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SU reina yacía al fondo de aquella estancia sepulcral, tendida sobre una mesa de alabastro semejante a las que usaban los egipcios para embalsamar a sus difuntos. Junto a ella, sobre otra mesa idéntica, se extendía una momia. Una claraboya abierta en lo alto de la cámara filtraba una tenue luz de luna que bañaba los dos cuerpos. Ankhesa parecía dormida, o tal vez muerta. Su palidez era la de un cadáver. Conway había comenzado a caminar hacia ella. Dos de los escuadristas le detuvieron con un gesto explícito. Se quedó mirando al sujeto que presidía el ritual, entre las dos mesas de piedra. Llevaba encima una piel de leopardo, el atuendo de los sacerdotes sem[69], y una negra cabeza de chacal sobre sus hombros. Al advertirles pareció titubear, pero enseguida volvió a retomar su antífona, lenta y monocorde, que pautaba golpeando el suelo rítmicamente con un cayado en forma de «T». Tras él, entronizado sobre un sitial de basalto, le aguardaba el faraón viviente.
El nejej y el heka —el flagelo y el mayal—, los dos cetros cruzados sobre el pecho. En su cabeza el tocado nemes y, bajo su mentón, una barba postiza trenzada en oro puro. Aquel faraón que portaba los atributos de Smenjkara, el hermanastro de Akenatón, no era otro que el barón Fersen. A su alrededor se ordenaba toda su corte de traidores. Malaparte volvía a ser el arrogante general Horemheb. Llevaba en sus manos un largo cuchillo sacrificial que lanzaba destellos a la luz de las lámparas. Junto a él, Ignacio Cerio se apoyaba en una lanza de hierro hitita, el símbolo de Kafra. Su hija, Leticia, cubría los suntuosos ornamentos de la cortesana Kya con un velo negro, el color del inframundo, pero también el de la nueva vida. Solo el doctor Messori parecía fuera del guion. En lugar de sostener la copa del mayordomo real que detentaba cuando se hacía llamar Perennefer, ahora se atareaba con un catéter conectado a una máquina Lewishon, la primera que se utilizó para realizar transfusiones sanguíneas.
¿Qué pretendían aquellos locos? Conway no dejaba de preguntárselo, atenazado por la angustia, mientras contemplaba el cuerpo de su amada tendida sobre el altar de alabastro. Lo hubiera dado todo por advertir un latido de su corazón, un estremecimiento de sus labios. Intentó zafarse de los escuadristas, el forcejeo se mantuvo hasta que lo derribaron con un golpe seco en la base de la espalda.
—¡Ankhesa! —gritó, mientras caía.
Fue entonces cuando el sacerdote de la piel de leopardo pareció reparar en él. Lentamente, alzó su máscara y le dirigió una sonrisa extraviada. El escocés no pudo articular una palabra más.
—Otra vez tú, hijo de Satanás, maldito entre los malditos —exclamó lady Agatha con voz firme—. Escúchame bien, Aleister Crowley: te conmino a liberar ahora mismo a esa mujer, si no quieres que la ira de la Golden Dawn te destruya para siempre.
—¿Destruirme? ¿Vosotros a mí? —se jactó el mago, en su rostro se reflejaba un odio visceral—. Eso será en otra vida, Agatha… En esta necesitarías un milagro.
—Si con mi muerte puedo conseguir que todo el peso del mundo caiga sobre ti, ten la certeza de que moriré complacida. Ese será el milagro. Porque tarde o temprano nuestros hermanos nos vengarán, no te quepa duda.
—La duda es un instrumento de la fe, querida. Además, ¿de qué crimen me acusas? Ankhesa ha venido con nosotros por su propia voluntad…
—… Y cuando le propusimos prestarse a este ritual, aceptó sin vacilar —continuó Fersen, en el mismo tono demente—. Alegraos de haber llegado hasta aquí. Vais a presenciar el mayor prodigio que puede imaginar una mente humana: ¡la resurrección de un dios!
Conway volvió a ponerse de pie. Esta vez fue Leticia quien le detuvo:
—No te inquietes por ella. No está muerta, duerme un sueño profundo. El sueño de la larga visión.
De no ser por los escuadristas que le sujetaban le hubiera saltado al cuello. Ella encajó su mirada desquiciada sin retirar sus ojos de los suyos, como un homenaje.
—Acérquese, profesor Mallowan —siguió Crowley—. Venga a echar un vistazo a esta momia…
El arqueólogo avanzó hasta la mesa contigua a la que soportaba el cuerpo de Ankhesa. Sobre esta se veía una momia muy deteriorada, envuelta en una piel de oveja. Lo primero que le desconcertó fue la forma de su cráneo: mostraba claros indicios de hidrocefalia. Luego vino el horror. Crowley descubrió el girón de arpillera que cubría su rostro: sus facciones se veían contraídas en una horrible mueca, le habían arrancado los ojos, tenía la nariz rota, y de su boca abierta en un grito de espanto sobresalía una lengua seca como un corte de estopa. La tensión de sus músculos reflejaba su desesperación por liberarse de aquellos vendajes manchados de sangre coagulada. Aquel hombre había sido momificado en vida.
—¿Dónde la encontrasteis?
El inglés había comenzado a intuir una evidencia imposible. La respuesta de Crowley no se hizo esperar.
—… Podría decirle que en el célebre escondite de Deir-el-Bahari, de donde la rescató la expedición Maspero hace veinte años. Aquellos sabios quedaron deslumbrados. Allá, en una grieta oculta en un acantilado, encontraron los cuerpos de los monarcas más importantes de la historia de Egipto. Amenhotep I, el creador del valle de los Reyes, los tres primeros Tutmosis, Ramsés I, su hijo Seti I, su hijo Ramsés II, y así hasta veinte gigantes preservados en sarcófagos portentosos. Pero junto a ellos apareció un ataúd miserable, sin nombre ni referencia alguna, en el que solo reparó un joven arqueólogo con fama de visionario: Alessandro de Caltagirone. ¿Se acuerda de él? A Caltagirone no le encajaba que los sacerdotes de la XXI dinastía que salvaron del pillaje a los sublimes hubieran incluido este despojo accidentalmente, como sostenía Maspero. Para el italiano se trataba de un faraón maldito y, sin embargo, tal vez el más excelso de todos ellos. Imagine cual. Sí, justo ese en el que está pensando. Caltagirone sufrió la misma suerte: todos los prebostes de la ciencia oficial le tomaron por loco y sepultaron esta «momia irrelevante» en los sótanos del museo de El Cairo. Fue allá donde la encontramos nosotros, pudriéndose en la misma caja donde momificaron a este hombre mientras aún estaba con vida, dentro de una piel de oveja. Un animal impuro recién degollado. Su intención era mancillarlo por toda la eternidad.
Mallowan se resistía a creerlo:
—Existen antecedentes de un príncipe que se rebeló contra su padre, en tiempos de Ramsés III. Según las crónicas, este fue su castigo.
—No se lo discuto… Pero, dígame, ¿cuántos faraones conoce que tuvieran un cráneo como este? Hidrocefalia, la enfermedad sagrada: el signo de Akenatón.
Los cinco ingleses enmudecieron. No podía ser que el faraón más buscado de la historia hubiera permanecido veinte años olvidado en el museo de El Cairo y ahora estuviera ahí, ante ellos. Conway también conocía la historia de aquella momia misteriosa. Todo era cierto. Émile Brugsch, el asistente de Maspero, la encontró así, dentro de aquel ataúd blanco, sin inscripciones. El hombre que había sufrido una tortura tan atroz —momificado en vida—, debía ser alguien particularmente odioso para la casta sacerdotal de Tebas, como el propio Akenatón. Pero no bastaba con eso para sentar la certeza de que aquella momia fuera la del faraón apóstata.
—Veo lo que está pensando —le interpeló Crowley—. Tampoco a usted le parecen evidencias suficientes, ¿verdad? Bien, dígale a su amigo que introduzca su mano en la boca de la momia, si se atreve…
No necesitó pedírselo. Mallowan avanzó un paso más y, venciendo la náusea, introdujo su mano en la boca de la calavera.
—Hay algo sólido al fondo…
—Vamos, ¿a qué espera? Sáquelo. Le aseguro que no le morderá.
—Está atado, cosido al paladar.
—No, no está atado. Lleva tres mil años ahí dentro, eso es todo. Tire con fuerza.
Tras un par de tirones la mano del arqueólogo extrajo un pequeño disco de metal.
—¿Lo reconoce? —volvió a preguntar Crowley.
Conway y Mallowan se cruzaron una mirada atónita: aquel era sin duda alguna el sello de Atón, el emblema del rebelde de Amarna.
—… Eso fue todo lo que pudo hacer antes de que lo asesinaran —continuó Crowley—. Guardó en su boca el disco que adornaba su pectoral para que su dios le reconociera cuando rebasase las puertas de la Duat. No pudo salvar su vida, pero consiguió que se abrieran ante él las puertas de la eternidad.
En el silencio que siguió solo se oyó la voz de Fersen.
—Ankhesa lo identificó nada más verlo, sin necesidad de que le mostráramos el disco.
Conway ya no pudo soportar la tensión:
—¡Maldita sea, qué pretendéis hacer con ella!
—Nada que ella no deseara tanto como nosotros —repuso Crowley, mostrándole los catéteres que conectaban los dos cuerpos—. Solo la sangre de Nefertiti podía resucitar a Akenatón, y ella no ha vacilado en ofrecérsela, hasta su última gota… En cuanto esta máquina comience a bombearla, su mente y su corazón volverán a la vida.
—¿Pero qué está diciendo…? ¡Eso es una locura!
—No, no es ninguna locura, amigo mío. Todo estaba en los papiros de Caltagirone que usted nunca llegó a descifrar. ¿Sabe por qué?
—… Porque Caltagirone ya pertenecía a tu repugnante secta cuando los encontró.
—Me descubro ante tu espléndida capacidad deductiva, Agatha —corroboró Crowley—. En efecto, fue él mismo quien vino a Sicilia para entregarme los papiros más valiosos antes de que Fersen tuviera conocimiento de su existencia.
—Nosotros ya lo sabíamos, miserable. Teníamos tu siniestra abadía de Thelema vigilada día y noche… Por eso estamos aquí.
—No sabes cuánto lo celebro, querida. Igual que el barón. Al fin y al cabo, la traición de Caltagirone ha culminado en un desenlace plenamente satisfactorio para todos. ¿No es así, hermano Smenjkara? —Fersen le restituyó una mirada exultante, Crowley continuó, ahora dirigiéndose a Conway—. Esos papiros que usted nunca llegó a ver contienen el secreto más sagrado del faraón de Amarna: sus fórmulas mágicas para regresar de la gran noche a la vida. Sí, se trata de los mismos papiros que descubrió el cónsul Sejano hace dos mil años, los mismos que fascinaron al emperador Tiberio. Por eso decidió ejecutarlo: no quería testigos. En sus últimos años ya solo era un hombre acabado, desengañado de todo y de todos, harto de Roma, pero muy consciente de que sus días estaban contados. Allá en su retiro de Capri se rodeó de astrólogos y nigromantes para preparar a conciencia su ritual de resurrección. Tiberio fracasó, nosotros no cometeremos su mismo error.
—¿Y sabe cuál fue su error? —siguió Cerio—. Se olvidó de que las «máquinas de resurrección» solo se activan bajo la luna de Heb-Sed. No basta con las invocaciones, ni siquiera con la sangre. Para que se materialice el prodigio es preciso contar con la bendición de los dioses que velan por los muertos, los que irradian la luz del inframundo, la luz de Seth…
—… O la de Satanás.
—No era eso lo que pensaba cuando venía hacia aquí con su amada, Conway —prosiguió el mago—. Ella sabía que solo podría conseguir que Akenatón regresase a la vida durante esta noche. Y debería agradecérnoslo, porque es precisamente eso lo que vamos a hacer nosotros.
—Pero, de todas formas —le cortó Lawrence—, si vosotros sois los mismos que acabasteis con Akenatón, ¿para que queréis que vuelva a la vida?
Fersen lo miró como si acabara de hacer la pregunta más insolente del mundo.
—Su vida es la mía, inglés. La mujer a la que llaman Ankhesa es un alma grande, extraordinariamente generosa… Hasta el sacrificio supremo. Ella está decidida a darlo todo por su faraón. Nos bastará con que Akenatón despierte por un instante. Si me reconoce como su última encarnación, y no le quepa duda de que lo hará, Nefertiti se unirá a mí, igual que entonces. Y esta vez me revelará el más sagrado de todos los misterios. Juntos, ella y yo seremos inmortales.
Tenía que ser a causa del opio. Fersen, Cerio, su hija Leticia, el doctor Messori o el propio Malaparte. Aquellos buenos burgueses, presuntos ciudadanos de orden en Capri, parecían haber sucumbido a una enajenada espiral de horror. Y ahora, impasibles, inmersos en el delirio, se disponían a culminar su ritual irrigando los órganos de aquella momia putrefacta con la sangre de Ankhesa. Con el cañón de un fusil clavado en el pecho, Conway presenció los macabros preparativos del doctor Messori. Mientras Fersen hablaba, acabó de insertar su catéter en el brazo de su reina. El otro extremo ya se hundía entre las vísceras de la momia, a la altura de su corazón. Al punto, Crowley le ordenó que conectara la máquina de bombeo.
—Pueden retirarse si lo prefieren. —Aquel sádico se mostraba exultante. Si hubiera sido posible que sus ojos mates brillaran, se diría que resplandecían de placer—. La gente normal es más feliz si ignora ciertas realidades. Los secretos profundos, las claves de la vida, solo se revelan a los iniciados. Y lo que viene ahora, créanme, puede ser muy difícil de soportar para espíritus tan sensibles como los suyos.