16
TAN pronto como se recogió en su habitación del San Felice, en un estado febril, el desasosiego actuó a favor de su delirio. Todo estaba sucediendo tal y como lo había soñado. Ya no podía retroceder. Le bastaría con la ayuda de un hombre para alzar la cubierta del sarcófago, y una semana para todo lo demás. En ese tiempo resultaba vital que Fersen no sospechara nada. Tendría que suministrarle nuevos señuelos, de modo que siguiera confiando en sus excavaciones sin interferir en la única que le importaba. El resto lo iría resolviendo sobre la marcha. Se lo repitió cien veces, luchando por serenar su mente. Necesitaba dormir, aunque solo fuera un par de horas. No lo consiguió hasta que rompieron las primeras luces del amanecer. Cuando despertó su reloj marcaba las doce de la mañana. No perdió tiempo ni en afeitarse. Tal y como se había derrumbado sobre la cama, sin cambiarse de ropa, se caló su sombrero y subió a las obras de Villa Jovis. Los hombres de mastro Vincenzo se disponían a dar buena cuenta de su prescriptiva cazuela de maccheroni. No se sorprendieron por su aspecto, aquel escocés había perdido la cabeza por la bella Leticia. Seguro que venía de una de sus bacanales en Villa Lysis. Conway ignoró sus ironías y fue derecho hacia Gaetano, el sobrino de don Giuseppe. Se trataba de un verdadero pirata, un truhán redomado, pero de una lealtad inquebrantable. Se sentó a su lado en la mesa corrida donde comían todos, y, trago a trago, le fue sondeando. Sí, tenía una novia formal, una chica de Anacapri. Su sueño era casarse con ella, aunque no veía cuándo ni cómo. En su casa sumaban doce bocas y cuatro suegras, sin contar sus siete gatos, todos trabajaban de sol a sol y apenas les llegaba para comer. Con su gesticulación habitual, moviendo mucho las manos y abriendo los ojos, como si estuviera muy enfadado con su suerte, pero sin perder la sonrisa, Gaetano concluyó su perorata con una pregunta desesperada.
—… Ma che posso fare, signore?
Conway respondió con tres palabras perfectamente calculadas.
—Vieni cu me.
Bastó un cruce de miradas para que Gaetano entendiera que le iba a proponer algo especial. Gioconda, la massaia, había comenzado a partir media docena de sandías que las cantineras iban pasando a los obreros entre risas y chanzas. Nadie advirtió a los dos hombres que, en ese momento, se retiraron discretamente.
—¿Cuánto os paga mastro Vincenzo?
—Cincuenta liras por día. Y si encontramos algo que le parezca valioso al barón, cincuenta más.
—… Yo te pagaré quinientas. Y si al final del trabajo que voy a proponerte sabes guardarme el secreto, te daré cinco mil más.
—¡Cinque mille lire! ¡Santa Madonna del Soccorso! —exclamó el muchacho—. ¡Por ese dinero vendería mi alma al diablo!
Los ojos de Conway se iluminaron con un resplandor oscuro.
—No te voy a pedir tanto, pero ándate con cuidado. Si me traicionas, ten por seguro que caerán sobre ti dos maldiciones: la de los faraones y la mía propia. Por tu santa Madonna que te arrancaré la lengua y todo lo que te cuelga.
El muchacho volvió a sonreír mostrando dos relámpagos de dientes blancos entre sus labios violáceos.
—… Por cinco mil liras me dejo sacar los ojos, signore.
—Bien, pues entonces punto en boca. Esta tarde hablaré con mastro Vincenzo para contarle que te vienes a trabajar conmigo. Tú solo. Te espero mañana por la mañana, a la puerta de mi hotel, a las siete en punto.
El capataz no tuvo ni tiempo de digerir las nuevas órdenes del escocés. Tras el descubrimiento de la cisterna de Júpiter-Amonio, no había más que hacer en Villa Jovis. Conway desplegó ante él una copia de los papiros de Caltagirone y un mapa donde había marcado con un aspa el punto donde se alzaba la torre de Materita. ¿Por qué allá? Aunque mastro Vincenzo no entendiera nada, los jeroglíficos lo dejaban bien claro. No hizo falta más para que el campamento se movilizase de un extremo a otro de la isla arrebatado por un tumulto de andamios, puntales y poleas, que hizo olvidar la ausencia de Gaetano. Naturalmente, Fersen recibió entusiasmado la noticia de que se abría una nueva cata, y Conway ya tenía más que pensado cómo mantenerle alejado, hasta que llegara el momento de llevar a cabo la segunda parte de su plan.
A la mañana siguiente condujo a su nuevo ayudante hasta el embarcadero de Grádola, donde solía amarrar la barca que le llevaba a la Gruta Azul. Llegaron con la bajamar, no había nadie en las inmediaciones. Entre los dos subieron todo su equipo hasta la grieta alta. Gaetano no preguntó nada ni siquiera cuando alcanzaron la antesala de la tumba. Se quedó un instante contemplando aquellas pinturas maravillosas y, enseguida, amarró a la columna Djed el cabo de la soga que Conway acababa de lanzar por la boca del túnel. El escocés bajó primero. Desde arriba, Gaetano le fue pasando una a una las vigas, las palancas y la cabria. Cuando al fin se descolgó también él, su expresión se demudó por completo. Gaetano no veía el sarcófago de Nefertiti. Le cegaba el resplandor de la montaña de oro que contenía aquella estancia, la imponente barca solar, el carro, las figuras, los vasos… Y sobremanera, las pinturas que decoraban las paredes del hipogeo: un grupo de danzarinas únicamente cubiertas por un cordón que rodeaba sus caderas.
—Questo non e il Tesoro di Timberio, signore… —exclamó, abriendo sus ojos como platos—. Questo e il Tesoro di Ali-Babá!
—No es nuestro, ni tuyo ni mío. Yo no me lo llevaré, ni tú tampoco. ¿Has entendido?
El muchacho cabeceó asintiendo sin ninguna convicción. Conway le atravesó violentamente su palanca sobre su cuello. En sus ojos ardía un fuego de locura.
—Recuerda nuestro pacto. No me traiciones, Gaetano, porque te mataré. Te juro que te mataré.
—Io non traditto mai, signore, ni per l’oro, neppure la vita[25].
—Está bien. Entonces, adelante.
Una vez que apuntalaron la cabria sobre un trípode comenzaron a perfilar el perímetro de la cubierta del sarcófago, que debía pesar por lo menos dos toneladas. La palanca de Conway se deslizó por uno de los laterales, Gaetano hendió la suya por el opuesto. Ajustaron un par de cuñas, luego cuatro más. Después pasaron dos sogas por sus extremos y las anudaron sobre la cubierta. La cabria empezó a funcionar, lenta, penosamente. Poco a poco, entre los chirridos del eje y los crujidos de las cuñas, la tapa de diorita comenzó a elevarse. Una torpeza de Gaetano estuvo a punto de precipitar el desastre. Conway le agarró por la garganta. De no haber temido que la cubierta se partiera al soltarla, lo hubiera estrangulado. Reanudaron su trabajo extremando las precauciones. La cubierta acabó de alzarse. Apareció un segundo sarcófago, este antropomorfo. Las formas eran las de una mujer. En una mano la cruz ankh, la llave de la vida, en la otra un cetro coronado por la flor de loto. Conway descifró los jeroglíficos: «Oh, divino Atón. Te he defendido de tus enemigos y tú me has revelado tu nombre. No muero, entro en la verdad».
Gaetano fue sacando los tres vasos de porcelana azul que contenía este segundo sarcófago y, enseguida, un cuarto vaso translúcido como el alabastro. Los primeros contenían las vísceras de la reina; este, su corazón.
—¿Y ahora qué hacemos, signore? —exclamó—. En el convento de las Sepolte Vive he visto difuntas con mejor facha que esta…
Lo decía por las bandas cruzadas que imitaban los vendajes de un cadáver. Conway no lo escuchó, su fiebre lo devoraba. Sabía que las momias reales solían guardarse al menos en tres sarcófagos sellados, uno dentro de otro, como en el juego de las muñecas rusas. Las cuñas volvieron a morder las ranuras del último, las sogas se tensaron. El tercer sarcófago, más ligero, no tardó en salir a la luz. Un bloque de oro macizo que repetía la misma imagen de la reina. Conway descifró una nueva inscripción: «Las puertas del cielo se abren ante tu belleza. Levántate y contempla a Hator». Hator era la diosa más importante del mito solar, y Nefertiti su encarnación viviente. Ya estaba cerca, muy cerca de ella.
En eso, oyeron un crujido a su espalda. Uno de los puntales que sostenían el techo amenazaba con partirse en dos. No tenían tiempo que perder. Conway forzó la tapa del tercer sarcófago. Pero aquí no surgió ante ellos un nuevo prodigio de orfebrería, sino una sencilla carcasa de madera pintada que evocaba los campos de Ialu[26]. Sobre un fondo de laca verde, se veía un delicado friso de aves y animales retozando en un bosque de cedros. Conway hundió su palanca en la abertura. Gruesas gotas de un sudor abrasivo le corrían por la frente, el cuello y la espalda. Las fuerzas le fallaban, su nerviosismo era tal que fue incapaz de levantarla. Gaetano acabó de encajar la última cuña y vino a ayudarle. El escocés dio un paso atrás. La tapa cayó al suelo. Lo que apareció ante él no lo olvidaría mientras viviese.
Seguramente, el prodigio se debió al impacto de la luz de la lámpara. Pero hasta Gaetano se llevó las manos a los ojos cegado por el resplandor. Conway avanzó como quien desafía un abismo. Se encontró ante una máscara de oro, esta coronada por el buitre y la cobra, con una apuntada barba ritual bajo su mentón. En puridad, esa barba ritual solo podían usarla los faraones. Pero las facciones que la enmarcaban no ofrecían dudas. Se trataba de la reproducción más maravillosa del rostro de Nefertiti. Una imagen de una belleza sobrenatural ante la que palidecían los dos bustos de la Reina Faraón conocidos hasta entonces, el del museo de Berlín y el de El Cairo. Sobre su frente, entre la cobra y el buitre, había un escarabajo dorado —el corazón de las reencarnaciones—, que centelleaba como una joya llegada de un país mágico. «Claro, era eso» se dijo, «el impacto de la luz sobre su caparazón es lo que me ha provocado el deslumbramiento». Gaetano extendió su mano para cogerlo. Ni siquiera llegó a tocarlo. En un instante, la figura del escarabajo desplegó sus élitros, alzó el vuelo y desapareció dentro del túnel.
El pescador se había quedado sin habla. Conway estaba en otra dimensión, ni el tiempo ni el espacio existían, solo el sortilegio, el hechizo, el encantamiento, la sensación de que había rebasado el último umbral. Ya nada podría detenerle.
La momia de Nefertiti tenía el tamaño de un niño. Cuando la cogió en sus brazos le sorprendió su ligereza, como si no estuviera levantando un cuerpo sino un alma. Un armazón tejido con nervios de palmera apresaba los vendajes rezumantes de resinas y sales de natrón. Una a una, fue cortando las tiras. Los vendajes parecían de lo más complicado que había visto jamás. Comenzó a desenvolverlos con sumo cuidado. A cada vuelta, aparecían decenas de pequeños amuletos dispuestos en lugares estratégicos[27]. Ojos sagrados, cruces, dioses, animales, monstruos… Gaetano ya no hacía nada. Tras el episodio del escarabajo se había retirado hasta la boca del túnel, temiéndolo todo. Estaban violando la sepultura de la grande diosa egiziaca, ahora sí que la maldición de los faraones caería sobre ellos sin remisión. Nunca saldrían vivos de aquella tumba. Ya hasta podía ver cómo esa terrible maldición cobraba forma, buscando corporeizarse de un momento a otro. Se anunciaba por medio del polvo dorado que se alzaba de la momia a medida que Conway soltaba sus vendajes. Un extraño olor, un olor acre semejante a una mezcla de mirra y vinagre, vino a confirmar sus temores. ¿Cómo podía aquel loco continuar su tarea, tan impasible, ajeno a todo? Tenía razón, el único temor de Conway se cifraba en no romper el apergaminado esqueleto que comenzaba a perfilarse bajo las vendas. El sudario, seco y quebradizo, se caía a jirones. Solo su extraordinaria destreza conseguía evitar que se deshiciera. Había comenzado por los pies y se detuvo en sus manos, que se veían colmadas de sortijas. Prefirió no tocarlas por no romper las falanges, y se centró en la parte más sólida de su cuerpo. En su afán por preservarlas los embalsamadores solían cubrir las momias con ungüentos que, en realidad, no hacían sino acelerar el deterioro de la carne. Esta, en cambio, se veía en perfecto estado. La piel de su abdomen surgió oscura y curtida como el cuero. Descubrió el torso de una joven muy delgada, con las piernas extendidas y los brazos cruzados sobre el pecho, de senos generosos, aunque ahora se veían agostados. Al fin, tras horas de paciente trabajo, se dispuso a cortar las hebras que sujetaban la máscara de oro. Al retirarla se encontró con una nueva capa de vendajes. El lino era tan frágil que se anudó un pañuelo sobre la boca, pues hubiera bastado el roce de su aliento para pulverizarlo. Entonces sus manos empezaron a temblar, se le encogió el estómago. Aquello era un cuerpo humano, el cuerpo de la mítica Nefertiti, y lo estaba profanando. Intentó desterrar ese pensamiento de su mente y concentró su atención en el dibujo de los vendajes. Si tiraba de ellos con demasiada fuerza o en el sentido equivocado podía arrancarle la piel y desfigurar su rostro. Finalmente, conteniendo la respiración, Conway alzó el último velo. Lejos de la imagen sublime que prometía su máscara, apareció ante él una calavera descarnada que le miraba fijamente a través de los rubíes engarzados en las cuencas de sus ojos, como si se dispusiera a regresar a la vida en ese mismo instante.
¿Qué necesitaba para resucitar? Quizá simplemente un beso, como en los cuentos infantiles, un beso de la vida sobre la muerte, contra la muerte misma, un beso que abriera para ellos las puertas de la eternidad. Pronunció su nombre —Nefertiti, amada mía…—, y aguardó una respuesta con la locura impresa en sus ojos, que seguían clavados sobre aquel rostro que Gaetano no se atrevía ni a mirar. Verdaderamente, la calavera impresionaba. Aquella cabellera lacia y fibrosa que le caía como una telaraña espectral sobre sus pómulos, como el cuero reseco que tejía mil pliegues sobre sus mejillas, o esa nariz afilada por la que asomaba el hueso, contenían todo el horror de la muerte bajo su piel. Sin embargo, observándola con detenimiento, dimanaba de ella un aura de belleza, una irradiación de serenidad y plenitud. La serenidad de la paz divina, la plenitud de una vida que no había vivido para este mundo, sino para el más allá. También a él le pareció que había llegado al término de su propia vida, al origen de su misteriosa peregrinación sin retorno.
Fue entonces cuando la vio. Bajo sus manos cruzadas sobre el pecho, la momia guardaba una tablilla de madera pintada. La extrajo con sumo cuidado, retiró la capa de polvo con su pañuelo… y se encontró ante su propia imagen reflejada en un espejo. Aquella tablilla reproducía un retrato que plasmaba sus propios rasgos con una perfección escalofriante. Era él, el mismo Kenneth Conway tres mil años antes de su último nacimiento. El esposo de Nefertiti, su amado Akenatón, y él eran la misma persona. Por un instante su corazón dejó de latir. Tal vez ya se había instalado en el delirio. De otro modo no se explica lo que hizo a continuación. Con la punta del cuchillo intentó aflojar las mandíbulas para abrir su boca. Nada más hacerlo, se formó un violento remolino dentro de la tumba. Cuerdas, fragmentos de vendas, papiros y amuletos comenzaron a volar por todas partes. Gaetano se agarró a los puntales cubriéndose con su palanca. El torbellino se detuvo en cuanto el escocés retiró su cuchillo de la boca de la momia, que cayó al suelo sin que su mano pudiera sujetarlo. Conway había llegado al límite de la extenuación. De no haberle sostenido su ayudante, se hubiera desmoronado allá mismo.
—Ya basta, signore, Questa vecchia arrabiatta va ammazare tutte due![28].
—No, quien te va a matar a ti solo seré yo si cuentas a alguien lo que has visto aquí abajo. —Conway se revolvió con una mirada extraviada—. ¿Lo has entendido bien? ¡Ni una palabra a nadie, ni a tu madre!
Gaetano le entregó el cuchillo, pero el escocés no lo guardó en la funda. Su mente parecía oscilar entre dos locuras, y Gaetano temió que él formara parte de una de ellas. ¿Por qué le miraba así? ¿Qué nuevo desatino estaba maquinando? Algo que aquel muchacho no podía ni sospechar. Kenneth Conway se había zambullido en la espiral del tiempo, viajó a la velocidad de la luz hasta el Egipto de los faraones y se sumergió en el mundo de tinieblas de los momificadores. Medio tambaleándose, volvió a avanzar hacia la momia con su cuchillo en la mano. Esta vez no vaciló en hundirlo en su costado, decidido a culminar su horrenda tarea. Se disponía a practicar el ritual inverso, el tránsito de la muerte a la vida. Ante la mirada alucinada de su ayudante vació los cuatro vasos canopes que contenían sus vísceras. Identificó los órganos embalsamados y, con una sangre fría inaudita, los fue introduciendo uno a uno por la abertura de su abdomen. No sabía por qué lo hacía, pero sentía la imperiosa necesidad de hacerlo. Dejó para el final el corazón reseco que contenía la jarra de alabastro. Una vez que lo situó dentro de su pecho volvió a cerrar el cuerpo y se arrodilló ante él, como si se dispusiera a recitar una plegaria.
Cuando se incorporó parecía imbuido de una calma profunda. Seleccionó tres estatuillas, las puso a parte y comenzó a recoger su instrumental. A Gaetano se le escapó un suspiro de alivio. Eso solo podía significar que ya habían acabado.
—Coge esas tres piezas. Mañana irás a trabajar a las excavaciones del castello di Barbarossa y, escúchame bien: te las ingeniarás para que alguien las descubra allá, como si acabaran de aparecer debajo de una pala. ¿Me entiendes?
El pobre Gaetano no entendía nada, pero su respuesta fue fulminante.
—Tutto capito, signore, va bene…
—Así me gusta, muchacho. —Continuó el escocés poniendo una mano sobre su hombro y ofreciéndole con la otra cuatro billetes de quinientas liras—. Toma, esto sí es para ti.
Al pescador casi se le salieron los ojos de sus órbitas.
—¡Dos mil liras por un solo día de trabajo! —exclamó, absolutamente atónito—. Pero esto no puede ser, signore, es demasiado para mí.
—Compro tu trabajo, tu lealtad y tu silencio. No lo olvides.
—Que la maledizione caiga sobre mí y sobre toda mi familia si le traiciono.
Diciendo esto se santiguó tres veces, se ajustó la gorra y comenzó a trepar por la soga. Conway vaciló. No podía irse de aquella tumba sin volver a mirar a esa mujer a la que había amado más que a su propia vida.
—Perdóname, Bella entre las bellas, ya no puedo deshacer lo que he hecho. Ten piedad de mí.