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ANKHESA y Fersen regresaron de su paseo por las ruinas cuando comenzaba a anochecer. El barón se cubría la boca con un pañuelo manchado de sangre. Todos los que estaban en torno a la hoguera se levantaron. Al abrazar a Ankhesa, Kenneth sintió los latidos de su corazón.
—¿Qué te pasa? Estás temblando.
—Nada, es el frío de la noche…
Pero al decirlo esquivó sus ojos. Messori le ofreció su manta, él se la puso sobre los hombros mientras la reina se sentaba junto al fuego. La mirada de Leticia se deslizó hasta el escocés, pero no dijo nada. Fersen había comenzado a hablar atropelladamente.
—Buenas noticias, Conway: hemos encontrado eso que tanto buscabas: ¡La Roca de las Dos Verdades! —exclamó, quitándose el pañuelo de la boca y dejando al descubierto un corte que le partía el labio—. ¡Está ahí, entre las ruinas romanas!
—¿Y ese corte? —intervino Messori—. Está sangrando, signore, debería dejarme que se lo restañe.
—No tiene importancia… —farfulló el barón—, he tropezado al salir, pero volvería a bajar ahora mismo. Porque la roca está ahí, ahí abajo, en la cripta del templo. Por eso no la veíamos… Tenía usted razón, Conway. ¡Ahora todo encaja!
—Con que encajen mis mandíbulas a mí ya me basta. ¡Hummm, cómo huele el guiso!
Gaetano se frotaba las manos frente a las dos bandejas humeantes que acababan de acercarles los beduinos. Balek Gamal se dispuso a hacer los honores. El barón solo miraba el fuego.
—¿Qué era para los antiguos egipcios la sala de las Dos Verdades? —se preguntó, para responderse de inmediato—. La de la doble Maat, la diosa de la justicia y la verdad. ¿No es así, Conway?
El escocés respondió con un cabeceo afirmativo, nada más.
—… Pero aquí estamos hablando de unas ruinas romanas —continuó Fersen—. ¿Es que no se dan cuenta? ¡Ruinas romanas en Egipto! ¿Qué significa eso?
—… Que los romanos también hicieron mucho turismo por aquí —apostilló Messori, ya con la boca llena de tajiné—. Lo mismo los trajeron los de la agencia Cook.
Fersen no respondió a su provocación.
—¡Significa Tiberio y Sejano! ¡Los dos césares, las Dos Verdades!
—Que yo sepa, Sejano nunca llegó a coronarse con el laurel de los césares —le cortó Conway.
—¡Pero su padre, Lucio Estrabón, ejerció como un auténtico virrey de Egipto! Alejado de Roma, aquí se hizo representar como un faraón. Por eso envió a su hijo a Capri con los dos sarcófagos, el de Nefertiti y el de Akenatón. Se trataba de un pacto para que Tiberio eligiera a Sejano como su sucesor. Él ya se veía como el nuevo césar…
—Sí, lo sé. ¿Pero qué tiene que ver eso con las Dos Verdades?
—¿Aún no lo ve? ¡Pero si es evidente! Tiberio ordenó ejecutar a Sejano. Pero tras la muerte del emperador, ya durante el reinado de Calígula, las momias regresaron aquí. ¿Por qué? Porque así lo había dispuesto el padre de Sejano, de manera que prevaleciera su verdad. O, mejor dicho, las Dos Verdades.
—Sigo sin entenderle…
—Parbleu! —se impacientó Fersen—. ¿Cuál es el emblema de la diosa Maat? La espada y la pluma. ¿Y cuál fue el emblema de Sejano? ¡El águila y el gladio!
—¿Y qué demonios ha encontrado allá abajo? —volvió a intervenir Messori—. ¿Un aguilucho con un mondadientes entre las garras?
—Algo mucho más inequívoco, un mensaje irrefutable: ¡un águila romana con el estandarte de la legión Scyla, pero coronada por el doble cetro de Maat!, por más énfasis que ponía en su razonamiento, allá nadie parecía compartir su entusiasmo. ¡Ya está bien, dejen de comer como cerdos y vengan conmigo a la cripta! ¡Las momias de Akenatón y Nefertiti están aquí, justamente aquí, debajo de nuestros pies!
El barón tiró del cuello de la chaqueta de su secretario para que se incorporara. Conway solo lo hizo a regañadientes. Gamal tuvo que seguirles, igual que Gaetano, que se llevó su plato de cuscús y un buen pedazo de pan de centeno.
Mientras ellos caminaban tras sus linternas hacia las ruinas, en otra cripta a doscientas millas de distancia una dama de aspecto muy convencional yacía tendida con los ojos cerrados en el centro de un círculo trazado por siete velas, a los pies de una estatua que representaba al dios Ptah. No se trata de un dios cualquiera. De esta divinidad proviene el nombre mismo de Egipto, «El País de Ptah» como lo describió Herodoto, pues en su tiempo se le consideraba el padre de todos los dioses. Tutmosis III alzó un santuario en su honor en el extremo norte del gran templo de Amón, en Karnak. Y era allá, en su cripta más profunda, ya con la noche cerrada, donde estaban practicando su ritual tres iniciados de la Golden Dawn, en presencia de un arqueólogo atónito. Las manos del joven Max Mallowan temblaban de una manera apreciable mientras sostenía su antorcha. Auden y Lawrence ni parpadeaban. Los tres contemplaban a aquella mujer tendida sobre la losa, entre las siete velas, que no era otra sino la esposa de Mallowan, la escritora Agatha Christie. ¿También era médium? Al menos en tres de sus novelas, El misterioso mister Quin, El misterio de Pale Horse y La última sesión, Christie manifiesta su conocimiento del tema y llega a describir una sesión espiritista idéntica a las que se escenificaban dentro de la Golden Dawn[56].
Verdaderamente, aquella mujer no le tenía miedo a nada ni a nadie, ni siquiera a los espíritus. Pero, ¿qué buscaba con esa invocación al dios Ptah en la cripta de su primer templo?
—Señor de la magia y del misterio —exclamó Lawrence, y Auden le siguió.
—Señor de las serpientes y los peces…
Christie pronunció su fórmula con voz ceremoniosa.
—… Errante señor de los ojos de fuego, por la ley y la fuerza de los Tres Poderes, nosotros te invocamos. Haz aparecer al Mensajero del Tercer Orden.
—El Mensajero del Tercer Orden —masculló Mallowan, que no disimulaba su disconformidad—. Hemos profanado esta cripta sin ninguna autorización, como nos descubran me quitarán la licencia. Esto puede ser el final de mi carrera como arqueólogo.
Lawrence le clavó una mirada conminante, pero le habló en un susurro.
—Ya es tarde para arrepentirse, Mallowan. Y mantenga la calma. Su malestar puede cortar el canal de energía abierto por su esposa.
—¿Y qué sucedería entonces?
—Nada grave en este momento. Pero si se corta cuando la médium ya está en trance, hasta podría perderla.
—¡Qué me está diciendo! ¿Cómo que podría perderla?
—Baje la voz, imprudente —le cortó Auden.
El arqueólogo se llevó la mano a la nuez, Lawrence continuó:
—Cuando el canal está abierto los espíritus fluyen de un mundo a otro. Si consigue que las puertas de la percepción se abran ante su palabra, lady Agatha pasará al plano astral. Si en ese momento sufre un sobresalto, por pequeño que sea, nunca regresará.
—… Así que deje de hacer preguntas —concluyó Auden—, y concentre su energía en un pensamiento de luz. Es trascendental para que los espíritus a los que invocamos nos reconozcan.
Mallowan tragó el nudo atorado en su garganta y se dispuso a hacer lo que le pedían. ¿Pero cómo concentrar su energía en un «pensamiento de luz» dentro de una tumba? Él no creía en esas cosas. Lo más que consiguió fue recordar aquel poema de Kipling, If, que fue la escuela moral de toda una generación de victorianos, y comenzó a recitarlo para sus adentros, mientras lady Agatha continuaba impasible con su letanía:
—… En el nombre de nuestros maestros, al que abre las puertas invoco. Naciste de las aguas, divino Ptah, tuyos son el viento y el fuego. Desde lo profundo de la tierra te invoco… Haz aparecer ante nosotros al Mensajero del Tercer Orden.
Auden y Lawrence unieron sus manos, tendiendo a Mallowan la que les quedaba libre. Este les hizo un gesto explícito: necesitaba una mano para sostener la antorcha.
—¡Déjela caer! —exclamó Lawrence—, ya no la necesitamos.
—Pero…
—¡Déjela caer!
El arqueólogo dio un respingo pero acató el mandato. Sus manos estaban heladas cuando se unieron a las de los otros dos formando un triángulo sobre la médium yacente. Una suave brisa venida de ninguna parte extinguió la antorcha. Sin embargo, las siete velas que marcaban el círculo mantuvieron su recta llama. Solo se escuchaba aquella voz lenta y litúrgica que resonaba dentro de la cripta como si se encontraran en el interior de una calavera.
—El círculo se ha cerrado, se ha abierto el misterio. Sublime Ptah, haznos sentir la luz de tu presencia por la boca de tu mensajero.
Christie repitió su fórmula tres veces. Nada ni nadie respondía. Pero, en eso, como si las extinguiera una mano invisible, las siete velas que trazaban el círculo comenzaron a apagarse, una tras otra, hasta la última. La oscuridad se hizo absoluta. Entonces, en el silencio profundo, se escuchó una voz cavernosa que no era la de ninguno de ellos:
—Pronuncia su nombre, el nombre de aquel a quien llamas.
El corazón de Mallowan comenzó a latir a golpes, sintió que se iba la cabeza. Lady Agatha inspiró profundamente y siguió declamando con los ojos cerrados:
—De tu lengua nació Thot, el tres veces grande, el Señor del Tiempo. Tu corazón hizo nacer a Semsu, el dos veces grande, el que despierta las conciencias de los dos mundos. Bastó una mirada tuya para que el sol surgiera de la noche, y se consumara la perfección del Uno, de quien el perro negro es su mensajero.
De nuevo se hizo el silencio. Esa brisa espectral que parecía surgir de las entrañas del templo volvió a cobrar la forma de una voz humana:
—Yo soy quien separa la tierra y el fuego, lo sutil de lo denso, lo creado de lo increado. Por tu voz sé que tu palabra es la nodriza de mi verdad. El viento llega, escúchalo.
Los tres hombres apretaron firmemente sus manos, temiendo que la brisa se convirtiera en un huracán. De pronto, en aquella oscuridad absoluta estalló algo parecido a una estrella. Un manantial de una luz intensísima, de un azul ultravioleta, que les obligó a cubrirse los ojos. Mallowan cayó de rodillas. Ni Auden ni Lawrence pudieron mantenerse en pie mucho tiempo más. Aquella luz cegadora parecía cargada de una energía viva, una vibración palpitante que atravesaba sus cuerpos como un fractal, como si realmente se hubieran abierto ante ellos las puertas de otra dimensión. Auden fue el segundo en desplomarse. Lawrence apretaba los puños con todo su cuerpo en tensión, se sentía como si se encontrara en el palo mayor de un barco azotado por una violenta tempestad, una tempestad de luz viva. Aun con los ojos cerrados, aquella luz radiante atravesaba sus párpados y se hundía hasta lo más profundo de su mente. Cuando ya no pudo soportarla, también él se derrumbó como un peso muerto. Desvanecidos, ninguno de los tres hombres pudo ver lo que sucedió a continuación. Solo lady Agatha fue testigo de aquel portento. Tendida sobre la losa, vio cómo aquella luz fulgurante se catalizaba en una especie de llama líquida que, enseguida, trazó una línea serpenteante sobre la pared que enfrentaba la estatua de Ptah. Parecía una palmera, marcó tres puntos: uno en la parte media, el segundo un palmo a la izquierda, y el tercero dos más abajo. Aquí la llama se concentró, dibujando un círculo ardiente sobre la piedra, y, apenas en un instante, la piedra misma pareció absorber todo su fuego hasta que de nuevo se impuso la oscuridad.
Lady Christie fue la primera en incorporarse. Uno tras otro, fue reanimando a los tres hombres caídos.
—… Santo Dios, Agatha. —Mallowan, conmocionado, miraba a su mujer como si no la reconociera—. ¿… Qué era esa luz?
Lawrence se había quedado sentado en el suelo. Todo le daba vueltas. Contemplaba la pared donde permanecía aquel extraño dibujo todavía humeante.
—O sea que este es el mensaje del perro negro —exclamó, sin poder reprimir un acceso de tos—: otro jeroglífico.
—Tiene que significar algo, eso está claro —intervino Auden, que apenas podía mantenerse en pie—. Una palmera, tal vez una serpiente… ¿y quizá tres letras?
Mallowan tampoco podía despegar sus ojos del enigma:
—Sí, parece un jeroglífico, pero no lo veo claro. Tendremos que estudiarlo.
Lawrence ya estaba copiando el dibujo en su agenda.
—Hazlo con la mayor precisión que puedas, David —propuso Auden—. Algo me dice que las distancias entre esos tres puntos son importantes.
No le dio tiempo a decir más. En eso, llegó hasta ellos el primer canto del muecín en la mezquita de Al-Hayya, la más cercana al templo de Amón. Mallowan tiró de la cadena de su reloj.
—¡Por todos los demonios, ya son las cinco de la mañana! Pero si cuando entramos aquí aún no habían dado las doce y…
—… Y tienes la sensación de que no llevas aquí abajo más que un cuarto de hora, ¿verdad? —adujo lady Christie—. No te preocupes, es exactamente eso lo que ha sucedido: tu tiempo se ha quedado en suspenso durante todo el tiempo del ritual, para tu mente no han transcurrido más que unos minutos.
—¿Entonces…?
—Entonces tenemos que salir a escape de este agujero —les cortó Lawrence—. Dentro de nada aparecerá por aquí la primera ronda de la Policía Colonial y no nos conviene meternos en más problemas.
Auden, que ya se encaminaba hacia la rampa de salida, se volvió hacia él con una inquietud palpable:
—¿Tienes el dibujo?
—He hecho un par de copias.
—Entonces adelante —convino la dama que había protagonizado la invocación—. En ese dibujo está la respuesta.
Salieron de la cripta como tres ladrones de tumbas sorprendidos por el alba. Por fortuna no se veía ni un alma en toda la vasta extensión del gran templo de Amón. Una vez que se apagó el canto del primer muecín, muy cerca de allá comenzó a modular el silencio un nuevo canto, al que siguieron otro y otro más, de mezquita en mezquita, en una polifonía de voces rotas que parecían seguir el curso del sol naciente sobre el firmamento, de este a oeste, como si también esas voces tuvieran el poder de conjurar con su llamada la llama de la vida.