55

LOS cinco ingleses conocían la historia. En su tiempo de esplendor, cuando resplandecía como una joya constelada de templos, jardines y palacios fastuosos, Amarna fue la capital del mundo, la gran metrópoli del Imperio nuevo. Una civitas solis construida a imagen y semejanza del cielo por un idealista que se atrevió a desafiar a la corrupta casta sacerdotal de Amón-Ra, en Karnak. Cuando Akenatón fue entronizado, esta no solo detentaba un poder sin límites y un patrimonio incalculable. También había pervertido el equilibrio perfecto de una época dorada en la que el orden social estaba imbuido de profundas convicciones éticas y religiosas, basadas en el estricto cumplimiento de la Maat, la «ley Cósmica». El desafío del faraón apóstata fue absolutamente revolucionario: en apenas cinco años levantó una ciudad inmensa en medio de la nada y la llamó Aketatón, la ciudad del disco de Atón, donde todo sería diferente[64]. No se lo consintieron. Los sumos sacerdotes de Tebas no iban a tolerar que les arrebataran sus privilegios solamente porque un joven rey de apenas dieciocho años se creyese una especie de mesías solar. El destino de los mesías siempre es el mismo. Tarde o temprano, acaban crucificados.

Tras precipitar la caída de Akenatón su capital murió con él. Era indisociable de su ser, estaba consustancialmente unida a su espíritu. Atón, la ciudad y el faraón integraban una suerte de cuerpo místico que, ante la mirada de sus enemigos, debía ser destruido hasta sus cimientos. Fue eso lo que sucedió. De entrada forzaron a su heredero, el joven Tutankatón, a cambiar su nombre por el de Tutankamón, para restaurar el prestigio de Amón-Ra. Es muy posible que, poco después, lo asesinaran también a él. Una vez que accedieron al trono Smenjkara y Horemheb, estos emprendieron una tarea frenética. Demolieron sus palacios y sus templos, arrancaron su nombre a martillazos de todas las estelas y pilonos en los que había sido grabado. Su prioridad no era tanto acabar con aquella revolución que fundó el primer culto monoteísta de la historia. Les importaba más erradicar la memoria de aquel faraón que mostró de una manera desnuda su dimensión humana, el gran hereje que aborreció la guerra y predicó la fuerza revolucionaria del amor y la compasión entre los hombres. En adelante, toda alusión al Elegido de Atón pasaría a cifrarse en la palabra Kheru, El Caído o El Maldito. La historia oficial corrigió la sutura de los anales reales haciendo constar que Smenjkara y Horemheb fueron los sucesores directos de Amenofis III, como si Akenatón no hubiera existido jamás.

Conway y los suyos sabían lo que se iban a encontrar: el cementerio de una quimera, un vasto campo de ruinas donde apenas quedaban en pie los basamentos de sus templos, retazos de sus muros y poco más. Sin embargo, cuando los primeros rayos del amanecer les mostraron la planicie sobre la que tres mil años atrás se alzó la ciudad del sol, se impuso el silencio de la emoción. Todos los sueños de construir una humanidad mejor yacían sepultados en ese erial de piedra y arena sobre el que el viento del alba parecía gemir, como si todas aquellas almas que la habían habitado siguieran presentes, agonizando de dolor en busca de su paraíso. Y aún así, la reverberación de la leyenda seguía siendo tan intensa que casi se podía percibir la imagen etérea de aquella utopía que aspiró a tender un puente entre dos mundos.

Pero ellos no habían llegado hasta allá para soñar. Por más que les impresionara aquel escenario, sabían que se habían embarcado en una aventura extrema. No podían consentirse el menor descuido. Les iba la vida en ello.

Permanecieron un buen rato estudiando el paraje agazapados tras las dunas. Nada parecía indicar que los hombres de Malaparte se ocultaran allá. Si era así, ¿qué habían hecho con sus automóviles? ¿También los habían sepultado bajo la arena?

—Crowley es capaz de eso y de mucho más —masculló lady Agatha, que parecía la más decidida—. Conozco a ese demonio…

—¡Chssst! —le cortó Balek—. Observen: algo se mueve ahí al fondo.

El jeque señaló la única columna que permanecía en pie, en un ala del templo de Atón. Distinguieron una figura humana. Lawrence se volvió hacia Conway:

—¿Vamos a por él o seguimos con el plan?

—Espera un poco…

La espera dio resultado. Poco después, tras un lienzo del palacio del Abanico de la Luz[65], emergió uno de los Isotta-Fraschini. Dos escuadristas iban a bordo, parecían dirigirse a lo que habían sido las cisternas de la ciudad. A medio camino, el automóvil se desvió hacia la gran avenida, incorporó al vigilante de la columna y tomó la ruta de Hagg Kandi, la aldea más cercana en dirección suroeste.

—Bien —articuló Auden—, tres bastardos menos.

El Isotta-Fraschini desapareció del horizonte. Poco después Balek Gamal se llevó a sus hombres por la espalda de las dunas, hacia el palacio de Atón, mientras los ingleses emprendían el camino que les conduciría hacia el del faraón, con una irreconocible lady Agatha a la cabeza de la comitiva.

Enseguida se perdieron de vista unos y otros. Los ingleses lo iban a tener más difícil: el sol les daba de cara y las ruinas más consistentes apenas alcanzaban metro y medio de altura. Caminaban en fila india, buscando las sombras, midiendo cada paso. Avanzaron así un largo trecho sin encontrarse con nadie, hasta que al fin alcanzaron lo que quedaba del palacio de Akenatón. Ante ellos se abrió una vasta plaza cuadrangular en cuyo perímetro asomaban, como bocas bostezantes formando un círculo, una docena de puertas de acceso a sus criptas. Aquella visión, unida al silencio gravitante, expectante, comenzó a ponerlos nerviosos. Conway se sorprendió repicando sus dedos sobre la culata de su fusil para tranquilizarse. El sudor le caía en lentas gotas calientes, de la frente al cuello.

—El palacio está construido a semejanza del cielo, que también tiene doce puertas —exclamó como si hablara consigo mismo—. La buena es la que queda en el extremo este. Es la que da paso a la Duat subterránea, cuando despunta el amanecer.

Mallowan se volvió hacia él hablando en voz baja, como si compartiera una confidencia:

—De acuerdo, esa es la puerta… Pero el palacio es inmenso. Si nos metemos ahí dentro los cinco, no acabaremos de inspeccionarlo en todo el día.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —protestó Auden—. ¡No estará pensando en separarnos! Eso sí que sería el comienzo del fin. Al menos para mí.

—Vete pergeñando tu epitafio, muchacho —le mortificó Lawrence—. Te prometo que sepultaremos tu momia en el Rincón de los Poetas de Westminster.

—¡Firmaría ahora mismo que lo hicieran en una letrina, siempre que me garanticen que tu cadáver se pudrirá a mil millas de distancia!

Mientras los dos escritores se enzarzaban en su habitual intercambio de invectivas, lady Agatha volvió a ser la más resolutiva.

—Si no queda otra que separarnos, no perdamos más tiempo. Max y yo empezaremos por la puerta de la Duat o como se llame. Vayan ustedes hacia el palacio del Abanico. ¿Qué les parece que nos marquemos un plazo para reencontrarnos?

—Buena idea —aprobó Conway—. Pero recuerden: nada de aventuras. Se trata de localizarlos, no de entrar en acción. ¿Entendido? —Un cabeceo unánime refrendó sus palabras—. Si alguno de nosotros se encuentra en peligro, les digo lo mismo que le he dicho a Balek: un disparo y todos acudiremos en su ayuda. Ya sabemos dónde estará cada cual. Si todo va bien, en un par de horas nos reuniremos en un lugar seguro y decidiremos el siguiente paso. ¿Ven ese mamparo bajo la terraza de las Apariciones?

—Sí, está bien —repuso Mallowan—, parece un buen refugio.

—Entonces, adelante y suerte.

Siempre con su revólver por delante, la escritora no vaciló en internarse por la boca de la Duat seguida por su marido. Conway y los otros dos permanecieron un tiempo guardándoles la espalda. Luego se encaminaron hacia el palacio del Abanico evitando la avenida principal, donde se advertían las ruinas de los setecientos treinta altares, uno por cada día del doble año solar, que sostenían el culto a Atón. Desde la partida del Isotta-Fraschini no habían vuelto a advertir ni a uno solo de los hombres de Malaparte. ¿Dónde se ocultaban? A medida que avanzaban, tácitamente, comenzó a ganarles la sensación de que estaban adentrándose en una trampa. Esa sospecha derivó hacia lo angustioso poco después. En cuanto regresaron a la arteria real, y nada más cruzar el Hut Benben[66], pese a la imponente presencia del sol allá en lo alto, una extraña neblina comenzó a arrastrarse por el suelo, se enredaba en sus cuerpos y continuaba ascendiendo. Enseguida les resultó imposible distinguir nada a más de diez metros. Hasta el sol mismo acabó quedando velado por ella, como una perla sumergida en un estanque. Su marcha se convirtió en un peregrinaje sonámbulo. Podían estar en cualquier parte del mundo o perfectamente fuera de él.

—¿Será posible? —protestó Auden—. No he vuelto a ver una niebla como esta desde que salí de Londres. Acabaré cogiendo una pulmonía… ¡en el tórrido Egipto!

Lawrence no perdió la ocasión de escarnecerle.

—Cuídate de no tropezarte con el coloso de Ramsés. Ya sabes, aquel sobre el que escribió tu amigo Shelley: te podrías partir tu espléndida dentadura postiza.

—Pero esta niebla no es normal. Huele como a fruta podrida… Y estamos en medio de un desierto. Eso no puede ser.

—Entonces este es tu día de suerte, aunque no hayas acertado con tu adivinanza. Si fuera fosgeno olería a hierba recién segada, y sería de color verde.

—Pues sea lo que sea, a mí ya me está mareando.

—Igual que en Delfos.

La intervención de Conway los dejó a los dos mirándose de frente.

—¿Cómo que igual que en Delfos? —preguntaron al unísono.

—Estáis respirando el sagrado pnuema que provocaba los éxtasis de las pitonisas de Delfos. Una mezcla de etileno y metano que surgía de las profundidades del célebre oráculo. Aquí sucedió algo semejante. Los arquitectos de Akenatón también eran sacerdotes: construyeron su templo mayor sobre una grieta de la que emanaban estos vapores que propiciaban sus visiones místicas.

—Vaya, qué… coincidencia, ¿no? O sea que estamos respirando el elixir de los dioses.

—… Mezclado con los vapores del demonio. Porque seguro que esta niebla también arrastra otros gases, y no descarto que puedan resultar tóxicos.

Auden tragó el nudo que se le había atravesado en la nuez.

—Deja de temblar, león de Balaklava —continuó Lawrence—. De momento esto solo es un aviso. Si cierras la boca, me temo que sobrevivirás.

Conway ya no escuchaba sus puyas. Bajo la imposta de un arco partido, rematado por los restos de unas alas desplegadas, acababa de descubrir una nueva puerta.

—Esta debe ser la que daba acceso a la casa del Fénix, la puerta de los Inmortales.

—¿Pero no hemos quedado en que vamos al palacio del Abanico?

—El Fénix dormía en su santuario. Por aquí llegaremos antes, y estaremos a cubierto.

Tras descender una decena de peldaños, el escocés distinguió lo que parecía ser un pasadizo de una profundidad considerable.

—Encenderemos una linterna, no más. La luz podría delatarnos.

—Yo prefiero tener las manos libres, por si tengo que usar esto.

Lawrence lo dijo empuñando su fusil. Auden se llevó el suyo al hombro.

—Entonces pásame la linterna a mí. Recuerda, el suplemento literario del Times dijo que soy «un ser de luz». Bastaría con mi presencia para iluminaros.

A medida que descendían, el pasadizo se fue volviendo más angosto y tortuoso. Hasta el sonido de su respiración producía eco. Aquello no parecía tener final. De pronto, apareció ante ellos una cámara cuadrangular de techo bajo. La pared derecha estaba cubierta con imágenes del Libro de los Muertos. La opuesta mostraba una procesión de divinidades de camino al infinito. La linterna de Auden abrió un círculo de luz. Observando aquel séquito de dioses que parecían renacer con todo su esplendor, pero apenas un instante, antes de desaparecer en la negrura, les envolvió una sensación difícil de explicar. Como si también ellos formaran parte de ese viaje hacia la muerte, los últimos en sumarse a la tétrica comitiva.

—No sé hacia dónde caminan, pero no me gusta: estos no tienen pinta de turistas de la agencia Cook.

Conway repuso sin apartar sus ojos de aquellas pinturas.

—Hemos avanzado como una milla bajo tierra, siempre hacia el oeste, que es la tierra de los muertos. Es muy posible que esta galería fuera un paso secreto que conectase la casa del faraón con las tumbas reales.

—¿Entonces…? —Lawrence pareció vacilar antes de decirlo—. ¿Cabe la posibilidad de que estemos cerca de descubrir la tumba perdida de… Akenatón?

—Hace cinco años, cuando vine con la expedición de Borchard, solo excavamos por la parte norte. Nunca llegamos a localizar este paraje… Sí, cabe esa posibilidad: tal vez al otro lado de esta pared nos aguarde la tumba de Akenatón —concluyó Conway—. Pero a mí eso ya no me dice nada. Solo es la vida de Ankhesa lo que me importa.

—¡Sigamos adelante! —exclamó Auden, eufórico ante la posibilidad de pasar a la historia como el descubridor del sarcófago del faraón místico.

El escocés les previno:

—Si esto es una tumba real seguro que habrá pozos camuflados, y son bien profundos: un paso en falso se paga con la muerte.

Los escritores le dejaron pasar, mejor que fuera él quien marcara el camino. Auden y Lawrence hablaban entre susurros para quitarse el miedo.

—… Se me está ocurriendo un poema espléndido que se titulará Los Hijos de Anubis —articuló el poeta—. Oh, divino guardián de los difuntos…

Y Lawrence continuó.

—… Aplasta a este infecto escarabajo orejudo con tu bastón de serpientes, de manera que deje de mortificarme con su aliento.

Auden ya iba a replicar cuando Conway le puso su mano sobre la boca.

—¡Silencio! Escuchad: alguien viene.

En efecto, por el otro extremo del corredor comenzaron a escuchar un rumor de pasos.

—¡Deprisa, Wystan! ¡Apaga esa linterna y poneos a cubierto!

Fue lo que hicieron. Lawrence y Auden se parapetaron tras un muro de mampostería, Conway buscó la sombra de una pilastra ya con su fusil en guardia. Los pasos se acercaban. Quienquiera que fuese también caminaba a oscuras. Lawrence vio pasar una sombra junto a él, y, enseguida, otra sombra. Acarició el percutor, lo presionó suavemente, esperando ser descubierto de un momento a otro. Pero no. Nadie más seguía a aquellos dos, podía ahorrarse la bala. Entonces Auden conectó la linterna. Los intrusos recibieron el impacto de la luz en pleno rostro.

—¡No disparen, somos ciudadanos ingleses!

Se trataba de Max Mallowan. Cegado y con las manos en alto, había soltado su fusil. Pero lady Agatha mantenía firme su pistola, decidida a morir matando.

—¡Por todos los demonios! —exclamó Auden, creyéndose víctima de una alucinación provocada por el etileno—. ¿Estáis vivos o muertos?

Lawrence le hundió la culata en las costillas.

—¿Cuándo has visto temblar a un muerto, pedazo de cernícalo?

—¿Pero cómo es posible…? —articuló Mallowan, sin sacarse el susto del cuerpo.

Conway comenzaba a entenderlo.

—Está claro que aquí hay dos Amarnas. Encima de nosotros la que destruyeron los sacerdotes de Tebas. Y debajo esta, la que preserva la memoria viva de Akenatón. Una segunda ciudad subterránea comunicada por un laberinto de galerías, como las que nos han traído hasta este punto.

—Pero el laberinto tiene que tener un centro, ¿no? —adujo Auden—. Todos los laberintos lo tienen.

—Cierto, todos los laberintos apuntan a un lugar donde se resuelve el enigma…

Mallowan iba a añadir algo más, lady Agatha se lo quitó de la boca:

—… Y ese será el lugar donde encontraremos a Ankhesa, estoy segura.

Conway les escuchaba girando su linterna alrededor, como si buscara una respuesta.

—¡Ahí está! —exclamó, señalando un bloque de basalto semejante a un pequeño ataúd inclinado hacia el techo—. ¡Hemos encontrado el serdab[67]!

—¿El serdab? ¿Qué rayos es eso?

Auden se tragó sus palabras cuando la linterna enfocó la mirilla que se abría en la parte superior de la caja de piedra. La luz impactó sobre unos ojos desorbitados.

—¡Dios santo! —exclamó lady Agatha—. ¡Quién hay ahí dentro!

—Tranquila, solo es una estatua pintada. —La voz de Conway los trajo de regreso a la realidad—. Pero ha aparecido para mostrarnos el camino.

Y, según lo decía, elevó su linterna sobre su cabeza. Iluminó una especie de túnel de ventilación que parecía ascender hasta donde se perdía la luz.

—Allá donde mira el faraón es donde se encuentra su alma —articuló Mallowan.

—Exacto, Max. Y ese lugar seguro que coincide con el centro del laberinto. El serdab es la piedra angular de la Casa de los Millones de Años[68], donde las tumbas egipcias cobran vida y se convierten en lo que son: verdaderas máquinas para resucitar.

—¿Máquinas para resucitar ha dicho…? —balbució Auden—. ¿Pero qué rayos es esto? ¿Una réplica de la máquina del tiempo de H.G.Wells?

—Digamos que es la puerta de la eternidad.

—¿… La puerta de la eternidad, ese agujero infecto?

—Solo hay una manera de averiguarlo: adelante, el tiempo apremia.