37

LA espera se les hizo interminable, el sol apretaba con fuerza y en aquel páramo no había donde guarecerse fuera de la explosiva sombra del tanque de combustible. El aire de alrededor parecía fluctuar, apestaba a gasolina caliente. Muy de vez en cuando aparecía un camión destartalado cargado de fardos hasta la cabina, y eso era todo. En aquel 1920 se podían contar con los dedos de una mano los automóviles que circulaban por la única carretera asfaltada de Egipto. Sumaban dos largas horas escrutando el horizonte bajo aquel sol candente cuando distinguieron un aparatoso Faetón DC Graham Paige, de carrocería de aluminio, que venía a toda velocidad. Conway ocupó el centro de la carretera. Messori tuvo una reacción instintiva: se apostó entre unas rocas, empuñando su Lüger con la intención de cubrirle. La flecha plateada ralentizó su marcha hasta detenerse a unos veinte metros, no podían advertir quién viajaba dentro. Al poco, se apeó un chófer uniformado, con gorra de plato y guantes de cuero. Mientras avanzaba hacia el escocés, asomó una cabecilla por la ventana posterior del automóvil.

—¿Qué sucede, Brian?

Se trataba de una mujer tocada con una pamela de tisú, un velo púrpura le cubría el rostro. Su aspecto delataba su estatus: la esposa de algún embajador. Conway, que ocultaba su pistola a su espalda, improvisó una excusa.

—… Hemos pinchado, señora. Si lo tienen, ¿serían tan amables de prestarnos un neumático de repuesto?

El chófer, un gigante pelirrojo de mandíbula cuadrada, respondió por ella:

—Lo siento pero no va a ser posible, señor: también nosotros hemos pinchado nada más salir de El Fayún, no nos quedan repuestos. Pero no me diga que tampoco queda queroseno en la estación…

—No, queroseno hay de sobra. Pasen a repostar.

El chófer regresó al Faetón y, enseguida, el niño que administraba el tanque levantó el capó humeante para llenar el depósito.

—¿A dónde se dirigen? —exclamó la mujer velada, sin apearse.

—Vamos hacia Luxor…

—¿Al Winter Palace?

—Así es.

—Si quieren podemos llevarles. Tengo cuatro plazas libres.

—Ah, no, no será necesario… —siguió improvisando el escocés—. Ya hemos enviado a uno de estos fellahs al pueblo más cercano. No tardará en regresar con nuestra llanta reparada.

—Entonces, ¿para qué demonios me has hecho parar aquí, en medio de la nada?

Según lo decía, la dama alzó su velo y apareció un rostro inconfundible enmarcado por su llamativa cabellera teñida de azul cobalto: era Leticia Cerio. Conway, el frío británico que llevaba dentro, tradujo su desconcierto en un rictus que afiló su mirada. Habían sido amantes, llevaban dos meses sin verse. Parecía que le hubiera dado igual que fuera una eternidad.

—¿… Y tu padre? —preguntó, secamente.

—Se ha negado a venir. Dice que ya ha tenido bastante con el viaje en barco. Ahora te odia, igual que yo.

Pero lo dijo con una sonrisa, al tiempo que se apeaba para dejarse besar por él.

Ankhesa contemplaba la escena sin moverse de donde estaba. Fersen avanzó hacia Leticia, muy en su papel de mari complissant.

—Querida… ¿Pero cómo has conseguido…? ¿Y cómo te has atrevido, tú sola?

Leticia le dedicó un saludo de indisimulado desdén.

—Yo me atrevo a todo, Jacques, lo sabes perfectamente. Y en cuanto al Faetón, ya te lo puedes imaginar: mi familia tiene muchos contactos aquí. Se trata del coche oficial del embajador de los Estados Unidos.

—¡Magnífico! —exclamó Messori—, solo nos faltaba eso: un conflicto diplomático.

Pero ella ya no le escuchaba, había ido derecha al encuentro de Ankhesa.

—Mi padre me ha hablado mucho de usted pero veo que las palabras no le hacen justicia —exclamó, mirándola de arriba abajo—. No me sorprende que Kenneth se enamorara nada más verla.

—A mí me sucedió lo mismo, espero que no le moleste.

Leticia dejó escapar una risa nerviosa, su voz cambió de tono:

—¿Molestarme? ¿Por qué habría de molestarme…?

—Bueno, Ken también me ha hablado mucho de usted.

No necesitaron decir más, los sobrentendidos se impusieron de una manera casi violenta. Leticia intentó romperlos con un arrebato de frivolidad.

—¿Y qué me dice? ¿Cree que desmerezco su descripción? —exclamó con su desenvoltura habitual, antes de añadir—. Si quiere que seamos amigas tiene que decirme la verdad: ¿Represento la edad que tengo?

En sus ojos se mezclaba la sensualidad de una mujer de treinta años y la altiva dureza de un amor despechado. Ankhesa la había reconocido nada más verla. Hubiera podido decir: «Tienes más de mil años, igual que yo. Porque tú eres Kya, hija de Kafra, el hitita, y tu corazón sigue sangrando por lo que hiciste». Pero se lo hizo ver de otra manera:

—El tiempo no importa cuando los dioses te conceden una segunda oportunidad.

—¿Una segunda oportunidad? —se asombró la italiana, pensando que se refería a su fugaz idilio con Conway—. ¿Una segunda oportunidad para qué?

Ankhesa iba a responder cuando Kenneth vino a por ellas.

—… Ya seguiréis conociéndoos cuando lleguemos. Ahora escúchame bien, Leticia —dijo, cogiéndola por el brazo—, ordénale a tu chófer que siga la ruta hasta Luxor y que duerma allá, en cualquier hotel… menos en el Winter Palace.

—Podemos ir en mi coche, es mucho mejor que el vuestro.

—Haz lo que te digo, es importante. Luego te explicaré.

Fersen y Messori ya se habían acomodado en el Dodge, el chófer de la embajada esperaba, recostado sobre el capó del Faetón. Leticia le comunicó el cambio de planes, algo que aceptó a regañadientes, obligado por la tajante gesticulación de la italiana. Más le valdría obedecerla si no quería tener problemas con el embajador. Poco después, el gigante pelirrojo enfiló la ruta de Luxor sin despedirse. Conway aguardó a que desapareciera antes de girar en redondo para tomar la dirección contraria.

—¿Y ahora qué pretende? —exclamó Messori, que parecía encontrarse particularmente incómodo entre las dos damas—. ¿Volver a El Cairo?

—Por supuesto que no —repuso el escocés—. Nos dirigimos al oasis de Bahariya, unas cien millas al oeste. Prepárense para un buen galope sobre ruedas, y mantengan la boca cerrada si no quieren tragarse toda la arena del desierto líbico. La aventura de verdad comienza ahora.

No le faltaba razón. Apenas un kilómetro adelante el macadam desapareció bajo sus ruedas y se adentraron en un pedregal agreste que les hacía botar en los asientos golpeándose unos con otros como si viajaran dentro de una coctelera. La pista, estrecha y sinuosa, discurría entre dunas tan grandes como montañas descubriendo ante ellos un paisaje espectacular que no atenuó la tortura de cruzar aquel desierto abrasador y su inmenso vacío resonante. No obstante, a medida que el crepúsculo fue cayendo, al menos la temperatura tórrida comenzó a suavizarse. Nadie hablaba dentro del coche, todos ellos parecían asediados por un crepúsculo interior tan poco romántico y tan sospechoso como el viento que comenzó a alzarse entre las lenguas de arena. Conway permanecía impasible al volante. Sabía que, de un momento a otro, las dunas se abrirían a una encrucijada sin señalización alguna, donde tendría que encomendarse a todos sus dioses para que le ayudasen a dar con la dirección correcta. Si no recordaba mal alguien había plantado allí una palmera y una higuera. ¿Cuál de las dos indicaba la ruta del oasis? Tal era la pregunta que se repetía una y otra vez, hasta que al fin apareció el cruce. Sin aminorar la velocidad clavó sus ojos en los dos árboles y, mentalmente, lanzó una moneda al aire. Cayó de cara, gritó «¡palmera!» y, del todo ajeno a las miradas que se cruzaron sus acompañantes, giró el volante hacia el sendero de la izquierda.

El desierto blanco se fue transformando en un océano petrificado, un oleaje de dunas rígidas y escamosas, como espuma cristalizada. Cada vez que las ruedas amenazaban hundirse, el lecho de cuarzo centelleante les proporcionaba un punto de apoyo. El escocés sentía la embriaguez de avanzar cortando ese mar de arena sobre el que comenzaba a caer la oscuridad. No quería pensar en la posibilidad de que se hubiera equivocado. De ser así, tendrían que retroceder hasta la encrucijada, dos horas más de viaje, y tres más para alcanzar el oasis. Pero no, los dioses se mostraron condescendientes. Una milla adelante el desierto se cuajó de balsas burbujeantes que olían a azufre y toda la superficie alrededor se convirtió en un salitral atravesado por coladas verdeamarillentas y un azul cercano al índigo. Fersen observaba el paisaje sin ocultar su preocupación.

—¿Está seguro de que vamos bien? Este lugar parece una provincia del infierno.

—Sí, es tan estéril como el sudario que cubre la piel de los muertos —repuso Conway, recostándose un poco hacia atrás para relajar sus cervicales—. Pero no se preocupe, vamos bien. Esta zona se llama Wadi Natrum, el lugar donde venían los egipcios para proveerse de la sal que empleaban en sus momificaciones. Las sales de natrón[51] secan la carne hasta convertirla en cuero.

—A mí se me ha secado ya hasta el encéfalo —articuló il Dottore a su espalda—. Si me echa un poco de esa sal encima, me convertiré en algo muy parecido a un rodaballo al horno. ¿Dónde rayos está el oasis que nos prometió?

—Mire hacia adelante, aparecerá enseguida.

—Miro hacia adelante, ¿y qué es lo que veo? El rostro de esa luna que parece la cabeza de un muerto.

—No diga eso, il Dottore —intervino Ankhesa—. Isis nos guarda del vacío que hay más allá. Es como una madre. Y nos protege.

Leticia no perdió su oportunidad de replicar.

—Será a ti, querida —exclamó, alzando la vista al cielo—. A mí siento que me encierra. No me protege de nada, más bien me amenaza.

—Te estás dejando influir por el desierto —repuso el escocés sin volverse—. Eso es todo.

Continuaron avanzando en silencio dos horas más, cruzando aquel mar de sal bajo la luz de la luna, que, verdaderamente parecía observarlos, y hasta juzgarlos. Aquellos cinco viajeros parecían lo suficientemente locos como para retarla a duelo si no encontraban lo que buscaban. Tal vez por eso decidió mostrarles el camino. Al poco, una delgada línea de verdor fue creciendo en el horizonte, se convirtió en una vasta extensión de viñedos y, al fin, apareció ante ellos, como una isla perdida en el fin del mundo, la pequeña ciudad de El Qasr, la capital del oasis de Bahariya.

—No canten victoria —les previno el escocés—, aún no hemos llegado.

—¿Cómo que no? —protestó Fersen—. Acabo de leer una indicación que…

—El oasis de Bahariya abarca más de dos mil kilómetros cuadrados, esto solo es del comienzo.

—¿Y qué pretende ahora? —continuó Messori—. ¿… Un recorrido panorámico para que apreciemos las bellezas del lugar?

—Cuando lleguemos, seguro que preferirá darse un chapuzón en el manantial de Ain-al-Beshmo. Fue allá donde se purificó Alejandro Magno antes de visitar el oráculo de Siwa para ser coronado como el nuevo faraón de Egipto.

—Me parece estupendo —objetó Leticia—, pero mi paciencia tiene un límite, Ken. Dinos de una vez adónde nos dirigimos.

—¿No eras tú la que soñaba con vivir una aventura en el país de Las mil y una noches? Pues mira, tu sueño comienza justamente ahí —la mano de Conway señaló una montaña tan negra que parecía fundida en hierro—. Aunque no sé…

—¿Qué es lo que no sabes?

—… No sé si veo en tus ojos el fuego de Sherezade.

Solo el alivio por haber acertado con la pista podía justificar el buen humor del inglés. En menos de una hora alcanzarían el caravasar donde sentaba sus reales su amigo Balek Gamal, y donde debía estar esperándole Gaetano, con la momia de Nefertiti en sus maletas.

De una manera inopinada, volvieron a su mente las palabras que pronunció la Reina Faraón al regresar a la vida: Has de llevar mi cuerpo allá donde el sol vive y la muerte no existe. Solo así podré liberar mi alma de la noche, antes de que volvamos a encontrarnos en el corazón de Atón. Recuerda: ni yo sin ti, ni tú sin mí. Conway repitió su voto como un conjuro, «ni yo sin ti, ni tú sin mí», mientras deslizaba una mirada a través del retrovisor. Extenuados, atrás todos se habían rendido al sueño. Pero al sentirlos sobre los suyos, Ankhesa abrió sus ojos, semejantes a una llama silenciosa, y le envió un mensaje que solo él podía descifrar: «Cuando lleguemos al oasis tengo que hablarte». ¿Qué querría decirle? Justo en ese momento, los faros del Dodge iluminaron la silueta de un caballo detenido en medio de la pista. Tuvo que dar un brusco volantazo para evitarlo. Nada más enderezar el eje y a medida que doblaba la montaña, surgió un valle de una exuberancia inaudita encajonado entre sus laderas de roca. Un ribazo serpenteante atropellado de exclusas discurría en paralelo a la pista. Al fondo, sobre las copas de los sicomoros, se alzaba un torreón fantasmagórico, las ruinas de un antiguo monasterio copto. Su perfil en la arena iluminada por la luna parecía tan negro como el pecado. Habían llegado al caravasar de Balek Gamal.

Un niño encaramado a una palmera lanzó el grito de bienvenida. La muralla de verdor se fue abriendo para mostrarles un caótico aduar de jaimas en torno al eremitorio con hechuras de fortaleza. El viejo Balek había sido avisado. Conway lo vio apartarse de una hoguera sobre la que sus beduinos asaban un cuarto de cordero. Distinguió su cuerpo de búfalo enmarañado entre los pliegues de su túnica, ese rostro ancho y enrojecido, semejante a una sandía barbuda, sus manos llenas de sortijas cruzando sobre el pecho el bastón de ébano de los grandes jeques, y, en fin, la sonrisa atronadora, blindada de dientes de oro, con que ese diablo de ojos burlones se le echó encima para abrazarle.

—¡Alá es grande, y sidi Conway el más perro de todos los perros! ¡O sea que has vuelto, maldito ladrón de tumbas! Llegas tarde, pero no importa. Mi casa siempre está abierta para ti… y para quien quiera que te acompañe.

El grupo se había quedado al pie del Dodge. Fersen y Messori se cruzaron una mirada aterrada ante la perspectiva de pernoctar en compañía de aquellos salvajes. Por el contrario, tanto Leticia como Ankhesa parecían encontrarse en su elemento.

—¿Y estas dos yeguas? —continuó el jeque, señalándolas con su bastón—. No me digas que las dos son tuyas, porque entonces no te irás de aquí sin regalarme una. Si es preciso, estoy dispuesto a estirar mi cartera como si fuera un acordeón.

Pero al llegar ante ellas cambió de tono, y adoptó un aire exageradamente respetuoso mientras alzaba su manaza del pecho a la boca y de ahí a su frente.

Sebah al-kheir, miladies. Duermo con siete reinas en mi jaima, y cada una monta cien camellos de mi casa, pero sus ojos ya me han convertido en su más humilde servidor.

Balek Gamal era así, podía pasarse toda la noche declamando maldiciones o ditirambos, con tal de ser el protagonista de cualquier encuentro. El escocés le cogió por el hombro con una pregunta:

—¿Y mi amigo, dónde está?

—¿Tu amigo, el pirata? Ese ya es uno de los nuestros, escocés. Míralo ahí, arruinando a mis muchachos. En un par de días lo he convertido en un maestro del taúle[52].

Entonces lo vio. Gaetano estaba allá, entre los beduinos, como un beduino más. Turbante negro, keffiah en bandolera y su inconfundible aro de oro en la oreja. El astuto pescador lo había entendido todo al primer golpe de vista. Ni una palabra acerca de la momia de Nefertiti. Ya hablarían cuando estuvieran a solas.

—¡Siéntese con nosotros, signore, y traiga a su gente! ¡Aquí hay cordero para todos!

—Mejor si antes nos aseamos un poco, ¿no le parece? —se adelantó Messori, dirigiéndose a Kenneth—. Por más muerto que esté ese cordero, temo que salga corriendo si le pongo la mano encima. Tengo pedruscos de arena hasta en los dientes.

El jeque le dedicó una mirada casi compasiva:

—Hay habitaciones libres en el primer piso. Vayan subiendo, ahora mismo les llevarán el agua. Y un consejo para las gacelas: cuando vayan a dormir coloquen la barra de hierro bien atravesada en la puerta. Estos camelleros son peores que los chacales, siempre están en celo.

Una puerta de dos hojas, de madera de cedro, antigua y pesada, les franqueó el paso al eremitorio. Uno tras otro, los cinco treparon por una escalera tan empinada como las de las tumbas de Tebas. Ante ellos se abrió un corredor oscuro donde se ordenaban las celdas. Dentro de cada una de ellas apenas se advertía otro mobiliario que un catre y un par de cajas coronadas por un cabo de vela. Ocuparon tres. Una para Kenneth y Ankhesa, otra para Fersen y Leticia, y la tercera para il Dottore. El agua llegó enseguida. Con ella subió desde el patio un fatigado repicar de darbukas. Los beduinos rendían su tributo a la noche. Se había levantado una ligera brisa. Tras la caída del sol aquella era la hora en que la vida despertaba de su letargo, el suelo palpitaba bajo el impulso de oscuras potencias y el aire parecía atravesado de danzas furiosas. Ankhesa se asomó al ventanuco. La superficie de la laguna reflejaba un cielo cuajado de estrellas. La reina miraba a lo lejos, al desierto, como alguien que intenta conjurar un recuerdo. Un terror milenario parecía torturarla. Se lo dijo sin volverse.

—No necesitas que te revele quién es ella, ¿verdad? Se trata de Kya, la hija de Kafra, el hitita. Yo le di a Akenatón seis hijas, pero ningún hijo varón, el heredero que exigía la pervivencia de los dos reinos. Entonces los sacerdotes de Menfis te obligaron a desposarla para afianzar la alianza con el país de la luna, para que la luna misma le diera ese hijo que tanto necesitaban, a través de Kya. Cuando la hitita llegó a Amarna la venganza de Seth cayó sobre todos nosotros. Esa mujer me odia, Ken, conozco sus artes de hechicera.

—… Pero eso sucedió en otro tiempo, en una vida anterior, Ankhesa. Ahora no tiene por qué suceder lo mismo.

—Ya está sucediendo, Ken, ¿es que no te das cuenta? En la isla de Khnum, en Capri, tú te dejaste seducir por sus embrujos, igual que entonces, y ahora ha vuelto. Y es muy bella, más bella de lo que esperaba.

—Sí, es muy bella, pero no hay en este mundo mujer que pueda compararse contigo —le dijo, atrayéndola hacia sí y acariciando su pelo—. Eres un regalo del cielo, Ankhesa, nada ni nadie podrá separarnos.

Nefertiti se recogió sobre sí misma. Conway sentía que estaba reviviendo una dolorosa experiencia, la herida había vuelto a abrirse.

—¿Sabes una cosa, Ken? A veces, aquellos a quienes más amamos son a quienes más daño hacemos. ¿Y sabes cómo les hacemos más daño? —La reina dejó caer su pregunta en el silencio de la celda, sus palabras parecían cargadas de sospechas.

—Si dudas de mí es que no me conoces, Ankhesa, yo nunca te traicionaré…

—No es solo eso, Ken. Amar no es fácil, cometemos muchos errores. Es algo que sucede. No importa a quien queramos, es como si nos atraparan…

—Vamos, quítate esos pensamientos de la cabeza. ¿A qué viene ahora que te preocupes tanto por una mujer que ya no significa nada en mi vida? Nuestro plan está funcionando, no debemos consentirnos debilidades ni error alguno. Nos esperan para la cena, y es importante que no adviertan en ti la menor sombra de inquietud.

—¿Me dirás siempre la verdad? ¿Me la dirás siempre?

—Siempre.

—No la amas, ¿verdad, Ken?

—La detesto, a ella y a su padre.

—Yo también… Pero durante un momento te he odiado a ti por su causa. Perdóname…

Conway alzó su mano en la oscuridad y le rozó la cara. Estaba llorando.

—No tengo nada que perdonarte. Te adoro, mi reina…

Se abrazaron sin besarse, apretando simplemente sus cuerpos uno contra el otro, como dos fugitivos que no tuvieran más que ese instante para amarse. Y ese breve gesto de amor cobró la intensidad de un desafío a la desolación que les envolvía y que subía hasta ellos con el retronar de las darbukas alrededor de la hoguera. Un canto duro y seco, la voz misma del desierto, había incendiado la noche con las pavesas que se alzaban hacia las estrellas.