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ANUBIS, el dios de los muertos, apareció precedido por su largo hocico de chacal y sus ojos fosforescentes. Vieron su descarnada sombra deslizarse sobre la lona, por el otro lado de la jaima donde los habían recluido, como dos condenados a la espera de su ejecución. Pronto se alzaría la luna de Heb-Sed, pero ellos no la verían. Su historia iba a acabar así, muy lejos del final que habían soñado, pese a que se encontraban a menos de cien millas de Amarna, la ciudad donde conocieron la felicidad y la gloria, el conocimiento supremo, la eternidad. Anubis continuó la ronda por el exterior de la tienda. Tras él caminaban el informe Apofis, el enano Bes y Knhum, el dios carnero. Selkis, la mujer escorpión, y la soberbia Neftis, aquella que envuelve con sus cabellos el cuerpo de los muertos, cerraban la comitiva un paso por delante del gran chambelán de aquella corte de demonios, Seth, el destructor, que entonaba una melopea fúnebre marcando el compás con su báculo de fuego.
—No temas, Ankhesa, son ellos… su «Maestro» les ha proporcionado estas máscaras. Solo quieren atemorizarnos.
—Te equivocas, Ken, se trata de los mismos dioses del Infierno, lo sé con toda certeza. Ese hombre tiene una magia poderosa. Sabe invocarlos y ellos acuden a su cita.
—¿Has llegado a verlo?
—Ayer me crucé con él, cuando nos llevaban de una tienda a otra. Solo fue un instante, pero le reconocí sin ninguna duda. Era Seth, el señor del mal, llevaba su bastón en forma de «T», y un anillo de hierro con la misma letra grabada en su centro.
—Yo vi más… Ahora te lo puedo contar. En la visión donde se me apareció, mientras descifraba el papiro, me mostró el interior de ese anillo. Alguien había labrado nuestras iniciales en torno a una leyenda en latín: Condenatio amoris, la condenación del amor.
—Quien lo escribió sabía lo que decía. El amor humano tiene una parte oscura: la unión de los cuerpos apaga la luz de las almas.
—Bah, ¿qué importa eso ya? Ese personaje ha venido aquí para acabar con nosotros. Prepárate para morir, Ankhesa. Hemos perdido la batalla, igual que entonces.
—No temo a la muerte, amor mío, sé lo que nos espera al otro lado. Solo te pido una cosa: no te separes de mí ni por un instante. Ellos solo pueden vencernos si nos separan. Si morimos juntos volveremos a encontrarnos en los campos de Ialú.
—A los condenados a muerte nunca se les niega una última gracia. Esa será la nuestra: moriremos juntos, Ankhesa, y juntos cruzaremos el paso hacia el otro mundo. Esta vez nada ni nadie podrá separarnos.
La reina se abrazó a él, tan agotada por la tensión que no tardó en rendirse al sueño. El cortejo espectral se había retirado, una suave brisa mecía las palmeras. Más allá, se extendía el silencio profundo del desierto. En eso, Conway escuchó un ruido de pasos sobre la arena. Los pasos se detuvieron ante su tienda. Se trataba de una mujer. Cruzó unas palabras con los escuadristas que montaban guardia. Discutieron. Quería pasar dentro pero no le dejaban. Al fin se dio por vencida y comenzó a retirarse. Pero, al poco, por la parte posterior de la jaima, una mano deslizó un papel doblado en cuatro. Conway se apresuró a cogerlo. Decía así.
Querido Kenneth.
Me encontrarás odiosa. Lo soy, sin duda, pero nunca te he traicionado. Me creas o no, he venido hasta aquí solo para protegerte. Jacques se comporta como un loco. Su «Maestro», como le llama Malaparte, ejerce sobre él una influencia maléfica. No solo temo por ti. También temo por mi vida, por todos nosotros. He conseguido convencerle para que os conceda una última oportunidad. Dentro de una hora Messori y dos de los beduinos vendrán a relevar a los centinelas que montan guardia a tu puerta. Están comprados por mi padre. Te espero en la tienda pequeña, la que queda más cerca del palmeral. No dejes de venir, por lo que más quieras. Destruye esta carta.
Siempre tuya,
Leticia.
Conway, atónito, no podía dar crédito a lo que acababa de leer. Aquel mensaje era lo último que hubiera esperado por parte de Leticia Cerio. Sí, sabía que le quería, oscura, desesperadamente. Nunca renunciaría a él. Pero no se engañaba, también podía tratarse de una trampa. Y, si era así, ¿una trampa, con qué intención? En la situación en la que se encontraba no tenía alternativas, estaba a su merced sin necesidad de urdir ninguna estratagema. Entonces, ¿qué sentido tenía aquel mensaje? Lo releyó tres veces devanándose los sesos, buscando un significado entre líneas. La respuesta siempre era la misma, nada más que lo que estaba escrito. Al fin, desesperado, lo hizo pedazos y lo enterró en la arena. ¿Debía despertar a Ankhesa para contárselo? La reina dormía profundamente. Kenneth contempló su adorable rostro, y recordó lo que le había prometido: no la abandonaría nunca, ni por un instante. Encendió un cigarrillo y se acomodó junto a ella rumiando sus pensamientos. Apenas restaba una hora para que se produjese el cambio de guardia. Si renunciaba a encontrarse con Leticia, aquel podía ser el último amanecer de su vida. No, lo cierto es que no perdería nada por intentarlo. Pero, y ella, ¿qué querría proponerle?
Un grito de horror le sacó de sus cavilaciones. El rostro de Ankhesa se veía febril, respiraba agitadamente. Una sombra se proyectaba sobre la lona de la tienda. La reina volvió a gritar.
—¡Es Smenjkara, Smenjkara el maldito!
El escocés la cogió por los hombros.
—Cálmate, querida. Solo es uno de los guardias.
—No, no… Era él —continuó Ankhesa con voz jadeante—, lo he visto detrás de ti. Era Smenjkara, y venía con la copa del demonio en su mano.
—Abre los ojos, mira a tu alrededor. Aquí no hay nadie más que nosotros, Ankhesa. Has sufrido una alucinación. Eso es todo.
—¿Es que no te das cuenta de lo que significamos para ellos? La existencia de Egipto depende de la pureza del alma del faraón. Si consiguen corromper la tuya, todo nuestro sagrado Khemet perecerá. —Sus ojos se coagularon en una mirada extraviada—. Su magia es poderosa, Ken, créeme, saben que bastará con desviarte un solo paso del camino. Si lo consiguen estaremos perdidos, nos perderemos para siempre…
Deliraba. Kenneth intentó mantener la serenidad.
—Eso no sucederá, amor mío. Tú me has enseñado cuál es el camino, ni ellos ni nadie podrán separarme de ti.
—Seth es astuto. No te dejes atrapar por sus engaños, cuando ves su rostro frente a ti ya es tarde para retroceder.
—Vamos, aparta esos pensamientos de tu cabeza.
—No puedo, Ken. Presiento que esta noche puede ser la última…
El escocés la abrazó con fuerza y besó sus manos.
—No lo será, te doy mi palabra. Yo te arrebaté de la muerte para siempre, y esta noche…
… «Y esta noche todavía tenemos una oportunidad, una última baza desesperada que pienso jugar a muerte, solo por ti, amor mío». Sí, esa era la confesión que se atropellaba en su garganta, pero no se atrevió a pronunciarla.
—… Y esta noche aún no ha acabado para nosotros, Ankhesa —dijo al fin—. Mañana despertaremos juntos en la Casa de la Vida, en Amarna, ya lo verás. Ahora duerme, descansa, debes descansar.
Ankhesa volvió a desvanecerse en sus brazos. El relevo de la guardia no tardó en llegar. Conway estaba preparado. Messori apenas asomó su cabeza entre las colgaduras.
—Tiene usted mucha suerte con las mujeres, Conway. Dígame, ¿cuál es su secreto?
El escocés no le respondió. Se puso de pie y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir dirigió a Ankhesa una mirada llena de ternura, la reina dormía profundamente.
—Ah, entonces debe de ser eso —continuó Messori, con su cinismo habitual—. Les da a beber un filtro prodigioso. L’elissire d’amore, seguramente.
—Déjame pasar.
El doctor se hizo a un lado esbozando una reverencia:
—Recuerde, tiene dos horas y ni un minuto más. Si no está de vuelta a medianoche, algo me dice que mi cabeza rodará junto a la suya. Y me temo que ni usted ni yo soñamos con despertar juntos al otro lado de la eternidad.
—Tú despertarás en el infierno y abierto en canal, como un cerdo.
—Bueno, siempre es un consuelo saber cuál es el lugar que ocuparé en la mesa —repuso Messori, esbozando una sonrisa biliosa—. En cuanto al camino al infierno, sí, creo que es por allá.