48

UNA calma tensa, opresiva, abrumadora, se cernió sobre la montaña de Nejbet tras el paso de la tempestad. Hasta el desierto mismo parecía arrasado por aquel viento de fuego que había tumbado sus dunas sobre las tiendas, los vehículos y, por supuesto, también sobre las ruinas romanas. Antes de que aparecieran los escuadristas, Conway y Lawrence fueron en busca de Balek Gamal. Tenían prisa. Ese era el día señalado para intentar su golpe de mano y la tormenta les había hecho perder mucho tiempo. Encontraron al jeque al frente de sus beduinos. Rebajaban a paladas la montaña de arena que había sepultado su camión. Balek sabía lo que esperaban de él. No obstante, escuchó las palabras del escocés con ojos entornados, rehusando mirarle de frente.

—Yo bajaré con Gaetano, con Lawrence y dos de tus hombres, en el primer turno —le expuso Conway en tono apremiante—. La galería desemboca en una grieta, por la otra parte de la montaña. La alcanzaremos en veinte minutos. Luego les buscaremos la espalda y caeremos encima de los que estén de guardia. Tú y los tuyos tenéis que estar preparados para cualquier cosa.

—Cinco hombres son cinco fusiles, y los escuadristas no pasan de diez —continuó Lawrence—. No les daremos tiempo a reaccionar.

El jeque, entonces, lanzó un largo suspiro, arrojó sobre sus hombros el pliegue de su galibeh y pareció apenarse profundamente.

—Me lo he pensado mucho, sidi Conway, pero esta vez no podré acompañarte.

Conway pensó que no le había oído bien. Ese hombre que decía ser su hermano no podía echarse atrás de esa manera.

—¿Pero qué estás diciendo, Balek? ¡Me diste tu palabra!

—Sí, te la di… Pero mi palabra depende de otra más poderosa. Sabes mejor que yo que tras el levantamiento de Saad Zaghlul[59] el gobierno de su majestad nos prohíbe involucrarnos en las disputas de los europeos. No podemos intervenir.

Lawrence observó los rostros de los beduinos. Todos esquivaron su mirada. La expresión del jeque había cambiado. Quería aparentar un hondo pesar pero solo conseguía transmitir la frialdad de una máscara. Gaetano, que había llegado el último, fue el primero en atar los cabos.

—¡Te has vendido a los fascistas, maldito adorador de Alá! —bramó, echándole las manos al cuello—. ¡Vamos, víbora cornuda, confiesa cuál ha sido tu precio!

El jeque intentó zafarse del estrangulamiento, su rostro congestionado se puso del color de la púrpura, pero no podía con aquel loco. Dos de los beduinos se abalanzaron sobre el pescador, fueron necesarios dos más para que soltara su presa.

—¿Es cierto eso, Balek? —exclamó Conway—. ¡Dime que no es verdad!

—Solo puedo decirte que no intervendré, pero tampoco te traicionaré.

—¡Así te ahorquen con tu propia lengua! —le escupió Gaetano.

Podía escupirle, zarandearle, insultarle. El jeque ya no respondería. Tampoco tuvo ocasión de hacerlo. Los escuadristas venían por ellos. Conway agarró al jeque por el brazo, era su última oportunidad.

—¿Cuánto te ha ofrecido ese cerdo fascista? ¡Yo te pagaré el doble!

Gamal cerró los ojos, empedrado en su silencio.

—Es inútil que lo intente —sentenció Lawrence—. Este bandido sabe que ahí abajo no hay ningún tesoro, que nosotros no tenemos ni una libra, y que Fersen es un señor barón. No necesita más para hacer sus cuentas.

—Si es así, te juro que lo pagarás, Balek. Te lo juro…

—Muy bien jefe, pero… ¿y nosotros? ¿Qué hacemos? Los rompicoglioni ya están aquí.

Conway elevó la mirada al grupo de fascistas que avanzaban decididos hacia ellos.

—No nos queda otra que juntarnos los cuatro en el primer turno, porque esto va a ser ahora o nunca. Deprisa, ve en busca de Auden. Te esperamos en la boca del pozo.

No pudieron evitar que el quinto hombre fuera el inevitable barón Fersen. Órdenes de Malaparte. Conway sabía que había participado en el cónclave de los fascistas, pensaba que a punta de pistola. No podía imaginar hasta qué extremo llegaba su connivencia con ellos. Los cinco descendieron pozo adentro hasta alcanzar la entrada de la galería, y gateando, se encaminaron hacia la cámara de los carneros. Solo al llegar allá, el escocés le confirmó a Fersen que su plan seguía adelante.

—¿Nosotros cinco, desarmados, bueno, sin más armas que un par de picos, contra esa tropa de energúmenos? Sí, sí, ya sé que ese era su plan, pero he de advertirle que ahora cuentan con refuerzos… Esta misma noche han llegado cinco o seis más, todos armados hasta los dientes. Recapacite, Conway, esto es un suicidio.

—Me da igual cuántos sean, es usted quien debe recapacitar. ¿Qué se cree? ¿Que le van a perdonar? Esos fanáticos son unos asesinos sin escrúpulos, y le están utilizando. Una vez que consigan lo que buscan se lo quitarán de en medio, igual que a nosotros. ¡Abra los ojos, esta es nuestra última oportunidad!

—Malaparte me ha dado su palabra…

—¡Valiente palabra la de ese sádico!

—Hay algo más…

—¿Qué más?

—Ignacio Cerio, el padre de Leticia, también está aquí. Ha venido con ellos desde El Cairo, en compañía de un personaje muy importante. Se trata de un gran médium, un verdadero iniciado en los misterios.

—Ah, qué interesante —se jactó amargamente Lawrence—. Pues presénteselo a lady Agatha, es la vidente oficial de nuestra expedición.

Lejos de molestarse, Fersen respondió casi con inocencia:

—Él les conoce a todos ustedes. En otro tiempo fue un maestro de la Golden Dawn.

—¿Un maestro de la Golden Dawn al servicio de los fascistas? ¡Eso es imposible! ¡Dígame de quién se trata!

—No puedo revelar su nombre, pero eso no es lo importante.

—Está bien, suelte de una vez qué es lo que se trae entre manos ese bastardo. —Conway se impacientaba, quería pasar a la acción cuanto antes.

—Según nos ha contado viene para practicar un ritual de expiación. No, no me miren así… Se trata de un ritual absolutamente aséptico, sin derramamiento de sangre. Una vez que encontremos los sarcófagos de Akenatón y Nefertiti, quiere purificarlos para devolver la paz a sus moradores y a nosotros mismos. Luego Malaparte nos dejará en libertad a todos…

—… Y usted se quedará con todo el botín, ¿no es así? —le espetó Gaetano—. Mire, señor barón, si se cree lo que dice, entonces es que además de un avaro es usted un imbécil.

—¡Mide tus palabras, patán! ¡Te lo puedo hacer pagar muy caro!

—Eso será si vives para contarlo, zocccola francese —repuso el pescador al tiempo que se sacaba de la cintura un estilete que no vaciló en deslizar sobre su yugular—. ¡Un paso atrás y te rajo del ombligo hasta la nuez!

No hubo más palabras. El escocés se puso en cabeza y, uno tras otro, los cinco hombres emprendieron el camino de salida de la galería. Tal y como este había calculado, en veinte minutos alcanzaron una grieta que se abría al manantial. Conway y Lawrence comenzaron a trepar. Gaetano les seguía por la parte baja del derrubio. Fue el primero en toparse con un escuadrista. Montaba guardia de espaldas, vigilando la entrada de las ruinas. En un instante, el pescador se le echó encima tapándole la boca con su mano y pasándole el filo del cuchillo sobre los ojos.

—Una palabra y eres hombre muerto, figlio de la gran puttana.

Lo amarraron junto a Fersen, Auden se quedó guardándolos a los dos. Conway se hizo con su fusil. Ya tenían un arma de fuego, y dos centinelas más a la vista. Estos ocupaban la cresta de la montaña, a unos doscientos metros. Avanzaron extremando las prevenciones con la misma estrategia: los ingleses por entre las sombras y el italiano por la parte baja. Al llegar a su altura Gaetano arrojó una piedra sobre los matorrales. Solo la oyó caer el escuadrista que ocupaba la corona del roquedal. Al volverse sintió el acero de un cañón en su garganta. Instintivamente alzó las manos. Fue entonces cuando su compañero advirtió el asalto. Demasiado tarde. Antes de que pudiera echar mano a su fusil, Gaetano cayó sobre él y le segó el cuello con un corte rápido y seco que, al instante, se encharcó de sangre. ¿Por qué lo hizo? Kenneth le había dado órdenes expresas de que no quería víctimas.

—Este era un toro, jefe, no hubiera podido inmovilizarlo. Lo siento por su madre —se justificó el pescador—. Pero por él, ni esto…

El escocés le vio escupir sobre el cadáver, había comenzado a sentir miedo de sí mismo.

—Está bien —convino pasándole uno de los dos fusiles—, pero no vuelvas a hacerlo, ¿has entendido? A partir de aquí, solo dispararemos si ellos abren fuego primero.

—Entonces vaya quitándole el seguro al suyo —le aconsejó Lawrence—. Allá abajo nos esperan siete fascistas más y esos no nos lo van a poner tan fácil.

—¿Y usted, Lawrence? ¿Sabe disparar, verdad?

—Dije adiós a las armas antes de que estallara la Gran Guerra, pero en mis años de estudiante, en fin…, fui el mejor tirador del Croydon College.

—Esperemos que no se le haya olvidado…

—El hombre es un depredador de la peor especie, amigo mío: nunca se olvida de matar.

Aquella conversación amenazaba con derivar hacia lo filosófico. Gaetano volvió a ponerles en guardia:

—A mí los que más me preocupan son los beduinos del barba de chivo. Si les han untado bien, esos moros son capaces de cualquier cosa.

—Balek se cuidará mucho de intervenir. Podría costarle muy caro.

—¿Muy caro ante quién, jefe? ¿Ante el virrey inglés que se abanica en El Cairo? Aquí no hay testigos…

—Bueno, basta. Vamos a por ellos.

—¿Igual que hasta ahora?

—Eso es: tú por abajo y nosotros por arriba, pero sin perdernos de vista. En el peor de los casos, un fuego cruzado evitará que puedan cercarnos.

Así lo hicieron. Sigilosamente, fueron descendiendo por la quebrada hasta alcanzar las últimas rocas grandes frente a la explanada donde se asentaban las jaimas. No se veía ni un alma en todo el campamento. ¿Dónde se habían metido los beduinos y el resto de los fascistas? Lo primero era liberar a las mujeres y a Mallowan, aunque su tienda fuera la más alejada de las tres.

—¡Adelante! —exclamó Lawrence—, yo le cubro.

Gaetano corrió a tomar la posición de los coches. Tampoco había nadie allá, como ante las tiendas. El escocés cruzó la explanada midiendo cada paso. Lawrence y Gaetano se parapetaron llevándose los fusiles a la cara, el primero entre las rocas, el italiano dentro del Dodge. Conway entreabrió la lona de la jaima. No pudo ver lo que sucedía a su espalda. Tres escuadristas surgidos del palmeral acababan de encañonar a Lawrence. Gaetano lo advirtió al instante y reaccionó con una astucia extraordinaria: giró las llaves del Dodge, encendió el motor y enfiló despacio la zona de las jaimas. Los camisas negras no dispararon, contemplaban atónitos la maniobra del italiano preguntándose qué demonios se proponía.

Dentro de la tienda grande la situación no era más favorable para Conway. Al alzar la lona, sí, se había encontrado con Ankhesa. Estaba maniatada y amordazada, junto a Mallowan y lady Agatha. Malaparte le esperaba con su Lüger en alto. Dos escuadristas más tenían su cabeza en el punto de mira.

—Ha tardado usted mucho en reunirse con nosotros, mister Conway —articuló el capitán recogiéndose la manga para consultar su reloj—. La verdad es que le esperábamos hace media hora exactamente. Para el primer té de la tarde.

—Eres un miserable, Malaparte, un maldito miserable…

—Y tú un ingenuo, escocés. Lo sabíamos todo y te hemos dejado hacer. Me temo que tu viaje de regreso a Edimburgo va a tener que esperar… un par de vidas cuanto menos.

—Yo que tú no cantaría victoria tan rápido. Tenemos rehenes. Dos de tus escuadristas y el barón Fersen.

—Oh, qué contrariedad… —se jactó Malaparte—. ¿Y qué vas a proponerme? ¿Que te cambie a tu preciosa mujercita por ese maricón y dos podencos que ya no me sirven ni para cazar perdices? Recapacita, muchacho. Tu oferta está un poco descompensada. Y además…

—¿Además qué?

—O mucho me equivoco o mis hombres tienen que haber neutralizado ya al inútil de Auden. Ese poeta sabrá escribir como los ángeles, pero con un fusil entre las manos… Uf, la verdad es que no lo veo.

—Te aseguro que yo sí sé disparar. Un movimiento y te vuelo la cabeza.

—Sería lo último que harías —repuso el fascista elevando el mentón hacia sus escoltas—. Esos dos están esperando a que aprietes el percutor para llevaros por delante a ti y a tu adorada Nefertiti. Sí, Nefertiti, ese es su nombre real, ¿verdad? Ya ves que lo sabemos todo.

El escocés contuvo su desconcierto, sus ojos se endurecieron.

—No sabes nada, canalla. Ni quién es ella, ni quién soy yo, ni lo que está en juego…

—Te lo diré con las palabras de tu reina: según ella, aquí está en juego una batalla entre el divino Atón y los demonios de Seth, que debemos ser nosotros. ¿No es así? Una lástima que hasta el sol os haya traicionado. ¿Has visto lo que ha sucedido esta mañana? Eclipse total. Una señal de que el poder de las tinieblas es más eficaz que todos los rayos de Akenatón —y, con el mismo sarcasmo, volvió a preguntar—: Porque tú te crees que eres el mismo Akenatón resucitado, ¿no es cierto?

—Igual que tú eres Horemheb, el traidor.

—Eso dice nuestro comandante en jefe, pero no sé si creerle. Para mí que está tan pirado como todos vosotros. ¿Sabes por qué estoy aquí yo? Por una sola razón. Según él, debajo de este desierto se encuentra la mayor reserva de gas clorado de todo el planeta. Un mar de fosgeno en estado natural, qué disparate. Solo le aguanto porque cuenta con la bendición del Duce

No tuvo tiempo de decir más. En ese momento, precedido por el rugido de su motor, el Dodge que conducía Gaetano entró en la tienda como una exhalación.

—¡Rápido, jefe, salte arriba!

El escocés reaccionó como un relámpago, se encaramó al bastidor sin dejar de apuntar a Malaparte. Gaetano giró bruscamente el volante para esquivar a lady Agatha y a Ankhesa al tiempo que pisaba a fondo el acelerador. El Dodge se zambulló en el otro extremo de la jaima atravesándola de parte a parte. El único de los escuadristas que quedaba en pie rompió a disparar. Los que venían corriendo desde el palmeral hicieron lo mismo. Las balas silbaban sobre la cabina del Dodge, que seguía avanzando a toda velocidad. Conway abrió fuego, consiguió derribar a uno de ellos. Enseguida los perdieron de vista. Pero cuando reparó en Gaetano, vio que tenía la espalda bañada en sangre.

—Esos cabrones me han dado, jefe… —exclamó, sin soltar el volante—. Tendrá que ponerse al timón si quiere que lleguemos a puerto.

Como esa voz apagándose, la marcha del Dodge se fue ralentizando hasta detenerse al pie de una gran duna. Gaetano se dobló sobre el salpicadero, tenía la camisa perforada por tres balazos. El escocés echó un vistazo atrás. El campamento había desaparecido del horizonte, pero ante él ya no se abría ningún otro.

—Déjeme aquí con un fusil, los detendré cuando lleguen. Y lárguese de una vez… ¡Vamos, salve su vida! ¿A qué espera?

El pescador descendió por sí mismo. A duras penas podía sostenerse, se derrumbó con un vómito de sangre. Conway se arrodilló a su lado y vertió un poco de agua en su boca, el agua manó por las comisuras de sus labios.

—Me parece que le voy a fallar —exclamó, forzando una sonrisa—, esto se acaba.

—De eso nada, Gaetano. «Nadie puede romper a un Cornacchia». Tú no puedes morir así. Tienes que volver a Capri, aunque solo sea por tu Annunziata…

—… Íbamos a empezar una nueva vida en América, ¿se acuerda, jefe?

Conway tragó el nudo que se le había formado en la garganta, no quería que le viera llorar por él.

—América os recibirá como a dos príncipes, Gaetano, ya lo verás…

—Ya lo estoy viendo, jefe… Es como si viera venir el barco que va a llevarme allá. Un transatlántico de lujo, con tres chimeneas, solo para cocinar los manjares con los que voy a matar el hambre… El hambre de tres generaciones, signore. Pero antes tengo que pagarme el pasaje con esto —continuó el pescador, aferrando su fusil—. De aquí no me voy sin cargarme a tres de esos canallas para equilibrar las cuentas, por mí, por usted… y por mi tío Giuseppe. —Un nuevo coágulo de sangre le saltó a la boca, lo escupió con un juramento—. Vamos, lárguese de una vez. Eso sí, si sale de esta, me tiene que pagar una misa en Santo Stefano… Por la familia…

Fue lo último que dijo. Su sonrisa se congeló en sus labios y una pátina vidriosa comenzó a apagar su mirada. Entonces Conway recordó algo esencial, algo que solo sabía aquel hombre agonizante:

—¡La momia, Gaetano, dónde enterraste la momia de Nefertiti!

El pescador apenas consiguió abrir una grieta entre sus párpados. No podía hablar. Kenneth intentaba reanimarle, desesperadamente.

—¡Por Dios, Gaetano, dime dónde la enterraste!

Con un gran esfuerzo, el italiano alzó su mano derecha, señalando las dunas al otro lado del Dodge.

—¿… Fue entre esas dunas?

Gaetano cabeceó negativamente. Sus labios se entreabrieron, pero de su boca solo salió un gemido sordo, como un estertor. Y así murió, llevándose a la tumba su secreto. Sin soltarlo de su abrazo, Conway advirtió la nube de arena que venía hacia él desde el fondo del desierto. Sobre el camión de Balek Gamal se erizaban los fusiles de media docena de escuadristas. No opuso resistencia, todo estaba perdido.