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ESE mismo sol había alcanzado ya la vertical sobre la montaña de Nejbet, donde la ciclópea cabeza de babuino parecía burlarse de la incesante actividad desplegada por los beduinos de Balek Gamal. Cavaban sin descanso bajo las ruinas de aquel templo romano perdido en medio del desierto, pero, de momento, no había aparecido ningún vestigio egipcio que acreditase las conjeturas de Fersen. El barón se había sumado a la corvea como un peón más, y, naturellement, su secretario, Messori, tuvo que quitarse la chaqueta, el chaleco de cachemir y hasta el cuello de la camisa para seguir su ejemplo. Solo el jeque se mantenía firme en su dignidad. Suntuosamente instalado a la puerta de su jaima, fumaba su narguile perfumado de cardamomo y, de vez en cuando, se llevaba unos gemelos de plata a la cara para contemplar las evoluciones de aquellos locos. Conway se le antojaba el más desconcertante. Pese a que era quien más se jugaba en la empresa, trabajaba con una indolencia tan notoria que apenas reconocía al apasionado arqueólogo de su primera campaña en Egipto. Sentada en cuclillas bajo un granado, Ankhesa seguía sus movimientos como si estuviese poseída por un sortilegio. A veces Leticia se le acercaba, y le hablaba al oído. A Kenneth no le gustaba que la buscase, menos aún que se mostrase tan confidencial. ¡Ah, cuándo podría librarse de todos ellos y escapar con su reina, sin que nadie se interpusiera en su felicidad! El papiro lo decía bien claro: pronto aparecerá un mensajero. «¿Pero dónde demonios está ese mensajero? ¿Por qué no aparece?».

No, él no podía saber que ese mensajero, el abridor de caminos anunciado por los papiros, se había manifestado ya…, pero solo ante los miembros de la Golden Dawn reunidos en Luxor. Sus cavilaciones se vieron súbitamente abortadas por el grito de uno de los beduinos que trabajaban en la parte más profunda.

Bisma’h ayumah! ¡Aquí abajo la tierra se hunde!

Todos corrieron al lugar donde, en efecto, la tierra había comenzado a hundirse.

—Ha empezado a moverse cuando hemos apartado estos travesaños —explicó Gaetano—. Se ve que no hay piedra ni ladrillo debajo.

—Entonces mucho cuidado, ya no pisamos suelo firme.

Y, según lo dijo, atento a cada gesto, Conway empezó a retirar paladas de greda. Enseguida, apareció el remate de un estribo y, poco después, un segundo escalón que descendía hacia el vientre de la fosa. Fueron siete peldaños los que despejó el escocés, seguido por Gaetano, y los dos rodeados por la expectación general. De pronto, a ras del último peldaño, surgió algo parecido al dintel de una puerta. Fersen, sintió que su corazón le daba un vuelco. Liberaron cuatro escalones más, la puerta se acabó de dibujar. Una puerta ciega, preservada por un muro de mampostería. Conway se dirigió a Gaetano.

—Pásame tu pico.

El pirata no le obedeció: se escupió en las palmas, aferró el pico, y descargó un golpe seco. Se desprendieron media docena de ladrillos.

—¡Muy bien, Gaetano! —aprobó el arqueólogo dándole una palmada en el hombro—. Sigue un poco más.

El pescador sonrió, su boca mostró dos relámpagos de dientes blancos entre sus labios violáceos. Cayeron unas cuantas piedras más. Conway deslizó su lámpara por la abertura. La luz iluminó una larga sala decorada con pinturas policromadas del tiempo de los faraones. Fersen lanzó un grito triunfal.

—¡Sacrebleu, al fin lo hemos encontrado!

Ni siquiera el escocés pudo detenerlo. El barón saltó al foso con su pico en la mano. Con febril impaciencia, machacó la pared hasta que la brecha fue lo suficientemente holgada para permitirle pasar y, sin vacilar, se introdujo por la abertura convencido de que al otro lado le aguardaba el tesoro más codiciado de la XVIII dinastía. Al fin la tumba de Akenatón y Nefertiti.

La euforia apenas le duró un instante. Un lamento amargo, casi un gemido, acompañó el eco de sus primeros pasos.

—¡Nada! ¡No hay nada!

Lo vieron avanzar como alucinado hasta el extremo de la cámara. Su sombra distorsionada se deslizaba de pared en pared sobre aquellas pinturas maravillosas, pero él solo veía una estancia vacía que se llenó con su desesperación. Durante toda su vida había soñado con ese momento. Encontrar el sarcófago del faraón apóstata, el personaje más singular de la historia antigua. Todo lo que no fuera eso suponía un fracaso absoluto para él.

—No se precipite Fersen, aún no está todo perdido —Conway intentó apaciguarle—. Tal vez esta cámara comunique con otra y entonces…

—¡Entonces no encontraremos nada! ¡Lo sé, lo presiento! ¡Los dioses se burlan de nosotros!

—Puede que tenga razón, signore —adujo Messori—. Mire eso.

Il Dottore señalaba una huella en el suelo, inadvertida hasta entonces.

—¿Qué quieres que vea? Ahí no hay nada.

—No hay nada pero hubo algo. Fíjese bien en el dibujo…

Su dedo índice fue marcando un perfil sobre el piso. La huella de un gran sarcófago antropomorfo que, en otro tiempo, había ocupado el centro de la estancia.

Merde! —volvió a protestar el barón—. ¡Es la prueba de lo que le estoy diciendo! ¡Se lo han llevado! ¡Nunca lo encontraremos!

Conway permaneció en silencio, observando detenidamente las paredes del hipogeo.

—¿Qué cree que va a encontrar? ¿Un resorte secreto que le abra las puertas del sancta sanctorum? Por favor, no sea estúpido, eso solo pasa en las novelas baratas…

—Se olvida de un factor clave —exclamó el escocés volviéndose hacia él—. Observe el volumen del sarcófago: es más grande que el hueco de la puerta.

—Cierto —corroboró Messori, tras medir la silueta del bloque con sus pies—. Mide seis pasos de ancho, y esa puerta no pasa de cuatro.

La ofuscación del barón le impedía pensar con lucidez.

—¿Y eso a mí qué me importa? ¡No tengo ninguna intención de que me sepulten dentro de este pudridero!

—Usted no, pero si el sarcófago que ocupó esta cámara no entraba por esa puerta, entonces dígame: ¿por dónde lo sacaron?

Entretanto, en una habitación del Winter Palace, en Luxor, D.H. Lawrence volteaba su agenda abierta por la mitad, girándola en todas las posiciones. Sus camaradas escrutaban con su misma atención aquel dibujo que había tomado en la cripta del templo de Ptah.

—¿Es que no la veis? —insistía Auden, para quien su significado resultaba evidente—. Se trata de una cobra en posición erecta: abajo la cola y arriba la capucha bien desplegada. ¡La cobra es el mensaje!

Lawrence, siempre escéptico, desconfiaba de sus arrebatos visionarios. Le producían la misma sensación que esa atosigante loción Perkins con la que el poeta torturaba a propios y extraños.

—Tu serpiente erecta debe estar medio podrida.

—¿Por qué lo dices?

—No, por nada… Me huele «raro», eso es todo. Yo sigo viendo una palmera.

—Bueno, quizá las dos posibilidades sean ciertas —intervino Mallowan—. Para los egipcios la cobra era un símbolo solar, pero también la benefactora de la vegetación.

Lady Agatha se llevó su cigarillo turco a los labios, exhaló una vaharada lenta y volvió a preguntar:

—¿Y no tiene otros atributos? Vamos, Max, dinos cómo se la conocía en el tiempo de Akenatón.

—En el tiempo de Akenatón se la conocía como Uadyet, y formaba pareja con Nejbet, el buitre. Recordad los cetros de los faraones: siempre aparecen el buitre y la cobra.

—¿Pero qué rayos quiere decir «uadyet», Max? —insistió la escritora—. Y no me seas exasperante, querido: responde claramente.

Como todos los expertos, Mallowan tendía a ignorar lo evidente. ¿Cómo era posible que no conocieran el significado de la palabra Uadyet?

Uad es la voz con que se nombra a los mensajeros —exclamó al fin, como si se dirigiera a un grupo de niños—. El yet indica la procedencia. Y en este caso nos remite a las aguas.

—O sea, que significaría algo así como «La Mensajera de las Aguas».

—Más o menos.

—«La Mensajera de las Aguas» —repitió Auden, fascinado con el poema que ya estaba entreviendo.

—Sí, muy bonito —objetó Lawrence—, pero estamos como antes. Ayer decíais que el mensajero sería un perro negro, hoy resulta que se trata de una cobra acuática. ¿Y qué? Nos estamos enredando en una madeja de símbolos sin solución.

Tenía razón: aquel dibujo simple se cerraba ante ellos como el más hermético de los misterios. Una línea sinuosa en vertical que se abría en su copa, como la capucha de una cobra o como las pencas de una palmera y, a su izquierda, tres puntos formando un arco. Lady Christie se levantó y dio unos pasos hacia la ventana. El Nilo discurría como un dios cansado frente a la avenida por la que transitaban las calesas que llevaban a los turistas hacia los templos. A su espalda, Mallowan, Lawrence y Auden seguían articulando sus conjeturas.

—Si fuera una palmera, y los tres puntos un puñado de dátiles…

—¿Entonces qué?

—Los dátiles podrían significar estrellas de una constelación determinada.

—… Y la palmera la Vía Láctea.

La vena poética de Auden exasperaba a Lawrence, que mordió su pipa para refrenar sus palabras.

—Muy bien, ya hemos pasado de la palmera y la cobra a la Vía Láctea, o quién sabe si a la constelación del Perro. ¿Eso lo resolvería todo, no? —exclamó, algo más que caústico—. A ver, Wystan, dime qué viene después. ¿Un viaje de placer hasta Alpha Centauri?

El poeta acabó por hartarse:

—No, dímelo tú, oh, gran chamán de los instintos primigenios. Llevamos tres horas encerrados aquí dentro, y, pese a tu extraordinaria clarividencia, aún no has aportado ni una sola respuesta. Ni una sola.

—Prefiero no decir nada a acumular una sandez tras otra.

—Ah, o sea que nuestras aportaciones solo te parecen eso: sandeces. ¡Muy bien, así haces honor a los sagrados principios de la Golden Dawn!

—Recuerda el tercero de nuestros postulados: «¡El que sabe calla, el que habla se pierde!».

—… Pero luego viene el cuarto, muchacho: «¡Saber es atreverse!».

Los dos escritores se habían puesto en pie, encarándose frontalmente. Poco les faltaba para retarse a duelo. Fue entonces cuando lady Agatha se volvió del ventanal, imbuida de una serenidad inquietante.

—Creo que lo tengo.

Las cabezas de los tres hombres giraron hacia ella como si hubiera pronunciado un conjuro.

—Wystan tiene parte de razón, y tú también, David. —La mirada de su marido parecía suplicar el mismo reconocimiento. Ella se lo ofreció, piadosamente—. Sí, por supuesto que sí, Max: tu aportación no ha sido menos valiosa.

—Disculpe, madame —exclamó Lawrence, ya en el límite de su paciencia—. ¿Qué es lo que dice que tiene?

—Tengo la respuesta al jeroglífico. «La mensajera de las Aguas» es una cobra, pero también es la Vía Láctea, y el Nilo. Sí, el Nilo, este río sagrado que «serpentea» desde la profunda Nubia hasta el Delta… donde tiene, precisamente, la forma de una palmera, pero también la de la capucha de una cobra. ¿Acaso no recordáis que todo Egipto se hizo a imagen y semejanza del cielo? La correspondencia terrenal de la Vía Láctea era el Nilo, el gran eje que ordenaba su mundo, con templos y pirámides sembradas a modo de estrellas sobre su orilla occidental.

Los tres caballeros quedaron mudos de asombro. Solo su marido se atrevió a preguntar algo que ya resultaba obvio.

—… Entonces, esos tres puntos, no son dátiles, ni estrellas, ¿verdad?

—Son estrellas caídas del cielo, Max —continuó la dama fijando la punta de su boquilla sobre el dibujo—. O lo que viene a ser lo mismo, se trata de lugares muy concretos. Este que veis aquí. —Continuó, señalando el que figuraba en el centro, sobre el río—, este señala precisamente el lugar donde nos encontramos ahora: Luxor. La ciudad consagrada a la constelación de Orión, cuya estrella más brillante era…

—¡Canis Maioris! —aulló Auden—. ¡La del perro!

—Exactamente Wystan… Todo encaja.

—¿Y los otros dos puntos?

—Ahora vamos a verlo. Max, ¿tienes por ahí un buen mapa?

El arqueólogo apenas tuvo tiempo de recoger su maletín. La luz de la habitación se apagó súbitamente.

—Vaya, ¡ahora un corte de luz! —protestó Lawrence—. Habrá que bajar a recepción a por unas velas…

Mallowan se dirigió hacia la puerta. Al abrirla, recortada contra la negrura del corredor, se perfiló la silueta de un hombre. Su rostro resultaba indistinguible. El arqueólogo contuvo su sobresalto.

—¿Quién es usted?

La figura se recostó en el marco de la puerta, cortándole el paso con su mano.

—¡Por el amor de Dios, diga algo!

La respuesta no se hizo esperar: Mallowan sintió que le hundían el cañón de una pistola en la boca.

—Los sueños son realidad, my friend, igual que las pesadillas. Ahí radica toda la cuestión.

Se lo dijo en inglés, pero aquella voz tenía un marcado acento italiano.

Se trataba de Curzio Malaparte.