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LOS antiguos egipcios sabían guardar sus secretos, conocían bien a los hombres del porvenir. Cada una de sus tumbas reales se configuraba como un verdadero laberinto subterráneo. Multiplicaban los pozos falsos, los falsos corredores, las entradas falsas para engañar a los saqueadores de su tiempo y a todos los que vinieran después. A lo largo de milenios los cuerpos de sus faraones permanecieron escondidos en sombrías guaridas, en parajes inverosímiles, protegidos por sellos que prometían el castigo eterno a quienes turbasen sus «moradas de eternidad» o destruyesen las inscripciones mágicas que guiaban su viaje hacia el trasmundo. Conway no temía tanto la maldición como a su propia conciencia. Sumaba diez noches visitando el speo al que accedía desde la brecha alta de la Gruta Azul. Al otro lado de sus muros tenía que haber una puerta, un paso hacia la verdadera cámara funeraria de quienquiera que hubiera sido sepultado allá. Pero, por más que tanteaba aquellas paredes, no advertía la más mínima fisura. ¿Cómo seguir adelante?

Había llegado a su límite por ese día, ya no podía más. Su espalda resbaló sobre el pilar Djed con un cigarrillo en la mano. Nada más tocar el suelo, advirtió una sombra deslizándose sigilosamente en el otro extremo de la estancia. Enfocó su linterna. El halo de luz iluminó una serpiente, una cobra de más de un metro de largo. Posiblemente, la misma que apareció ante sus ojos el día en que descubrieron el corredor que bajaba hasta el hipogeo desde las ruinas de Villa Helios. Su cuerpo, de un negro metálico, se elevó unos centímetros, irguió su cabeza. Aquellos ojos oscuros, inteligentes, parecían querer decirle algo. ¿Cómo había llegado allá? El pasadizo que se abría entre las rocas de la Gruta Azul desembocaba justo sobre su cabeza. La cobra no podía haberse deslizado por esa abertura. La habría visto. Y no había otra entrada. ¿Entonces? Entonces el escocés comenzó a entender. No hizo nada, se quedó observando al reptil que, en ese momento, posó su cabeza en el suelo y comenzó a reptar hacia una pequeña fragosidad que se abría en el suelo. Parecía una grieta sin profundidad. Pero el largo cuerpo de la cobra fue introduciéndose anillo por anillo, hasta que desapareció por completo.

—¡Claro, era eso! —exclamó el escocés poniéndose en pie de un salto—. ¡Cobra real, mensajero secreto de mi reina! ¡Has venido para mostrarme el camino!

Enseguida, cogió su pico y se puso a cavar sobre la fisura por donde había desaparecido la serpiente. No había dado más de diez golpes cuando se abrió a sus pies un nuevo pasadizo, este aún más estrecho, pero tan profundo que la luz de la lámpara se perdía dentro.

Solo un loco se hubiera sumergido en ese pozo siniestro en solitario. Fue lo que hizo Conway sin vacilar. Se amarró la linterna de carburo al pecho y comenzó a descender. En un primer momento no pudo ver nada. A medida que se fue posando el polvo en suspensión, una alegría salvaje se apoderó de él al contemplar lo que tenía ante sí. El halo de su lámpara fue iluminando multitud de objetos prodigiosos. Una barca solar como recién emergida de las aguas del Nilo, un carro de batalla repujado en electro, cofres tallados en las más raras maderas, vasos funerarios de formas delicadas, estatuillas exquisitas, ushebits ideados para representar al difunto, áureos halcones, los príncipes del divino Horus, y Nut, la diosa del cielo, cubriendo con su cuerpo constelado de estrellas toda la bóveda de la estancia. En su centro, Thot, el guardián del conocimiento, velaba un sarcófago de diorita cubierto de escenas extraídas del Libro de los Muertos sobre el que extendían sus alas las cuatro grandes diosas, Isis y Neftis, Selkis y Neith, para proteger a quien lo habitara de los espíritus malignos que merodean en los caminos del más allá. El escocés se había quedado mudo de estupefacción ante tanta magnificencia. Avanzó hacia el sarcófago como si caminara dentro de un sueño. Un sello compacto dejaba constancia de que nadie jamás lo había profanado. Sus manos temblaban cuando aplicó el haz de luz y comenzó a descifrar los primeros cartuchos.

—«… La cobra que está sobre mi cabeza aniquilará a quien perturbe mi reposo» —leyó, deletreando sílaba por sílaba—. «El intruso será maldito por toda la eternidad, su cuerpo no tendrá tumba, y el rayo de Atón destruirá su alma. Jamás volverá a despertar».

Elevó su mirada hasta la cabeza del sarcófago. La cobra que le había conducido hasta aquella cámara también estaba allá, posada sobre su tocado como un ureus viviente. Le miraba con sus ojos vidriosos, fijamente. ¿Qué quería decirle ahora? ¿Qué no avanzara más, pues ya le había revelado su secreto o, por el contrario, que alzara la cubierta del sarcófago y despertara a su misterioso habitante?

La cobra se deslizó hasta el pectoral de oro macizo coronado por el disco de Atón que asomaba bajo el sello. Conway la siguió con su linterna. Descubrió una nueva inscripción, esta muy diáfana, absolutamente inequívoca. Bastó con que leyera las tres primeras palabras. Una sensación de vacío le anudó la boca del estómago, creyó perder el sentido.

—«Nefer-Neferu-Atón» —articuló, como si estuviera pronunciando un conjuro sagrado—. «Perfecta es la perfección de Atón, aquí descansa la Señora de las Dos Tierras. Amó a quien amaba más que a su vida, y le siguió más allá de la muerte. Tú eres mi ka[23], vives en mi cuerpo. Por eso has sido elegida para resucitar».

Así sucedió. Aquel 14 de septiembre de 1920, Kenneth Conway, un joven arqueólogo escocés sin suerte ni fortuna, descubrió en una gruta de Capri uno de los tesoros más codiciados de todos los tiempos: la tumba de Nefertiti.

Su colega, el loco de Caltagirone, estaba en lo cierto y murió sin saberlo. Él había descifrado sus papiros, había encontrado el lugar exacto. Podía imaginar el resto de la historia desde el principio. Sin duda, solo pudo ser Sejano quien trajo el sarcófago hasta allá en uno de sus viajes para congraciarse con el emperador, quizá en el último. Eso explicaría que Tiberio hubiese decidido eliminarlo de una manera tan maquiavélica, cuando regresara a Roma, de modo que pareciese una ejecución política cuando, en realidad, lo que pretendía no era otra cosa que sellar su silencio por toda la eternidad. El miedo había hecho el resto. El miedo y la leyenda. Nadie, salvo sus más íntimos, hubiera podido imaginar que el último secreto de Tiberio consistía precisamente en eso. Con su muerte quedaron borradas todas las huellas. Y, tras la destrucción de Villa Helios —la villa del sol—, ¿quién hubiera podido imaginar que bajo su cripta se abría un laberinto de corredores, y que en el más recóndito de todos ellos, a veinte metros sobre la bóveda de la Gruta Azul, se encontraba la momia de la Reina Faraón, la mujer que reinó sobre el alto y el bajo Egipto en su periodo de mayor esplendor? Sus colegas llevaban un siglo buscándola en las necrópolis de Tebas y Amarna, en el valle de los Reyes y en el Ta-Set-Neferu. Que siguieran buscándola cien años más. Jamás la encontrarían.

¿Y él? ¿Qué podía hacer? Comunicar su descubrimiento le convertiría en una celebridad mundial. Cuando menos estaba obligado a mostrárselo a su patrocinador, el barón Fersen. Pero no era eso lo que le decía su corazón. Una voz profunda y poderosa, absolutamente conminante, le exigía no revelar su hallazgo, preservarlo a ultranza. «Calla, no digas nada. Muere y vivirás». Pero, ¿cómo callar? Había descubierto uno de los mayores tesoros de la Antigüedad, tenía en sus manos la clave del misterio de una dinastía desaparecida, y frente a él, a una mujer-diosa que le había obsesionado toda su vida. Ahora ese rostro incesantemente imaginado, vivido, soñado, ocupaba toda su mente. El corazón le latía a golpes cuando posó sus labios sobre la cubierta para besar su imagen cincelada sobre una lámina de oro puro.

—… Perdóname, amada mía, perdóname si sigo adelante. Tú me enviaste a tu mensajero para que me trajera hasta aquí. Desde ahora te pertenezco, bella entre las bellas. Te he amado por encima de todas las cosas desde que te vi por primera vez, hace tres mil años. Hoy te he encontrado.

En eso, le invadió un terror repentino. ¿Y si el sarcófago estaba vacío? Tenía que abrirlo, pero le faltaba el instrumental necesario. La idea de profanarlo le encogía el corazón. Sabía que no tenía ningún derecho. No obstante, si no lo hacía no podría soportarlo, acabaría enloqueciendo. Conway se debatía presa de una agitación extrema. Se ahogaba, le faltaba el aire. Retrocedió hasta la boca del pozo sin poder apartar sus ojos del sarcófago. Tuvo que apagar su linterna para hacerlo. Luego comenzó a trepar encajando su espalda y sus piernas contra las estrechas paredes. Más que salir de aquella tumba, huyó de ella como si le persiguiera un demonio.

La Gruta Azul le recibió con un rayo de sol que proyectaba un disco perfecto sobre su bóveda. Si existe la maldición de los faraones —se dijo—, también tiene que darse la posibilidad de que bendigan a quienes les complacen. Entonces esa era sin duda la bendición de Akenatón. No quiso detenerse en ese pensamiento, pero cuando empuñó los remos sintió que una mano se posaba sobre su hombro y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Solo fue un instante. La barca enfiló la boca de la gruta, no se detuvo hasta alcanzar el embarcadero de la Marina Grande. Caminó hasta una taberna de mala muerte, pidió un espresso y un vaso de agua, que bebió ávidamente. Cómo era posible que solo él pudiese oír la voz de los muertos mientras todo Capri se rendía a su feliz indolencia. De alguna parte, le llegó el eco de una vieja canción.

Oi Mari, oi Mari, quanto suonno aggio perso per te

Famme dormí, abbracciato na notte cu te[24].

En la mesa de al lado una pareja se besaba despacio, al compás de la melodía. Conway cerró sus ojos y repitió las palabras: «… Abrazado en la noche contigo». También la Bella le estaba besando, un beso frío, de piel de luna, un beso que abría en su corazón la puerta de las estrellas. Ya no tenía dudas, ni temor, ni angustia. Por primera vez en su existencia se sentía dueño de su destino y de todo cuanto le rodeaba. Nefertiti era suya, solo suya, la había conquistado sin ayuda de nadie, dejándose guiar por su misteriosa llamada. Ahora sabía lo que debía hacer. Nada más que seguir escuchándola, nada más que eso.

La Bella hablaría y él obedecería.