51
UN mar de dunas de un intenso color ocre, la inmensidad, el vacío perfecto bajo un firmamento que se curvaba hacia el amanecer, del rojo carmesí al rosa pálido y, enseguida, ese fuego líquido de los cielos egipcios. Permaneció inmóvil, tendido sobre su espalda, respirando lenta y profundamente. Apenas podía entreabrir los párpados frente a aquel sol cegador. Tentó su cuerpo como para convencerse de que seguía siendo el suyo. Le dolía cada músculo, cada articulación, sobre todo la espalda. La sintió trizada de cicatrices. Pero estaba vivo. El flujo vital regresaba a sus venas latido a latido, sus miembros empezaban a responderle. Al fin, apretando los dientes, pudo levantarse. La sensación de debilidad se volvió mareante. Estaba en medio de la nada, solo, perdido en el desierto. ¿Cómo había llegado hasta allá? La cabeza le daba vueltas, los ojos le ardían. Miró a su alrededor. El mar de dunas se perdía en la infinitud, eso era todo. Tardó en advertir las huellas de unos neumáticos sobre la arena. De pronto, como una puñalada, un pensamiento atravesó su corazón: ¡Ankhesa! Le embargó el vértigo, un presagio fatídico. Vagamente, comenzó a recordar. Había acudido a la tienda de Leticia, ella le dio a beber aquel licor. Sin duda, había vertido un poderoso alucinógeno en su copa. Se palpó el cuello, sangre seca y carmín, los mismos arañazos que torturaban su espalda. Las huellas de la posesión. Se cubrió la cara con las manos lleno de rabia y vergüenza. Había caído en la trampa de aquella cortesana, Kya, la hitita sabia en hechizos. Un sentimiento de impotencia se unió a la humillación. A medida que iban despertando, aquellas imágenes obsesivas golpeaban su conciencia como un hierro al rojo vivo. Había comenzado a odiarse a sí mismo.
Remontó la duna buscando un punto de orientación. Nada se advertía desde lo alto, nada en leguas a la redonda. Le habían abandonado con una intención evidente: el castigo del sol a esa hora de la mañana solo suponía un anticipo de lo que le esperaba. Cerró los ojos, respiró hondamente. No debía dejarse vencer. «Serenidad», se dijo, «tiene que haber un camino». Entonces lo vio. Sí, ahí estaba. El camino se lo estaban mostrando las huellas de los neumáticos que serpenteaban de duna en duna. Marcaban una dirección, lejos, muy lejos. No tenía la menor idea de la distancia que habría de recorrer, pero abrigaba una certeza demente. Sabía que llegaría, tenía que llegar hasta el final de esa rodada para saber qué sería del resto de su vida.
Entretanto, muy lejos de allá, en el campamento al pie de la montaña de Nejbet, los beduinos de Balek Gamal se atareaban en torno a su desportillado Ford Truck. Intentaban alzarlo de las arenas para reparar sus llantas, que habían sido cortadas a conciencia. Un poco apartados del grupo, los cuatro ingleses —lady Agatha, Max Mallowan, Auden y Lawrence—, mantenían una áspera conversación, una conversación de derrotados.
—Os lo dije, os advertí —protestaba Lawrence—, se trataba de la pieza más codiciada por ese demonio. El alma de Nefertiti, la hija del sol. Debimos haber alertado a nuestros hermanos de la Fraternidad de las Pirámides[60]. Ellos son muchos, y conocen el terreno mejor que nosotros.
—Pero lo teníamos vigilado, David —replicó lady Agatha—. Nuestros contactos en Sicilia nos aseguraron que no se había movido de su siniestra abadía.
Auden arrojó su cigarrillo a la arena. Ya no era ni sombra del distinguido caballero que se embarcó en Capri dispuesto a vivir la gran aventura de su vida.
—Entonces alguien nos ha traicionado.
—También debimos contar con eso —volvió a protestar Lawrence—. Crowley es tan listo como el mismo diablo, pervierte todo lo que toca y corrompe a cualquiera.
—Damn hell! —gruñó Mallowan, que aún llevaba la cara marcada por los golpes—. Creo que tardaré mucho en regresar a Inglaterra. Hemos fracasado estrepitosamente.
Lady Agatha no parecía dispuesta a aceptarlo.
—No digas eso, Max, no hemos fracasado. Ese demonio ha ganado una batalla, pero la guerra continúa.
—¿… Que la guerra continúa? —se revolvió Auden—. Por favor, señora, hemos sido derrotados en toda regla. Y nuestra derrota trasciende lo que ha sucedido en este desierto. Es la misma Golden Dawn la que ha sido derrotada por ese hombre que se hace llamar «La Bestia 666», y a quien nosotros conocemos como Aleister Crowley.
—El «Maestro» de Malaparte y compañía —masculló Mallowan—. Cuando me atraparon pensé que iba a matarme, y casi lo hubiera preferido. Ahora sé por qué no lo hizo. Sobrevivir a esta humillación también es una forma de asesinato. La muerte lenta…
Auden prendió otro cigarrillo, no podía dejar de fumar.
—¿Cuándo creéis que podremos salir de este infierno?
—No tengo ni idea. Esos malnacidos han reventado los neumáticos del camión de Gamal, pero también los del Dodge.
—No entiendo por qué nos los han dejado. Ese gesto no encaja con la crueldad esencial de Crowley.
—¿Para qué los querían? ¿Acaso no has visto los dos Isotta-Fraschini que trajeron a ese demonio hasta aquí? Está claro que los fascistas van sobrados de recursos… Con esos dos bólidos pueden cruzar todo Egipto hasta Asuán sin repostar.
—Será así, pero yo sigo sin entenderlo…
Lawrence se llevó una mano al pecho. Su respiración subía con un silbido preocupante.
—Formaría parte del trato, eso es todo. Ya sabes, Cerio y Fersen pactaron con Balek Gamal, le compraron su repugnante «neutralidad». Tenían que dejarle a esa rata una vía de escape.
—Y a nosotros, ¿por qué?
—Sí, eso es lo que me pregunto yo. ¿Por qué…? —exclamó lady Agatha, que seguía sumida en sus cavilaciones—. La fuerza de la Luz es mil veces más poderosa que la magia negra de Crowley. La invocamos en El Cairo y en Luxor… Recordadlo, unimos nuestras manos, pronunciamos las palabras sagradas y los espíritus del Tercer Orden siempre nos respondieron.
—Entonces será que también ellos sobrevaloraron sus fuerzas.
—No, eso es imposible. Aquí hay un factor que se nos escapa…
—¿Cuál? ¿Acaso lo sabe usted?
—No, no lo sé, pero tiene que ver con la pureza.
—La pureza —se jactó amargamente Lawrence—. Yo no aspiro a eso. Ni soy ni quiero ser un espíritu puro. Estamos hechos de carne y sangre, nos movemos en función de nuestras pasiones. ¡Maldita sea, no somos ángeles!
—Pero hemos elegido el camino de la Luz —le cortó Auden—. Y la Luz está con nosotros, no te quepa duda.
—Me caben muchas dudas, Wystan, todas las que imaginas y muchas más. Al fin y al cabo, dime, ¿qué nos movió a embarcarnos en esta aventura?
—Lo sabes mejor que yo, David: nos unimos para preservar el conocimiento sagrado. Por Mallowan supimos que Conway estaba a punto de rebasar el último umbral, el que abre las puertas de la inmortalidad. Si realmente tenía en su poder los papiros de Caltagirone, a través de ellos el escocés podía localizar el sarcófago de Nefertiti, donde se cifran todas las claves.
—¿Todas las claves para qué…? ¿Para elevar a la humanidad a un plano superior de conciencia o más bien para divinizarnos a nosotros mismos? No lo niegues, Wystan. Eso es lo que codiciabais tú y todos vosotros, y por eso hemos sido castigados. ¡Por nuestra puerca soberbia de iluminados! ¿Qué esperabais? Vamos, miraos por dentro si os atrevéis a hacerlo. En vuestro fuero interno soñabais regresar a Londres como héroes de la Luz, coronaros como los nuevos príncipes de la Golden Dawn y que toda la Orden os rindiera culto. Vanidad y nada más que vanidad. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que nos merecíamos esta lección.
Auden y Mallowan bajaron la cabeza. Solo lady Agatha permaneció impasible tras escuchar el alegato de Lawrence. ¿Lo había escuchado realmente? Como su mirada, su mente seguía trabajando en un punto fijo.
—No, por más que lo pienso no veo que nosotros cometiéramos ningún error. El poder de las tinieblas que ampara a Crowley consiguió romper la cadena de fuerza que nos unía por un solo eslabón. Por uno solo. Y ese eslabón no se corresponde con ninguno de nosotros. Estoy segura, absolutamente.
—Dilo de una vez, Agatha —le instó su marido—. ¿Estás pensando en Conway? ¿Crees que ha sido él quien nos ha fallado?
Miss Christie recogió tres miradas expectantes, se lo pensó dos veces antes de decirlo.
—Se trata de un hombre demasiado joven, demasiado débil, y sin ninguna ambición trascendente. Él no cree en el poder del Mal, piensa que todas nuestras sagradas creencias no son más que un desvarío de alucinados. Y, sin embargo, me consta que Ankhesa le advirtió…
—¿Que le advirtió? —de nuevo intervino Lawrence, en su tono tajante—. ¿De qué tenía que advertirle, si puede saberse?
—No debía separase de ella ni por un instante, porque también ellos formaban parte de nuestra cadena. Y Crowley lo sabía, sí, sabía que Conway era el eslabón más débil.
Mallowan le quitó a Auden el cigarrillo que acababa de encender.
—Entonces, ¿crees que su ausencia tiene algo que ver con lo que hemos presenciado esta mañana?
—No he podido verlo todo, pero él no iba en ninguno de los dos coches: ni en el de los fascistas, ni en el de Crowley y Fersen.
—Eso no significa nada —objetó Auden.
—O quizá lo resuelve todo —concluyó Lawrence—. Apuesto a que ese pardillo ya va de camino hacia el reino de los muertos.
Su veredicto cayó como una sentencia inapelable, y ni siquiera la vidente oficial del grupo se atrevió a contradecirle. Sin embargo, siete millas al oeste de aquel paraje, Kenneth Conway continuaba caminando a través del mar de dunas, calcinado por el sol, absolutamente exhausto, pero animado por una fuerza invencible. Acababa de avistar, todavía en una remota lejanía, pero de una manera inequívoca, las dos crestas gemelas que señalaban la montaña de Nejbet. Ya nada le detendría. Aunque lo hiciera más muerto que vivo, llegaría al lugar donde le esperaba su amada Ankhesa.