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ALGO bien extraño sucedió con el sol al día siguiente, como si se resistiera a amanecer. El cielo se tornó de un marrón de arpillera que, lejos de iluminarse, parecía coagularse lentamente. Sobre las crestas del Nejbet comenzaron a apilarse nubes muy densas del color de la sangre, como capas de lava emergiendo de un volcán. Aun a esa hora del alba, la presión se hizo insoportable. Un viento oscuro, que llegaba primero en ráfagas y luego ya de una manera constante, anunció la inminencia de la tempestad. Los beduinos conocían la fuerza del hamsín[58], corrieron a guarecerse entre las rocas. Dentro de las tiendas los europeos afirmaron los mástiles aterrados por aquel ulular de almas condenadas que, enseguida, se hizo ensordecedor. Las dunas parecían agitarse como un océano embravecido y ondulante, el desierto giraba sobre sí mismo en un vórtice gigantesco que zarandeaba el camión y los automóviles como si fueran de juguete. Las palmeras se combaban, crujían, gemían. Las jaimas acabaron por desgarrarse, la arena entraba a zarpazos. Solo se oía el rugido de la tempestad que se prolongó, constante, hasta el mediodía. Pero, aún cuando el viento cesó, el horizonte permanecía borrado por esa atmósfera fantasmal que impedía distinguir nada a más de diez pasos. ¿Dónde estaba el radiante sol de Egipto? Una maldición parecía haberlo engullido en el vientre mismo de la tormenta, como un eclipse que impusiera su reino de tinieblas en pleno día.
—Yo sé por qué ha sucedido esto —articuló lady Agatha—, el hamsín es la señal de que el demonio ha llegado.
Ankhesa se había refugiado junto a ella en un rincón de la jaima de las mujeres.
—Llegó esta noche —convino la reina—, mientras todos dormían. Y no ha venido solo. Kafra viene con él.
—¿Kafra?
—Kafra, el hitita, el padre de Kya.
Lady Agatha aún no conocía lo suficiente a Ankhesa, no sabía quién era en realidad, pero entendió que le estaba hablando en clave.
—Te refieres a…
—Sí, a la cortesana que en este tiempo se hace llamar Leticia. ¿Por qué crees que ya no está con nosotras? Ha acudido a reunirse con ellos. Algo se prepara…
—No temas, pequeña, estamos protegidas.
—No, no lo estamos. Los dioses ya no nos escuchan.
El abatimiento en la voz de la reina contrastaba con la energía de la escritora.
—… Pero los espíritus sí, querida —continuó, impasible—. Llevo dos noches invocando a los Señores del Tercer Orden, y no me cabe duda de que también ellos responderán. Poco antes del alba me ha despertado un relámpago de una luz muy viva. Era la señal. Los que velan por los despiertos nunca los abandonan.
Sin que ella lo advirtiera, Ankhesa leyó la huella de ese relámpago en sus ojos. Para la reina no se trataba de ningún espíritu de luz que viniera en su ayuda.
Y, sin embargo, sucedió así. A esa hora en que lady Agatha permanecía en vela, sobre el filo del alba, los escuadristas apostados en el paso los vieron aparecer por la parte de poniente. Dos flamantes Isotta-Fraschini que remontaron las dunas como si no supusieran ningún obstáculo para sus potentes motores de nueve cilindros. Dentro, venía un refuerzo de cinco camisas negras y dos personajes bien singulares. El primero en apearse ocultaba su rostro bajo un sombrero Stetson de ala ancha. Se trataba de un tipo alto y delgado, un poco encorvado, pero de paso decidido. El otro no ofrecía lugar a dudas. Todos los fascistas de Capri conocían a Ignacio Cerio. Malaparte y Messori salieron a recibirles. Poco después rompió la tempestad de arena, como si aquel misterioso visitante, el hombre del sombrero Stetson, la hubiera traído amarrada a su sombra.
Cerca ya del mediodía, todos ellos seguían reunidos en la jaima grande, con Fersen y Leticia. Tenían mucho de qué hablar, pero allá dentro solo se escuchaba una voz. Una voz rota que parecía deslizarse en su ánimo como un hierro al rojo vivo dentro de una herida.
—¿… Acaso no habéis visto oscurecerse el sol en pleno día, y alzarse el desierto como un mar en llamas? ¿Es posible que no hayáis escuchado la voz del señor de las tinieblas? Decidme, ¿qué decía? Bramaba como una bestia que se dispone a nacer. Los dolores del parto que precederán al Eón de Seth. Eso es lo esencial, la fuerza que nos mueve. Escuchadme bien: no hemos venido aquí para hacernos con tesoros de ninguna especie, ni para profanar tumbas. Hermanos, nuestra misión afecta al universo entero. ¡Venimos a invertir el giro del sol!
Eran las palabras de un demente. Pero en aquel escenario arrebatado por el bramido del hamsín, con el sol mismo engullido en su negrura abismal, resonaban como un anuncio cierto de la muerte de un dios y el nacimiento de un demonio.
—No es eso lo que nos dijo el Duce, ni tu amigo el poeta americano, ese tal Ezra Pound —protestó Malaparte—. Mi guerra no es la tuya, inglés.
El siniestro personaje le fulminó con una mirada.
—¡Tu guerra es la de todos, Horemheb! ¡Y habrás de obedecerme, pues estás bajo mi mando! Sé lo que piensas —continuó, en un tono más sosegado—. Desprecias mi ciencia y mi ritual. Algún día descubrirás que son esenciales para conquistar la gloria con la que sueñas, y entonces… Sí, entonces también tú me adorarás.
—Sin embargo, maestro… —intervino Cerio—. Para lograr lo que te propones necesitaremos hacernos con las momias de Akenatón y Nefertiti. Tú lo dijiste: sin sus talismanes de poder no conseguiremos que se abra la puerta Oscura.
—No me entendiste bien, mi fiel Kafra. Aunque las necesitemos, las momias solo son momias —continuó el enigmático visitante—. El sol vive en las almas, y son las almas de los resucitados lo que debemos destruir.
—Tampoco fue eso lo que me prometiste a mí, maestro —exclamó entonces Fersen—. Me prometiste que si te entregaba su momia harías revivir ante mí el cuerpo de Akenatón.
—Pero solo para que su espíritu se funda con el tuyo, Smenjkara, como es tu deseo. Una vez que se cumpla ese protocolo, el polvo regresará al polvo.
El barón se dio por satisfecho con esa respuesta, pero su secretario, Messori, se encontraba algo más que incómodo en aquel conciliábulo de alucinados.
—Me parece que estamos jugando con fuego, señores —dijo, temeroso de disentir, pero creyéndose en la obligación de decirlo—. Si realmente creemos que Conway y Ankhesa son quienes son, deberíamos acabar con ellos ahora mismo. ¿A qué esperamos?
—Tu ambición te ciega, Perennefer. ¿Es que ya no recuerdas en qué fallaste? Acabaste con el cuerpo de Akenatón, pero no con su alma.
—También lo decapitamos —continuó Malaparte—, y le arrancamos el corazón.
—Vuelves a precipitarte, Horemheb: su corazón siguió latiendo en el de Nefertiti. Y, cuando acabamos con ella…
—Sí, ya lo sé —prosiguió Cerio—, se nos adelantaron los sacerdotes de Atón. Ellos salvaron su ka. Por eso han vuelto.
—Igual que nosotros, Kafra, igual que nosotros. Pero los «hijos de Sejano» cometieron un grave error: trasladaron su momia a Capri, donde mora Knhum, el dios carnero. Olvidaron que nuestro bienamado Seth también se presenta con cuernos de carnero. Al actuar así nos abrieron un canal, un puente para acceder a ellos. Por eso el señor del pentáculo nos ha concedido una nueva oportunidad, esta vez no podemos fallar.
—Está bien, ¿qué es lo que propones?
—Si volviésemos a arrancarles el corazón y nada más que eso, escuchadme, tened por seguro que volveríamos a equivocarnos.
—Entonces, ¿qué piensas hacer con ellos?
—En otro tiempo, tú, Perennefer, envenenaste la mente de tu faraón para destruir su cuerpo. Esta vez envenenaremos sus almas, las de los dos, de modo que sean ellos mismos quienes se condenen para siempre. Entonces el sol se oscurecerá, como ha sucedido ahora mismo, pero en su caso será para siempre.
—… Y en el mundo amanecerá un nuevo día.
—Tú lo has dicho, Horemheb. Era a eso a lo que me refería cuando os anunciaba el advenimiento del Eón de Seth. Desde la Italia eterna a la joven Alemania, desde Inglaterra a España, Europa entera conocerá el nacimiento de un nuevo sol, el sol negro del Tercer Orden.
Fue la única clave que entendió Malaparte. Un joven cabo austriaco que durante la Gran Guerra quedó temporalmente ciego a causa de un ataque de gas nervioso, cerca de Ypres, acababa de fundar el Partido Nazi. Se llamaba Adolf Hitler y soñaba con instaurar el Tercer Reich. Mussolini se aprestaba a conquistar el poder en Italia, y en Inglaterra la La Liga Imperial Fascista fundada por Arnold Spencer subía como la levadura a la sombra del príncipe de Gales. Ciertamente, en aquellas postrimerías de la ya lejana Belle époque estaba en el aire la inminencia de un nuevo ciclo histórico que cambiaría el mundo con un diluvio de horror en estado puro. Los iniciados de la Golden Dawn lo sabían. Entre 1920 y 1930 emitieron tres comunicados alertando a los gobiernos más relevantes de Europa. Como cabía esperar, todas las cancillerías los interpretaron como un delirio y no les prestaron el menor crédito. Tal vez se lo hubieran concedido de haber sabido que, entre tanto y en el otro polo del mundo hermético, se vivía una efervescencia inaudita en torno a la llamada Fuente de Nuremberg, uno de los manantiales del movimiento nazi, donde participaron reconocidos satanistas como Amilcare Balbo, la mano derecha de Mussolini, o Stanley Baldwin, el influyente secretario de Jorge V. Su emblema era la cruz gamada, una esvástica idéntica a la que veneraban los primitivos pueblos arios, con una salvedad. Los brazos de la esvástica originaria giran en el sentido de las agujas del reloj, hacia la derecha, replicando el curso del sol. Los de la Fuente de Nuremberg lo harían hacia la izquierda, como un desafío a los viejos dioses que pretendían suplantar. Era a ese estado de conciencia al que se refería el misterioso visitante cuando hablaba de «invertir el giro del sol». El suyo era ya el sol negro de los poderes de las tinieblas que, una vez más, fueron invocadas dentro de aquella tienda perdida en la inmensidad del desierto egipcio, un amanecer de diciembre del año 1920.
—¡Unamos nuestras manos! ¡Escuchad el rugido de la Bestia!
Todos los conjurados obedecieron el mandato y, al instante, la tempestad se reavivó oscureciendo el cielo con una violencia inaudita.
—¿Crees que podrás hacerlo, Leticia?
—Llámala por su nombre, Kafra —ordenó el enigmático personaje que presidía el cónclave—. Se trata de tu hija, Kya, la gran sacerdotisa del templo de Apofis.
La bella italiana segregó una sonrisa oscura mientras exclamaba:
—Llevo treinta vidas aguardando el momento de mi venganza. Esta vez no fallaré.
—¿Sabes lo que has de hacer? Si es así, repítelo ante todos.
Leticia cerró sus ojos e inspiró profundamente antes de repetir la invocación:
—Envenenaré su alma con mis labios, y beberé la sangre de su corazón —dijo, besando el anillo que le ofrecía su maestro—. El hijo del sol ya nunca volverá a despertar.