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YA no volvieron a hablar del tema hasta que regresaron a Capri. Pero, en los días sucesivos, Kenneth Conway apenas pudo conciliar el sueño. Se sentía atrapado en un laberinto oscuro donde cada mirada, cada palabra y cada silencio no hacían sino incrementar su desasosiego. Había algo muy turbio en la solicitud con que el signore Cornacchia le preguntaba por la hora en que bajarían a desayunar al día siguiente, evitaba a los jornaleros de mastro Vincenzo —que permanecían ociosos, a la espera de que se reanudasen las excavaciones—, y cada vez que se cruzaba con Messori, mientras le abrumaba con sus cortesías creía escuchar en ellas, como el rumor de un bajo profundo, el lento punteo de una cuenta atrás.
¿Cuándo regresarían Leticia y Fersen? ¿Y cómo podría justificar la presencia de Ankhesa ante ellos? Leticia nunca le perdonaría que hubiese traicionado sus sentimientos. Sí, ella se había casado con el barón, pero ambos sabían que se trataba de una boda concertada para salvar a su familia. Los Cerio eran judíos, y el ascenso imparable de los fascistas en la isla anunciaba un tiempo difícil para todos ellos aunque, entonces, nadie podía imaginar siquiera el holocausto que se estaba urdiendo bajo aquel decorado festivo, despreocupado y decididamente delirante, en el más genuino estilo Belle époque.
Entretanto, Ankhesa vivía sus días junto a él como una exiliada que comenzara a recordar, dolorosamente, el mundo que dejó atrás. Se diría que, a medida que despertaba de su largo sueño, todos sus viejos fantasmas hubiesen despertado con ella. El temor a que volvieran a asediarla acabó por convertirse en una obsesión. A menudo se despertaba sobresaltada en medio de la noche, empapada de sudor, los ojos extáticos, como si estuviera viendo ante sí los espectros de los conjurados que acabaron con la vida de Akenatón. Allá estaban el sinuoso Meri-Ta, el sumo sacerdote comprado por los clérigos de Tebas, el siniestro Ahmosis, el portador del sello real, también Perennefer, el copero de su majestad, y Hatay, el arquitecto, y el intrigante Kafra, y, por supuesto, el general Horemheb, quien urdió el plan para acabar con la vida del faraón en complicidad con su segunda esposa, Kya, la concubina hitita. Los presentía agazapados entre las sombras de su habitación en el San Felice, ocultos tras los cortinajes que mecía la mano de la brisa, pegados a la pared tras la puerta entreabierta, al otro lado de la goteante cortina de la bañera de patas de león, aguardando su momento, el momento de la venganza. Ella les había castigado con la suya. Una vez que instalaron en el trono de Akenatón al corregente Smenjker, los reunió en una sala subterránea de su palacio, hizo sellar todas las puertas…
—… Sí, lo sé, y abriste las exclusas del Nilo para que tu dios acabara con todos ellos —continuó Conway, sin acuciarla, pero buscando averiguar algo más.
—Con todos no. Al menos uno consiguió escapar: Horemheb, el hijo del alfarero. Este contaba con la complicidad del gran visir Ay, quien acabó sentado en el trono de las dos tierras a Tutankamón, el hijo de Kya, la hitita…
—Pero eso apenas cambia las cosas. Seis de los siete traidores perecieron como perros, sin conocer sepultura y sin ser asistidos por los rituales de Kepher. Nadie envolvió sus cuerpos en el sudario de resurrección que permite el regreso a la vida. Si esto sucedió así, y tú lo sabes mejor que yo, ¿cómo es posible que hayan vuelto?
—Olvidas la magia de Seth, el destructor de Osiris, el de los siete rostros y los siete escorpiones, el gran león nacido de sí mismo. Él siempre vela por los hijos del mal. Cuando los necesita para cumplir sus designios, los levanta de las arenas con su boca de fuego, y pone su cuchillo en su mano.
—Si es como dices, eso solo puede suceder en el reino de Seth, en Egipto. Ahora estás en una lejana región de Occidente, y estás conmigo.
—Egipto es y ha sido siempre el mundo entero. Nuestros dioses no tienen fronteras, Seth está en todas partes y este es más que ningún otro el tiempo de Seth. Mis sueños me hablan, ya te lo he contado… Veo nubes de fuego, ríos de sangre corriendo por esta tierra, una guerra atroz como nunca se ha conocido en los Nueve Arcos. Y todo comenzará cuando consigan cortar mi cabeza. Lo sé, lo presiento…
—¿Por qué no piensas que Atón puede salvarte de todo? Es la gran fuerza del universo ante la que callan todos los dioses. Además, llevas la cruz del ankh sobre tu pecho y todos tus talismanes.
La reina volvió hacia él con un rostro angustiado, respiraba agitadamente.
—¡Aquí no tienen ningún poder, Ken, eso es lo que quería decirte! —exclamó, haciendo un esfuerzo por mantenerse serena—. Por eso tenemos que regresar cuanto antes. Solo podremos vencerlos conjurándolos en el mismo lugar donde acabé con sus vidas. Y la momia que guarda mi corazón ha de venir con nosotros. Solo podré quedarme contigo para siempre si ella encuentra su reposo, en la Casa de los Millones de Años. Allá, en la sagrada Amarna, volveré a ser fuerte, y mi magia acabará con ellos para siempre.
—Entonces no te preocupes más. Ya te he dicho que haremos ese viaje.
—Sí, me lo dices todos los días, pero el día nunca llega.
—Llegará pronto, Ankhesa, confía en mí.
—No puedo más, Ken, te juro que no puedo más.
No era la única que lo pensaba en Capri, en Italia, en Europa entera. Tras el desfile ante el Palacio Real, en Nápoles, los fascistas de Pagano habían regresado a la isla en un estado de exaltación francamente preocupante. Ya no se ocultaban para celebrar sus bufonadas historicistas engalanados con las vestimentas imperiales del tiempo de Tiberio. Cuando ocupaban la terraza del café Vittoria y entonaban su lúgubre Canto degli arditi, tampoco toleraban ya la menor ironía por parte de los clientes. Bastaba con que cualquiera de ellos esbozara una sonrisa para que se abalanzaran sobre él y le propinaran una paliza. La policía tenía miedo de intervenir, entre aquellos fanáticos nunca faltaban escuadristas bien armados y dispuestos a todo. El miedo, un miedo soterrado, mudo, intangible como una epidemia, pero tan eficaz como la peor de todas ellas, comenzó a expandirse por las calles, entró en las casas, y amordazó las conciencias. Nadie sabía qué iba a suceder, pero la inminencia de una tragedia estaba en el aire aquel 12 de noviembre de 1920. Al caer la tarde, cuando Salomón Lipzia, un sastre judío asentado en la acomodada vía Matteotti, se disponía a cerrar su establecimiento, fue asaltado por cinco jóvenes escuadristas. Sin mediar palabra, el que parecía el cabecilla le asestó un porrazo en el cráneo y, mientras caía, los otros cuatro comenzaron a patearle entre insultos y burlas. Ninguno, ni uno solo de sus vecinos salió en su defensa. Con Lipzia derrumbado a la puerta de su tienda, los camisas negras rompieron todas las lunas de su escaparate y prendieron fuego a su interior. Esta misma escena se repetía en otros enclaves estratégicos de Capri, como la sinagoga de la vía Caposcuro o la sucursal de la banca Rotschild[38]. Más de veinte establecimientos regentados por judíos fueron asaltados, y en la parte baja de la ciudad, donde se concentraban la mayoría de ellos, se vivieron escenas de verdadero terror. Los escuadristas golpeaban a todo aquel que intentase detenerles mientras se entregaban a la caza de judíos en una algarada de odio y destrucción perfectamente coordinada.
Desde su mirador en el San Felice, Kenneth Conway fue testigo de un episodio particularmente miserable. Al otro lado de la piazzetta dell’Orloggio se asentaba una pequeña joyería, cuyo nombre, Il diamante di Jerusalem, no ofrecía lugar a dudas. Su propietario fue obligado a salir a la calle a culatazos. Le siguieron su mujer y sus dos hijos. Uno de los escuadristas se dirigió directamente a la madre, rasgó sus vestiduras y hundió el filo del puñal sobre su pecho. Cuando el viejo Peres intentó defenderla recibió un puntapié en el estómago y, cuando se dobló hacia delante, otro en el rostro. Cayó de rodillas, sangrando por la boca. El movimiento de los cuerpos impidió a Conway distinguir al que disparó. La bala se había incrustado en el entrecejo de Peres, casi le había volado la parte superior del cráneo. Uno de los niños gritó asassino!, y se abalanzó hacia el que parecía el jefe. Los fascistas le zancadillearon y, al caer, uno de ellos aplastó la cabeza del chico. Entre tanto, los otros tres sujetaron a la mujer, le taparon la boca, y el del cuchillo comenzó a tatuar sobre su pecho una estrella de David que, enseguida, se cuajó de sangre. Sin voz, la mujer aullaba con sus ojos desorbitados. Conway no daba crédito a lo que estaba viendo, pero no se movió de donde estaba. De pronto también él tenía miedo, un miedo cerval. Hasta entonces los fascistas no eran para él más que una caterva de baladrones a los que se les iba la fuerza por la boca. Todo cambió a partir de ese día, y él mismo también cambió. Paralizado por el pánico, descubrió el fondo de miseria humana que llevaba dentro y se retiró de la ventana avergonzado de sí mismo. No quería ver más. Pero tuvo que verlo. De pronto, escuchó una imprecación a las puertas del hotel.
—Lascia la donna, porco fascista! ¡Vosotros no sois hombres, sois la escoria de Italia!
Se trataba del signore Cornacchia. Se había plantado al otro lado de la giratoria, con una escopeta de caza entre sus manos. Pero, aquel viejo maître, ¿no fue uno de los que participaron en la ceremonia de la Gruta Azul, junto a Pagano y Malaparte? Conway no entendía nada. Sin embargo, ahora parecía el único hombre en todo Capri decidido a enfrentarse a aquellos malnacidos. ¿Qué demonios estaba sucediendo? Aún se lo estaba preguntando cuando don Giuseppe hizo retronar su escopeta, un disparo al aire, para demostrarles que lo suyo iba en serio. El escuadrista del puñal retrocedió un paso, buscando el amparo de su jauría. Cornacchia se llevó la escopeta a la cara, decidido a disparar de nuevo si no se retiraban. El caporal de los fascistas apretó su pistola pero la mirada de don Giuseppe congeló su gesto. Así permanecieron un largo instante, como efigies de una acción suspendida que quedaría grabada para siempre en la retina de Kenneth Conway. La imagen de aquel fanático, su rostro bestial, inhumano, con su mandíbula proyectada hacia delante, marcando los tendones que unían la cabeza con los hombros, contemplando a la mujer que lloraba tendida en el suelo, recogida sobre sí misma, en una actitud como de muerte. Y frente a él, aquel anciano de una pieza desafiándolos a todos ellos, como quien sujeta a un perro de presa solo con la mirada, hasta que acabó por derrotarlos.
—¡Ya te cogeremos, marmitón de mierda! —bramó el de la pistola, retirándose ya—… Espera que llegue nuestro día.
La calma regresó a la plaza del Reloj. Calle abajo, muchos fascistas salían de los comercios incendiados envueltos en su bandera de dolor y destrucción. Algunos cantaban y reían, celebrando el estrépito de los cristales al romperse. En realidad, lo que se estaba rompiendo era ese delicado equilibrio establecido tras la Gran Guerra. Y lo que se anunciaba en el horizonte tenía mucho que ver con ese aire que olía a miedo y ceniza, con ese cielo nocturno que, de pronto, comenzó a teñirse de rojo, rojo fuego y rojo sangre, señalando el camino hacia el infierno.