30
LA luz eléctrica había dejado de funcionar y una vela de llama vacilante goteaba su cera sobre las manos del muerto, que empezaban a ponerse rígidas. Don Giuseppe yacía recostado sobre un par de almohadones, todavía con los ojos y la boca entreabiertos, sus pupilas sin brillo, huecas, opacas y, sin embargo, mirando fijamente hacia la puerta. Ankhesa había cubierto con un paño el tajo que le segaba la garganta. La sangre seguía manando, lenta, espesa, ya casi coagulada. ¿Quién podía haber cometido una atrocidad semejante? Cerio era el principal sospechoso. La confesión de Cornacchia le había desenmascarado como el traficante de armas que era, y seguramente el viejo maître sabía más. Pero el magnate ni siquiera necesitaba una coartada. Durante todo ese tiempo había permanecido junto a Auden y Lawrence en el camarote que hacía las veces de comedor, donde combatían su angustia compartiendo una botella de licor y cigarrillos. Además, él nunca hubiera recurrido a un degüello. La mera visión de la sangre le ponía enfermo. Contemplaba la escena tan descompuesto como el cadáver mismo. Gaetano, que había sido el último en llegar, hasta entonces se encontraba durmiendo, no cesaba de repetir las mismas palabras, como un alucinado, de pie junto al cuerpo yacente.
—Pero ¿Por qué él? ¿Por qué…?
Lawrence lo cogió por los hombros para separarlo, como si temiera que el difunto pudiera arrastrarlo consigo. Al fin Conway le cerró los ojos. Entonces Ankhesa puso sus manos sobre su frente y pronunció un conjuro:
—… Que el sagrado disco de Atón se abra para ti, pues por tu boca saldrá la verdad.
Las lágrimas asomaron a los ojos de la reina. Mientras sus palabras se desvanecían en el silencio, la conciencia de aquella muerte cayó sobre ellos como un peso aplastante, como una losa sepulcral que se cerrara sobre toda esperanza.
—Él nos salvó —articuló el escocés, como si hablara para sí—. Él nos salvó, y sabía demasiado. Por eso lo han matado.
—¡Pero quién, porca troia! —gritó Cerio, tartamudeando con esa violencia que nace del miedo. Parecía a punto de perder el control—. ¡Quién diablos!
Sí, había sido el mismo diablo. Nadie lo sabía mejor que Ankhesa. El corte que seccionaba la yugular de Cornacchia no se debía a ningún arma. Se trataba de la garra de Apofis. La reconoció nada más verla, pero se guardó de decir nada. Fue Lawrence quien lo descubrió primero, cuando se dirigía al camarote principal en busca de más alcohol. La puerta se veía entreabierta, un charco de sangre avanzaba sobre la tarima. Auden llegó tras él, la borrachera se le pasó de golpe. El poeta permanecía como atontado, apoyado sobre el batiente, con su botella de ginebra en la mano. Empezó a hablar solo, cabizbajo, como si desgranara un poema.
—Ahora que la muerte suena como el viento sobre el aparejo, cuando los cuerpos se rinden, los espíritus inician su tarea…
El escocés le hubiera dado una bofetada de buena gana, hacía mucho tiempo que la merecía. Solo le contuvo el llanto amargo de Gaetano. El aire apresado en aquel estrecho camarote comenzaba a resultar sofocante. Lawrence midió sus palabras.
—Esta locura tiene que acabar, Conway. Le pido, en nombre de todos, que ponga rumbo ahora mismo hacia el puerto más cercano.
El escocés no respondió. Le quitó la botella a Auden y apuró un trago. Podía escuchar el lento latido cada vez más despacio, más profundo, más doloroso. Volvió a mirar a Cornacchia recordando todo lo que le había contado. Sintió un alivio ominoso al ver sus ojos cerrados, hubiera temido su mirada. Gaetano parecía ganado por la misma sensación. Lentamente, alzó la sábana hasta cubrir su rostro. Susurraba una plegaria que nadie salvo él y don Giuseppe llegaron a oír.
—Prego, signori, déjenme a solas con él.
Ankhesa y los cuatro hombres obedecieron sin replicar. Se reunieron en el puente bajo un silencio opresivo, aborreciendo estar juntos, quizá también temiendo separarse. Se sabían sobrepasados, atrapados en una sensación de irrealidad de la que no podían escapar. Conway se puso al timón. Más que marcar el rumbo, se diría que buscaba aferrarse a algo firme, imprimir un gesto de racionalidad en medio de aquella deriva demencial. El viento comenzó a soplar de poniente, fresco y salobre, como si viniera para alejar la pesadilla.
—¡Está bien! —exclamó al fin—, si así lo desean estoy dispuesto a virar hacia el puerto más cercano: si las cartas no se equivocan, ahora debemos estar al sur de las islas Jónicas, cerca de Navarino. Pero debo advertirles…
—Límitese a informarnos de cuánto tardaremos en llegar —le cortó Cerio.
—Sí, eso es todo lo que necesitamos saber.
La vocecilla irritada de Auden no acabó de decirlo cuando el escocés le arrojó un objeto de metal a las manos.
—De acuerdo: hágalo usted mismo.
—Pero, ¿qué rayos…? —protestó el poeta, peleándose con el artilugio—. ¿Qué rayos es esto?
Cerio respondió por el escocés:
—Se trata de un sextante, sirve para calcular la posición del barco.
—Sí, hombre, un sextante —ironizó lúgubremente Lawrence—. Tus poemas marineros están llenos de sextantes.
El poeta le daba vueltas con expresión abstrusa. Al fin se volvió hacia Cerio dándose por vencido.
—¿Y usted, sabe manejarlo?
El magnate negó con un gesto. Lawrence dejó escapar una risa tísica.
—No te rías tanto, «hombre salvaje». —Se vengó Auden—. Seguro que tú te orientas perfectamente por las estrellas, ¿verdad? Sí, claro que sí, tus libros están llenos de constelaciones que hablan y de hombres conectados con el cosmos.
Lawrence le atravesó una mirada asesina.
—¡Deja de croar, maldita rana cornuda! ¿Es que no te das cuenta de que hay un hombre muerto ahí abajo?
Era su manera de reconocer que también él estaba perdido.
—Justamente eso es lo que quería decirles —intervino Conway—. No podemos desembarcar en Navarino con un cadáver a bordo. La policía griega abrirá una investigación. De entrada nos someterán a una detención cautelar, y luego…
—Cierto —le cortó Auden, como si acabara de caer en la cuenta—, eso es seguro. ¿Y luego qué?
—Piensen lo que podemos alegar: ¿Que fue un accidente? Sí, no me lo diga —continuó el escocés leyendo la respuesta que asomaba en sus labios—, confiese a la policía que el asesino es un espectro que se oculta en la caja de la bodega. Solo conseguirá librarse de la cárcel para que le ingresen en un frenopático.
Lawrence aguardó a encender su pipa, y habló con voz serena.
—Reconozco que no lo había pensado, Conway, pero he de rendirme a su razonamiento. Bien, no tenemos escapatoria, ¿qué propone?
—En este clima los cadáveres se descomponen enseguida. No podemos mantenerlo a bordo.
—¿Está sugiriendo que arrojemos a Cornacchia por la borda? —volvió a protestar Cerio—. No cuente conmigo para semejante canallada.
—Ni con Gaetano —terció Auden—, el pobre muchacho no se merece eso.
—Gaetano es pescador, para él no hay sepultura más digna que este mar.
Lawrence volvió a hablar por los tres:
—Está bien, hágalo y ponga rumbo a Navarino.
—No vaya tan rápido, amigo. Los muertos que entregamos al mar también tienen sus protocolos, y nosotros vamos a respetarlos —exclamó Conway sin alterarse—. Esperaremos al amanecer, y no variaremos nuestro rumbo. Olvídense de Navarino. Si este viento se mantiene, mañana avistaremos las costas de Citera.
Cerio no ocultaba su desasosiego:
—Para entonces podemos estar muertos, Conway. Esa bestia infernal sabe que nos tiene en sus garras. Esta noche puede ser la última para todos nosotros.
—No lo será si nos mantenemos en vela —habló al fin Ankhesa—. Apofis solo ataca a los que duermen. Recuerde su propia experiencia.
—Es cierto —apostilló Auden—, usted dormía cuando se le apareció. Igual que don Giuseppe, seguramente estaba inconsciente.
—¿Y usted, cómo lo sabe? —El banquero no había retirado sus ojos de Ankhesa—. ¿Acaso ha tenido alguna experiencia con ese demonio?
—Más de las que usted imagina, señor. Las fuerzas que rigen nuestro mundo nunca mueren, siempre están presentes. Sí, yo las conozco, puedo reconocerlas bajo cualquier ropaje.
El magnate se sintió señalado por su fría mirada.
—Entonces, ¿a qué espera? Conjure a sus dioses para que nos protejan.
—Póngase en paz con los suyos, y rece por su alma —exclamó la reina, con esa voz que parecía un compás del viento—. Esta va a ser una noche muy larga, y sí, usted lo ha dicho: puede ser eterna para quienes no mantengan sus ojos bien abiertos.
Cerio no volvió a replicar. Al igual que los otros, bajó a la toldilla donde Auden ya estaba preparando una cafetera para sostener la tétrica noche de ánimas que se avecinaba. Solo Conway se atrevió a permanecer solo en su camarote, tampoco él dormiría ni un instante. Necesitaba ganar tiempo para seguir descifrando los papiros de la Gruta Azul. Ahora sabía que encerraban una profecía acerca de ellos mismos, y que esta se estaba cumpliendo de una manera inexorable. Probablemente Fersen también lo sabía. Su último cable enviado al Albatros no ocultaba sus intenciones. Había sido informado de que llevaba algo muy valioso a bordo y, aunque no supiera muy bien qué, ni pudiera imaginar siquiera que se trataba de la propia Nefertiti, en cuanto llegase a Alejandría estaría dispuesto a cualquier cosa por arrebatárselo. Removería cielo y tierra, hasta el mismo infierno. La persecución iniciada tres mil años atrás continuaba. Amón contra Atón, Tebas contra Amarna, los hombres de Smenjkara contra Akenatón. Se trataba de dos mundos enfrentados, dos reinos en batalla, dos almas inconciliables. Aquella guerra no concluiría hasta que uno de los dos bandos exterminase al otro, de una vez y para siempre.