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POR supuesto que no. Y esto no tanto porque Kenneth Conway no leyera novelas, sino más bien porque la que años después sería universalmente celebrada como la reina del crimen, entonces apenas acababa de inaugurar su carrera literaria. Tras divorciarse del coronel Archibald Christie, se había enamorado perdidamente de un joven arqueólogo catorce años más joven que ella. Este inefable Henry Mallowan, a cuya inspiración debemos dos obras tan singulares como Muerte en Mesopotamia y Muerte en el Nilo. La dama les esperaba sentada en una mesa coronada por un gran ramo de adelfas que, en ese momento, compartía con otro comensal. A medida que avanzaban hacia ellos, sin poderse soltar del abrazo de Mallowan, Kenneth hubiera puesto una vela al diablo para que ese personaje imposible fuese el mismo Hércules Poirot. Pero no, se trataba del diablo en persona parapetado tras un ejemplar del Cairo Times. Como en una pesadilla, lo primero que reconoció fueron sus inconfundibles zapatos ortopédicos que golpeaba rítmicamente con la contera de su bastón. La dama no se levantó, el diablo tampoco. Plegó su periódico dejando ver su cráneo calvo y atezado, hundió en él sus ojos de rapaz, se atusó las guías de su mostacho y se limitó a exclamar con una cordialidad envenenada:

—Le estábamos esperando, mister Conway.

No podía ser, pero estaba sucediendo: allá estaba el secretario personal de Fersen, el doctor Messori. Quién sabe cómo ni por qué medios había llegado a El Cairo antes que ellos, y se había alojado en su mismo hotel. Solícito, Mallowan ayudó a Ankhesa a acomodarse. La mente de Conway trabajaba a toda velocidad. Necesitaba hacerse con todas las claves de aquella situación demencial antes de que apareciera Fersen, si es que también había llegado con él. Messori no vaciló en resolver el enigma, le encantaba torturar a la gente.

—Aquí donde me ven, hasta que aterrizamos pensé que no viviría para contarlo. Qué odisea la de embarcarse en un Junkers… Es increíble que esos armatostes puedan volar. Pero lo hacen, y a una velocidad estratosférica. Cubrimos la distancia que media entre Roma y El Cairo en apenas doce horas…

—Diga lo que diga, yo preferiré siempre el Orient Express —intervino la señora Christie, elevando su taza y su meñique—. Tarda cuatro días con sus noches, pero vives una auténtica aventura.

—Mi amigo Jacques piensa lo mismo —continuó Messori en una clara alusión a Fersen—. Ayer se apeó en Estambul, y ya está viniendo para aquí en el tren correo. Excuso decirles que se muere por conocerles.

Mallowan, que no había esperado más para atacar su plato de rosbeef, ya frío, continuó en ese tono efervescente que definía su naturaleza:

—… Y pensar que todo se lo debemos al loco de Caltagirone. De no ser por él, hubiera sido imposible que nos encontrásemos.

Kenneth unió los cabos sin dejar de observarle. Claro, ese imbécil patológicamente sociable no se había privado de nada. Recordaba sus denodados esfuerzos por celebrar «cenas de hermandad» entre los arqueólogos de la Misión Italia y el equipo del alemán Ludwig Borchard, donde se iniciaron ambos.

—Cierto —continuó Messori—. Tras su fallecimiento, usted era nuestro único contacto aquí. El único arqueólogo que podía localizar a mister Conway. Y por el diablo, ¡de qué manera lo ha encontrado!

—Pura casualidad —farfulló el inglés—. Un minuto más y este viejo zorro ya habría desaparecido ascensor arriba, en compañía de esta bella dama.

—No se lo hubiera perdonado nunca, señor —volvió a intervenir mistress Christie—. En cuanto les he visto me han regalado ustedes dos personajes perfectos para una novela que estoy pergeñando.

—Espero que esta acabe bien, querida —musitó su joven esposo—. Mis amigos no se merecen un final tan truculento como Roger Ackroyd.

—Bueno, me baso en un caso real. Por lo visto, un famoso médico cairota que responde al nombre de Ali Chukri, o algo parecido, acaba de ser detenido bajo una acusación de lo más espeluznante…

—¿Ali Chukri? —exclamó Conway—. Creo que conozco a ese hombre. Si es quien pienso, pasa por ser el gran suministrador de momias para los coleccionistas europeos. Dígame, ¿de qué se le acusa?

—Precisamente de eso —continuó Mallowan—. Suministraba demasiadas momias, y algunas bien frescas. ¿De dónde las extraía? Hace un par de meses, un camión repleto de momias tuvo un accidente en pleno centro de El Cairo. Le siguieron la pista y así llegaron a la casa de Chukri, que en ese momento se encontraba embalsamando a un difunto… recién pescado en el cementerio.

—Vamos, que el doctor actuaba como los tétricos Burke y Hare del relato de Stevenson —prosiguió su esposa—. Tenía contratada una pandilla de rufianes que le proveían de cadáveres, y él se dedicaba a momificarlos según las técnicas clásicas. Mucho me temo que aquella momia que desvendaron el mes pasado sobre la mesa de billar del príncipe de Gales[45], no era la de ningún Amenofis, sino la de un infortunado paciente del doctor Chukri.

—Confío en que no haya visto en mí un trasunto de ese carnicero… Me aterraría verme convertido en un personaje de novela —graznó il Dottore, dando un cómico respingo, antes de dirigirse a Conway, ya en otro tono, calculadamente perverso—…, Y hablando de personajes de novela, ¿a que no adivina quién ha hecho todas las gestiones para embarcarnos en el Junkers? El intrépido Malaparte. Sí, también él está aquí, acompañado por media docena de sus incondicionales, todos fanáticos de la… arqueología.

Conway había acabado de adaptarse a los latigazos de aquel sádico. Una de sus manos apretaba la culata de su revólver bajo el mantel. Por un momento, acarició una locura. Pero no, cuando se dispuso a hablar sus dos manos ya solo sostenían una humeante taza de té.

—No sabe cuánto lo celebro, Messori. En realidad contaba con ustedes para que me ayudasen a resolver el enigma que me ha traído hasta aquí.

Il Dottore se replegó sobre sí mismo, tenso como una víbora antes de atacar. Pero lady Agatha se le adelantó:

—Cuente, por favor… Ardo en deseos de escucharle.

—No lo haré si no me juran antes su más absoluta confidencialidad, por lo más sagrado.

—Kenneth, por favor —se indignó Mallowan—, estás entre caballeros.

Los ojos de Conway desplazaron esas palabras como una bofetada hasta el rostro de Messori, antes de regresar a la acuosa mirada azul lavanda de la escritora.

—Verán, creo que dispongo de una pista algo más que fiable para encontrar la tumba de Nefertiti.

Solo la propia Nefertiti mantuvo la calma al escuchar aquello. Il Dottore palideció mientras la reina del crimen exclamaba estupefacta.

—¡Dios santo, la tumba de la legendaria Reina Faraón!

Mallowan no pudo hacer lo mismo porque tenía la boca llena de rosbeef. Cuando acabó de tragarlo sorprendió a todos con un fogonazo de lucidez.

—¡Claro, ya está! Has seguido la pista de los papiros de Caltagirone, ¿no es cierto?

—Exactamente Henry —repitió Conway—. Los papiros de Caltagirone. Todo el mundo pensaba que estaba loco, pero no. Su pista era la buena: Sejano, el cónsul del emperador Tiberio, trasladó la momia de Nefertiti y todos los tesoros hallados en su tumba a la residencia del emperador en Capri. No, no me pongas esa cara… il Dottore ha sido testigo de mis prospecciones en Villa Jovis, bueno, un poco por toda la isla. Hace un mes localicé una pequeña gruta que guardaba un sarcófago maravilloso en su interior…

Lady Agatha volvió a anticiparse:

—¡…Y allá dentro le estaba esperando la Bella de Atón!

—Oh, vaya, qué excelente noticia —le siguió Messori—, y qué bien ha sabido guardarla. El barón Fersen estará encantado de testar el alcance de su profesionalidad, y aún más el de su discreción.

Conway marcó una pausa antes de continuar.

—Van ustedes demasiado rápido, más rápido incluso que el Junkers de Malaparte —ironizó, con una sangre fría notable—. El sarcófago estaba vacío, pero contenía un papiro de inestimable valor.

Esta vez nadie se atrevió a interrumpirle. Escuchaban expectantes.

—Reconocí enseguida el sello de Sat-Ra, la pitonisa de Akenatón. Sí, Henry —exclamó, leyendo la pregunta en los labios de su colega—. La misma que se hundió con el Titanic hace ocho años. Pues bien, tres mil años antes de que sucediera eso, Sat-Ra vaticinó el viaje de Nefertiti a la isla de Khnum, el dios carnero, su entrega al emperador de Occidente, Tiberio, pero también su regreso a Egipto, pocos años después, durante el reinado de Calígula. Descuiden, no voy a aburrirles pormenorizándoles la traducción de cada cartucho. La síntesis final de la profecía coincide plenamente con el hallazgo de aquel sarcófago vacío. Sat-Ra sabía que lo encontraríamos, y hasta se permitió mostrarnos el camino. Naturalmente nada de esto es seguro, pero hubiera bastado aventar la noticia para que nos persiguiera un tumulto de periodistas. Por eso hemos emprendido nuestro viaje en condiciones de clandestinidad, y por eso les ruego la más absoluta reserva. Preferimos no decir nada hasta que estemos en situación de resolver este, que sigue siendo uno de los enigmas más apasionantes de la egiptología moderna.

Miss Christie rompió a aplaudir, pero Messori no parecía muy convencido.

—Vaya, vaya con Sat-Ra: qué cortesía tan inaudita por parte de una presunta aliada de Nefertiti. O sea que se molestó en indicar a sus futuros profanadores el camino de regreso de su reina al país del sol.

Por un instante Conway se sintió atrapado. Fue entonces cuando la propia Nefertiti se decidió a intervenir.

—No, no fue así. Sat-Ra sabía que el propio Akenatón regresaría del más allá para rescatar a su reina. No era a sus enemigos, sino a sus herederos, a quienes legó sus jeroglíficos.

—Ah, o sea que entonces usted, Conway, es el mismo Akenatón redivivo. Caramba, justo lo que decía Leticia… —continuó il Dottore, rabioso y sarcástico—. ¿Se acuerda de Leticia Cerio? Fue ella quien dijo eso la primera vez que le vio. Y es bien cierto: tiene usted sus mismas facciones.

—Y usted, milady —continuó la reina del crimen dirigiéndose a Ankhesa—, permítame que se lo diga con tanta franqueza, pero es el vivo retrato de Nefertiti.

—Ya se lo he dicho yo, querida —apostilló Mallowan—. ¡Qué coincidencia tan estimulante!

—Todavía recuerdo la impresión que me causó el descubrimiento del busto que se guarda en el museo de Berlín —adujo la escritora—. Esa sonrisa extática, esa mirada abismada en la contemplación de la eternidad. ¿Lo conoce usted?

—Bueno —articuló la verdadera reina—, solo se trata de una prueba, un boceto inacabado.

Mallowan no vaciló en puntualizar:

—Claro, por eso le falta un ojo.

—Un ojo y algo más, señor. Maya, el discípulo del divino Imhotep, el maestro de todos los escultores, aún debía pronunciar las palabras rituales: «¡Que viva!». Sin eso, ninguna escultura pasa de ser una piedra inerte, y precisamente por eso llamamos a nuestros mejores artistas «Los que dan vida».

—Me descubro ante usted, señorita. Observo que su belleza está a la altura de sus conocimientos acerca del mundo de los faraones.

Kenneth aprovechó el momento de vacilación para levantarse de la mesa.

—Y ahora, si nos disculpan…

—¿Se van ya? —objetó mistress Christie—. Oh, qué contrariedad, no saben cuánto me encantaría que me acompañasen en mi primera visita a la Gran Pirámide. Tenemos un Buick a la puerta, seguro que cabemos todos.

Mallowan puso su mano sobre la suya para explicárselo:

—Disculpémoslos, querida. Acaban de llegar y no han dormido en toda la noche: tienen que descansar.

—¡Entonces oblígales a que se sumen al almuerzo que tenemos concertado con el gobernador! —volvió a protestar la escritora—. Lord Allenby ha prometido conducirnos hasta el mítico laberinto egipcio. Será una experiencia fascinante.

—Me encantaría… —comenzó a decir Conway, esta vez fue il Dottore quien se adelantó:

—… Y a mí también, milady. Pero, como ve, nosotros no hemos venido a Egipto en viaje de placer. —Y tras la leve sonrisa, recompuso su máscara para añadir en un tono elaboradamente novelesco—. Ni una palabra de esto a lord Allenby, menos aún al Khedive. Compórtese con ellos como si nosotros no existiéramos.

—En ese caso, prométame que me concederán la primicia de sus excavaciones.

Mallowan palideció.

—Por los clavos de Cristo, cariño, no puedes pedirles eso. Ayer hiciste lo mismo con ese subalterno tan snob que trabaja para lord Carnavon. ¿Cómo dijo que se llamaba? Ah, sí, Howard, Howard Carter. Recuerda cómo se puso…

—Bah, qué tipo tan ríspido… —se justificó la dama—, y qué desagradable. Pero bueno, ¿qué se puede esperar de un personaje de tan baja extracción y sin estudios cualificados?[46]. Me interesó bastante más la señorita que acompañaba a lord Carnavon. Por lo visto la tal Velma[47] es una gran vidente natural, formada en el gabinete de sir Arthur Conan Doyle, nada menos. Tiene una teoría fascinante acerca de la famosa tumba de la metempsicosis[48] donde, como saben, han encontrado unas figuras alucinantes: seres con escafandras viajando a través de las estrellas. Velma los llama «Los enviados de Sirio». Si Carter y Carnavon encuentran algo en sus prospecciones en el valle de los Reyes, seguro que será por ella.

—No sé qué decirte, Agatha —continuó su marido, que parecía poco inclinado a tales elucubraciones—. Yo me fío más de mi amigo Kenneth…

—Y yo también —adujo Messori chasqueando la lengua—, vaya donde vaya, no pienso perderle de vista.

Conway esquivó su sarcasmo.

—Cuento con eso, doctor. Y le aseguro que no voy a defraudar sus expectativas.

—Entonces prométanme que volveremos a vernos —perseveró miss Christie, al tiempo que deslizaba su tarjeta en las manos de Ankhesa—. Hoy estamos aquí, pero mañana salimos para Luxor. Nos alojaremos en el Winter Palace.

Era la oportunidad que esperaba Conway para volver a abofetear a Messori.

—¡Qué casualidad, nosotros también! —exclamó, retirándose ya—. Si no estamos allá mañana por la noche, olvídese de las prevenciones del doctor y no vacile en informar al gobernador de que hemos sucumbido a la maldición de los faraones.

Christie y Mallowan respondieron con una sonrisa.

—Pierdan cuidado y duerman cuanto quieran —apostilló il Dottore—. Tengo a cinco agentes de mi guardia pretoriana vigilando todas las puertas.