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—…O sea que, después de tanto alboroto, solo habéis encontrado un montón de cabras momificadas. ¿Esa mierda era el tesoro, Jacques? —exclamó Malaparte, en su tono más despectivo—. Sería muy lamentable para ti que intentaras engañarme.

—No, no le engaña —continuó Conway—, y si lo duda puede bajar usted mismo para verificarlo. De todas formas, le adelanto que al otro lado de esa cámara hemos detectado otra más. Posiblemente la cámara del tesoro.

—Ah, eso está mejor. Pero… no entiendo. ¿A qué esperan para subirlo aquí arriba?

—No podemos.

—Nada es imposible para un escocés, mister Conway. Lo espero todo de usted, y seguro que no me va a decepcionar. Por una mujer tan bella como la suya, haría cualquier cosa. ¿No es cierto?

Kenneth apretó las mandíbulas. Llevaba un día entero sin ver a Ankhesa. ¿Qué habían hecho con ella? Sabía que no tenía sentido preguntar. Su única posibilidad pasaba por seguir llevándole a su terreno.

—Lo que separa la primera galería de la segunda no es una puerta de madera, sino un muro compacto de más de un metro de espesor. Si quiere que lo derribemos necesitaré a todos mis hombres ahí abajo.

—Lo siento, pero esa gracia no puedo concedérsela. Estamos en guerra, my friend —continuó Malaparte sin atenuar su sarcasmo—. Diez hombres armados, aunque sea con picos y palas, pueden resultar muy peligrosos.

Entonces Fersen se encaró con él, aparentemente muy indignado, cumpliendo a la perfección el papel que le había asignado el escocés.

—¡Maldita sea, Curzio, deja de jugar con nosotros! ¿Qué demonios quieres que hagamos?

—Tranquilo, Jacques, seguirás picando piedra ahí abajo hasta que te sangre el alma. Pero lo haréis por turnos de cinco hombres y ni uno más. ¿Quieres formar parte del primero?

Esa noche ya no durmieron en las jaimas. Malaparte decidió que sus rehenes se tendieran al raso, junto a la hoguera, siempre vigilados por sus escuadristas. Él ocuparía la de Balek Gamal, las tres mujeres se guardaban en la otra, mientras que la tercera tienda permanecía reservada para el misterioso visitante que llegaría al día siguiente. Ankhesa solo tuvo un momento para reunirse con Conway, poco antes de que se apagaran los fuegos. Por alguna extraña razón, Malaparte se mostró condescendiente y los dejó solos. La reina se llevó al escocés hacia las ruinas. Uno de los fascistas montaba guardia bajo el arco del templo. Otros dos más se perfilaban sobre la cresta de la montaña, disuadiéndoles de cualquier posibilidad de fuga. En un remanso del manantial el agua estancada reflejaba las estrellas. La reina se quedó mirándolo. No veía aquel espejo del cielo, una profunda negrura parecía emerger de su alma a través de sus ojos cuando comenzó a hablar.

—Lo he visto, Ken, sé quién viene. Aquel que en una vida anterior acabó con tu vida y con la mía, ya está en camino.

—¿De quién me hablas, mi reina? No puedo entenderte…

—Esta noche he tenido un sueño horrible, amor mío. Era él.

—¿Has vuelto a ver a Apofis?

—No, esta vez no era ese demonio que se embarcó con nosotros en el Albatros, sino el señor de todos ellos: Se trataba de Seth en persona, el destructor de Osiris, el de los siete rostros y los siete escorpiones. El que siempre vela por los hijos del mal y los reúne bajo su manto.

—Cuéntame, ¿qué es lo que has visto?

—He visto su cabeza de asno, su hocico, sus garras… La noche estaba alta. Tú habías caído rendido, descifrando tus papiros. Entonces apareció él, como si se alzara de su sepulcro bajo las arenas. Se cubría con un manto negro, llevaba el cetro uas en una mano, ya sabes, ese bastón alto en forma de «T», y en la otra, una copa de oro…

«… Un bastón en forma de T». El escocés repitió sus palabras para sí, recordando la pesadilla que había sufrido días atrás. Aquel ser le mostraba un anillo donde se engarzaba una «T» mayúscula, con las iniciales de sus nombres grabadas en su interior, en torno a aquella sentencia fatídica: Condenatio amoris.

—Yo también lo vi, hace dos noches.

—¿Cómo? ¿Que tú también…? Entonces esa es la prueba de que todo es cierto. Dime, Ken, ¿cómo acababa tu sueño?

—Ya no lo recuerdo —mintió el escocés, para no inquietarla más.

—El mío era terrible. Yo sabía que ese demonio llevaba la muerte en su copa pero no podía decírtelo. No podía hablar, ni moverme. Y tú apurabas su veneno hasta la última gota. Luego Seth me cubría con su manto, como si la noche misma cayera sobre mí, y la luz de Atón se apagaba en mi alma…

—Basta, Ankhesa, olvídalo. —Conway intentó serenarla—. Solo ha sido un sueño.

—… Apenas nos quedan siete días, Ken, solo siete días. Estamos atrapados en una diabólica cuenta atrás. Si no llegamos a Amarna con la luna del Heb-Sed, moriré para siempre y ya nunca más volveremos a encontrarnos.

El escocés tomó su cabeza entre sus manos.

—Confía en mí… Estoy tramando un plan con Gaetano y Balek. Los ingleses están de nuestro lado, hasta el barón Fersen sabe que está perdido sin nosotros…

—De ese no te fíes jamás, recuerda quién es: se trata del bastardo Smenjkara, el que conspiró contra ti para hacerse con los dos reinos. Con él han venido todos los demás… ¡Son los mismos que acabaron con nuestra felicidad hace tres mil años y han vuelto! También ellos tienen un plan. Aunque finjan estar enfrentados les mueven los mismos intereses. Odian la luz y codician nuestras almas. No te quepa duda de que han venido aquí para cumplir su destino.

—Pero nosotros jugamos con ventaja, Ankhesa: lo sabemos, sí, lo sabemos todo.

—¿Y de qué nos valdrá saberlo? Estamos en su poder…

Conway se había quedado mirando al cielo con una expresión absorta. Un chacal aulló en la lejanía. Cuando se volvió hacia ella en sus ojos se reflejaba una extraña calma.

—Olvidas que nosotros también tenemos poder sobre ellos.

—¿A qué te refieres?

—Según me has contado, en tu vida anterior el general Horemheb estaba loco por ti.

—Tanto que acabó desposando a mi hermana, la princesa Mutnedymet, valiéndose de los mismos hechizos que empleó Kya contigo. Esa bruja no descansará hasta poseerte.

—Pero ella no tiene ninguna fuerza, mientras que Malaparte…

—La hija del hitita tiene bastante más poder del que imaginas, Ken, no la subestimes. Las mujeres sabemos medir a nuestras rivales.

—¿Y a vuestros amantes?

La reina se revolvió, llena de ira.

—¡Yo nunca tuve amantes, Ken! ¡Ni Smenjkara ni Horemheb! ¡Jamás cedí a sus incitaciones! ¡No te tolero que me confundas con una cortesana!

—Cálmate, me has entendido mal, o yo no me he explicado. No será necesario que…

No pudo continuar, Ankhesa puso su mano sobre sus labios:

—Calla, te estás perdiendo. No cuentes conmigo para eso.

—Está bien, entonces lo haré yo: acabaré con los dos. En algún momento cometerán un descuido, maldita sea…

—Te lo he dicho muchas veces pero tú te niegas a aceptarlo. Toda sangre es sagrada, Ken, nosotros ya no podemos matar. Por hacer lo que hice cuando el mundo me conocía como Nefertiti fui castigada por los dioses. Ahora sería peor.

—¡Los dioses, los dioses! ¡Se trata de nuestra vida, Ankhesa! ¿Es que no te das cuenta?

No se reconocían. Aquella desesperada cuenta atrás les había llevado a enfrentarse como nunca hasta entonces. La reina le volvió la espalda, reduciéndole al silencio, un silencio tenso, aturdido, que el escocés ya no supo cómo romper. Uno de los escuadristas venía por ellos. Condujo a Ankhesa a la jaima de las mujeres. Conway se encaminó hacia la hoguera. Solo Gaetano se mantenía despierto, apurando su último cigarrillo del día al abrigo de su manta.

—Hay marejada en la tienda grande, signore —exclamó, lanzando la brasa al fuego—. Hace un rato uno de los fascistas ha venido a por el barón. Llevan más de una hora arreglando el mundo allá adentro.

—Que hablen todo lo que quieran, nosotros seguimos con nuestro plan —repuso el escocés, apartando a Ankhesa de su mente, firme en su decisión—. Y más le vale a Fersen no traicionarnos, porque entonces seré yo quien le ajustará las cuentas. ¿Has puesto sobre aviso a los ingleses?

El pirata giró una mirada al lugar donde dormían Auden y Lawrence.

—Son buena gente, pero no sé, jefe… A estos no los veo con redaños. Me fío más de los beduinos.

—Los necesitaremos a todos, Gaetano. Y por cierto, ¿dónde está Balek?

—En la tienda grande, con los otros.

—Bien, ya nos contará mañana qué están tramando.

—Nada bueno, eso seguro. Y como allá abajo no aparezca un tesoro, las cosas se nos pueden poner peor que tiesas.

—¿A qué viene eso ahora?

Gaetano respondió agitando las manos con otra pregunta.

—¿Para qué tiene ojos, signore? ¿Es que no ve lo que tiene delante? Estos beduinos solo se mueven por dinero, y ya cuentan con el suyo. Si no aparece el oro, mal asunto.

—Balek les convencerá, es un buen amigo.

—Ese solo tiene un amigo, jefe —adujo el pirata levantando el belfo y llevando un dedo a su diente de oro—. Este y nadie más. No se confunda.

—Te pasas de malpensado, Gaetano.

—Puede ser, pero, por si acaso, no le he revelado a ese avaro con turbante el lugar donde tengo escondida la momia.

—¿Qué me dices? —se alarmó el escocés—. ¿Acaso te ha preguntado por ella?

—Me lo ha dejado caer, ya sabe cómo son estos árabes… Las cuatro palabras en italiano que aprendió con el loco de Caltagirone solo le valen para rastrear su tajada: «¿Y tú?, mi buen Alí Babá, ¿tú no tendrás en tu arcón algo que pueda interesarme?». Así me lo soltó anoche, a ver qué le decía.

—Y tú, ¿qué le dijiste?

—Que el arcón estaba lleno de papiros, y que ya no valen nada. «No te creo, pirata», eso me respondió él. «Si no valieran nada no habrías hecho desaparecer el arcón». «¡Y a ti mismo te puedo hacer desaparecer, barba de chivo!», eso le contesté yo. «Te puedo hacer desaparecer con estas manos si preguntas demasiado». Pero no me fío, jefe. Estos beduinos son astutos y sigilosos como los zorros del desierto. Seguro que me han estado vigilando… Por eso hice lo que hice.

—¿Qué es lo que has hecho?

—… Hace un par de días, antes de que aparecieran estos malnacidos, me llevé a la momia a dar un paseo. Pero sin la caja.

—No te entiendo…

—Muy fácil, jefe: he enterrado el arcón ahí mismo, entre las palmeras, pero dentro no hay más que un montón de piedras.

—¿Y la momia de Nefertiti, dónde la has escondido?

Gaetano apuró un trago de café, luego eligió las palabras.

—Bueno, digamos que he arreglado a la dama para salir de viaje.

Lo dijo con una media sonrisa que dejó al escocés algo más que atónito.

—¿Cómo…? ¿Qué has dicho?

—Lo que acaba de oír, jefe: que ya le he sacado un nuevo billete para la eternitá.

Conway acabó por desesperarse.

—¡Dime ahora mismo dónde la tienes!

Le había cogido por el cuello, el italiano no declinó su sonrisa.

—Ni muerto se lo digo, jefe. Ese es un secreto entre la momia y yo.

—No juegues conmigo, Gaetano.

—No juego, signore. Sé que esos rompicoglioni son capaces de cualquier cosa. ¿Ya vio cómo dejaron a su amigo el arqueólogo? El siguiente podría ser usted, y si le cuento dónde duerme mi niña bonita, seguro que acabarán sacándoselo… Ustedes, los intelectuales, no tienen aguante.

—¿Y qué te hace pensar que tú sí lo tienes?

—A mí me parió el Vesubio, jefe: tengo fuego en la sangre y una roca en el corazón. ¡No ha nacido quien pueda romper a Gaetano Cornacchia!

—Está bien, guárdate tu secreto pero estate alerta. Mañana, cuando se ponga el sol, empieza el baile.