52

EL más veterano de los beduinos se puso en pie de un salto, Balek Gamal entornó sus ojos de lagarto. No podía creer lo que estaba viendo pero ese hombre, ese hombre tambaleante que parecía caminar a trancos, cayendo y levantándose una y otra vez, como si siete demonios tiraran de una soga amarrada a su cuello, sí, ese hombre tan diabólicamente empecinado solo podía ser él. El silencio del jeque, tan inusual, tan elocuente, alertó al resto de su mesnada. Soltaron los mástiles de las tiendas, las lonas ya plegadas, todos los aparejos de su aduar. La noche se aprestaba a caer, apenas un trazo de luz separaba el mar de dunas de la bóveda celeste. Habían acabado de restañar los neumáticos del camión y el Dodge un par de horas antes, las fuentes de cuscús humeaban sobre el fuego en torno al cual seguían reunidos los cuatro ingleses para compartir un bocado antes de la partida. También estos, al ver la reacción de los beduinos, se pusieron de pie. Wystan Auden no pudo evitar que su taza de café se le derramara por los pantalones, Lawrence lanzó un juramento. Cuando los beduinos rompieron a gritar su nombre, lady Agatha sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas. Sí, claro que era él. Se trataba de Kenneth Conway, no podía ser otro. El eslabón más débil había vencido a la muerte y regresaba junto a ellos. La cadena de luz volvería a soldarse. Todavía no estaba todo perdido. Y, sin embargo, cómo decírselo, quién se lo diría, a ese hombre aún le faltaba por encajar el golpe más duro de toda su vida. Aquel que decidiría la suerte de su aventura y el destino final de todos ellos.

Apenas le restaban cien yardas para cruzar el paso de Nejbet. Conway cayó extenuado sobre la arena. Tres beduinos corrieron hacia él. No quería que lo ayudaran. Tan pronto como consiguió ponerse de pie de nuevo, se zafó de sus brazos y siguió caminando paso sobre paso. Ya nadie se atrevió a tocarle. Aquel loco se había convertido en un ser sagrado, bendecido por el dolor, purificado por el sufrimiento. Balek sabía que le había fallado, no se atrevió a abrazarle. Todos se habían congregado formando un círculo expectante a su alrededor. El caíd no esperó a que preguntara por ella. Con una expresión de consternación que parecía sincera, le miró a los ojos, y le dijo aquellas palabras que no olvidaría mientras viviese.

Hamda li’Lah, sidi Conway… Tu reina se ha ido con ellos.

El escocés se quedó lívido, como si hubiera sido fulminado por un rayo. Agarró al jeque por el cuello de su galibieh.

—¿… Cómo? ¡Qué estás diciendo, maldito canalla! —gritó, con el rostro desencajado y un fuego de locura en sus ojos—. ¡Eso no puede ser! ¡Ankhesa no ha podido irse con ellos! ¡Tienen que haberla forzado! ¡Y tú, cobarde, tú no has tenido agallas ni para defender a una mujer!

No pudo contenerse, aquellas palabras no le servían. Descargó su puño contra su rostro. Balek no se defendió. Tras encajar el golpe, se llevó su enjoyada mano a su chilaba y sacó de ella un sobre lacrado. Fue entonces cuando el escocés comenzó a temer que todo aquello fuera cierto.

—Es para ti, lo ha escrito ella —exclamó el jeque—. Léelo y comprenderás.

Sus manos temblaban cuando abrió el sobre. Contenía dos cuartillas. La primera venía firmada por Jacques Fersen. Decía así.

Mi querido Kenneth.

No sabe cuánto lamento hacer esto. La vida ha querido que sea yo el depositario de la última carta escrita por la divina mano de Nefertiti. En jeroglíficos, naturalmente. Como sabe, yo no tengo la menor noción acerca de esta escritura ancestral. Ignoro el contenido de su mensaje. No obstante, algo me dice que su lectura no le va a agradar en absoluto. Es muy posible que le diga que ha decidido unirse a mí, por su propia voluntad. Creo que esta decisión tiene mucho que ver con su incalificable comportamiento. Me refiero a su noche de vino y rosas con Leticia Cerio, o Leticia Fersen si lo prefiere, pues, al fin y al cabo, su antigua amante sigue siendo mi mujer. Ya ve que no me altero al constatar que ambos me han traicionado. Bueno, en realidad yo no valoro su osadía como una traición. Soy un hombre progresista, entiendo las relaciones abiertas. Me temo que su querida Ankhesa, nuestra idolatrada Nefertiti, no piensa como nosotros. Ella pertenece a otro tiempo. Yo, en su lugar, hubiera tomado ciertas precauciones. Dudo mucho que le perdone. La reina parece muy afectada, profundamente afectada. Me la llevo conmigo, no solo para consolarla. Puede estar seguro de que me dejaré la piel para darle todo el amor que esta bellísima criatura me inspira desde el primer instante en que la vi.

Suyo, como siempre.

 

Jacques d’Adelsward Fersen.

 

Conway sintió que se le iba la cabeza, una nube de sangre le nubló la vista. Aún le quedaba por leer el segundo mensaje, los jeroglíficos de Ankhesa. No quería hacerlo, menos delante de esa gente a la que había comenzado a odiar. Con un sufrimiento infinito, posó sus ojos sobre los signos trazados por la mano de su reina, y, como en un espejo, la vio a ella, como si le hablara desde el otro lado de la vida.

Has mentido al corazón que te amaba, igual que entonces. Has vuelto a traicionarme, igual que entonces. No eres el Justo de Voz, tu palabra ha muerto para mí. Mis ojos no te reconocen. El disco de Atón se ha puesto ya. La gran noche ha caído sobre nosotros. Ya no cruzaremos juntos las puertas de Amenti. Nunca despertarás a mi lado en los campos de Ialu. Que los dioses sean clementes contigo, por la llama que nos unió. Por todo lo que te quise.

Repitió aquellas palabras sintiéndolas desgarrar su corazón mientras caía sobre él todo el peso de la noche, una oscuridad sin límites, la negrura de cien muertes. Todo era cierto. Tan cierto como irrevocable. Aún no sabía quién había urdido aquella maquinación, ni quién era en realidad el maestro de Malaparte. Sin embargo, Ankhesa se lo había advertido cien veces. Se trataba del señor de los Infiernos en persona, Seth, el verdadero asesino de Akenatón. ¿Por qué no lo creyó? Ella le había revelado la identidad de todos sus sicarios, todas salvo la suya. Fersen era Smenjkara, su hermano bastardo en los tiempos de Amarna. El ambicioso Horemheb había regresado bajo los correajes de Malaparte. Cerio y Leticia, encubrían los rostros de Kafra, el hitita, y el de su hija, Kya, la cortesana. Sí, estaba más que advertido. ¿Cómo había podido dejarse embaucar nuevamente? El encuentro con Leticia fue una trampa, una trampa verdaderamente diabólica. Le había dado a beber el mismo viejo veneno y él había apurado su copa hasta las heces. Ya era tarde para lamentarlo. Todo su cuerpo le pedía gritar, tuvo que apretar los puños. Le desgarraba una rabia impotente, más violenta que la que había sentido el propio Akenatón tres mil años antes. Había fracasado una vez más y, una vez más, había perdido a su adorada Nefertiti. Definitivamente, los dioses le habían escupido de su boca y de su corazón.

Uno tras otro, Balek Gamal, Mallowan, Lawrence, Auden y todos los beduinos se fueron retirando. La visión de aquel hombre destruido les hacía sentirse culpables. Solo lady Agatha se mantuvo junto a él.

—Ven conmigo, Kenneth —le dijo, cogiéndole del brazo—. Tengo que hablarte.

El escocés se dejó conducir hasta la hoguera, solo era un cuerpo en busca de una tumba. Lady Agatha comenzó a contarle. Él escuchaba con la mirada perdida en el fuego.

—… Serían cerca de las tres de la madrugada, Ankhesa y yo estábamos solas en la tienda, cuando apareció el «Maestro». Tú no sabías quién era, ¿verdad? Yo lo descubrí demasiado tarde, no pudimos advertirte… Pero se trataba de un viejo conocido nuestro. Se hace llamar «Therion», el nombre griego de La Bestia. Se trata del diablo en persona, Ken: Aleister Crowley.

Aquellas dos palabras percurtieron como dos puñaladas en su mente. Ese era el significado de la «T» mayúscula labrada en el anillo de la pesadilla que asediaba sus noches. Cifraba el nombre en clave de Aleister Crowley. Aquel demonio hasta se había permitido el juego o la burla de enlazar sus iniciales con las suyas, Ankhesa y Conway, en torno a aquella leyenda grabada en su interior: Condenatio amoris, la «condenación del amor». La suya llegaba más lejos. Había sido él mismo quien lo invocó por primera vez en esta historia, durante la fiesta egipcia de Fersen en Villa Lysis, sin imaginar entonces, ni por lo más remoto, que estaba conjurando el nombre de su verdugo.

—… Lo sabía, sí, claro que lo sabía —exclamó, con una voz enajenada, arrastrada por la desesperación—. Vi su anillo con sus iniciales, y él me habló…

Christie no pudo evitar un gesto de sorpresa.

—¿Qué dices? Eso no es posible, Ken, tú nunca te cruzaste con él —y tras ordenar su desconcierto, volvió a preguntar—. ¿Cómo lo sabías?

—Eso ya no importa… Por lo que más quieras, Agatha, ayúdame a salir de esta pesadilla. Sigue contando…

—Crowley vino por Ankhesa sobre las tres de la madrugada. No necesitó convencerla. Le dijo que venía en tu nombre.

—¿Dónde se fueron? —preguntó el escocés sin retirar la mirada del fuego, una mirada extraviada.

—¿No lo imaginas? Se la llevó hasta la tienda de Leticia —continuó la escritora—. Ankhesa lo vio todo con sus propios ojos. Sí, Ken, todo.

Conway se cubrió el rostro con las manos.

—¡Esa ramera me drogó! No sé lo que hice, no recuerdo nada…

—Mejor para ti, Ken, mejor que no lo recuerdes.

Entonces sí, el escocés comenzó a recordar. Él estaba tendido en aquel diván, desnudo, abandonado a una laxitud extrema. Y Leticia se mecía sobre su cuerpo, con su copa en la mano. Entre la bruma narcótica sus ojos distinguieron dos figuras en el umbral. Un hombre alto y un poco encorvado, de mirada siniestra, que debía ser Crowley. Y Ankhesa. Aquello no había sido una alucinación inducida por el bebedizo de Leticia. Cuando su reina intentó avanzar hacia él Crowley la retuvo. La cortesana concluyó su trabajo: fue derramando el vino sobre su cuerpo, desde su pecho a su sexo, y comenzó a lamerlo, desde su sexo a su boca, lenta, mórbidamente, sin dejar de mirar a Ankhesa. Él no se resistió, no podía resistirse. La acariciaba como se acaricia a un demonio. Lady Agatha le contó el resto de la historia.

—… La vi llegar, venía rota. Algo muy grave debía haber sucedido. No quería hablar, ya ni siquiera confiaba en mí. Al final acabó contándomelo, ya sabes qué… Intenté tranquilizarla, hacerle ver que aquello tenía que haber sido una maquinación. Ella no atendía a razones. Estaba destrozada, quería matarse. Si yo no hubiera estado junto a ella, no sé, Ken… Creo que se hubiera cortado las venas.

Lady Agatha no se atrevía a continuar, la mirada que le dirigió Conway la obligó a hacerlo.

—… Un par de horas después, poco antes de que amaneciera, apareció Fersen. Le dijo que lo tenían todo preparado para marcharse. No tuvo que repetírselo. Ankhesa se incorporó como una autómata. El barón cogió su mano, ella no se resistió. Se fueron juntos, con la comitiva de Crowley y Malaparte. No sabemos adónde.

Conway elevó su mirada al cielo, la visión de las estrellas se le hizo insoportable. Ya no tenían ningún sentido para él. Había perdido, sí, lo había perdido todo. Su corazón se desgarraba ante la idea de que su reina hubiera elegido partir con esos miserables. Y lo más terrible de todo, lo más espantoso: él había sido el único culpable. Esa era la verdadera maldición de los faraones, la que había destruido el imperio de Akenatón. La que había acabado, finalmente, con su propia vida.

En eso escucharon una voz a su espalda. Se trataba de Max Mallowan.

—Ya lo tenemos todo listo, Agatha —exclamó, remiso a acercarse—. Podemos ponernos en camino cuando queráis.

La escritora iba a decir algo, Conway se le adelantó.

—¿En camino, hacia dónde…?

—Si salimos ahora llegaremos a El Cairo con el amanecer.

El escocés cerró los ojos un instante, luego le restituyó una mirada definitiva.

—A El Cairo… O sea que vuestra historia acaba aquí… Bien, si es así podéis partir ya. Yo me quedo.

Mallowan enarcó las cejas pensando que había perdido el juicio, solo lady Agatha podía entenderlo. Intentó hacerle recapacitar.

—No lo interpretes así, Ken, nuestra historia no acaba aquí. Pensamos dirigirnos a El Cairo para contactar con nuestros hermanos de La Fraternidad de las Pirámides. Ellos son muchos y conocen el terreno. Nos ayudarán a localizar a Crowley y a los suyos allá donde estén.

—No los necesitamos —continuó el escocés, con esa voz serena que nacía de su desesperación—. Yo sé donde han ido.

—¿Estás pensando en Amarna?

—En Amarna o en otro lugar que seguramente no quedará muy lejos. En el papiro de Caltagirone aparece con un nombre que se me resiste.

—¿Qué nombre es ese, Ken? —preguntó Mallowan.

—Pertun-Hotep. ¿Te dice algo a ti?

Mallowan cabeceó negativamente.

—Es igual… Solo me quedan tres cartuchos por descifrar, solo tres. Seguro que la clave está ahí. Dadme una hora, no más. Si no resuelvo el enigma en ese tiempo…

—Dame tu palabra de que vendrás con nosotros a El Cairo.

Conway encendió un cigarrillo para llenar un silencio que se les hizo muy incómodo.

—Está bien, si no resuelvo nada en una hora, volveré con vosotros.

No hubo más palabras. Los ingleses y los beduinos vieron al escocés dirigirse a su tienda como quien se encamina hacia su última batalla. Apenas alzó la lona de la puerta la dejó caer, no quería testigos. Fue derecho hacia la mesa donde le aguardaba el último papiro, tal como lo había dejado, apresado entre dos láminas de cristal. Por un instante, sintió el deseo de romperlo todo, hacer pedazos los textos sagrados.

«No, todavía no», volvió a repetir, con el mismo tono alucinado.

Y, según lo decía, se sentó frente al enigma. En un instante, se sumergió en ese tiempo fuera del tiempo, el tiempo de aquella profecía que le llevaba de regreso al Egipto de Akenatón y Nefertiti, donde buscaba desesperadamente una clave que pudiera salvarle.

… Luego se cumplirá una batalla de tres lunas en torno al sol. (…) El demonio de cabeza de asno vencerá en el primer encuentro. Entonces el Devorador surgirá de la tumba de Atón. Solo el Justo de Voz podrá vencerle. Pero la reina solo será coronada por el cetro de Necher una vez que cruce la última puerta, donde duermen las hijas de Pertun-Hotep.

La batalla de las tres lunas había comenzado al pie de la montaña de Nejbet y, en efecto, Crowley había vencido en el primer choque. Pero la profecía vaticinaba dos encuentros más: en la tumba de Atón y «allá donde duermen las hijas de Pertun-Hotep». Ankhesa tenía que estar en uno de esos dos lugares. La tumba de Atón solo podía ser la ciudad donde fue asesinado Akenatón, la legendaria Amarna. Pero, Pertun-Hotep. ¿Qué demonios significaba esa palabra?

El cansancio comenzó a hacer mella en él. Sentía la lengua como un trozo de cuero pegado al paladar. Apenas fue un instante lo que tardó en incorporarse para beber un trago de agua perseguido por el martillar de esa clave: Pertun-Hotep, Pertun-Hotep, Pertun-Hotep… «¡Maldita sea, nunca conseguiré descifrarla!». Cuando volvió a la mesa se quedó sin habla. La lámina de cristal que protegía el papiro se estaba volviendo líquida, igual que en la visión donde se le apareció por primera vez el rostro de Crowley. Se pasó la mano por la cara, se frotó los ojos. Al abrirlos el escalofrío se hizo más intenso. Bajo aquella superficie fluctuante, como en lo profundo de un lago, esta vez distinguió un lugar que reconoció al instante. Estaba viendo las ruinas de Amarna, la ciudad sagrada del faraón apóstata. Una avenida de esfinges marcaba el camino hacia una puerta subterránea en forma de garra. Una comitiva descendía lentamente por una escalera muy estrecha. A la cabeza, Fersen y Cerio. O, mejor dicho, Kafra y Smenjkara, engalanados con sus ropajes ceremoniales. Les seguían el arrogante Horemheb y el doctor Messori, que volvía a lucir el birrete de Perennefer, el copero real. Tras ellos, con paso sonámbulo, caminaba Ankhesa. Vestía una túnica negra que parecía tejida con su propio llanto, un velo oscuro cubría su rostro. Crowley cerraba la procesión, engalanado con la piel de leopardo de los rituales fúnebres. El cayado de Seth en una mano, el cuchillo sacrificial en la otra.

Aterrado, presa del delirio, Conway sumergió su mano en la superficie líquida del papiro, loco por arrancar a su reina de aquella pesadilla. Sintió una intensa quemadura, como si la hubiera sumergido en ácido. Ankhesa continuó descendiendo, ajena a todo. Cuando llegaron al término de la escalinata, Fersen alzó su velo y la besó en la frente. El rostro de la reina era el de un cadáver. Conway se cubrió los ojos, no quería ver más, no podía soportarlo. Desde el papiro subió hasta él una voz meliflua que hablaba al oído de su reina:

—Aquí olvidarás todo cuanto te atormenta, amada mía. Olvidarás a mi hermano Akenatón, ese loco alucinado. Recuerda, bella entre las bellas, estabas predestinada a mí. Solo a mí. Eres hija de la profundidad celeste, del panteón inmortal, el que presiden los dioses de Tebas. Bésame y volverás a reinar sobre el sol y las estrellas.

Fue entonces, al sentir el roce seco de sus labios, cuando Ankhesa pareció despertar de su hechizo. Se revolvió zafándose de él con un gesto de repugnancia. Horemheb la apresó por la espalda. Por más que se agitaba ya no podía soltarse.

—¡Kenneth! —gritó, con toda la fuerza de su desesperación—. ¡Kenneth, dónde estás!

Su llamada atravesó el corazón de Conway de parte a parte. El sufrimiento se le hizo intolerable. Cayó de rodillas tapándose los oídos. Las voces se hicieron más fuertes, no podía dejar de escucharlas.

—¡Apártate de mí, bastardo! —clamaba Ankhesa—. ¡No es Akenatón quien me ha traicionado, sino tú! ¡Tú y toda tu corte de alacranes! ¡Me hiciste creer que mi rey se había entregado a esa cortesana! ¡Ahora sé que todo fue un engaño! ¡Él me quiere, no ha renunciado a mí, y la luz de Atón está con él! ¡Soy tu reina! ¡La reina del alto y del bajo Egipto! ¡Condúceme ahora mismo al lugar donde me espera!

Fersen deslizó una caricia a lo largo de su cuello.

—Ya es tarde para arrepentirse, mi reina. Olvida a ese hombre, es lo mejor que puedes hacer si deseas seguir viviendo.

—¡Prefiero mil veces la muerte a vivir un solo instante junto a ti!

—No sabes lo que dices, preciosa. Yo soy el verdadero elegido por los dioses, el hombre que abrirá para ti las puertas de Amenti, el paso hacia la inmortalidad.

Entonces la voz de Ankhesa se volvió más grave y profunda:

—Ya me prometiste la inmortalidad en el pasado, maldito entre los malditos —sentenció, desafiante—. Una inmortalidad de tinieblas. Libérame ahora mismo, Smenjkara, o te juro que lamentarás haber nacido.

El rostro de Fersen era una máscara impasible.

—Esta vez no sucederá así, mi muy querida Nefertiti —exclamó, haciéndole un gesto a Crowley para que se adelantara—. ¿Lo ves? El divino Seth está con nosotros. En el tiempo de los orígenes acabó con la vida de su hermano Osiris, igual que yo acabé y acabaré con la de Akenatón tantas veces como sea necesario, mientras el sol siga pagando su tributo a la luna. Mírala, ya está cerca. Apenas faltan dos días para que se alce la luna de Heb-Sed. Y esa será la noche de nuestra consagración.

Un grito de horror se congeló en la garganta de Ankhesa. La luna creciente se alzaba como para señalar la inminencia de la fecha anunciada en la profecía. Y, recortándose sobre el disco de azufre, sí, allá estaba también el demonio en persona, Seth, el devorador de toda luz. Su horrendo hocico de asno, sus ojos de basilisco, su boca de belfos colgantes. Aquella visión fue más de lo que podía soportar. Cayó desvanecida mientras a su espalda comenzaba a crecer una melopea leprosa, el preludio de una abominable celebración. Fersen la alzó del suelo y depositó su cuerpo sobre un altar de piedra. Crowley extendió sus brazos sobre la cabeza de Nefertiti.

—Disponeos a ser testigos del sagrado himeneo —exclamó, dirigiéndose a sus acólitos—. Por el ritual de la sangre, por el poder de los dioses oscuros, en esta luna de Heb-Sed, celebramos al fin el gran encuentro. Las bodas del Cielo y el Infierno.

Conway creyó morir. Un grito desgarrado emergió de sus entrañas: «¡Despierta, Ankhesa, luz de mi vida! ¡Por lo que más quieras, tienes que despertar!». Con un resto de furia, se abalanzó sobre el papiro decidido a destruirlo. No pudo hacerlo. Antes de que volviera a tocarlo, el pliego se elevó un palmo sobre la mesa curvándose sobre sí mismo y enrojeció por sus extremos. Había comenzado a arder. Un negro corazón en llamas se dibujó en su centro mientras se oía, hueca y resonante, la voz de las tinieblas:

—¡Ahógate en tu ciega ambición, profanador de tumbas, porque ya estás muerto! ¡Ningún hombre puede transgredir los secretos de los dioses! ¡Tú te atreviste! ¡Nos desafiaste! ¡Y has sido derrotado! ¡Ya no eres más que una sombra!