35

A esa hora el vestíbulo del Khartoum era un hervidero de gente. El sol anunciaba su ocaso y todo el viejo Cairo parecía desperezarse, dispuesto a vivir los mejores momentos del día tras una jornada de calor asfixiante. Por la giratoria que daba al salón principal entraban y salían egipcios de aspecto elegante y astuto bajo las borlas de sus feces rojos, mercaderes vestidos con largas gandurahs de seda, militares con la fusta bajo el brazo, rondando su primera copa de la tarde, y grupos de turistas que regresaban a sus habitaciones, ellos rezumando sudor por el cuello duro de sus trajes de chaqueta y chaleco, ellas medio desvanecidas por la opresión de sus corsés bajo sus pamelas en tonos pastel. El aspecto de Jacques d’Adeswald Fersen no desentonaba demasiado con el de aquellos supervivientes de los cuarenta y siete grados centígrados que se respiraban a la sombra de las pirámides. Tras un viaje de una semana desde Londres, primero a bordo del Orient Express, luego en el trepidante tren correo de Estambul, y finalmente en el Dodge Charger enviado por su suegro desde Port-Said, el dandi que había hecho del refinamiento extremo su tarjeta de presentación esperaba como un náufrago en la mesa más apartada del bar del hotel, sin más compañía que su secretario personal, el doctor Messori. Había pedido a los Cerio, padre e hija, que no estuvieran presentes en ese primer encuentro con Conway, podía resultar muy desagradable para todos. En cuanto la flecha del ascensor se detuvo, il Dottore hizo lo mismo con Malaparte, aunque se cuidó de que dos de sus escuadristas tomaran posiciones discretamente. La aparición del escocés desarmó todas sus prevenciones. Nada más advertirlos, Conway avanzó hacia ellos con una desenvoltura inaudita. No solo se había puesto su mejor traje. En su rostro se leía una sonrisa confiada, como si se dispusiera a saludar a un viejo camarada. Fersen no se levantó para estrechar su mano. Le dirigió una mirada tan grave y penetrante como la de un juez del Supremo, y exclamó en un tono elaboradamente glacial:

—Le exijo una explicación completa y detallada sobre todo lo que ha hecho con mi patrimonio. Quiero tener las cosas claras antes de llamar a la policía.

El escocés se acomodó tranquilamente en la butaca libre, cruzó sus manos a la altura de la boca, y replicó sin inmutarse.

—¿Su patrimonio? ¿De qué patrimonio me está hablando?

Fersen tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse, había testigos.

—Se cree muy listo, pero es usted un perfecto cretino, Conway. Lo sé todo, absolutamente todo, desde el día que fue a vender sus escarabeos a Nápoles. Capodimonte es mi principal proveedor, informó a il Dottore esa misma noche.

—Ah, vaya. ¿Y le ha contado también que me estafó? Seguro que dos días después se los vendió a usted por el triple de lo que me pagó a mí. Si fue así, nos estafó a los dos.

—¡No le consiento que se burle! ¡Su conducta es incalificable!

—Sigo sin entender de qué me está hablando…

—Maldita sea, deje de fingir. ¡Usted ha traicionado mi confianza y me ha robado!

—Mida sus palabras, Fersen. Yo no le he robado nada.

—Está bien, le confieso que no esperaba un despliegue de cinismo semejante, pero si no me deja otra alternativa. —Y según lo decía, Fersen se volvió hacia Messori, que se mantenía en pie a su espalda—: Vaya a avisar a la policía.

Il Dottore se ajustó su corbata de lazo. Parecía un geniecillo malévolo encantado con la escena. No llegó a dar más de tres pasos. Cuando cruzó por delante de Conway, este le retuvo suavemente y se dirigió al barón en tono apacible.

—Dígame: ¿desea usted la paz, es decir, que lleguemos a un acuerdo, o quiere la guerra… y perderlo todo?

El barón golpeó con su puño el brazo de la butaca, estaba furioso.

—¡Cómo que perderlo todo!

—Lo que encontré en Capri no le pertenece a usted, amigo mío… —continuó el escocés—. Y además, si lo hubiera traído aquí y se lo entregara ahora mismo, como me está exigiendo, bastaría una llamada al Consejo de Antigüedades para que, en vez de a mí, le detuvieran a usted. De paso, también podría hablar con el alto comisionado británico. Le encantará saber que uno de los canallas que mueven el tráfico ilegal de gas nervioso, el mismo que segó la vida de más de cien mil soldados ingleses durante la Gran Guerra, se encuentra de visita en El Cairo.

El rostro del barón se contrajo en una mueca descompuesta. La boca debía de habérsele secado de golpe, apuró su ginger ale hasta la última gota.

—Verdaderamente, Conway, es usted un hombre asombroso —exclamó, ya en otro tono, sacando de su bolsillo una pitillera de plata—. No sé por qué se comporta así conmigo, pero debe de tener alguna razón… Y me gustaría conocerla.

Kenneth aceptó el cigarrillo. En cuanto los dos hombres se lo llevaron a los labios Messori se apresuró a encenderlos. De paso, tomó la palabra.

—¿Se acuerda de Cornacchia, el comunista? Nos consta que él se lo contó todo, incluida la patraña del fosgeno. Eso tenía que pagarlo, naturalmente… Porque para formular una acusación tan grave hay que aportar pruebas, Conway. ¿Usted las tiene? —el escocés chasqueó la lengua, il Dottore continuó—. Ebbene, una vez disipado el «malentendido», seguro que nos ayudará a poner las cosas en su sitio. Lo que nos reúne aquí no es una mera transacción comercial, signore. Recuerde, los fascistas de Malaparte han venido con nosotros, y no me cabe duda de que saben lo que buscan. ¿Necesita que le refresque la memoria?

Kenneth recordaba perfectamente las palabras de Cornacchia: Fersen había convencido a los fascistas de que aquel inglés había profanado su santuario en la Gruta Azul. Conway conjuraba los demonios del tiempo de los faraones, se burlaba del sueño imperial de Mussolini. Los «hijos de Sejano» habían encontrado en él un peligroso referente, Malaparte quería su cabeza.

—… Si quiere conservarla sobre los hombros —concluyó il Dottore—, yo en su lugar me mostraría más considerado con nosotros.

—Muy bien dicho, Baldassare —continuó el barón, sin dejar de mirar al escocés—. No me ha tenido usted ninguna consideración. He dilapidado millones de liras en las excavaciones, le he tratado a usted como a un príncipe, me he prestado a todas sus solicitudes… Y, en cuanto ha encontrado algo valioso, desaparece sin darme explicaciones. ¿Le parece correcto?

—De acuerdo, reconozco que tiene derecho a una explicación. ¿Sabe por qué no se la ofrecí antes? Sencillamente, porque no me hubiera creído jamás.

—Cuénteme, y le diré si le creo o no.

Conway aguardó a que el camarero dejara una nueva ronda de ginger ale rebosantes de hielo sobre la mesa y colocase la nota bajo el cenicero.

—… En efecto, localicé un tesoro en una tumba secreta de Villa Helios, y el tesoro sigue ahí. Estoy dispuesto a facilitarle planos detallados del lugar… si no lo ha encontrado ya usted mismo.

Eso pareció satisfacer al barón. Pero, enseguida, los ángulos de su boca se crisparon.

—No pude hacer nada de eso. Sabe perfectamente que tuve que abandonar Capri. También yo estaba amenazado.

—Entonces prepárese para engrandecer su colección con la joya de la corona: le hablo del sarcófago de Nefertiti.

Los ojos de Fersen se iluminaron como dos lámparas.

—¿Y el de Akenatón? ¿No encontró el de Akenatón junto al de la reina?

—Ya conoce mi opinión al respecto: la momia de Akenatón nunca salió de Egipto. Pero, con lo que encontré en Villa Helios, puede que estemos ante la pista definitiva para dar con él. Si acepta lo que le propongo, estaría dispuesto a iniciar una campaña aquí mismo, dentro de un mes, en cuanto nos concedan el permiso. Entre tanto, usted podría regresar a Capri y verificar la exactitud de mis palabras. Si se decide a sacar a la luz el sarcófago de Nefertiti se convertirá en una celebridad mundial.

—No le entiendo —replicó el barón, desviando una mirada hacia su secretario—. Il Dottore me ha puesto en antecedentes…

—Usted mismo nos confesó que ese sarcófago estaba vacío —adujo Messori.

—No me expliqué bien: allá no le espera un simple sarcófago vacío. Se trata de tres sarcófagos encastrados uno dentro de otro, y los tres son de oro macizo. Pero eso no es nada comparado con el ajuar de la reina. En veinte años de excavaciones nunca he visto nada semejante…

El rostro de Fersen temblaba de excitación a duras penas contenida, Conway casi podía ver bullir sus pensamientos, su malignidad esencial, su codicia.

—Entonces, dígame —articuló al fin—, ¿qué es lo que se ha traído a Egipto? Sabemos, por Ignacio Cerio, que embarcó una caja así de grande en el Albatros. —Su mano se alzó un metro sobre el suelo—. No me diga que en su interior solo lleva un montón de papiros, porque no le creeré.

Conway guardó silencio durante unos segundos. Luego se inclinó hacia Fersen esbozando una sonrisa, como quien está a punto de hacer una confidencia irrisoria.

—¿Qué está pensando? ¿Que me he traído la momia de Nefertiti, o quizá también la de Akenatón, las dos juntas en una caja, desde Capri hasta aquí…? Recapacite, Fersen, eso no tiene ni pies ni cabeza…

El barón abrió la boca, volvió a cerrarla, se sentía ridículo. El escocés adoptó su tono más solemne para acabar de convencerle:

—Le juro por mi honor que dentro de esa caja no hay ningún tesoro, ni nada que le concierna a usted. Se trata de una historia entre Egipto y yo.

—Una historia entre Egipto y usted, qué original —se jactó Messori—. Es usted increíble, Conway, pero le ruego que no nos trate como a un par de idiotas.

—Su inteligencia no le servirá de nada para comprender de qué le estoy hablando. Necesita una facultad distinta.

—Dígame cuál —insistió el barón.

—Un día, en Villa Lysis, usted me habló de ella: se llama clarividencia.

—Clarividencia —masculló Fersen—, ¿clarividencia, para ver qué?

Su mueca sarcástica se borró de sus labios en ese instante, como si verdaderamente la clarividencia hubiese despertado y estuviese viendo una aparición. Ankhesa avanzaba hacia ellos enfundada en un ondulante conjunto de Paul Poiret de inspiración oriental[50]. Su larga melena negroazulada caía sobre sus hombros como un velo de misterio. Fersen contemplaba el óvalo perfecto de su rostro, sus pómulos altos, aquellos labios semejantes a dos gaviotas en vuelo, esos ojos profundos agrandados por el sueño, como si se los hubiera perfilado con belladona. Sintió que una llamarada de deseo le atravesaba el corazón. Dominándose, se limitó a preguntar.

—¿Es su…?

Conway asintió esbozando un gesto de presentación oficial.

Enchanté, madame… —farfulló el barón poniéndose en pie e inclinándose cortésmente—. Siento no haber estado presente en su boda.

—Permítame que le felicite por la suya —repuso Ankhesa tendiéndole su mano—. Kenneth me ha advertido que su Leticia es toda una belleza.

—Cada vez que la veo algo me habla dentro de mí —le interrumpió Messori, avanzando hacia ella decididamente—. Estoy seguro de que usted es la clave de todo, la depositaria del gran secreto.

Esta vez Ankhesa no pudo soportar su mirada.

—Qué cosas dice, doctor… No sé qué responderle.

—Siéntese, por favor —insistió Fersen—. Acabo de conocerla y, sin embargo…

—… Sin embargo, es como si la conociera de toda la vida, ¿no es así?

Conway la ayudó a acomodarse a su lado.

—A mí me sucedió lo mismo, me enamoré de ella nada más verla.

—¿Se conocieron en Egipto? —el barón no podía dejar de mirarla.

—… Y también en una vida anterior —ironizó el escocés, antes de girarse hacia Messori—. En efecto, Ankhesa es la clave de todo, la depositaria del gran secreto.

—¿Pero de qué secreto me habla? —volvió a preguntar Fersen—. Si está relacionado con el tema que nos ha traído hasta aquí, tienen que contármelo.

Los ojos de Kenneth buscaron los de Ankhesa. La reina entendió el mensaje.

—Durante el breve tiempo que pasamos sobre la tierra, el mundo es nuestra prueba. Ustedes quieren conocer el secreto de los dioses, pero son los mismos dioses quienes sellan los labios de quienes lo conocen.

Fersen digirió sus palabras con la boca abierta.

—¿… Qué hemos de hacer para que los dioses nos concedan ese privilegio?

—Justamente lo que acabo de proponerle —articuló Conway.

El barón seguía con sus ojos clavados en el rostro de Nefertiti, como si se hubiera zambullido en ella buscando la luz de su alma.

—Dígame qué… Ya no lo recuerdo…

—Crea en mí, déjeme trabajar.

—Con la séptima luna el papiro hablará, lo dice la profecía.

Cada vez que hablaba, Ankhesa abría un silencio a su alrededor. Solo Messori parecía inmune a su hechizo.

—O sea que también hay una profecía… Y un papiro muy especial, por lo que veo.

—Sabe perfectamente que hay un papiro, se lo conté ayer. Y seguro que usted también está informado —añadió Conway, dirigiéndose a Fersen—, en la caja, junto con mi equipo, llevo el papiro que nos conducirá a la tumba de Nefertiti, la real, la definitiva. Pero no se hagan ilusiones: ya les he dicho que los tesoros de verdad se quedaron en Capri. Aquí solo espero encontrar una momia polvorienta y nada más.

—Ya, pero, ¿quién sabe qué le espera allá donde comience a excavar? —insistió Fersen—. Acaba de decir que los restos de Akenatón se quedaron en Egipto, probablemente en el paraje señalado por su profecía. Si es así, y si esa localización ha surgido de los papiros que descubrió gracias a mí, tiene que consentirme participar en su empresa.

—De ninguna manera —se opuso Conway—, al menos mientras lleve a los chacales de Malaparte pegados a su sombra. Y aún así, me lo pensaría.

—Está bien, deje de jugar conmigo: qué me propone.

—Haga desaparecer a los fascistas.

—Eso es imposible. Siento decírselo tan crudamente.

—Claro, han venido por mi cabeza, ¿no es así? —articuló el escocés, impasible—. Entonces no le queda otra alternativa que convertirse en mi cómplice.

—¿Yo, en su cómplice? Por favor, hasta ahí podíamos llegar.

—Piénselo un poco, y recuerde sus propias palabras: ¿quién sabe lo que nos espera allá donde comencemos a excavar?

Fersen se revolvió en su butaca. La serpiente de la codicia había mordido su corazón, pero fue la presencia de aquella mujer lo que acabó de derrotarle.

—Me está pidiendo mucho, que arriesgue mi propia vida a cambio de su palabra…

—Y ya nos ha traicionado dos veces, signore —apostilló el doctor—. La tercera puede ser la definitiva para todos nosotros.

Conway aplastó su cigarrillo dentro del cenicero antes de sentenciar con voz firme.

—Lo toma o lo deja: usted elige.