21
DURANTE ese tiempo Conway no tuvo que dar demasiadas explicaciones. Solo la mirada del signore Cornacchia, a veces suavemente reprobatoria, casi siempre cómplice, parecía pedírselas cada vez que se acercaba a servirles el desayuno. Naturalmente, el escocés acabó presentándosela. Bastó una mirada de los bellos ojos de Ankhesa para que el maître del San Felice cayera rendido a sus pies. No, esa mujer no podía ser una cualquiera. Antes sería una aristócrata, probablemente austro-húngara, pues su pronunciación francesa le recordaba mucho la visita a la isla de la célebre princesa Bibiesco, cortesana ilustrada y amiga de un judío poco recomendable que firmaba Marcel Proust. Cornacchia nunca olvidaría el día en que la princesa solicitó su consejo para que le ayudara a elegir entre dos pañuelos. Acabó decantándose por el estampado que él consideró idóneo. Desde entonces el viejo chambelán multiplicaba sus solicitudes entre las damas, y Ankhesa no fue una excepción. Solamente en una ocasión, aprovechando la circunstancia de que ella estuviera ausente, se acercó a Conway para manifestarle su opinión al respecto.
—… Demasiado bella para que la otra le perdone.
Se refería, obviamente, a Leticia Cerio, de quien el escocés llevaba demasiado tiempo sin tener noticias. ¿Qué habría sido de ella? A veces se lo preguntaba cuando veía pasar a Ezra Pound, el poeta amigo de su padre. Pero cualquier indagación, con Ankhesa a su lado, hubiese resultado algo más que comprometida. Pound le saludaba llevándose la mano al ala de su sombrero, y seguía su camino, siempre hacia el café Vittoria, donde le esperaba su corte de snobs. ¿Sucedería lo mismo con el barón Fersen cuando regresara de su viaje a Londres?
Esa tarde había quedado con Ankhesa en que subiría a buscarla al mirador sobre los farallones en cuanto acabase de trabajar —llevaba quince días traduciendo los papiros hallados en su sarcófago—. Se encontraba así, sumergido en su salotto del San Felice, cuando sonaron unos nudillos en la puerta. Al abrirla, apareció un lacayo sosteniendo en sus manos un servicio de café que no había solicitado.
—… He sido yo quien se ha tomado la molestia —graznó una voz inconfundible a su espalda—. El té de las cinco me sienta particularmente mal. Espero que no considere un incidente diplomático haberlo cambiado por un genuino café egipcio.
Se trataba de Baldassare Messori. Conway no disimuló su asombro.
—¿Usted aquí…? Lo hacía en Londres, con el barón.
—Está mal informado, amigo mío… —Continuó il Dottore examinando la estancia sin ningún disimulo—. Claro que si me invita a pasar, además del café, puedo ofrecerle referencias mucho más sustanciosas.
El escocés se retiró de la puerta.
—Pase, por favor…
El lacayo se hizo a un lado, il Dottore rebasó el umbral y, nada más hacerlo, fue él mismo quien recogió la bandeja. Sus zapatos ortopédicos no fueron un obstáculo para que avanzara decididamente hacia la mesa donde Conway tenía desplegados sus papiros. El escocés se apresuró a retirarlos.
—Yo, por supuesto, lo tomo sin azúcar —puntualizó Messori, ya con la cafetera en alto—. Pero usted, humm… Está claro que necesita mucha glucosa para alimentar la febril actividad de sus neuronas.
El escocés se sentó frente a él y encendió un cigarrillo.
—O sea que ahora le preocupan mis neuronas. Bueno, hay cosas peores…
—Tiene usted mal semblante, Conway, trabaja demasiado.
Y, diciendo esto, se aplicó a sorber su taza de café, ruidosamente.
—El verdadero café egipcio debe beberse como un carburador —se justificó, manteniendo su meñique enhiesto—. Se trata de un arte local.
—¿Y el suyo, en qué consiste?
—Il Dottore vela por su salud.
Conway estaba de buen humor, no le costó ningún esfuerzo impostar su sarcasmo.
—Entonces, ¿le parece prudente que lo tome con dos terrones?
—Aun así necesitará un buen antídoto.
—No me diga que ha vertido dentro una dosis de su propio veneno.
—Lo reservo para ocasiones más felices. Esta no lo es tanto…
—Ah, ¿me está diciendo que me ve ya desahuciado?
—Ojalá estemos a tiempo de salvarle. —Y tras afilar las guías de su mostacho con la servilleta, Messori añadió—. Me dijeron que le había picado una víbora, una cobra real, concretamente.
—No le entiendo…
—Cuídese de las mujeres, signore. En todas hay algo de serpiente, permítame que se lo diga. No hablo porque sí.
—¿Qué pretende decirme, Messori?
Il Dottore despidió una vaharada de humo y, con el meñique erecto de la mano que sostenía su taza, señaló la cama. El escocés entendió.
—¿Cómo lo sabe?
—Por favor, amigo mío, se trata de un secreto a voces… Todo Capri le ha visto pasearse con esa misteriosa dama ante la que ejerce como una especie de pigmalión. ¿Es cierto que le elige usted hasta sus conjuntos de lencería?
—Es inútil que insista, no pienso hacer lo mismo con usted.
—Dígame, ¿se trata de un amour fou o de una gélida historia de pasiones británicas?
—No creo que eso concierna a su gabinete.
—¿Ni a Leticia Cerio tampoco? —exclamó il Dottore en su tono más vitriólico—. Ah, no, claro que no… Y le comprendo: está claro que usted ha actuado así por despecho.
—¿Yo? ¿Por despecho?
—Oh, vamos, despréndase de su máscara sespiriana. Tiene que ser muy duro que tu amante se case en tu propia casa y no te invite a la boda.
El escocés sabía que estaban comprometidos, pero ella ni siquiera le había comentado que se iba a Inglaterra. Sin razón aparente, pues aparentemente todo era un juego entre ellos, sintió una punzada en el corazón. Su flema inglesa le ayudó a disimular su desconcierto.
—¿… O sea que Leticia se ha casado?
—… Con el barón Fersen naturalmente. Y lo han hecho en su adorada Canterbury, ya sabe, donde los cuentos procaces.
—En ese caso, le ruego que en su próximo cable les transmita mis felicitaciones.
Il Dottore se le quedó mirando como si le faltara un elemento clave para establecer su diagnóstico. Esperaba una respuesta fría, pero no tanto.
—Ustedes los grandes sabios se conducen como verdaderos niños —exclamó al fin, apartando sus ojos de él—. Permítame que se lo diga así de crudamente.
—¿Qué esperaba? ¿Qué fuera corriendo a impedir su boda? Aunque no me hayan invitado estaba perfectamente informado.
—Oh, ahora no se trata de eso —insistió Messori—, me refiero a su amante. Verá, mientras esa dama no viva con usted lo que usted haga no tiene importancia, ni en Capri ni en ninguna parte. Lamentablemente, me han llegado noticias de que la Bella desconocida comparte sus habitaciones aquí, en el San Felice. Descubrir esta liason suya no le va a gustar nada al barón Fersen. Entiéndale. Inglaterra domina el mundo gracias a su contención. Si usted deja de ser un puritano, su crédito se resquebrajará.
—No se preocupe por mi crédito: estoy en bancarrota.
Il Dottore sonrió, a su tenebrosa manera.
—Entonces, su nueva amante, ¿ni siquiera es una aristócrata? Su caso empieza a ser grave, amigo mío. Si confiara en mí, me atrevería a recetarle una cura de reposo en brazos de la baronesa de la Chauminière, o mejor, sí, mucho mejor entre sus inconsolables muslos. Su marido, el magnate Krupp, la abandonó por una corista que interpretaba el papel de Semiramis en el Folies Bergère y ella, lógicamente, arde en deseos de vengarse con un arqueólogo.
Mientras escuchaba su perorata Conway no dejaba de pensar. Esa boda precipitada cambiaba todas las fichas en el tablero de ajedrez de su historia. Pero, una vez más, las reinas y los alfiles se cruzaban a su favor. Ahora que Leticia se había casado con Fersen, su romance con Ankhesa quedaba plenamente justificado. Según acababa de revelárselo su factótum, a la buena sociedad de la isla solo le molestaba que viviera con ella en su hotel. Pero, ¿qué mejor que un buen escándalo superficial para mantener oculta la increíble genealogía de su pasión?
—… Y a propósito, hablando de habladurías. —Viendo que ya no le escuchaba, Messori cambió de tema sin imaginar que, en el fondo, seguía hablando de lo mismo—. También se rumorea que ha hecho usted un gran descubrimiento y que lo mantiene en secreto.
El escocés unió los cabos.
—O sea que era eso… No me diga que Fersen le ha fletado un pasaje en el Diretissimo de Londres a Nápoles, solo para vigilar mis movimientos entre sus ruinas.
—Ya conoce usted a Jacques. Las ruinas le interesan bastante más que las mujeres, salvo que estas también presenten un estado ruinoso. Entonces comienza a fascinarle la novela.
—¿Y qué piensa de mí?
—Mister Conway es un gentleman en su imaginario. Está convencido de que de haber encontrado usted algo importante, le hubiera cablegrafiado inmediatamente.
—¿Entonces…?
—Entonces permítame que me presente: yo soy Ankhesa.
Al volverse, il Dottore se quedó con la boca abierta. La reina venía enfundada en un atrevido conjunto de Lucien Lelong[35] de seda salvaje y talle largo —cerrado a la altura de las caderas, sin marcar la cintura—, cuyos tonos vivos resaltaban el dorado de su piel y su brillante cabellera negra. Cuando Nefertiti posó en él su primera mirada, Messori supo que no la olvidaría jamás. Le invadió al instante un hechizo irresistible, profundo como un túnel en su memoria ancestral que le llevó muy lejos, hasta un tiempo que no era capaz de recordar.
—Madame… —farfulló incorporándose como un resorte para besar su mano—. Soy el doctor Messori, Baldassare Messori, un amigo del señor Conway.
—Entonces también es mi amigo, monsieur Messori. ¿No es así, Ken?
—Así es, querida —afirmó este con gravedad.
El escocés todavía se estaba preguntando cómo había entrado en la habitación. ¿Habrían dejado la puerta abierta?
—Me habían hablado de usted, madame Ankhesa —continuó el italiano, casi sin aliento—. Ya sabe cómo es esta isla, una olla podrida de chismes y cotilleos. Pero la verdad, la pura verdad, nada de lo que había oído le hace justicia. Y le advierto que he escuchado maravillas acerca de su persona…
—¿Se quedará a cenar con nosotros? —le interrumpió la reina—. Desde que he llegado a esta isla Ken me tiene secuestrada.
—Compréndale, señorita, pura deformación profesional: a los arqueólogos no les gusta exhibir sus tesoros.
—A veces, cuando me mira, tengo esa sensación —exclamó Ankhesa volviéndose hacia el escocés—. No es a mí a quien ves, sino a otra.
—Regard dérisoire, monsieur[36] —apostilló il Dottore enarcando las cejas con displicencia—. Aunque bueno, todo tiene sus ventajas: así podrá usted enamorarse de las dos. Yo, naturalmente, me excluyo. No estoy en el mercado.
Messori no dejaba de hablar, estaba fascinado con Ankhesa. Ni aún de camino al ascensor pudo sustraerse a su curiosidad.
—Y, dígame, ¿viene usted de muy lejos?
—Tanto que ya ni siquiera lo recuerdo.
Il Dottore sonrió pensando que se trataba de una gracia. Conway se vio obligado a intervenir.
—Lady Ankhesa nació en Egipto. Sus padres son diplomáticos y ha viajado por todo el mundo, pero siempre regresa.
—¿… No me diga que vive usted en el país de los faraones?
—Vivo eternamente allá, y, en efecto, pienso regresar muy pronto.
La llegada del maître interrumpió la conversación. Propuso las sugerencias del día: antipasti caprese, saltimbocca alla romana y ragú napolitano. Messori lo aceptó todo salvo la elección del vino: mucho mejor un Gragnano que un Lacryma Christi, «que no está el día para calvarios». Dicho esto, en cuanto Cornacchia escanció las copas, se dirigió a su anfitriona con interés renovado.
—Quisiera saber qué es lo que más le atrae de ese país deslumbrante —insistió il Dottore, fijando en ella sus ojos de mangosta—. ¿La magia de El Cairo, el esplendor de las pirámides o, directamente, la maldición de los faraones?
—Necesito a Hapi, sin él no puedo vivir.
Messori se quedó mirándola. Mientras ella comía contemplaba sus largas y delicadas manos. Sus dedos parecían moverse por sí solos con una gracia especial. Tenía chic hasta en la punta de las uñas, esmaltadas y brillantes, como cuarzo rosa. «Aunque esté loca es maravillosa», pensó, «la mujer más bella que he visto en mi vida».
—¿Hapi…, de happiness? —preguntó, como siguiéndole la broma—, ¿necesita la felicidad o se trata del nombre de su mascota?
Conway salió en su ayuda.
—Hapi es el nombre con que llamaban al Nilo los antiguos egipcios. Ya le he dicho que lady Ankhesa es una experta…
—Egipto no es un país, el Nilo no es un río… Ambos son estados de conciencia —continuó la reina, dejándose llevar por su ensoñación—. Todos los días, al amanecer, me baño en una piscina que mis camareras cubren de flores de loto mientras cantan canciones. Cuando las flores se abren, yo siento que vuelvo a la vida.
—… Y sus camareras aplauden hasta con las orejas, naturellement.
—Oh, no, ellas no pueden mirarme mientras me baño.
—Me parece muy lógico: yo tampoco lo haría. ¿Quién diablos dijo que la mirada de una diosa puede matar a un simple mortal?
—Très gentil, monsieur, pero le aseguro que la mía no mata. El esplendor de Atón vive dentro de mí, y él bendice a todas las criaturas.
Aunque il Dottore encontraba muy excitante aquella esgrima verbal, cuando Ankhesa hablaba en ese tono le desconcertaba por completo.
—¿Tendría algún inconveniente en presentarme a alguna de sus camareras? —ironizó, para bajar la conversación a un plano inteligible—. Si están cerca de usted, seguro que se tratará de criaturas divinas.
—Me sirven más de quinientas, y, cierto, todas son bellísimas. Los tonos de sus cuerpos van desde el negro brillante de las nubias hasta el pálido marfil de las circasianas. Si se atreve a acompañarnos, le presentaré incluso a mis seis hijas.
—¿Cómo? ¿Que tiene usted seis hijas? —exclamó el italiano, ya absolutamente desarbolado—. Perdóneme, pero eso no me lo creo. C’est impossible, pero si usted es una niña…
Ankhesa estuvo a punto de responder: «Créaselo, amigo mío. Sí, soy una niña, pero tengo más de tres mil años». Conway lo leyó en sus ojos antes de que pronunciara una sola palabra más, y cortó la conversación de una manera abrupta.
—Discúlpame, querida y usted también, Messori, pero acabo de recordar que mañana partimos de viaje muy pronto. Debemos retirarnos…
—Ah, entonces el que pido disculpas soy yo —exclamó il Dottore incorporándose todavía con la servilleta en la mano—. Me he presentado sin avisar y sin anunciarme, he abusado de su compañía, me han invitado a cenar… En fin, ¿qué hago aquí, entrometiéndome como un ornitorrinco en las intimidades de una pareja feliz?
—Tampoco es para tanto, Messori. —Conway siguió improvisando—. Vamos a Nápoles a visitar a un viejo amigo que está allá de paso.
—¿Usted haciendo vida social y con amigos en Nápoles? Ahora entiendo la elección del ragú napolitano… En cuanto al resto, en fin, no le reconozco, mister Conway. Aunque no me diga más —continuó, tomando ya la mano de Ankhesa para despedirse—. Salta a la vista que una poderosa hechicera ha obrado en usted toda una transmutación.