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AQUELLA noche Ankhesa durmió muy abrazada a Kenneth, pero no fue él quien la despertó. Una gacela salvaje había penetrado en su jaima y le rozó el rostro con su hocico húmedo. Sorprendida, la reina miró los ojos del animal, dos piedras negras, brillantes, llenas de inocencia. Cuando intentó acariciarla, la gacela esquivó su mano y se encaminó con un trotecillo vivo hacia el palmeral. ¿Dónde estaba Conway? Un frenético martillar de tornos y poleas le mostró el camino de las ruinas romanas. A esa hora el sol ya caía a plomo y los peñascos de la montaña refractaban un calor de horno, el aire apenas circulaba. Dentro de la cripta la atmósfera resultaba sofocante. Nada de todo eso parecía importar al barón Fersen. Siguiendo las órdenes de Conway los beduinos habían abierto un boquete en el suelo de la cámara. Tal y como este esperaba, apareció ante ellos un pozo de sección cuadrada de más de treinta metros de profundidad. Gaetano acababa de afirmar una cabria y una soga de fibras de palmera trenzadas por la que, en ese momento, se disponían a deslizarse el escocés y el barón. Ankhesa prefirió mantenerse a una distancia prudencial. Fersen se mostraba entusiasmado, no dejaba de abrumar a Kenneth con sus observaciones.
—… Soy un poco claustrofóbico, no se lo oculto, pero en estas circunstancias tan excepcionales, ah, creo que me lanzaría de cabeza al mismo infierno. Estoy ansioso por llegar allá abajo. Dígame, ¿usted cree que encontraremos lo que buscamos?
—Es pronto para afirmarlo —repuso el arqueólogo, que sabía perfectamente lo que iban a encontrar—. Los egipcios parecían conocer la codicia de los hombres del porvenir. Multiplicaban los falsos pozos, los falsos corredores, las falsas entradas…
—Pero si esto es una tumba, los sarcófagos reales tienen que estar aquí.
—También puede tratarse de una tumba falsa…
—Está bien, basta de palabrería. Ya veo que su escepticismo es invencible. ¡Que nos bajen de una vez!
La cabria comenzó a girar, dura, chirriante, y los dos hombres fueron descendiendo pozo adentro, cada uno con una linterna en la mano. A unos veinte metros de profundidad la pared oeste del pozo se abrió a una galería en forma de siringa que avanzaba hacia el interior de la montaña. Los espíritus de los muertos se mostraban favorables. Una alegría salvaje se apoderó del barón. Una vez más, se olvidó de su claustrofobia para introducirse como una comadreja por la abertura. Conway le siguió. El aire, cargado de polvo en suspensión, hacía difícil respirar. A medida que avanzaban se desprendieron algunas piedras de la bóveda, y, enseguida, el halo de las linternas atravesó una bandada de murciélagos que pasaron sobre ellos lanzando chillidos estridentes.
—¿Y estos? ¿De dónde vienen? —exclamó el barón, mientras los espantaba a manotazos.
—Posiblemente de algún conducto de ventilación, al final del túnel.
—Pero a medio camino encontraremos algo, ¿verdad? Sí, lo sé, lo huelo, lo presiento. Este va a ser un gran día, para nosotros y para toda la humanidad…
Continuaron gateando por la galería, que se volvía cada vez más angosta y opresiva. Fersen iba delante y Conway detrás. El escocés no podía quitarse de la cabeza un pensamiento obsesivo, y este no tenía nada que ver con la arqueología. Ese cerdo había intentado forzar a Ankhesa. Igual que en el tiempo en que sus destinos se cruzaron por primera vez, en Amarna. En una vida anterior Fersen había sido Smenjkara, el asesino de Nefertiti, el descuartizador de Akenatón. También él conoció la cólera de los dioses, y murió de la peor manera. Pero ahora su alma había regresado para consumar su venganza. Si no acababa con él de un modo u otro, volverían a ser sus víctimas. Y en ese momento lo tenía a su merced, solos, sin testigos. Es posible que ya hubiera decidido cómo hacerlo de modo que pareciera un accidente: un golpe seco con su linterna, en la base del cráneo. De pronto, Fersen se volvió hacia él con una mirada alucinada. La emoción le impedía hablar.
—¿Qué sucede? —preguntó el escocés.
—… Nom de Dieu! Creo que lo hemos encontrado.
Y girando su linterna le mostró una puerta baja, apenas perceptible. Dos hojas de madera con un pasador coronado por dos cabezas de león y, en su centro un sello lacrado. La señal inequívoca de que esa puerta no había sido profanada jamás. El escocés se quedó sin habla. ¿Cómo era posible que cinco años atrás, cuando exploró aquella tumba con la expedición de Borchard, esta puerta le pasara inadvertida?
—El sello es auténtico, corresponde a los faraones de la XVIII dinastía. Y está intacto —articuló al fin—. Ahí dentro tiene que haber algo.
—No le quepa duda, amigo mío. Permítame que le felicite. De no haber sido por usted…
El barón no pudo terminar su frase. En ese momento se desprendió una de las lajas del techo, veinte metros a su espalda. Un gran torbellino de rocas, tierra y arena, avanzó hacia ellos con el estruendo de un alud. Fersen lo miraba paralizado por el pánico, viendo cómo lo arrasaba todo a su paso.
—¡Viene hacia aquí! ¡Vamos a morir sepultados vivos, como dijo la profecía!
—¡Déjese de profecías y cuerpo a tierra! ¡Cúbrase la cara, rápido!
Todas las elucubraciones homicidas de Conway cedieron ante esa reacción instintiva que el barón acató de inmediato. La nube pasó sobre sus cuerpos, hacia el fondo del túnel. Pero ellos permanecieron tendidos hasta que cayó la última piedra. Conway se incorporó á tientas. El polvo en suspensión les impedía ver nada, la atmósfera resultaba asfixiante. Una voz a su espalda le recordó que Fersen seguía ahí.
—… La maldición de los faraones otra vez —balbució, casi gimiendo—. Me muero, me ahogo… Esto es el final…
—Tranquílicese, esto no es el final de nada. Saldremos, pero tenemos que esperar.
—¿Esperar? ¿Esperar a qué? —Un arrebato de tos agravó la angustia del barón—. ¡Yo no puedo esperar! ¡No puedo! ¡Por lo que más quiera, haga algo!
—¡Chssst! Hable más bajo, o acabará provocando otro desprendimiento.
—Está bien, está bien…, Me calmaré, tengo que calmarme.
—Póngase el pañuelo sobre la boca, respirará mejor, y piense en algo agradable. Es todo lo que podemos hacer hasta que se disipe esta polvareda.
Fersen obedeció como un colegial aterrorizado. Con una mano se cubrió la boca. La otra, temblando, buscó el hombro de Conway. El escocés mantenía firme su linterna, enfocando a través de la polvorienta tiniebla el lugar donde debía estar la entrada del pasadizo. Cada minuto parecía ensancharse en un tiempo dilatado que el barón sufría como si cayera sobre él, latido a latido, el peso de una eternidad.
—No sabe cuánto acertó al decir que este iba a ser un gran día para nosotros, Fersen —exclamó al fin el escocés—. Me temo que va a vivir para contarlo. Mire…
El halo de la linterna había ganado profundidad, se advertía un punto de luz al otro lado.
—Sáqueme de esta tumba, Conway. Esto tenemos que celebrarlo.
El escocés se volvió, clavándole una mirada hasta el fondo de los ojos.
—Solo le sacaré si me da su palabra.
—¡Por todos los demonios! ¿Para qué quiere ahora mi palabra?
—Lo sé todo, Fersen: Ankhesa me lo ha contado.
Solo por el tono, el barón entendió a qué se refería. Comenzó a sudar, su rostro se veía demudado, como si estuviera al borde de sufrir un colapso.
—Fue una locura, un arrebato de locura… —farfulló, enjugándose nerviosamente el sudor terroso que corría por su frente y su cuello—. Merde, quel catastrophe!… Usted sabe que soy homosexual. Ni siquiera sé por qué lo hice. Su mujer es un ser adorable, una dama, una verdadera reina. Y yo… Yo no tengo perdón…
—Por supuesto que no lo tiene, Fersen. Es usted un maldito hijo de puta.
—¿Quiere pegarme? Adelante, pártame la cara, deme todo lo fuerte que quiera. No me defenderé, sé que me lo merezco.
Conway lo cogió por las solapas, hasta poner su cara a un palmo de la suya.
—Escúcheme bien, Fersen: como vuelva a tocar a Ankhesa le arranco la cabeza.
El barón no podía controlar el temblor de sus piernas, no le sostenían.
—Le juro que ese episodio no volverá a repetirse.
—Ya no me basta con eso. No quiero ni que la mire. Manténgase a distancia de ella. Y olvídela, olvídela por completo. ¿Me ha entendido?
Aquel hombre parecía capaz de cualquier cosa. Fersen apenas acertó a balbucir:
—Le… le doy mi palabra.
Kenneth soltó su chaqueta dejándola caer como un peso muerto y se volvió hacia la boca de la galería. La polvareda había acabado de posarse, pero no lo iban a tener fácil. Tres grandes lajas caídas del techo les cortaban el paso.
—Vamos, ayúdeme… Bastará con que levantemos una. Pero muévase despacio, con mucho cuidado. Podrían caer más.
Fue lo que hicieron. Entre los dos, tras un considerable esfuerzo, consiguieron desplazar la roca que les cerraba el paso. Conway se deslizó por el hueco entre las otras dos. Fersen parecía vacilar, estaba aterrado.
—No podré… No podré pasar por ese agujero siniestro.
Decirlo y escucharse una nueva trepidación fue todo uno. Aquella galería amenazaba con desplomarse de un momento a otro.
—Vamos, deprisa, coja mi mano.
La de Fersen parecía la mano de un muerto cuando alcanzó la de Conway, que fue tirando de él, lenta pero sostenidamente. Al fin el barón cruzó al otro lado como una exhalación que le salió del alma. Reemprendieron gateando el camino de salida del túnel hasta alcanzar la cuerda que pendía de la superficie del pozo.
—¡Gaetano, Balek! —les llamó el escocés dándole un buen tirón—. ¡Ya estamos aquí! ¡Podéis subirnos!
Su voz se elevó por la garganta de roca viva distorsionada por el eco. Pero arriba nadie respondió, ni la cuerda se movió un centímetro.
—¡Por todos los demonios…! ¿A qué esperáis, haraganes? ¡Tirad de una vez!
El eco de su voz volvió a ser la única respuesta.
—… No sé qué pasa ahí arriba, pero no nos va a quedar otra que subir escalando.
—Usted primero —articuló el barón—. Si vuelvo a mirar abajo, creo que me moriré.
Conway comenzó a trepar aferrándose a la cuerda y apoyándose en los resaltes de la pared. Subió así unos quince metros. Le quedaban diez más. Se detuvo para recobrar fuerzas, no más. Fersen le contemplaba aterrado ante la perspectiva de tener que hacer lo mismo. El arqueólogo continuó ascendiendo. A duras penas, alcanzó la boca del pozo. Pero al llegar arriba no dijo nada, ni siquiera se volvió hacia él.
—¿Qué sucede? —preguntó el barón desde abajo—. ¿Es que nadie va a ayudarme a subir…?
Entonces escuchó una voz que no era la del escocés:
—Tienes cinco minutos para subir, maricón de mierda. Cinco minutos y ni uno más. Luego dejaré caer la soga al fondo de la tumba, para que te pudras dentro:
Fersen llegó arriba exhausto, jadeando ruidosamente. Pero la primera visión de aquel escenario le cortó lo que le quedaba de aliento. Conway le contemplaba con las manos atadas a la espalda. Todos los hombres de Balek Gamal, como Gaetano y Messori, se veían igual: maniatados y en pie, alineados contra uno de los muros de la cripta. Frente a ellos había tres escuadristas apuntándoles con sus armas y un personaje inconfundible. Curzio Malaparte era el nuevo señor de la montaña de Nejbet y de todos sus misterios.