45
LOS fascistas condujeron a sus rehenes hacia la jaima grande a punta de pistola. Dentro, junto a Ankhesa, les esperaban cuatro más. Sí, allá estaban los tres ilustres miembros de la Golden Dawn: Auden, Lawrence, y lady Agatha. Su esposo, el arqueólogo, no podía tenerse en pie. Movía la cabeza de un lado a otro, débilmente, como si quisiera librarse de una pesadilla. Un coágulo de sangre seca le bajaba desde la sien a la boca, tenía la cara deformada por los golpes. Los vendajes que cubrían sus manos testimoniaban que aquello había sido todavía más atroz.
—Ya ve que sus amigos no tienen secretos para mí —se jactó Malaparte, una vez que se acomodó en el sitial del jeque—. Sin su colaboración, lo admito, nunca hubiera podido encontrarles.
Conway aún estaba conmocionado por el asalto. Al ver a los ingleses su confusión fue total. No entendía nada. La aversión que le inspiraba aquel personaje le llevó a replicar de una manera desabrida.
—¿Pero qué dice, fantoche? Si yo apenas los conozco…
—¿Que no los conoce? —continuó Malaparte—. Pues ellos lo conocen muy bien a usted. Estos pirados pertenecen a una secta, no tengo claro si masónica o espiritista, o las dos cosas a la vez. Y aseguran que han venido hasta aquí «para protegerle».
Lawrence iba a decir algo. Uno de los escuadristas le puso su pistola en la nuca. Malaparte chasqueó la lengua con evidente complacencia.
—Eso avala mis teorías. Mis teorías y las del Duce, naturalmente. No se trata de una cuestión italiana. Europa entera está amenazada por esta lepra roja. Bolcheviques, masones, judíos, degenerados… Todos unidos en el propósito de acabar con nuestra civilización y suplantarla por los demonios de oriente. Todo lo malo viene de oriente: esa horda sin dios que se ha hecho con el poder en la santa Rusia, y estos alucinados que invocan a los perros del panteón egipcio para abortar el resurgimiento de la Roma eterna.
—Los «hijos de Sejano» —masculló Conway entre dientes.
—Ecco, los «hijos de Sejano». Aquellos que traicionaron el legado de Tiberio y la grandeza del Imperio, los mismos que convirtieron Roma en una cloaca de invertidos y rameras —añadió, desviando una mirada despectiva hacia Fersen y Messori—. No, no tiene nada de casual que los dos antros más concurridos de Capri fueran la Scuola Rivoluzionaria de ese chivo satánico llamado León Trotsky, y el burdel para sodomitas de Villa Lysis.
—Pero usted había pactado con nosotros —articuló el barón, con el tono exacto de los cobardes que solo quieren salvar su pellejo—. ¿Es que ya no lo recuerda?
—Lo recuerdo muy bien: me prometiste la cabeza de este cabrón escocés a cambio de que pasara por alto tus aberraciones. Pero fuiste tú quien traicionó el pacto, vaffanculo, y eso no te lo voy a perdonar.
—¡Nos secuestraron! —gimió Fersen—. No pudimos hacer nada…
Malaparte repitió sus palabras, despacio, masajeándose el mentón.
—Ah, vaya, o sea que os secuestraron… Ya he visto las pavorosas condiciones de vuestro cautiverio. Y dime, ¿te tenían sepultado en ese pozo, o será que has bajado tú mismo para fumarte una de tus apestosas pipas de opio, como en La Grotelle?
—Ahí abajo hay algo importante, Curzio, un tesoro…
—¡Cállese, imbécil! —le cortó Conway, antes de recibir otro culatazo.
—Ah, o sea que ahora también tenemos un tesoro —continuó Malaparte—. Qué fantástico, eso significa que mis desvelos han tenido un premio. ¿No me digas que al fin habéis encontrado los sarcófagos de Akenatón y Nefertiti? —Y antes de que Fersen pudiera replicar, adelantó una respuesta—. En ese caso, ya tenemos solucionado el tema de los pasaportes.
—¿Pasaportes? —balbució el barón, apresurándose a mostrarle el suyo—. Yo tengo el mío en regla.
—Pobre polentone, hay que explicártelo todo. Mira a nuestros egregios invitados. Son grandes escritores, poetas que entienden las metáforas. ¿No es así, mister Lawrence?
El escritor le sostuvo la mirada y escupió al suelo.
—¿Lo ves, Jacques? «El amante de lady Chatterley» ha entendido perfectamente. Sabe que estoy hablando de los pasaportes necesarios para enviaros al infierno.
—¿Pasaportes para el infierno? —repitió Fersen, demudado—. No entiendo…
—Lo entenderás cuando ocupes tu lugar en el sarcófago que elijas —prosiguió Malaparte—, porque es eso lo que voy a hacer con vosotros. ¿No soñabais con revivir los rituales del tiempo de los faraones? Pues ya está: vais a experimentar un enterramiento solemne dentro de la Gran Pirámide, como en los tiempos de Ramsés. Según tengo entendido, todos los servidores de la corte de un faraón eran sepultados vivos, junto con sus esposas, por supuesto —y, según lo decía, giró una mirada hacia Ankhesa—, para que le acompañaran en su viaje a las estrellas.
La reina le sostuvo la mirada, desafiante, sin una palabra. Lady Agatha respondió por todos:
—El alto comisionado británico, lord Allenby, conoce nuestros movimientos. Sabe que estábamos en Luxor. En cuanto el director del Winter Palace notifique nuestra desaparición revolverá cielo y tierra para encontrarnos.
—¿Tan estúpido me cree, señora? Antes de partir me ocupé de saldar sus cuentas. Y descuide, su buen nombre no corre peligro: dejé una buena propina. Nadie en Luxor, ni en ninguna parte, les da por desaparecidos. La versión oficial es que continúan su viaje de placer hacia la tercera catarata, donde los cocodrilos.
Auden acabó por perder los nervios:
—Entonces, ¿a qué espera? ¡Mátenos de una vez y acabemos con esta comedia!
Malaparte aguardó a encender un cigarrillo, parsimoniosamente.
—Espero a mi poeta particular. Un buen amigo de todos ustedes, aunque la mayoría de los mortales le detesten.
—Eso es imposible —protestó lady Agatha—. Ningún amigo nuestro puede serlo suyo.
—Paciencia, ya lo conocerá. Llegará en un par de días. Y hasta entonces, ya les avanzo que no se van a aburrir: tenemos mucho trabajo.
—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo?
—He venido hasta aquí para arrancar la mala hierba de raíz. Seguro que una gran dama como usted estará encantada de ayudarme en tan noble tarea.
—No movería un dedo por ayudarle ni aunque estuviera entre las muelas del diablo.
—Me temo que su maridito no piensa lo mismo. —Y según lo decía, hizo un gesto a uno de los escuadristas. Sin vacilar, este aplastó las ensangrentadas manos de Mallowan, que lanzó un gruñido de dolor—. ¿Lo ve? Él sí que estaría encantado de colaborar, pero en las condiciones en las que se encuentra, lo va a tener difícil para tocar el piano.
—Está bien —intervino Lawrence—. ¿Qué quiere que hagamos?
—Nada del otro mundo… O tal vez sí —explicó Malaparte poniéndose en pie con su fusta en la mano—. Quiero que saquen de ese pozo el tesoro, los sarcófagos, todo lo que encuentren. Su misterioso amigo me ha asegurado que los necesita, no sé muy bien para qué. La gente dice que está endemoniado, poseído por Satanás y por toda su corte. Exageraciones, naturalmente. Aunque la verdad es que le fascinan los rituales macabros, con mucha sangre y todo eso.
Siempre ha sido fascinante observar cómo, en ocasiones, las personas más inteligentes y experimentadas creen dominar los hilos que mueven su destino y acaban siendo juguetes de desencadenamientos que les exceden. Desde el Edipo de Sófocles al Ulises de Joyce, esta es la lección esencial de las grandes obras de la literatura, y todos lo sabemos. Sin embargo, cuando uno mismo se encuentra ante una situación semejante, el trastorno suele ser de tal magnitud que impide ver claro eso que, en otras circunstancias, nos hubiera parecido evidente. Kenneth Conway se había involucrado en aquella aventura creyendo tener los ojos bien abiertos cuando, en realidad, caminaba a ciegas. De este modo, su papel protagonista como un sofisticado conspirador acabó trocándose en el de la víctima que no comprende nada de lo que le sucede, ni por qué le está sucediendo.
Los fascistas recluyeron a sus rehenes en la jaima más apartada, bajo estrecha vigilancia. Entre susurros, lady Agatha refirió a Conway y Ankhesa lo esencial de su peripecia, todo aquello que no le había contado cuando se encontraron en el Winter Palace. También Lawrence les debía una explicación. Conway estaba furioso, desesperado. ¿Era a eso a lo que se refería el escritor aquel día, ante la isla de Citera, cuando le dijo que volverían a encontrarse? ¡Valiente ayuda la suya! La suya y la de aquella secta de imbéciles. Se habían dejado cazar por los fascistas de Malaparte, esa era la única evidencia demostrable, la razón final de su derrota.
—No estamos derrotados, Kenneth, créame, tiene que creerme —insistió lady Agatha, la que nunca perdía la calma—. Saldremos de esta, ya lo verá. Tenga fe.
—¿Me pide que tenga fe? Quédesela toda para usted. Y ahórrese el trabajo de sermonearme con sus creencias, yo no creo en nada.
—Muy bien, Kenneth, no le sermonearé. Considere esto solamente: hay un nivel de verdad que se encuentra más allá del mundo demostrable y explicable. Aunque muchos se nieguen a verla, esa verdad resulta esencial para todos los seres humanos, porque se trata de una verdad eterna, inmutable. No está a merced de las teorías filosóficas y, perdóneme, tampoco del capricho de los científicos. Esta verdad es lo que nos sostiene. Nosotros creemos en la sabiduría ancestral. Aunque no crea en ella, solo le pido que crea en nosotros.
—La sabiduría ancestral —se jactó Conway—. Ustedes viven en un delirio permanente, fuera del mundo. La historia real es lo que cuenta, no las visiones de cuatro iluminados.
Ankhesa, que hasta entonces permanecía en silencio, le buscó con sus ojos:
—No, Ken, no existe tal diferencia. La señora tiene razón. La sabiduría ancestral es esa luz que Atón creó de sí mismo al principio de los tiempos. Es la luz que da vida al mundo, pero también la que late dentro de nosotros, la esencia de nuestro ser. No me digas que has dejado de creer en eso, porque entonces también habrás dejado de creer en mí.
El escocés había olvidado lo evidente. En efecto, ¿qué era la misma Ankhesa sino un ser que había regresado de la muerte para dar vida a un sueño? No era el momento de contar su historia. Corría el peligro de que aquellos locos se la creyeran. Se lo dijo con una mirada furtiva, no debía revelar su secreto ante nadie.
—Creo en lo que veo, Ankhesa, y creo en ti porque estás aquí, porque eres real. Eso es todo. Y en cuanto a vuestra luz prodigiosa —continuó dirigiéndose a los otros—, decidme, ¿dónde está ahora? ¿Por qué no nos ha salvado de ellos?
—Porque también hay seres que se alimentan de luz negra, Conway —repuso Auden—. En este mundo real tenemos que enfrentarnos con potencias invisibles que son tan reales como los protones y los electrones. No podemos verlos, pero existen.
—La luz y las tinieblas, el bien y el mal. Otra vez el viejo discurso maniqueo…
—No es tan fácil, Conway… —continuó Lawrence—. Todos tenemos una parte oscura, también nosotros. Está en nuestro instinto, como el sexo o la supervivencia. Pero por encima de esas pulsiones hay una más elevada, misteriosa… Yo la llamo el instinto de regresar.
—¿El instinto de regresar? Jamás había oído nada semejante.
—Sí, Conway: lo esencial de nuestra vida no es correr hacia adelante, como sostiene la ciencia positiva, sino retroceder en busca de las respuestas.
—El viaje hacia las respuestas —le cortó Auden—, eso me gusta.
Lo dijo como si, pese a su situación, pudiera permitirse poetizar. Lawrence prefirió ignorarle, sabía que era incorregible.
—Piénselo un momento, ¿qué supone esta aventura sino un camino hacia atrás? Hemos regresado a Egipto, hemos retrocedido en el tiempo…
—Sí, sí, no me lo repita… Y ustedes están aquí para protegernos a mí y a Ankhesa. Pues ya ven adónde nos ha llevado su luz y su protección.
—… Entraba dentro de lo previsible —lady Agatha lo dijo con su flema habitual. El escocés no daba crédito, ella continuó—. Descuide, no voy a pedirle que crea en la providencia… ni que tenga fe. Le hablaré en su lenguaje, Conway: en nuestras vidas siempre aparece una encrucijada en la que debemos elegir entre nuestras esperanzas y nuestros miedos. Si elegimos nuestros miedos, elegimos una muerte en vida.
—Muy bien, elijamos nuestras esperanzas. La suerte que nos espera es la misma: esos canallas acabarán degollándonos.
Entonces fue Gaetano quién se revolvió.
—¡Por mis muertos, jefe! Tenga por seguro que antes me llevaré por delante a tres o cuatro de esos piojos negros. ¡Un Cornacchia nunca se rinde!
—¡Y un Auden tampoco, muchacho! —exclamó el poeta con esa voz atiplada que, en otras circunstancias hubiera resultado cómica.
Aun a su pesar, Conway segregó una sonrisa que más parecía una mueca. Sin embargo, las palabras que todos esperaban se resistían a salir de su boca.
—Vamos, Ken —exclamó Ankhesa—. Dilo de una vez.
—No le queda otra, Conway —insistió Lawrence—. Por más que nos considere un hatajo de visionarios, sí, se lo reconozco, hemos cometido muchas torpezas…, pero ya no tenemos más alternativa que plantar cara a estos miserables.
Lady Agatha fue la última en hablar:
—En las situaciones más desesperadas solo cabe una respuesta, amigo mío, y es muy simple: sigue a tu corazón y no temas.
Nunca sabrían qué fue lo que acabó de convencer al escocés. En efecto, seguía viéndolos como un concierto de locos, tanto más temibles por sus torpezas cuanto más insistían en su disposición a seguir ayudándole, seguro que multiplicándolas. Pero Ankhesa estaba de su parte, y él sin ella, lo sabía, no era nada. A regañadientes, renegando de cada palabra, acabó diciéndolo:
—De acuerdo, ya es tarde para arrepentirse. Seguiremos adelante, hasta el maldito infierno. Pero todos ustedes harán lo que yo diga, ¿entendido?
Al día siguiente, con el amanecer, los cautivos fueron conducidos a las excavaciones, donde ya les esperaban Fersen y Messori, encañonados por los escuadristas. El rostro descompuesto del barón reflejaba su estado de ánimo. Malaparte había dado órdenes expresas: debían trabajar separados, y solo descenderían al pozo por relevos de no más de dos hombres. Auden y Lawrence se sumaron al grupo de los beduinos que preparaban vigas y puntales. Gaetano se ocupó de las sogas. Fersen y Conway volvieron a descender hasta la galería donde se abría la puerta sellada. El barón no abrió la boca hasta que llegaron abajo. También él estaba desesperado. O, al menos, lo aparentaba muy bien. El escocés no se fiaba de él, pero lo necesitaba para llevar a cabo el plan de fuga que venía maquinando desde dos días atrás. La aparición de los fascistas solo había supuesto un cambio de papeles. Ahora estaba obligado a negociar con su enemigo. Y, curiosamente, su enemigo utilizaba sus mismos argumentos.
—… Todo esto nos ha sucedido por su culpa, Conway. Esos intelectuales amigos suyos se han dejado atrapar como conejillos de Indias por los fascistas y los han traído hasta aquí. ¡Ahora sí que estamos perdidos! ¡Perdidos de verdad!
El escocés le dejó hablar, necesitaba ganarse algo parecido a su confianza.
—Le repito que yo no sabía nada de esto. Yo no pertenezco a ese corral de visionarios, la Golden Dawn o como se llame.
—Pues ya oyó lo que le dijo esa loca con pinta de sufragista. Lady Agatha, Agatha Christie… Según ella, le seguían la pista desde la expedición de Caltagirone.
—Todavía me estoy preguntando por qué razón, se lo aseguro…
—Las razones ya no importan. Aquí lo único importante es salvar el pellejo.
—No se preocupe, tengo un plan.
Los ojos de Fersen se iluminaron.
—¿Un plan de fuga? ¿Y me lo cuenta ahora…?
—Cuándo se lo iba a contar: los fascistas nos vigilan día y noche, solo podemos hablar aquí abajo, y no tenemos tiempo que perder.
—Está bien, cuéntemelo…
—Recuerde los murciélagos que aparecieron en esta galería cuando entramos en ella por primera vez.
—¿Y qué espera? ¿Qué ahora vengan en nuestra ayuda?
—Ya han venido, Fersen. Si están aquí es porque han entrado por alguna cueva perdida en la espalda de esta montaña. Es decir, hay otra salida. Justo la que necesitamos para sorprender a esos canallas.
—¿Quiénes? ¿Usted y yo? ¿Qué podemos hacer sin más armas que un pico y una pala frente a media docena de hombres armados?
—Cuando llegue el momento de subir a la superficie lo que encontremos ahí dentro, nos las ingeniaremos para que nos acompañen Gaetano y los beduinos de Balek. Y si se trata de una tumba egipcia, ya sabe, seguro que encontraremos un buen arsenal de armas: espadas, mazas, picas… ¿Me va entendiendo?
El barón había comenzado a sudar, su ansiedad lo devoraba.
—Vamos, rompa ese sello de una vez y crucemos los dedos.
Bastó un golpe seco para que el sello se partiera en dos. La puerta se abrió con un crujido siniestro. Conway introdujo su linterna. Lo que se encontraron al otro lado les dejó sin habla. Sí, había momias, decenas de momias apiladas contra sus cuatro paredes. Pero no pertenecían a ningún faraón, ni siquiera al género humano.
—¡Monos y carneros! ¡Nada más que eso! ¡Los dioses se burlan de nostros!
Fersen aullaba fuera de sí. El escocés tuvo que ponerle la mano en la boca.
—¡Hable más bajo, que no nos oigan! Esto era lo previsible. El mono y el carnero, Thot y Knhum, son los dioses tutelares de este paraje, y los egipcios les rendían culto momificando a estos animales por centenares.
—¡Ahórrese sus explicaciones, maldito pedante! ¡Usted me ha traído hasta este desierto con la promesa de que encontraría los sarcófagos de Akenatón y Nefertiti! ¡Y hace un momento daba por seguro que aquí dentro habría un montón de armas, pero no hay nada…! ¡Nada más que este repugnante osario de babuinos!
Conway deslizó su linterna sobre las cabezas de las momias.
—Tenga paciencia, Fersen, y cierre esa boca. Si sigue gritando así acabará provocando otro derrumbamiento.
—¡Como si es la Gran Pirámide la que se derrumba sobre nosotros! Estamos condenados, Conway. Antes o después moriremos sepultados vivos en este agujero.
—Présteme un poco de atención, le diré lo que vamos a hacer…