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EN efecto, primero de camino al ascensor, luego en el atrio de la segunda planta, Kenneth y Ankhesa pudieron advertir la presencia de unos cuantos tipos con pinta de escuadristas apostados en todos los accesos. Malaparte no debía andar lejos, seguramente era él quien dirigía las operaciones, a la espera de que apareciese el barón Fersen. ¿Cómo se había consumado ese pacto tácito entre un fascista y un libertino? Sí, todo comenzaba a encajar con la revelación que le hizo el viejo Cornacchia antes de morir. Tanto Fersen como Cerio, estaban implicados en el tráfico ilegal de armas y gas nervioso que tenía en Capri uno de su epicentros. Leticia le había revelado las connivencias entre su padre y el consorcio Krupp, para quienes ejercía como intermediario en el negocio de la venta de cañones prusianos destinados al Fascio di Combattimento de Mussolini. «El dinero no tiene patria», le había dicho ella misma. Le faltó añadir que tampoco tiene escrúpulos. Porque lo sabía. Sí, seguro que también sabía que Fersen había comprado su inmunidad ante los fascistas a cambio de una tonelada de fosgeno y un millón de marcos. Su prioridad, sin embargo, no consistía tanto en diseccionar la genealogía de sus enemigos como en encontrar una manera de escapar de todos ellos. La suerte solo les había sonreído en un punto: Mallowan les había abordado al pie del ascensor, apenas un momento antes de que desaparecieran Gaetano y la caja que contenía la momia. Messori no lo tenía controlado. Y, además, Gaetano se alojaba un piso por debajo del suyo: no habría vigilantes en su planta. Nada más llegar a su habitación, descolgó el teléfono y pidió que le conectaran con la 203. Gaetano debía dormir profundamente. Solo descolgó al tercer intento. Conway aguardó a que agotara su catarata de abominaciones por haberle despertado.
—No, no estás hablando con il porco gobernante ni con nadie de su condenada familia. Soy yo, Kenneth…
—Ah, scusi, signore… Ma che cosa succede?
—Malaparte, il Dottore y toda la jauría están aquí. —El auricular escupió un nuevo torrente de juramentos—. Escúchame bien lo que voy a decirte. Dentro de un par de horas bajarás a la calle, tú solo. No, sin la caja, pedazo de animal. Si ves por ahí a Malaparte o a Messori, te vuelves invisible, ¿entendido? —Un lacónico capito por parte del pescador le invitó a continuar—. Cuando estés fuera de peligro acércate al mercado callejero detrás del hotel y contrata una camioneta —Gaetano volvió a protestar—. Deja de refunfuñar, tienes dinero: te he dejado un sobre con cien libras en recepción. Cuídate mucho de gastártelo en putas, ¿me oyes? Las de El Cairo son famosas por las enfermedades que incuban entre sus piernas.
—Sicuramente le sette piaghe d’Egitto, signore —ironizó el pirata al otro lado del auricular—. Pero si voy con la medalla de la Madonna por delante…
—Ni se te ocurra, porque te la haré tragar en cuanto te vea. Esto es serio, Gaetano, no me falles.
—Sta bene, signore. Nessuna puttana nel’ furgone.
—Bien, una vez que lo tengas vuelves a por la momia, y esa será la única primadonna que te va a acompañar en el viaje desierto adentro.
Gaetano tardó en recuperar el habla.
—Y ahora me manda al desierto, con la vecchia arrabiatta —gimió, desesperado—. Ma ché cosa ho fatto io per meritarmi questo?
Conway podía imaginar su gesticulación de comediante, no se apiadó.
—Anota esta dirección: albergue del Carvanseray, en el oasis de Bahariya, a unas doscientas millas al oeste. Se trata de un lugar seguro, conozco al tipo que lo regenta. Pregunta por Balek Gamal y dile que vienes en mi nombre. Te tratará como a un príncipe, ya lo verás. Si todo sale bien nos reuniremos contigo pasado mañana. Suerte.
Nada más colgar, Conway apuntaló la puerta de su habitación con un par de butacas. Ankhesa había caído rendida. Él no podía rendirse. Se recostó a su lado, con el revólver en una mano y una toalla húmeda en la otra, que pensaba ir estrujando para no dormirse. El estado de excitación nerviosa en que se encontraba se le imponía como un torbellino donde solo atendía a su instinto de supervivencia. Sin embargo, antes de una hora, su revólver se le cayó de las manos, y también él cayó poco después, vencido por un sueño profundo.
A esa hora, en el muelle de Port-Said, dos agentes del Servicio de Aduanas abordaban el Albatros. Encontraron a un hombre maniatado y amordazado en uno de los camarotes. Ignacio Cerio estaba fuera de sí. Con palabras entrecortadas, pero de una manera imperativa, exigió ser conducido al servicio telegráfico más próximo. Tenían que detener el tren correo que venía desde Estambul con destino Alejandría. Los agentes se cruzaron una mirada casi divertida, ¿qué pretendía ese loco italiano? Cerio pidió que le condujeran a la Prefectura. Le recibieron un par de suelas cruzadas sobre una mesa. En ausencia del comisionado, un sargento de cabeza de novillo y bigotes en punta ocupaba su despacho. No bajó los zapatos al suelo hasta que Cerio puso un fajo de billetes sobre su escritorio. Entonces sí, todo era posible: el telégrafo comenzó a puntuar claves en morse. El expreso de Estambul fue detenido en el puesto de Gaza, cuando ya se disponía a cruzar la frontera entre Palestina y Egipto. El jefe de estación pasó un escueto mensaje a dos pasajeros que viajaban en primera clase: «Conway nos ha traicionado. No continuéis viaje hasta Alejandría. Os espero en Port-Said. Ignacio Cerio». Fersen no pudo disimular su irritación, estrujó el cablegrama y lo arrojó por la ventanilla. Leticia cerró la novela que estaba leyendo.
—¿Qué pasa, Jacques? ¿Malas noticias?
—Se trata de tu padre. Tu amante inglés ha debido jugarle una mala pasada, no puedo contarte más.
—¿Kenneth, a mi padre…? —articuló Leticia, atónita—. No me lo creo. Conozco a ese hombre, nunca haría nada que…
—Me parece que yo le conozco bastante mejor que tú, querida. En Capri nos estaba haciendo un doble juego, pretendía engañarnos a todos. Pero no, aquí no se va a salir con la suya. Palabra de Jacques d’Adeswald Fersen.
—No voy a defenderle, Jacques, pero tú también has jugado con él.
—¿Cómo puedes decir eso? Nunca le he ocultado mis intenciones, ni lo que soy, ni lo que espero de él. Je peux être un misérable, mais jamais un faussaire!
—Vamos, Jacques, no hagas teatro conmigo. Le ofreciste su cabeza a Malaparte a cambio de…
Se acabó de desquiciar al barón.
—¡Solo lo hice cuando tuve la certeza de que me estaba traicionando, y tú lo sabes!
—¡Ni tú ni yo sabemos nada, nada en absoluto! —exclamó la italiana, sin alterarse, desviando una mirada hacia el paisaje—. No sabemos qué fue lo que encontró en Capri, ni por qué aceptó la proposición de mi padre, ni para qué ha venido a Egipto.
El barón agitó con gesto cansado la cerilla con la que acababa de encender uno de sus cigarritos de hachís y la aplastó sobre el cenicero abierto en el brazo de su butaca. Después, con un tono muy suave, dijo:
—Descuida, que eso lo vamos a averiguar muy pronto. Tan pronto como le ponga la mano encima a ese bastardo inglés. ¿Sabes lo que dicen los árabes? «Cuando la muerte está en los labios, el hombre vivo habla».
El tren reanudó su marcha a través de la noche amasando bajo sus ruedas la lenta molturación de sus pensamientos. Entonces ni Fersen ni Leticia sabían que Messori ya había localizado a Conway en el hotel Khartoum. Nada más cruzar la frontera se dirigieron al puesto donde les estaba esperando un automóvil fletado por el propio Cerio para conducirles hasta Port-Said. Invertirían cinco horas más para llegar a El Cairo. Ese era el margen de tiempo con que contaban Conway y Ankhesa para salvar el cerco. ¿Qué pasaba por la mente del escocés mientras dormía? ¿Pensaba realmente en escapar o su plan ya era otro?
Un piso más abajo, un pescador italiano cubierto con un tosco galabieh egipcio gesticulaba instrucciones a los mozos que cargaban su caja en el ascensor. Tres hombres subían precipitadamente por la escalera. Gaetano reconoció a dos de ellos. Se trataba de Malaparte, el jefe de los fascistas, seguido de cerca por el renqueante doctor Messori. El pirata cruzó los pulgares sobre sus labios y escupió al suelo. La suerte estaba echada y él ya no podía detenerse. Fuera, en un callejón lateral, le aguardaba la carreta de un viejo fellah[49] de la que tiraban dos mulos famélicos. Era todo lo que había podido conseguir, pero, según le había advertido su jefe, contaba con un par de días para llegar al oasis de Bahariya. Él no tenía prisa, ninguna prisa.
Todo lo contrario a lo que les sucedía a los tres hombres que, en ese momento, abordaron la tercera planta del Khartoum. El que iba en cabeza golpeó la puerta de la habitación 302 con una voz conminante.
—¡Abra, Conway!
El escocés despertó con el corazón batiéndole a golpes. Consultó su reloj: pensaba que apenas habían transcurrido unos minutos, pero las agujas marcaban las cinco de la tarde. Había dormido más de siete horas.
—¡Vamos, no nos haga perder más tiempo! ¡Fersen está en camino! ¡Llegará de un momento a otro!
Las voces acabaron de despertar a Ankhesa.
—¿Quiénes son…? ¿Qué quieren?
—Tranquila, no pasa nada… Espérame aquí, volveré enseguida.
El puño no paraba de percutir sobre la puerta. Al fin Conway se decidió a responder:
—¡Por todos los demonios, déjenme darme una ducha! ¡Bajo ahora mismo!
Hubo un momento de indecisión entre los que esperaban.
—¡Está bien, tiene quince minutos, ni uno más!
Entonces se distinguió la voz de Messori:
—… Y por favor, no intente nada. Ya no se trata solo de Malaparte y sus muchachos: el barón está deseando informar a las autoridades para que le detengan.
Por un instante, Conway temió que hubieran capturado a Gaetano con la caja que contenía la momia. Solo así podía explicarse que ahora apelaran a las autoridades. No contaba con ningún documento que avalara su propiedad. Si era así, Messori y los suyos lo tenían fácil para acusarle ante la policía egipcia de haber robado una momia con todos sus tesoros. ¿Quién le creería si alegaba que la traía desde Italia «en su equipaje»? Pero no, eso no podía ser. Gaetano no le había fallado, estaba seguro, absolutamente. Tenía quince minutos para tramar una nueva estratagema antes de encontrarse cara a cara con el barón Fersen.