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PROBABLEMENTE no lo hizo con esa intención, pero su comentario dejó pálida de estupor a la dama. Apenas reparó en que ya viajaba a bordo del Dodge, nadie volvió a preguntar hacia dónde, mientras Lawrence le contaba el resto de la historia:

—… Cincuenta mil hombres, Agatha, lo más granado del ejército de aquel rey persa que se atrevió a desafiar a los dioses, desaparecieron tragados por el desierto cuando los envió a destruir el oráculo de Siwa. Nunca más volvió a saberse de ellos.

—Eso es imposible —protestó la reina del crimen, que no acababa de anudarse un foulard sobre su pamela—. Un ejército de cincuenta mil hombres no puede desaparecer sin dejar rastro.

—Lo cuenta Herodoto, Agatha, y Herodoto es el «Padre de la historia». Pero, si lo prefieres, también hay una versión moderna. La del célebre conde Almasy[63], a quien los beduinos llaman por algo el «Padre del desierto».

—¡Uf, cuántos padres para un misterio! —ironizó Auden, entornando la ventanilla, para evitar que entrara más arena—. ¿Y cincuenta mil hombres para destruir un simple oráculo, no son demasiados?

El Dodge avanzaba a toda velocidad, seguido de cerca por el camión de Balek Gamal. Lawrence continuó con su relato.

—Cambises era un ególatra. No pudo soportar que el oráculo de Siwa hubiera bendecido a Alejandro Magno como el nuevo faraón de Egipto, mientras que a él le vaticinó un final trágico. Entonces montó en cólera y alistó un ejército descomunal para arrasar su santuario. Cincuenta mil hombres, cientos de carros, miles de caballos… Aquella imagen tenía que impresionar. Pues bien, el séptimo día, cuando estaban atravesando el gran mar de arena, el aliento de Amón se alzó contra ellos y los borró del mapa. Esa fue la respuesta del oráculo.

—Como leyenda me parece fantástica, pero no: no me la creo. —Lady Agatha no cedía—. A ver, cuéntame la versión de Almasy.

—Es casi la misma, con una variante. Cambia el aliento de Amón por el quibli, el tremendo viento sur que viene de Nubia en torbellinos bien capaces de arrasar todo lo que encuentre a su paso. A su lado, el hamsín del otro día se queda en una brisa estilo Brighton. Si querías una explicación científica, ya la tienes.

—Yo tengo una más —le interrumpió Auden—, y no hace falta irse tan lejos para comprobarla. ¿Recordáis la bravata que nos lanzó Malaparte cuando quiso marcar las distancias con Crowley? Ese fantoche no cree en nada trascendente. Solo en lo que le ordena el Duce. ¿Y cuál era, según sus propias palabras, el objeto de su misión? No me digáis que seguís sin recordarlo…

—Ah, sí… —exclamó, lady Agatha—. Nos dijo que bajo este desierto se encuentra la mayor reserva de gas nervioso de todo el planeta.

—Otro desvarío —objetó Lawrence—. El fosgeno es el resultado de una manipulación química, no se produce en estado natural.

—Tú sabes algo de griego, ¿no? —prosiguió Auden—. Bien, dime cómo traduces la palabra fosgeno.

Fos quiere decir «luz», y geno

Geno viene de génesis, lo que genera las cosas —se adelantó lady Agatha—. Pero, ¿y qué…?

Auden, dueño de la expectación general, carraspeó antes de concluir.

—El fosgeno era la Luz de Atón, ni más ni menos. Ellos sabían que bajo estas arenas se condensa una gran concentración de gases y sales altamente tóxicos, como el natrón de Bahariya. Mézclalos y seguro que estallan en una llamarada tan cegadora como la primera página del Génesis. Una portentosa deflagración de fuego y luz, bien capaz de arrasar todo aquello que encuentre a su paso, hasta reducirlo a cenizas, literalmente, hasta desmaterializarlo. Sí, sí, ya sé que fosgeno es una palabra griega. Pero los griegos, no lo olvidéis, lo aprendieron todo de los egipcios. Y para estos la Luz de Atón, como todo en su religión, tenía dos vertientes: bendición y castigo. Cuanto más lo pienso más me convenzo de que el fosgeno constituía para ellos su manifestación maléfica. Probablemente la misma que ocasionó la hecatombe del ejército de Cambises. Y, ¿por qué no?, quizá también el apocalipsis de la ciudad sagrada de Akenatón, Amarna.

Los cuatro ocupantes del Dodge se quedaron de una pieza. Aquella hipótesis superaba las más delirantes fantasías de la Golden Dawn. Mallowan, el más escéptico, fue el primero en reaccionar.

—Una interpretación muy imaginativa, pero la historia no dice nada de eso. Amarna fue destruida por los ejércitos de Horemheb tras la caída del faraón apóstata. No existe ningún documento que acredite nada parecido a una explosión de gas.

—Te equivocas, Max —le corrigió su esposa—, recuerda los manuscritos egipcios del fundador de nuestra Orden. De acuerdo, Mathers abusaba del éter. Pero en una de sus visiones aseguró haber visto un mar gaseoso bajo este desierto. Lo llama «El Mar de la Muerte», y lo sitúa en el entorno de la legendaria Amarna.

—Por favor, Agatha, eso son patrañas…

Lady Agatha le clavó a su marido una mirada algo más que reprobatoria.

—Repórtate, Max, nos estás insultando a todos. Los manuscritos de Mathers son sagrados para nosotros.

El arqueólogo le volvió la cara, mascullando entre dientes:

—Hay que tener paciencia…

—No tanta —intervino entonces Conway—. Pronto saldremos de dudas.

Auden carraspeó antes de preguntar.

—¿En qué… aspecto, mister Conway?

—En el de ese presunto «Mar de la Muerte»… y en todo lo que afecta a la vida de Ankhesa. Verán, la profecía de Caltagirone cifraba un lugar muy concreto donde volverían a alzarse de las arenas los siete demonios de Seth. «… Y esta vez será el aliento de Atón quien habrá de juzgarles», así concluía el papiro. Tal vez, como acaba de apuntarlo usted mismo, el aliento de Atón sea esa condensación de gases que se mueven bajo el suelo de Amarna. Precisamente allá donde nos dirigimos.

Aunque no se lo hubiera revelado hasta ese momento, y por más que lo sospecharan, ellos seguían pensando que la única alternativa razonable consistía en regresar a El Cairo para contactar con sus aliados de la Fraternidad de las Pirámides. Ahora, a la certeza de que habrían de enfrentarse a los hombres de Malaparte y a la tenebrosa mente de Crowley, se unía la conjetura de que tendrían que hacerlo sobre un ingente depósito de gases tóxicos. La inquietud dio paso a un clima de consternación general que apenas conseguían disimular.

—¿Amarna ha dicho? —preguntó Lawrence—. Corríjame si me equivoco, pero tengo entendido que eso no es más que un montón de ruinas…

—No exactamente.

—Ruinas y demonios —apostilló Auden—. Eso es todo lo que queda de la ciudad erigida por el faraón apóstata.

—No exactamente —repitió Conway.

Lady Agatha se puso intemperante.

—Pues díganos «exactamente» qué más decía su maldita profecía. Nuestra comprensión tiene un límite, no puede seguir jugando con nosotros de esta manera.

Nada más decirlo, en aquel cielo radiante y despejado estalló un trueno seco que pareció partir en dos todo el arco del horizonte.

—¿Ha oído eso, Conway? —articuló Auden—. No me diga que, además, se nos va a echar encima ese tal quibli o como se llame…

Kenneth le cruzó la mirada a través del retrovisor.

—No, esto es un anuncio del kwarma: tendremos tormenta, pero no de arena.

—¿De qué entonces, si puede saberse?

—Ya lo descubrirá…

No tardarían en hacerlo. A medida que avanzaban el paisaje fue tiñéndose de sombras, como un espejo de las nubes tan densas como piedras que se aglomeraban hacia el este.

—Es increíble, alucinante de verdad —masculló Lawrence—. Primero la tormenta de arena del otro día, y ahora el diluvio universal… en medio del desierto.

—¿O sea que el kwarma es esto? —balbució el poeta—. Me pregunto qué será de nosotros si toda el agua que hay ahí arriba nos cae encima. Lo del ejército de Cambises puede quedarse en una anécdota.

Sus palabras se vieron refrendadas por un segundo trueno que retumbó sobre sus cabezas haciendo temblar la carrocería del Dodge. Una fulguración de serpientes iluminó el cielo del desierto. El aguacero no se hizo esperar. Aquellas nubes del color de la tinta acabaron por romperse en una violenta lluvia de lodo rojizo. Solo lady Agatha parecía mantener el temple, todos sabían por qué.

—Sigo esperando una respuesta, mister Conway.

—Está bien, se lo voy a contar…

A medida que la pista se encharcaba, la sucesión de rayos y truenos marcó el contrapunto idóneo para las palabras del escocés.

—El papiro de Caltagirone lo dejaba entrever, pero la clave definitiva se me reveló ayer, en la tienda, y ya saben cómo… Crowley se me apareció en una cripta decorada con discos solares, el emblema de la ciudad de Atón. Le acompañaban todos sus acólitos, y Ankhesa ocupaba el centro de la estancia, amarrada a un altar siniestro. Me llamaba, todavía la oigo gritar mi nombre mientras ese psicópata invocaba a los dioses oscuros, decidido a sacrificarla. Todo sucederá mañana en la noche. Tenemos que llegar a Amarna antes de que se alce la luna de Heb-Sed.

—Pero, ¿y si no los encontramos allá…? —volvió a objetar Mallowan, persuadido de que hablaba con un loco—. Supongo que en ese caso regresaremos a El Cairo, ¿no?

Conway frunció el entrecejo, como si no contemplara esa posibilidad.

—¿Regresar?

Auden intentó hacerle entrar en razón:

—Hablaremos con las autoridades. Tenemos pruebas de que esos criminales secuestraron a su esposa, y el alto comisionado británico, lord Allenby… —continuó, tras un carraspeo enfático—. En fin, perdóneme la inmodestia, pero me consta que es un rendido admirador de mi poesía.

Lawrence le clavó una mirada vitriólica.

—Por Dios, Wystan, cómo puedes ser tan cretino. La única poesía que admira ese papamoscas es la que rima con la corte de corruptos del sultán Hussein. Y la familia de Cerio está emparentada con ellos. ¿Es que ya no lo recuerdas? Este coche, el Dodge que nos ha traído hasta aquí, lo consiguió él, haciendo valer sus influencias…

Auden se revolvió lleno de orgullo herido.

—¡Sus influencias en la embajada italiana y nada más! ¡Nosotros somos ingleses, ciudadanos del Imperio!

—¿Del Imperio? ¿De qué Imperio? —le encaró Lawrence—. Eso que tú llamas el «Imperio» no es más que un dinosaurio decrépito que se cae a pedazos.

—¡Cuidado con lo que dice, Lawrence! ¡No le consiento que hable así de nuestro país!

—Su país ya no es el mío, Mallowan. Considéreme un desertor. ¡Jamás volveré a pisar la infecta Inglaterra que ha condenado mis obras!

La situación amenazaba con degenerar en un enfrentamiento abierto. Lady Agatha separó a los dos hombres con un decidido ademán.

—¡Basta, basta de pelearse por historias que no vienen a cuento! Aquí lo único importante es rescatar a Ankhesa, y si este hombre ha recibido el mensaje de que la tienen en Amarna, está de más cualquier otra consideración. ¡La Golden Dawn va a Amarna y punto! ¿Entendido?

Esta vez no hubo más truenos que refrendaran su admonición. Solo esa lluvia torrencial que borraba la pista con una cortina de lodo del color de la sangre.

—Magnífico… —adujo Auden, mirándose las uñas para disimular su histeria—. Esto empieza a parecerse a una sesión de espiritismo subacuático.

Nadie rio su ocurrencia. En el silencio que se impuso dentro del Dodge, Conway buscó unos ojos a través del retrovisor. No sabía cómo decirlo, pero al fin lo dijo.

—Es usted toda una mujer, lady Agatha, nunca olvidaré sus palabras —articuló, torpemente—. Si salgo vivo de esta…

—Bueno, bueno, déjese de sensiblerías y mire hacia delante, joven —le cortó la escritora, también ella detestaba emocionarse—. Ya solo falta que tengamos un accidente por enternecerse como un colegial.

No le faltaba razón. La tormenta acabó desencadenando una riada descomunal que arrastraba a su paso lenguas de arena, piedras, incluso rocas de tamaño considerable. El Dodge apenas conseguía abrirse paso, el camión se encallaba una y otra vez. Hasta a los ingleses les tocó empujar. No obstante, cuando la situación parecía más desesperada, el aguacero cesó súbitamente y regresó la calma. Una hora después, sobre un cielo transparente y profundo, comenzaron a refulgir las primeras estrellas. Habían llegado al oasis de Bahariya, pero apenas se detuvieron para aprovisionarse de agua y suministros. Balek Gamal distribuyó entre sus hombres media docena de fusiles, tres vetustas espingardas y dos cajas de munición.

El exuberante valle quedó congelado como un espejismo en el retrovisor mientras enfilaban la ruta del sur, ya en paralelo al Nilo. Sobre la medianoche alcanzaron al fin la aldea de Deir Mawass, la última habitada antes de la ciudad de Atón. A las puertas del caravasar un nómada calentaba una tetera desconchada sobre un fuego de sarmientos. Conway aceptó su invitación, y todos los demás lo celebraron. Aun más cuando lady Agatha sacó de su bolso una petaca que dejó atónito a su marido.

—No sé por qué me pones esa cara, Max —se justificó la dama—. Ya sabes lo que dice el proverbio: a una inglesa siempre le faltan dos whiskies para estar a la par.

Todos, salvo Mallowan, rieron de buena gana. Estaban empapados de pies a cabeza, necesitaban entrar en calor, pero aún más relajarse y descansar. Una vez que repusieron fuerzas, Balek Gamal extendió sobre la arena un mapa algo más que ajado. El escocés se dispuso a esbozar una estrategia.

—… Aunque toda ella esté en ruinas, Amarna es una ciudad enorme. No menos de diez millas de este a oeste, y nueve de norte a sur. Esta avenida que la cruza de parte a parte es la arteria real. La ruta sagrada que recorrían por las mañanas Akenatón y Nefertiti montados en un carro de oro para rendir su homenaje al sol viviente —precisó, trazando una línea sobre el papel, y señalando dos puntos—. El de aquí arriba es el palacio de Guem Aton, «el que se complace en la contemplación de Atón». Este otro es el del faraón, sobre el que se alzaba un gran mirador, la Ventana de las Apariciones. Bien, pienso que deberíamos dividirnos en dos grupos. Uno entrará por el norte, el otro por el oeste. Ninguno de los dos pisará la avenida principal, para evitar que nos descubran enseguida.

—¿Y por qué no entramos por el este? —objetó Lawrence—. Aquí veo algo que parece un gran templo. Y los templos son los lugares idóneos para las iniciaciones. Lo más probable es que se encuentren ahí.

—Ya lo he pensado —repuso el escocés—. Pero del templo de Atón apenas quedan en pie más que los basamentos de su bosque de columnas. Si nos acercamos por ahí ofreceremos un blanco perfecto. Mejor dejarlo para el final, si es que no nos topamos antes con ellos.

—¿Cómo demonios puede estar tan convencido de que están ahí? —Auden, aterido, apretaba entre sus manos su segunda taza de té—. Además, seguro que han apostado vigías en todos los accesos. Nos verán entremos por donde entremos.

—No, no nos verán, porque no nos esperan. A mí me dan por muerto, y a vosotros, en el mejor de los casos, os suponen de regreso a El Cairo. De todas formas, tenemos que extremar la cautela. Un paso en falso puede suponer la muerte de Ankhesa.

—Y me temo que la de todos nosotros, ¿no es así?

Esta vez fue lady Agatha, tal vez animada por el licor, quien respondió al poeta:

—Escúchame bien, Wystan: prefiero volver a Londres muerta antes que derrotada. Es la suerte de la Golden Dawn lo que se va a dirimir en Amarna. Preparémonos para la batalla final. Si Crowley logra lo que se propone, aunque no nos mate él, ya estamos muertos.

Mallowan, que hasta ese momento escuchaba en silencio, no pudo contener su perplejidad.

—Pero, Agatha, no te conozco… ¿No eras tú la que abominaba de toda forma de violencia?

La dama apuró un trago de su brebaje y, sin recoger el meñique de su mano izquierda, llevó la otra a su bolso.

—He cambiado de opinión, querido: el juego se ha acabado, ¡esto es la guerra! —exclamó, mostrándole el pistolón que le había entregado Conway—. Al primer demonio que asome por entre las ruinas, le vuelo la cabeza.