28
EL sol comenzaba a despuntar sobre las cresterías de la isla de Pantelaria. Entre los promontorios del estrecho de Sicilia el mar se agitaba como una gran respiración apresada por la negrura. Gaetano se mantenía firme al timón, canturreando sus canzones mientras la estela del Albatros trazaba su senda de espuma. Conway le encajó el primer café del día sobre la cepa del bauprés.
—Buenas noticias, signore, mi tío Giuseppe se ha despertado sin fiebre, y tenemos un fantasma a bordo.
—¿Un fantasma a bordo? —preguntó el escocés, recordando el episodio de la noche anterior, en su camarote—. ¿Qué tontería es esa?
—El poeta del spumante, ya sabe, el de las orejas grandes —precisó, refiriéndose a Auden—. Ha subido al puente sobre la medianoche, signore. Según él, cuando estaba durmiendo, le ha zarandeado un faraón con cabeza de perro.
—¿Un faraón con cabeza de perro?
—Él dice que lo ha visto, pero había que verle a él. Venía con los pelos de punta, como un porcospino. Quería tirarse por la borda.
—Lástima que no haya tiburones en el Mediterráneo —masculló el escocés—, se hubieran dado un buen festín.
En esas estaban cuando la cabeza de Lawrence asomó por la toldilla.
—¡El herido le está llamando, Conway!
—Será que quiere un traje de enterrador, como los que se gastaba en el San Felice —apostilló Gaetano—. Ya sabe cómo es don Giuseppe, genio y figura.
—¿Y tú, te atreverías a dejar el timón en manos de uno de estos? Llevas toda la noche pilotando, tienes que descansar.
—El mar es mi descanso, signore. Vaya con mi tío y no se preocupe por mí.
Fue lo que hizo. Bajó en tres zancadas al sollado. De camino al camarote principal pasó por la cocina para retirar la cafetera y un buen pedazo de bizcocho. Cornacchia le recibió incorporado sobre un par de almohadas. Todavía respiraba con dificultad, pero la vida había regresado a su mirada.
—No sabe cuánto he esperado este momento, mister Conway, tengo tanto que contarle…
—Come algo primero. Ahora me toca a mí servirte a ti —ironizó el escocés—. Espero que no me despidas si derramo un poco de café…
Don Giuseppe no sonrió.
—Cierre la puerta, por favor, nadie debe escuchar lo que voy a decirle.
—Vaya, cuánto misterio, espero que sea algo importante.
El anciano apuró un sorbo antes de continuar.
—¿Se acuerda cuando le dije que el barón Fersen era un grande jetattore, un viejo brujo?
—Sí, claro que sí, me lo dijiste al poco de conocernos. El segundo día de mi estancia en el San Felice, si no me equivoco.
—¿A qué viene eso ahora?
—No le he visto cerrar la puerta… ¿Seguro que la ha cerrado bien? —Conway asintió, él insistió, en el mismo tono acuciante—. ¿Con dos vueltas de llave?
—Una es más que suficiente. Estamos a bordo del Albatros y Fersen no viaja con nosotros. Anda perdido por Inglaterra.
—Yo no lo diría tan seguro, signore. Ese hombre es un demonio, y su secretario, Messori, ese es el mismo satanasso.
—Ya está bien, Giuseppe, cálmate un poco y empieza por el principio.
—Sí, tiene razón, he de comenzar por el principio.
El anciano acabó de tragar lo que tenía en la boca; desvió una mirada hacia la escotilla, más sereno, pero sus ojos tenían el mismo fuego oscuro cuando volvió a clavarlos en los del escocés.
—Siete días antes de que estallara la algarada de los fascistas, fui testigo de un encuentro muy revelador: Fersen recibió en Villa Lysis a Malaparte y a Pagano, ya sabe, el gran podestá de esa gentuza…
—¿Y tú, qué hacías ahí? —le cortó el escocés.
—Eso no puedo contárselo, signore.
Conway apretó las mandíbulas. Recordaba muy bien la escena de la que había sido testigo el primer día de sus prospecciones en la Gruta Azul, cuando irrumpió aquel cónclave de fascistas disfrazados de centuriones. Cornacchia estaba entre ellos. Sí, el mismo Giuseppe Cornacchia que dos semanas después les plantó cara a las puertas del San Felice, el mismo que había recibido aquel disparo por parte de aquellos canallas. Solo había una manera de que todo eso encajara.
—Tienes que contarme toda la verdad, Giuseppe, pero empezando por ti. Ya no puede haber misterios entre nosotros, ¿lo entiendes? —El anciano cabeceó afirmativamente, Conway continuó—. Yo sé algo de ti que debes explicarme. ¿Recuerdas aquel día en que esos bastardos se reunieron en la Gruta Azul? Yo estaba allí, lo vi todo.
Cornacchia no parpadeó.
—Bien, perfecto. Así me evitará mayores explicaciones. Sí, también estaba yo. Trabajando. Esa era mi cobertura.
El escocés frunció el ceño espesando un silencio donde pugnaban la incredulidad y el desconcierto. ¿O sea que Cornacchia era algo parecido a un espía? Pero ¿Al servicio de quién?
—Si no le respondo a lo que me pregunta le aseguro que es por su bien. Créame, no puedo decirle más —insistió el anciano—. Gracias a eso pude infiltrarme en aquella reunión de gerifaltes en Villa Lysis. Estaban todos, incluido il Dottore.
—¿También Messori? ¿Pero si es judío…?
—Y Fersen homosexual, como toda su corte.
—¿Entonces?
—Entonces llegaron a un pacto para salvar su pellejo: la vida de todos esos hijos de la gran puta a cambio de la suya.
Conway sintió que se le encogía el estómago.
—¿Pero qué locura me estás contando? Yo no pinto nada en esto…
—Eso es lo que usted se cree. No conoce el carácter de la gente de aquí. La máscara siempre es una sonrisa, el extranjero siempre es bienvenido, se le acoge enseguida, se le agasaja, se le colma de atenciones. Pero debajo de esa piel usted nunca dejará de ser un intruso para ellos. Se le vigila día y noche, está bajo sospecha.
—¡Por todos los demonios! ¿Bajo sospecha de qué…?
—A usted le vigilaban desde el mismo día en que comenzó sus excavaciones. Sí, no ponga esa cara de pasmado. No es tan extraño, y nada más fácil de llevar a cabo.
Conway apenas acertó a articular:
—¿Gaetano?
—Por supuesto que no. Mi sobrino es uno de los nuestros.
—¿Quién entonces?
—Gatto cento occhi, signore, e dietro di lui una ventiana di cani[42] —Cornacchia le cantó el viejo proverbio napolitano sin parpadear—. Lo saben todo de usted. Todo, o casi todo…
—Dime lo que saben.
—Saben que usted encontró algo importante en un agujero de Villa Helios. Algo que ha querido guardarse, sin revelar ni una palabra a Fersen, ¿es cierto?
—¿Y qué más?
—Fersen piensa que se trata de un tesoro del tiempo de los faraones. Lo quiere todo para él.
—No entiendo nada. ¿Qué tiene que ver eso con los fascistas?
—Los del círculo de Malaparte están aún más locos que los que se reúnen en el fumatorio de Villa Lysis. Si estuvo el día del ritual en la Gruta Azul no hace falta que le diga más. Ya sabe que su obsesión es acabar con unos supuestos «hijos de Sejano» que, según ellos, han traído la decadencia a Italia. Pues bien, hasta ese día Fersen y su capilla de opiómanos estaban en la lista negra. Ahora ya no lo están. ¿Me va entendiendo?
—Continúa.
—Usted es el demonio, signore… O, al menos, Fersen ha conseguido convencerles de que lo es. Esa ha sido su venganza. Sí, su venganza por no haberle revelado su secreto. No se asombre, antes hicieron algo parecido con su colega, Caltagirone, el arqueólogo que le precedió. Pero a este lo liquidaron por otra razón…
—¿Cuál?
Cornacchia le miró a los ojos y dijo con lentitud:
—El mercado clandestino de gas nervioso, ni más ni menos.
—¿Pero qué me estás diciendo?
—Lo mismo que le avancé la última mañana que bajó a desayunar, en el San Felice.
—Sí, ya lo recuerdo, allá estaba el tal Von Lüttwitz.
—Herr Lüttwitz es el banquero de Krupp, el fabricante de armamento. Dos días antes acababa de firmar con Cerio el contrato de su vida: cien cañones prusianos para el futuro ejército de Mussolini. Fersen también negoció con él, imagine qué.
—¿Fosgeno?
—Ecco, signore, el agente letal más mortífero que ha inventado el hombre, el gas más infame y efectivo de la Gran Guerra. Fersen suministró a herr Lüttwitz una tonelada de fosgeno envasada en cilindros recién llegados de Marsella… por la vía de su proveedor habitual de opio.
—¿Un tipo como Fersen metido en el negocio de armamentos? No puedo entenderlo… ¿Pero por qué?
—El opio es un vicio muy caro, signore. Fersen comenzó traficando para su propio consumo, luego para el de medio país. Acabó necesitando nuevas fuentes de ingresos. Tan sencillo como eso. —Cornacchia mantenía las manos apretadas en torno a su taza—. ¿Tiene un cigarrillo? —preguntó. Conway le pasó la cajetilla y el encendedor. El maître saboreó la primera calada con delectación—. Poco antes de que usted apareciera en Capri, Caltagirone descubrió su juego. Solo con eso ya estaba sentenciado. Fersen decidió eliminarlo, pero no lo hizo inmediatamente… Su taimada mente elaboró un plan perfecto. Se inventó la leyenda de los «hijos de Sejano» y la dejó caer en el cónclave de Malaparte. Fueron esos matarifes quienes le hicieron el trabajo sucio mientras el barón quedaba fuera de toda sospecha, cultivando su jardín.
Conway no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. O sea que era Fersen quien se había inventado esa historia demencial acerca de los «hijos de Sejano», la misma que acabaría volviéndose contra él. La desnuda elocuencia de Cornacchia, sin embargo, resultaba demoledora. El viejo maître apuró otro trago de café. Sus ojos acuosos se habían convertido en un trazo brillante.
—¿Y la muerte de Gesualdo? No me digas que él también…
—No, el pobre Gesualdo pagó con su vida su lealtad. Se negó a colaborar. Esa fue la causa de que cayera sobre él la maldición de los faraones. —En eso, ambos escucharon un ruido de pasos en el corredor, al otro lado de la puerta. Don Giuseppe no continuó hasta que cesaron—. Fersen no tuvo nada que ver. Pero había cometido un grave error, el mismo que Cerio. Creyó que con el pacto del fosgeno sería suficiente. Pero esos imbéciles se habían creído a pies juntillas la historia de los «hijos de Sejano». Ahora también querían su cabeza. Sí, la suya, signore Conway. Fersen se negó a entregársela… hasta que usted le revelara dónde había encontrado su tesoro. La respuesta de los fascistas no se hizo esperar. Recuerde a aquel chapero que amenizó la última fiesta egipcia en La Grotelle. ¿Cómo se llamaba?
Conway hizo un esfuerzo por recordar, ninguno de los dos lo consiguió.
—Es igual —siguió el anciano—, el nombre es lo de menos. Aquí lo que importa es cómo se las gastan esos malnacidos. Después de eso, y una vez que se convenció de que usted no le revelaría su secreto, Fersen se plegó a todas sus exigencias. El día de la reunión en Villa Lysis les ofreció una versión delirante de sus prospecciones, justo la que ellos esperaban: usted había profanado, naturalmente, sin su consentimiento, una tumba oculta en las criptas de Villa Helios. Dentro, debía dormir el peor de todos los demonios faraónicos que se trajo Sejano desde Egipto. Un ser tan terrible que hasta el mismo Tiberio optó por sepultarlo en el paraje más inaccesible de la isla. Usted lo habría conjurado con toda intención. Al despertar, de la boca de ese demonio brotaron algo parecido a las siete plagas. Italia entera sucumbirá si no le cortan la cabeza. Y, en fin, ese fue el pacto: Fersen les dio vía libre para acabar con usted y, a cambio, obtendría de ellos algo parecido a un visado de inmunidad.
—Pero, entonces —exclamó Conway, atónito—, ¿por qué se fue a Inglaterra?
—Recuerde lo que sucedió con Caltagirone. El barón es un tipo elegante, detesta que le salpique la sangre. ¿Entiende?
—Más o menos…
—La idea era ventilárselo a usted el mismo día de su boda. Mientras él se casaba con Leticia, usted celebraría su luna de miel en el infierno. Tuvo mucha suerte: gracias al motín del otro día, ha salvado el pellejo. Pero si Ignacio Cerio viaja con nosotros no dude que, allá donde atraquemos, le estarán esperando.
Su mirada grave, penetrante, acabó de convencerle. Conway se vio atrapado entre dos delirios que, sin embargo, se le imponían con presencias bien ciertas, absolutamente tangibles. Arriba, en el puente del Albatros, le aguardaba una mujer imposible surgida de una tumba. Y, de creer en lo que le decía Cornacchia, en cuanto desembarcase en Alejandría los sicarios de Fersen se le echarían encima para acabar con él bajo una imputación tan peregrina como que se dedicaba a conjurar demonios. Todo esto estaba sucediendo en 1920. Las cazas de brujas habían pasado a la historia. Vivían en el siglo de la ciencia positiva y el racionalismo. Aquella espiral de locura le obligó a concentrar toda su racionalidad en un objetivo: idear una estrategia para seguir vivo en medio de la pesadilla.
—¿Y tú, Giuseppe? ¿Qué piensas tú de todo esto? —preguntó al fin, casi temiendo su respuesta.
—Por favor, signore, yo solo creo en lo que veo. Toda esa patraña no es más que una invención de Fersen para escapar de ese manicomio de fascistas que se creen una reencarnación de Tiberio y Mesalina, o como quiera que se llamara la zorra de su mujer. El barón, ese criminal internacional, solo busca borrar las huellas que le señalan como un maldito mercader de la muerte. Quiero pensar que tiene los días contados. Caltagirone está muerto, pero hay muchos que pueden identificarle y están bien vivos. Cualquiera de ellos se sentiría dichoso de poder contribuir a su ejecución.
—Como tú, supongo…
—Y espero que también como usted, signore. No apelo a su ética, ni a su sentido de la justicia: le va la vida en ello.
En las facciones del anciano se dibujaba una especie de reposo expectante, como si esperara una pregunta más, la misma que formuló Conway en ese momento.
—¿Qué es lo que sabes acerca de mis excavaciones en Villa Helios? Dímelo de una vez: ¿Qué es lo que te ha contado Gaetano?
—Niente, signore. Mi sobrino solo me cuenta lo que cree que debo saber. Lo que hayan pactado entre usted y él —y según lo decía, cruzó los dedos y se los llevó a la boca—, eso es sagrado para un Cornacchia.
¿Podía creerle? Al fin y al cabo, don Giuseppe también tenía su máscara. Bajo el pulcro chaqué del maître del San Felice, no podía olvidarlo, se ocultaba un personaje demasiado desconcertante. ¿Para quién trabajaba? ¿Para los comunistas de la Scuola Rivoluzionaria, o quizá para alguna embajada? Cornacchia no se lo revelaría nunca. Pero tenía que creerle, sí, tenía que creer en alguien, aunque solo fuera por mantener un punto de cordura. Se retiró diciéndole que subía a relevar a Gaetano. Su sobrino bajaría enseguida, también él tenía que descansar. Su pensamiento dominante era otro. Ahora todos los que viajaban a bordo del Albatros le parecían bajo sospecha. Empezando por Ignacio Cerio. El magnate era uno de los íntimos del barón Fersen. ¿Pero, qué decir de Auden y Lawrence?
Se los encontró a los tres reunidos bajo la toldilla. Curiosamente, Ankhesa había dejado de interesarles. El escocés interrumpió el conciliábulo.
—¿Qué sucede? ¿Algún problema?
—¿Algún problema? —repitió Lawrence, erigiéndose en portavoz del trío—. Mire a su alrededor: hace ya un buen rato que ha dejado de soplar el viento, y observe.
—¿Que observe qué?
—¿Por qué se balancea tanto este cascarón si todo está en calma?
Auden se adelantó a responder:
—Este velero está maldito, igual que el del Holandés errante. Supongo que estará al tanto de la aparición que me ha asaltado esta noche…
—Gaetano me ha contado algo. Esas cosas pasan a veces, sobre todo cuando se cena demasiado. Una mala digestión.
—De eso nada, Conway —prosiguió Lawrence—. Yo también lo he visto, sí, poco antes del amanecer.
—Y yo —concluyó Cerio, su voz temblaba al recordarlo—. Pero lo mío ha sido peor. Esa cosa no era humana. Una especie de animal negro y viscoso, sin patas, como una enorme babosa. Estaba ahí, acostado a los pies de mi litera, y me miraba de una manera horrible. Nunca olvidaré esos ojos. ¿Sabe lo que ha sucedido después?
Conway se tragó la repugnancia que le inspiraba aquel sujeto, mucho mayor que la de aquella bestia fantasmagórica. Seguramente se trataría de su conciencia.
—Adelante, cuéntemelo…
—Tenía mi pistola bajo la almohada. Cuando me ha visto cogerla, esa babosa repugnante se ha erguido sobre su base y me ha abierto una bocaza erizada de colmillos. Creí que se me iba a tirar al cuello. Pero no, al ver que le plantaba cara se ha ido retirando hacia la escotilla y ha desaparecido lanzando un gruñido espantoso. Todavía retumba dentro de mi cabeza…
—Para mí está claro —intervino Auden—, es por la caja que lleva en la cala. La trajo amarrada a un féretro. No cabe peor augurio para la gente del mar.
—No queremos seguir en este barco —le cortó Lawrence, de una manera tajante—. Llévenos a tierra.
Conway mantuvo la calma. Después de lo que le había revelado Cornacchia tenía la certeza de que los peores demonios son los de rostro humano.
—No abusen de mi paciencia, señores —exclamó, encarándose con los dos ingleses—, esto no es un crucero de placer. Ustedes no tienen derecho a exigirme nada, y menos en esos términos. Y en cuanto a usted, Cerio —añadió, volviéndose hacia él—, más le valdría callarse.
—¿Callarme? —se indignó el magnate—. ¿Por qué? ¡Este es mi barco!
Conway tuvo que contenerse para no darle un puñetazo. En lugar de eso cambió de tono, un tono de evidente desprecio.
—Este barco ya no es de nadie, salvo de quien lleve el timón. Y en cuanto a su noche de terror, si usted vio esa cosa lanzarse al mar por los imbornales, ¿de qué se preocupa?
—Estamos convencidos de que regresará —continuó Lawrence—. Tarde o temprano este velero se irá a pique, igual que el Titanic.
El escocés descifró su alusión. Según la leyenda popular el naufragio del Titanic se debía a la momia de la pitonisa de Akenatón que viajaba en el puente. Eso quería decir que sabían algo acerca de la que guardaba en la bodega, aunque se privaran de manifestarlo. Entonces, ¿cabía la posibilidad de que Lawrence y Auden también estuviesen concertados con Cerio? Si era así, le estaban brindando la coartada perfecta para quitárselos de en medio.
—De acuerdo, haré lo que me piden —les concedió al fin—. Si no quieren esperar a que lleguemos a Atenas les propongo una alternativa: puedo desembarcarles en la isla de Citera, la más meridional de Grecia.
—… Citera, ¡la isla del amor! —exclamó Auden, lúgubremente—. ¿Y eso, cuándo sería?
—Si todo va bien, mañana sobre el mediodía.
Auden y Lawrence se cruzaron una mirada.
—Bueno, está bien —concluyó este—, mañana en Citera. Le tomo la palabra.
Conway escupió a contraviento antes de volver a dirigirse a Cerio:
—¿Y usted? ¿Se bajará con ellos o continúa hasta Alejandría?
—Déjeme pensarlo. He quedado con mi hija en que le enviaría un cable después de comer. Ella y Fersen se embarcaron anoche en el Orient Express. Dentro de dos días estarán en Estambul.
El escocés ya no respondió: todo encajaba en la conjetura de Cornacchia. Cerio seguía manteniendo una comunicación directa con Fersen por medio del telégrafo de a bordo. Creían tenerlo atado de pies y manos, pero no sabían que ahora también él conocía su juego. Y eso cambiaba mucho las cosas. Harto de ellos, Conway les dio la espalda y se dirigió al timón para relevar a Gaetano, que al fin consintió tomarse un descanso.
—Mire, jefe, el viento de levante ya está aquí —exclamó el pescador señalando las velas—. Habrá que cazar bien los obenques.
—Baja a ver a tu tío, ya me arreglo yo.
Gaetano obedeció. El escocés ajustó el rumbo y aseguró los estayes. Enseguida, el Albatros comenzó a deslizarse a favor de la marea, y los que estaban a popa se recluyeron en sus camarotes. De pronto, Conway volvió a oír aquellos pasos fantasmales sobre el puente. No había nadie más que él. ¿Dónde estaba Ankhesa? Poco después se hizo el silencio, un silencio de muerte.