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AJET era el nombre con que los egipcios denominaban la primera estación del año, el tiempo de la gran inundación, cuando el Nilo lo anegaba todo bajo sus aguas. El primer mes de ajet, Dyehuty, se correspondía con el inicio de nuestro Otoño. En ese punto la profecía se mostraba diáfana: «En el tiempo del primer ajet, el disco de Atón volverá a alzarse sobre la isla de Knhum». Este cartucho parecía aludir al descubrimiento de la momia de Nefertiti en Capri. El siguiente cifraba algo muy parecido a la singladura del Albatros hasta Port-Said. Más adelante la profecía vaticinaba una «batalla de tres lunas» que se iniciaría «allá donde la sonrisa del viejo Bes marca el camino hacia la corona blanca, entre el mono y el carnero, sobre la Roca de las Dos Verdades». Conocía ese paraje, lo exploró durante su segunda expedición egipcia y sabía lo que iba a encontrar allá. Pero el resto de la profecía se le cerraba como un enigma inescrutable donde apenas acertó a descodificar una clave más. Y esta aludía al tiempo: si ya habían entrado en el tiempo final, el del tercer mes de ajet, apenas contaba con doce días para restituir la momia de la reina Sol donde estaba escrito. La profecía hablaba de la tumba de Atón, ¿podía tratarse de la ciudad de Amarna, donde fue sepultado el sueño de Akenatón?, pero también indicaba que la última puerta se abriría «allá donde duermen las hijas de Pertun-Hotep». Jamás había oído ese nombre. ¿Quiénes podían ser esas misteriosas hijas de nadie?
Conway se lo preguntaba manteniendo firme el volante, mientras el Dodge avanzaba dando tumbos sobre las dunas seguido por el Ford Truck de los beduinos. Solo él sabía dónde se dirigían. A las afueras del oasis de Bahariya se alzaban las ruinas de un pequeño templo consagrado al dios del vino entre los antiguos egipcios: el geniecillo Bes, un enano gordo, barbudo y sonriente, al que se representaba con la lengua colgando en alusión a la alegría desenfrenada de sus fiestas. Según la profecía esa era la señal que marcaba el camino hacia la montaña de la Corona Blanca. Fersen le vio desviarse por una pista que conducía hacia el sur, pero en la dirección opuesta a la ciudad perdida de Amarna. Tras cruzar más de cien millas desierto adentro, las dunas se cristalizaron en peñascos abrasados sobre los que se recortaba el perfil de un molar que, bajo aquel sol, brillaba como un colmillo de sangre.
—… Ya estamos cerca —exclamó el escocés—. Esa es la montaña de Nejbet, el buitre sagrado, el de la Corona Blanca.
—¿Y qué rayos significa eso? —masculló Fersen, con sus dos manos aferradas al salpicadero y la cara blanqueada por el polvo.
—Significa que los papiros no mienten. Este es el camino.
—¿El camino hacia dónde?
—… Hacia nuestro encuentro con los dioses.
Y, semejantes a dioses petrificados, entre los cuchillares de roca comenzaron a perfilarse enormes coladas de lava solidificada que habían adoptado formas inverosímiles. Algunas sugerían cabezas de gigantes petrificados, seres monstruosos que proyectaban sombras inquietantes, como ansiosas por devorar la vida de quien pasara junto a ellas. Conway serpenteaba entre torcal con el motor al ralentí.
—¿Busca alguna referencia concreta? —preguntó Messori—. Si fuera más explícito podríamos ayudarle. Seis ojos ven más que dos.
Conway chasqueó la lengua.
—Busco una cabeza de mono y los cuernos de una cabra.
—¿Entre estas rocas? No sé cómo lo dirán sus papiros, pero me temo que aquí solo vamos a encontrar guaridas de chacales y alacranes.
—Ayer se me apareció uno a los pies de mi catre —apostilló Fersen.
—¿Y qué hizo?
—Machacarlo, naturellement.
—No debiera haberlo hecho. Los egipcios adoraban al dios escorpión, fue el primer monarca de los dos reinos.
El barón no le contestó. Ese paraje podía ser cualquier cosa menos la tumba de un faraón. ¿Y a qué venía eso de la cabeza de mono y los cuernos de cabra?
—¡Ahí están! —aulló il Dottore, sujetando su canotier con una mano mientras sacaba la otra por la ventanilla—. ¡Tiene que ser eso!
No muy lejos de la pista, en los extremos de un arco natural, se alzaban dos promontorios que sugerían un gran mono sentado, recogido sobre sí mismo, y una cabeza de cabra con dos pequeños cuernos perfilándose contra el azul del cielo.
—Sí, esos son —corroboró Conway con un volantazo brusco—. Ya hemos llegado.
—¿Y ahora qué? —volvió a preguntar Fersen.
—Ahora toca buscar un buen lugar para asentar el campamento y poco más. Mañana empezaremos las excavaciones.
—¿Pero dónde…? ¿Aquí, en medio de la nada?
—Tenga paciencia y déjeme trabajar. Ya estoy descifrando el último papiro, las claves tienen que estar ahí.
La noche se aprestaba a caer. Tras una jornada de traqueteo a través del desierto los europeos se veían extenuados. Messori se tendió con los brazos abiertos sobre la arena, Leticia buscó la sombra de un palmito raquítico, Fersen metió directamente la cabeza bajo el depósito de agua. Los beduinos apenas se detuvieron a sorber un trago. Acuciados por el látigo del caíd comenzaron a montar tres jaimas al abrigo de las rocas. Conway ocupó una con la orden expresa de que nadie le molestara. El tiempo apremiaba, y nada le urgía más que seguir descifrando aquellos textos. Solo Ankhesa le acompañó. Inmóvil, silenciosa, sentada en el suelo con los brazos enlazados sobre las rodillas, miraba al escocés como si quisiera protegerle. Desde que habían llegado a Egipto sentía que una sombra fatídica estaba cayendo sobre su amor, envolviéndoles, cegándoles, para que no vieran que caminaban al borde de un abismo.
—No me gusta este lugar, Ken, el desierto es el reino de los que murieron sin sepultura. ¿Has visto esas rocas? Son sus almas petrificadas.
Conway respondió sin volverse:
—Sigo el camino que nos muestran tus papiros, pero no te oculto que lo hago a tientas. Los jeroglíficos son complejos, y su significado oscuro. Hasta aquí ha sido fácil porque ya conocía este lugar. La montaña blanca es la de la diosa Nejbet.
—Pero, ¿y esos animales, el mono y la cabra, qué significan?
—Vamos, Ankhesa, lo sabes mejor que yo: la cabra es el emblema del dios Knhum.
—¿Como en Capri?
—Eso es, como en Capri. ¿Vas entendiendo?
—¿Y el mono?
—Piensa en un dios al que se represente con cabeza de mono.
—A veces se representa así a Thot, el guardián del conocimiento.
—¿Y eso, cuándo sucede?
—El divino Thot adopta la forma de un gran babuino al amanecer, cuando anuncia la aparición del sol con sus aullidos.
—… Y cuando Thot despierta —recuerda—, también aparece Upaut, el perro negro, el abridor de caminos.
—¿Estás seguro de que aparecerá? —insistió la reina sin ocultar su desasosiego—. Si lo que cuenta la profecía es cierto apenas nos quedan doce días. Solo doce días…
—No te preocupes, amor mío, en el peor de los casos iremos directamente a Amarna, y eso solo nos supondrá un día de viaje. Tenemos tiempo de sobra.
—Cuenta un día menos. Yo lo siento hasta en mi corazón. Siento que la noche crece y que mi luz se está apagando. Cada noche veo más cerca la gran puerta del país de Osiris.
—Piensa en tu estrella, ¡mírala! —exclamó el escocés señalando una constelación perdida en el cielo—. Sothis sigue ahí arriba, velando por ti. Será ella quien nos traerá al mensajero. Los dioses nunca faltan a su cita con quienes les invocan.
No había acabado de decirlo cuando Fersen irrumpió en su tienda.
—¡Es increíble! ¡Hemos encontrado unas ruinas romanas! ¿Quieren venir a verlas?
Conway reprimió un gesto de fastidio.
—Ahora no puedo. Estoy trabajando.
—¿Le importaría que me llevara a lady Ankhesa? Seguro que ella sabrá interpretarlas igual que usted, y para mí será un placer escucharla.
La reina consultó al escocés con la mirada.
—¿Quieres ir?
—¿Y tú, quieres que vaya?
—Estoy en un tramo difícil —se justificó, repicando sus dedos sobre el papiro—. Tengo para un par de horas, no más —y diciendo esto, añadió en un susurro—: Si me quitas de encima a ese pesado me harás un gran favor.
Ankhesa se puso en pie.
—Está bien, señor Fersen, voy con usted.
—Oh, por favor, llámeme Jacques —exclamó en tono confidencial—. Y no le tenga miedo a Leticia. Parece una pantera pero es inofensiva.
Pero Leticia ya no estaba allá, ni en el campamento ni en las ruinas. Y Fersen tampoco la buscó. Sin soltar el brazo de Ankhesa, el barón se la fue llevando al otro lado de la colina, donde se distinguía un circo de columnas medio derruidas y lo que en otro tiempo debió ser el arco de una guarnición romana, con un pequeño templo del que no quedaba nada en pie salvo su frontispicio. Mientras ellos se adentraban en aquel paraje, Conway se concentró en la traducción del último papiro. Este se iniciaba con un largo párrafo retórico que resumía la conjura contra Akenatón. Todo era cierto.
… Y los siete hijos de Seth se conjuraron en abierta rebelión contra el Ureus. Mandaba sobre ellos Smenjkara, el bastardo, aquel cuyo corazón sangraba de ciega codicia. Y con sangre sellaron su pacto Kafra, el hitita; Horemheb, el general; Perennefer, el copero de su majestad; el gran visir Ay; Meri-Ta, el sumo sacerdote de Tebas; y la bella Kya, la hija del hitita. Los siete ganaron las estancias de Akenatón como demonios de la noche. El que despierta antes del alba no pudo preservar su aliento con su luz. Entre los siete lo mataron y arrancáronle su corazón, sus manos y sus ojos. Privado de su visión y de su voz, el elegido de Atón ya no podría encontrar la senda que conduce a los campos de Ialu. La noche cayó así en pleno día sobre el sagrado Khemet, y la desgracia se abatió sobre todos nosotros. Ved a Nefertiti, la reina de las doradas mejillas. Errante camina sin consuelo, llama desesperadamente a su amado, llora sobre una tumba vacía. Temed su venganza, que habrá de cumplirse ahora y siempre. Los conjurados perecerán ahogados por las lágrimas de Atón. Y esas mismas aguas llevarán a la reina muy lejos, allá donde se acaba el mundo. Habrá de cumplirse dos ciclos sothiacos contados a partir de la guerra de los Impuros[55] antes de que vuelva a despertar y regrese al sagrado Khemet. Entonces volverán a alzarse de las arenas los siete demonios de Seth, el de la cabeza de asno. Y esta vez será el aliento de Atón quien habrá de juzgarles.
«Las lágrimas de Atón, el aliento de Atón, ¿… qué demonios significa esto?», se preguntó Conway mientras su pluma descendía hasta el colofón del texto. Apareció el ojo sagrado junto al halcón y un disco solar emergiendo de las aguas sobre las nueve partes del mundo, los Nueve Arcos. En aquella escritura parecía condensarse toda la creación. Encendió un cigarrillo y se inclinó sobre la lámina de vidrio que protegía el papiro. Ah, si bastara con tocar esos signos misteriosos para que cobraran vida. ¿Qué sucedería entonces? De lo más profundo de su ser surgía una voz sorda, persistente, fatídica. Se estremeció pensando en la venganza de los muertos. Ningún hombre puede desvelar los secretos de los dioses sin atraer un severo castigo. Pero no, ya no podía detenerse. Le quemaba un ardiente deseo de saber. Quería acabar para siempre con los enemigos de Nefertiti y librar su cuerpo de aquel maleficio que parecía perseguirla a través de los siglos. En eso, escuchó unos pasos en la parte exterior de la tienda. Buscó su revólver, se puso alerta. Los pasos se alejaron, de nuevo se hizo el silencio. Pero cuando regresó al papiro y volvió a inclinarse sobre el cristal, se encontró con el reflejo de un rostro que no era el suyo.
Nunca olvidaría aquel rostro. Un rostro exangüe, blanco ceroso, como el de un muerto, alumbrado por el fuego de unos ojos pequeños y amarillos, que le miraban fijamente desde el otro lado del cristal. Sus labios dibujaban una boca ligeramente deformada, como un belfo de liebre, el inferior le colgaba en una mueca de dolor y desdén. Su voz oscura, cavernosa, parecía surgir del mismo infierno:
—Te compadezco, hermano. Has ido demasiado lejos, más allá de donde te ha sido permitido, pero aún no tienes bastante. Lo quieres todo, ¿verdad? Perfecto, atrévete a más, sigue caminando. Te diré lo que te va a suceder. Lo sé muy bien, puesto que me sucedió a mí antes que a ti y mi condena será la tuya.
—¡Quién eres! —exclamó Conway presa de un terror paralizante, como si estuviera viviendo una pesadilla—. ¡Dime quién eres!
—Mi nombre no tiene importancia —continuó aquel ser espectral atrapado en el vidrio—. Pero si quieres saber por qué estoy aquí, escucha: yo también elegí el camino oscuro. En otro tiempo dentro de mi cuerpo habitaba un ser sublime. ¿Qué me llevó a transgredir las leyes divinas? Mi deseo, un deseo voraz de conocer lo oculto para trascender la muerte. Una noche crucé el umbral. Una fuerza invisible se apoderó de mí arrastrándome hacia una luz radiante, creí que estaba cerca de convertirme en un dios. Sucedió todo lo contrario. Aquellos veneros de luz me juzgaron insuficiente y fui quemado, abrasado vivo, en cuerpo y alma. Ahora ya solo soy este rostro de ceniza que habla, un espíritu condenado por toda la eternidad, hasta la consumación de los tiempos. Igual que lo serás tú si continúas profanando el secreto de los dioses.
—¿Quién eres? —volvió a preguntar el escocés, aterrado, sin poder apartar los suyos de aquellos ojos que parecían sangrar fuego negro.
—¿Quieres saberlo? —repuso el espectro—. Está bien, mira mi mano.
Y, diciéndolo, le mostró una especie de garra retorcida, sobre la que fulgía un grueso anillo de hierro con una «T» mayúscula labrada en su centro.
—Lee lo que está escrito en su interior.
Conway advirtió una leyenda en latín: Condenatio amoris.
—… Las mismas iniciales que Ankhesa y Conway —se jactó aquel ser infernal, antes de añadir—. O, si lo prefieres: amor y condenación, las dos palabras que resumen tu destino.
Y a medida que lo decía, como esa voz apagándose, el rostro comenzó a desvanecerse hasta que desapareció por completo. Solo sus ojos, más bien el halo de aquella mirada febril, demoniaca, permanecieron marcados en el vidrio, como una quemadura.
Conway se sintió víctima de una alucinación. Aquello no podía ser otra cosa, había trabajado demasiado, siempre bajo presión. Tenía que descansar o se volvería loco de verdad. Se incorporó masajeándose la nuca, alzó el odre de agua y se mojó la cabeza. ¿Dónde habría dejado Gaetano las garrafas de vino? No, allá no estaban, pero él necesitaba un trago. Según se dirigía a la tienda más cercana oyó un rumor de voces que platicaban animadamente —Messori y Balek Gamal—. No le apetecía lo más mínimo entrar en su conversación. Siguió caminando hacia la tercera jaima, la más apartada. No había nadie en sus inmediaciones, la tienda estaba vacía. Al fondo, entre un montón de baúles, se veía una caja atropellada de botellas. Ya iba a coger una cuando una voz a su espalda le obligó a volverse.
—¡Vaya, qué sorpresa! Alí Babá viene en busca de su lámpara maravillosa… ¿O el de la lámpara era Aladino?
Se trataba de Leticia. Regresaba de darse un baño en el manantial, apenas cubierta con una túnica de lino que transparentaba un cuerpo demasiado sensual para parecer inocente.
—… No me digas que has aprovechado la primera ausencia de tu encantadora esposa para acercarte a cortejarme —continuó ella, en el mismo tono sarcástico—. Ah, no, eso está muy mal, Kenneth. Recuerda, tú y yo estamos casados, y me temo que los dos con la pareja menos conveniente. Pero, bueno, qué le vamos a hacer… Eso ya no tiene arreglo. ¿O tal vez sí lo tiene?
Se lo dijo acercándose hasta hacerle sentir su respiración sobre su rostro. El escocés respondió con una indiferencia hiriente:
—¿Tienes por ahí algo con lo que pueda abrir esta botella?
Leticia ignoró sus palabras y siguió tensando la provocación.
—¿Qué te parecen estos pendientes? ¿No son preciosos? Azul turquesa y rojo grosella, los dos colores que me van mejor —añadió, desenrollando el turbante que envolvía su llamativa cabellera azul—. ¡Oh, qué error… me olvidaba de que a ti no te gusta nada mi pelo!
—Jamás he dicho eso…
—Pero lo piensas. Desde que caíste rendido de amor en los brazos de esa egipcia, está claro que ya solo te atraen las morenas con un punto salvaje.
El escocés conocía demasiado bien el teatro de su sensualidad, en ese momento le interesaban bastante más aquellos pendientes.
—¿De dónde los has sacado?
—Los eligió Jacques, para llevarme al altar… Según él pertenecieron a la esposa de Akenatón, la legendaria Nefertiti.
—Lo dudo mucho, pero es igual: ten cuidado con ellos. Seguro que proceden de una tumba tebana. Y está escrito que la desgracia caerá sobre los que turban la paz de los que duermen en la eternidad y les despojan de sus tesoros.
—¿Ah sí? Pues tu gatita los usa de la misma marca —replicó Leticia alzando su mano lánguidamente—. Desde luego, el anillo que tuvo la gentileza de regalarme es digno de una reina.
—Ankhesa puede llevarlo, tú no: por sus venas corre la sangre de los faraones.
—Ah, noblesse oblige… O sea que te has emparejado con la realeza —insistió ella, pasando de lo incitante a lo vitriólico—. Dentro de poco habrá que pedir audiencia para hablar contigo.
—Pídela para hablar con tu conciencia, Leticia. Lo necesitas.
—No me asustas, Ken, yo no creo en maleficios ni en supersticiones. Ya sabes cómo pienso: me gusta vivir la vida, y que mi conciencia me obedezca. Lo más espiritual que hay en mí es el culto a la belleza. Jamás me resisto a sus tentaciones. La belleza es como un aura, como un talismán que te salva de todo. Si fuera un licor la bebería hasta emborracharme para no envejecer jamás.
Conway no la rebatió. Aquellas palabras le inspiraron una triste piedad hacia aquella mujer despechada que seguía amándolo, aunque el suyo fuera el amor de una pantera. Su respuesta fue acabar de abrir la botella.
—¿Te apetece un trago? No es el elixir de la eterna juventud, pero ayuda mucho…
—¿A qué?
—Sobre todo a olvidar.
La italiana apuró un sorbo sin dejar de mirarle.
—Hay cosas que no se olvidan nunca, Ken —añadió, bajando la voz—. La forma más pura de la belleza, pero también la más perversa, la más destructiva, es un amor imposible. Por eso he decidido no volver a enamorarme, nunca más: lo importante en esta vida es arder, arder y ser libre. Absolutamente libre.
—Entonces brindo por ti, Leticia.
Al entrechocar las copas la italiana entornó sus párpados clavándole una mirada vengativa. El vino en sus labios se había vuelto hiel.
—Estás muy enamorado de Ankhesa, ¿verdad?
—La adoro.
—Y ella, ¿estás seguro de que siente lo mismo por ti?
—¿Por qué habría de dudarlo?
—Ya sabes cómo somos las mujeres, vanidosas, incorregibles, insaciables. Los halagos nos pierden, las peores son las más púdicas… y a todas nos gusta tener amantes.
Mientras se lo decía se acomodó sobre la mesa. Inadvertidamente su túnica se entreabrió dejando al descubierto sus piernas largas y bien torneadas.
—Hace un momento he visto a tu ángel de pureza del brazo de mi maridito —continuó, balanceando una de sus sandalias, como desafiándole a quitársela—. Iban hacia las ruinas romanas.
—Sí, ya lo sé. ¿Y qué hay de malo en ello? —repuso Conway fríamente—. ¿Temes acaso que tu «maridito» haga con ella lo que nunca haría contigo?
Aquella alusión a la homosexualidad de Fersen estaba de más, y Conway lo sabía. Leticia había comenzado a ponerle nervioso.
—Qué ingenuo eres, Ken. Te olvidas de que Jacques es un mitómano y ha visto algo en tu mujer. Algo que le atrae más que el sexo…
—¿Algo como qué?
—Su alma… o su aura. Le conozco bien, no descansará hasta poseerla.
El escocés le dio la espalda para servirse una segunda copa.
—¿No será ese tu caso, Leticia? ¿Por qué me buscas, por qué me persigues? Vamos, dímelo de una vez.
Durante un largo instante esperó su respuesta, pero esta no se produjo. Al volverse, Leticia había desaparecido.