a él, preguntándole amablemente:
—¿Qué tal se encuentra, señor Conway?
No pudo responderle. La mera visión de aquel trío le había llenado de horror. Tuvo que hacer un esfuerzo para sobreponerse.
—Que se vayan… —articuló en un susurro febril—. Échelos de aquí, a los tres.
—¿Pero qué dices, Kenneth? —Fersen avanzó hacia él con una sonrisa nerviosa—. Somos nosotros, tus amigos…
El escocés se estremeció, la ira hacía temblar sus labios.
—¡No sé quién es usted, no lo conozco! ¡Fuera, todos fuera!
El doctor cruzó una mirada con Messori, luego se volvió hacia los otros dos. Hablaban entre susurros.
—No se preocupen, es una reacción previsible. Lo llamamos el shock del despertar. Aún tardará un tiempo en recuperarse…
Conway cerró los ojos para que no le vieran llorar. A medida que sus recuerdos iban ordenándose, la certeza de que todo lo que había vivido junto a su amada Ankhesa solo hubiera sido una alucinación se le hacía insoportable. El sueño le restituyó algo parecido a la calma, el silencio, el olvido. Cuando volvió a despertar ya había caído la noche. Toda la sed del desierto era un mar de arena en su garganta. El vaso de agua seguía sobre la mesilla. Lo tomó y apuró su contenido de un trago, sin respirar, hasta la última gota. La enfermera le sorprendió cuando intentaba restituirlo a su lugar. Traía una botella de suero.
—Ay, señor Conway, qué mal enfermo es usted. No puede beber el agua así, podría provocarle una reacción…
—Quiero hablar con Gaetano, solo con Gaetano Cornacchia. ¿Me entiende? ¿Dónde está?
—… Aún no le hemos avisado.
—Por favor, vaya a buscarlo ahora mismo. Lo encontrará en cualquier taberna de la Marina Piccola —exclamó, bajando la voz, para que no pareciera demasiado acuciante—. Necesito hablar con él, es una cuestión de vida o muerte…
La enfermera contuvo el sobresalto, ¿había dicho «una cuestión de vida o muerte»? Creyó que sus palabras se debían a una crisis de ansiedad y le respondió de la manera más razonable.
—No puedo hacerlo, señor Conway, compréndame. Mi turno no termina hasta las doce, y hoy es sábado. Soy la única enfermera de servicio en esta planta.
—Entonces prométame que cuando salga irá derecha al puerto, sin alertar al doctor, ni a Fersen ni a nadie… Es muy importante que lo haga así. Y si no lo hace usted lo haré yo. Le juro que me levantaré, iré caminando si es preciso.
Se veía que lo decía en serio, sus ojos extraviados hacían presagiar lo peor.
—Está bien, está bien… Le doy mi palabra de que bajaré personalmente a buscarle, y quédese tranquilo: no se lo diré a nadie. Pero su amigo no podrá verle hasta mañana a las nueve, cuando se abre la puerta de las visitas.
—De acuerdo, esperaré hasta mañana… —articuló el escocés, a su pesar, sintiendo que esa noche de espera supondría una eternidad para él— Hasta las nueve en punto.
La enfermera se dispuso a cambiarle la botella de suero.
—Eso ya está mejor, pero yo también le voy a pedir una cosa.
—Pídame lo que quiera.
—Si yo le he prometido que bajaré al puerto, y le doy mi palabra de que lo haré, usted va a prometerme a mí que no se moverá de esta cama, pase lo que pase.
Conway intentó esbozar una sonrisa. Tenía todos los músculos de la cara entumecidos, le dolían.
—Usted gana —dijo al fin—, se lo prometo.
Poco después, en cuanto volvió a quedarse solo, su cuerpo se rindió a una laxitud extrema. Sintió que se dormía, y esa sensación le llenó de un oscuro temor. Temía volver a caer en los pozos de Amarna, en el aquel laberinto con forma de enigma en torno a una sola palabra: Pertun-Hotep. Ya no sabía dónde estaban las fronteras del sueño y las de la realidad. Pero esa noche ya no volvió a soñar, el tiempo de los delirios había quedado atrás.