27

ENTRETANTO, Gaetano arrumbó la proa del Albatros en paralelo a la dentada línea de sombra de los acantilados. No había casi viento y la embarcación apenas avanzaba, movida solo por el impulso de la corriente. Tardaron una eternidad en alcanzar las bocche —las bocas del abra—, al pie del faro que preside el estrecho de Capri. Allí se forma siempre un remolino de agua agitada por las mareas. El cúter tensó su aparejo con el primer golpe de viento y, al fin, se deslizó hacia mar abierto silbando como un pez volador a la caza de un cometa. Conway se aplicó a izar la vela mayor. Lawrence no esperó a que se lo pidiera para sumarse a la maniobra. A lo lejos, la ciudad resplandecía bañada por el sol poniente como una joya.

—Tengo que pedirle que me disculpe por las palabras de antes. —El escritor lo decía de corazón, buscando sus ojos—. Ha sido el miedo, me avergüenzo profundamente…

—Todos tenemos miedo, amigo, puedo comprenderlo.

—Le juro que no se repetirá.

—¿Y su colega? ¿Dónde se ha metido? —replicó el escocés dando el tema por zanjado—. No nos vendrían nada mal un par de manos más para cazar el foque y la escandalosa. Tenemos que aprovechar este viento antes de que estalle la tormenta.

—Si se refiere a Auden, me temo que tendremos que acostumbrarnos a prescindir de él. Pese a que ha escrito espléndidos poemas de ambiente marinero, el mar le aterra. La última vez que lo vi estaba vomitando. Pura literatura, por supuesto.

Mientras este desplegaba el foque, Conway desplegó asimismo su primera sonrisa. Fue entonces cuando apareció Ankhesa. Todas las miradas se volvieron hacia ella.

—Es la flecha roja del demonio Nehaner —exclamó, mostrando la bala—. Pero creo que he conseguido sacársela entera.

Gaetano soltó el timón y se deslizó bajo el mastelero:

—¿Y él, cómo está?

—Se curará. He puesto sobre su corazón las tres manos sagradas, y sobre su herida tres vendas untadas en miel. Ya ha dejado de sangrar.

—¿Vendas untadas en miel?

La pregunta venía de Cerio, que seguía recostado sobre la botavara, con un pañuelo en la boca, incapaz de sobreponerse al mareo.

—Es el mejor remedio contra las infecciones. Apofis, el diablo que pudre las heridas, detesta la miel. Huye del cuerpo de los enfermos en cuanto la huele.

Gaetano, Cerio y Lawrence, el pescador, el banquero y el intelectual, se cruzaron una mirada aturdida. ¿Qué lenguaje hablaba aquella mujer? Bueno, debieron pensar, tratándose de la pareja de un egiptólogo, no resultaba tan extraño que se expresara en jeroglíficos. Además, ¿no era Capri la capital de la excentricidad? Cerio, abrumado por su mala conciencia, se sintió obligado a celebrar que todo se hubiera resuelto de la mejor manera.

—Tengo unas cuantas botellas de champán en el sollado. La bebida de los faraones, je, je… —puntualizó buscando congraciarse con el escocés—. ¿Les parece que brindemos por nuestra enfermera?

—… Solo si nos lo permite el viento —apostilló Conway antes de volverse hacia Gaetano—. ¿Cómo sopla ahora?

—Suave como una monja, signore. La tempestad no nos alcanzará hasta la noche.

No hizo falta más para que el magnate rodara hacia la bodega, de la que regresó al punto con tres botellas de la viuda más famosa de Reims —madame Clicquot, naturalmente. Tras él, apareció un homúnculo tambaleante luchando por mantener su propio equilibrio, pero aún más el de las seis copas que sostenía sobre una bandeja. Se trataba de Auden, el autor del célebre El espejo y el mar. Cerio descorchó ruidosamente la primera botella.

—Señores, en el breve instante que nos queda entre la tempestad y la gloria, ¡bien podemos beber una copa de este elixir de los dioses!

Hasta Lawrence, el gran circunspecto, se permitió hacer una frase:

—¿Saben lo que decía Napoleón Bonaparte? «En la victoria mereces beber champagne; en la derrota, lo necesitas».

—Entonces es nuestro caso —le siguió Auden—. Aunque, a decir verdad, ¿quién puede hablar de derrota estando en presencia de una dama tan bella?

—¿Me permite, señorita? —preguntó Cerio mientras le servía a ella antes que a nadie—. Mirándola a usted, me creo la leyenda.

—¿La leyenda? ¿Qué leyenda?

La pregunta de Lawrence se adelantó a su copa, que el magnate se apresuró a colmar con un guiño.

—Según se dice, el molde que dio forma a la primera copa de champagne de la historia se hizo sobre un pecho de la reina María Antonieta, la esposa de Luis XVI.

Y la reina bebió, sin entender nada, aquel zumo tan distinto del que se fermentaba en los viñedos de Amón. Estaba acostumbrada, desde tres mil años atrás, a los cumplidos de sus cortesanos. Conway observaba la escena recostado contra la amura de babor, junto a Gaetano, que se volvió hacia él ya con la tercera botella en la mano.

Guardi, signore, esos tres moscones se mueren por hincarle el diente a su pastel.

—No te preocupes, ella puede con los tres. Y no bebas tanto: cuando rompa la tormenta te necesito bien sobrio al timón. Por cierto, Gaetano…

—Dígame, jefe…

—¿Fue tu tío, don Giuseppe, quien disparó contra Caparezze?

El italiano bajó la mirada, parecía vacilar, pero al fin lo dijo.

—No, signore, fui yo, pero no me arrepiento. Ese torrone di merda iba a matarle…

—Nunca podrás regresar a Capri.

—¿Qué me importa eso ya? Con lo que me va a pagar tengo más que pensado donde pondré la proa con mi Annunziata: ¡empezaremos una nueva vida en América!

Conway le pasó su brazo por el hombro y le apretó fuerte.

—En América o en el fin del mundo seguiré estando en deuda contigo, Gaetano: te debo la vida.

El Albatros mantuvo su rumbo sur-sureste, adentrándose en el mar alto, que comenzaba a picarse ante la inminencia de la tormenta. Esta no tardó en hacer su aparición, precedida por una gran nube malva que, enseguida, se adueñó de todo el arco del cielo. En cuanto rompió el primer trueno, la lluvia comenzó a arreciar empañando el horizonte como un calamar asustado que vacía su vejiga y enturbia las aguas con una cortina de tinta. Auden, ya absolutamente borracho, batía palmas a cada nuevo estrépito. Su colega, Lawrence, ni se molestó en guarecerse bajo la toldilla. Contemplaba la tempestad como si fuera una manifestación de las fuerzas misteriosas e incontrolables de los viejos dioses. Ignoraba que tenía a su lado a uno de ellos. Impasible como una esfinge, Ankhesa había subido hasta la proa para formular uno de sus conjuros callados. El trueno era para ella una manifestación de Herihor, «el sacudidor de las almas». Su presencia anunciaba los peores presagios. A medida que la tormenta iba quedando atrás, el cielo les envió otra señal. De pronto la superficie del mar, oscura hasta entonces, se volvió fosforescente.

—¡Miren esto! —exclamó Cerio, maravillado, observando el agua que parecía hervir alrededor del casco—. ¡Es puro fósforo!

Lawrence se limitó a murmurar.

—… Parece que todos los muertos de este mar se reúnen a nuestro alrededor.

Gaetano, harto de ellos, masculló algo acerca de las algas que provocaban aquel fenómeno, nada nuevo para él. Esta vez no tenía a Conway a su lado. Poco antes de que rompiera la tormenta, el escocés había bajado a su camarote. Allá, sobre una pequeña mesa, se ocupaba en descifrar los papiros encontrados en el sarcófago de Nefertiti, que había fijado entre dos láminas de vidrio.

Desde que comenzó a hacerlo, en el San Felice, se guardaba para sí todo lo que le iban revelando. Por alguna razón, prefería que su reina no supiera nada. Pero, desde entonces, su espíritu vivía atormentado por violentas visiones, brumosos torbellinos de palabras de las que surgían seres extraños que le susurraban sus secretos. El primero de aquellos papiros apenas le inquietó, pese a que prodigaba hasta veinte fórmulas de maldición para quien se atreviera a profanar el reposo de la reina Sol: «… La cobra que está sobre mi cabeza aniquilará a quien turbe mi sueño. El intruso será maldito por toda la eternidad, su cuerpo no tendrá tumba, y el rayo de Atón destruirá su alma. Jamás volverá a despertar». Todas las tumbas reales se defendían con baterías de maleficios como aquel. No obstante, el rollo que había comenzado a descifrar avanzaba algo parecido a una profecía.

Sucederá en siete pasos y en siete lunas, tal como lo anunció Ribbadi de Biblos, el de la doble visión. Cien ciclos adelante, cuando la Bella se encuentre en la Duat, los Pueblos del Lobo vendrán a por ella, y la llevarán más allá de los Nueve Arcos, hasta el lejano Occidente. Conocerá entonces la Bella una segunda morada, en la isla de Khnum, el dios carnero, aquel que velará sus mutaciones en el mundo del silencio, Cuando se cumpla el tiempo, su divino esposo Akenatón vendrá a alzarla de su sueño. Ambos cruzarán La Muy Verde cabalgando los delfines de Hatmehit. Pero, por hacerlo a través de las aguas, despertarán a los que perecieron por las aguas de Hapi, y se cumplirá su venganza. La dorada Rakotis será su puerto. Entonces las rojas alas de Seth cubrirán el cielo, y el Chacal morderá el corazón de la esfinge…

Demasiadas alusiones, y demasiado intrincadas, él no creía en esas cosas, pero aquel rollo traducía de una manera explícita lo esencial de su historia. «Cuando la Bella se encuentre en la Duat los Pueblos del Lobo vendrán a por ella». Si la Duat era el inframundo de los egipcios, ¿qué podían significar esos «Pueblos del Lobo», sino las cohortes de Sejano, cuyo emblema era la loba capitolina? La isla de Khnum, el dios carnero, encajaba con la genealogía de Capri. Cruzar La Muy Verde equivalía a atravesar el Mediterráneo, y Rakotis era el nombre faraónico de Alejandría antes de que la refundase Alejandro Magno. El agua se imponía como otra de las grandes claves, pero no solo la del mar. Por el agua del Nilo —Hapi— perecieron los conspiradores que asesinaron a Akenatón. ¿Quién sería Seth, el de las alas rojas, quién el Chacal…?

Conway prefirió no continuar. Aquel papiro excitaba su imaginación, le alteraba absolutamente. El cartucho que le identificaba con Akenatón le parecía una locura. No obstante, la misma Nefertiti se lo había señalado así: «llevas el “ken” en tu nombre…». Sus cavilaciones se interrumpieron en ese punto. De pronto, escuchó unos pasos que avanzaban por su espalda. Creyó que se trataba de Ankhesa, y se volvió para recibirla. Pero no, allá no había nadie. Los pasos volvieron a hacerse oír sobre la tarima. La mirada de Conway siguió la dirección del ruido.

—No, no estoy loco —se dijo—, hay alguien aquí. Alguien o algo…

Se incorporó buscando un arma. Una mano poderosa le retuvo. La mano de nadie, porque allá no había nadie más que él. Y, sin embargo, sentía de una manera plenamente física la presión de aquella garra sobre su hombro. Una fría mano de hueso, la mano de un esqueleto. O la de una momia. Un estremecimiento le recorrió el espinazo. Kenneth puso en tensión todos sus músculos para luchar contra ese poder invisible. Repentinamente se sintió liberado. Y, al instante, apareció Ankhesa al otro lado de la puerta.

—¿Qué te pasa, amor mío? —le preguntó, al reparar en la palidez de su rostro.

Kenneth respiró hondo y respondió con otra pregunta.

—¿Y tú, no has sentido nada extraño?

Nefertiti sacudió la cabeza y enlazó sus brazos sobre su cuello. Conway escrutó sus ojos, sabía que en ellos residía la clave de todos los misterios.

—Aún no me has dicho dónde me llevas —articuló la reina en un susurro—. A nuestro Khemet, sí, ya lo sé… Pero, dime, ¿qué haremos cuando lleguemos?

—Haremos lo que digan estos papiros —repuso el escocés—. Ellos nos mostrarán el camino. Es posible que tengamos que irnos aún más lejos, no lo sé…

—Hemos atravesado juntos las puertas del cielo, ¿no te parece bastante?

—Nada me parece bastante cuando estoy contigo.

—Bésame…

Al besarla, Conway sintió que se le iba la cabeza. Cuando despertó era de noche, y Ankhesa ya no estaba junto a él.