13
AL pobre Gesualdo no le correspondió un funeral solemne en la catedral de Santo Stefano. Lo velaron en la capilla que se alzaba mirando al mar sobre las ruinas de Villa Jovis, la de Santa María del Soccorso, un lugar señalado por otras maldiciones. Tres años atrás, durante una de las espectaculares tempestades que suelen azotar el golfo de Nápoles, un «relámpago tiberiano» cayó de lleno sobre la imagen de la Virgen fulminándola al instante. La curia organizó una peregrinación de desagravio al cabo de la cual erigieron una nueva efigie de la Madonna, esta provista de un pararrayos. Fue justo ahí, junto a la toma de tierra del pararrayos, donde situaron los restos de Gesualdo Cocuzzo, dentro de un ataúd de tablas alzado sobre caballetes, con un cirio bendecido sobre su cabeza y otro a sus pies.
Nadie había vuelto a trabajar en las excavaciones, ni siquiera Conway. Pero la vida en Capri seguía su curso, y lo hacía de la manera caótica e impetuosa que definía desde tiempos inmemoriales el carácter de la isla. Vencido el tercer día de duelo, cuando regresaban del entierro, la comitiva fúnebre se vio arrollada por un tropel de niños que corrían hacia el puerto. Con ellos bajaba toda la gente de Anacapri, la mayoría por la scala Fenicia, pero también por la costa di Pozzo y la del Telégrafo. Allá en el horizonte sobre el mar se perfilaba ya la silueta del San Cristoforo, el vapor correo. Empenachado por el humo de su chimenea y precedido por el estruendo de sus ruedas de palas, el vapor rebasó el abra a un tiro de fusil de la Punta del Capo envuelto por el alboroto de los pescadores que lo saludaban a bocinazos. Desde la cubierta el capitán, los marinos y hasta los fogoneros saludaban al gentío. El muelle se veía atestado, no había quien no detuviera su faena para contemplar las chalanas que regresaban cargadas de fardos. Los viejos que hasta entonces se ocupaban cosiendo redes en los umbrales de las casas sarracenas, esas mujeres de una pieza que cargaban cestas de ropa mojada en equilibrio sobre la cabeza con las manos clavadas en las caderas, los cocheros de las calesas, y hasta los tuberculosos tendidos al sol en la terraza del hotel Quisisana, contemplaban el tumulto de voces y gritos de alegría. ¿A qué obedecía? Sencillamente, el vapor traía los fondos públicos destinados a pagar a los funcionarios de la isla y esto, que solo sucedía tres veces al año, suponía todo un acontecimiento.
Pero, ¿quién demonios era esa mujer que caminaba dejando a la gente clavada ante su paso? Solo Gran Bretaña podía haber producido un espécimen semejante, de seis pies y tres pulgadas de altura, enjuta y rígida como una baqueta, vestida con los blancos suntuosos de un lienzo de Whistler, la misma sombrilla, un enorme sombrero de muselina del que caía un velo sobre su rostro y, en su mano, la cadena con la que sujetaba su mascota. Un leopardo que rugió de una manera absolutamente teatral cuando pasó ante la mesa del café Vittoria que ocupaban Leticia y Conway.
—¿No me digas que la conoces?
Leticia correspondió al saludo distante que le dedicó la dama, y solo volvió a hablar cuando pasó de largo.
—Todo el mundo la conoce en la isla. Se trata de la marquesa Anna Luisa Casati. Sí, no hace falta que me digas que parece inglesa. Ya ha enviudado tres veces, y todos sus maridos fueron lores británicos de pura cepa.
—¿…Y el leopardo?
—Africano, naturalmente. A nuestra «viuda negra» le encantan los animales exóticos, incluido Jacques. En la última fiesta del opio del verano pasado apareció con una serpiente enroscada en su brazo a modo de estola. Por cierto, ¿vas a venir a la de esta noche?
—¿Otra fiesta del opio, ahora?
—No, no, Jacques no está tan loco. Hoy celebraremos una velada musical en el palacio de mi padre. Solo música clásica, por supuesto. Vendrá el gran escritor Axel Munthe, y Pound nos ha prometido que interpretará al piano el último preludio de Debussy, Les Collines d’Anacapri. Seguro que la marquesa viene para eso.
Conway no pudo dejar de asistir al concierto, que resultó tan tedioso como cabía esperar y como todos deseaban. Más allá del privilegio de escuchar a Ezra Pound[20] interpretando la música de Debussy en la terraza del Palazzo Cerio que se alzaba sobre los farallones —una panorámica que cortaba el aliento—, el objeto inconfesado de aquella velada no era otro que restaurar la respetabilidad perdida en todo lo que afectaba al círculo de homosexuales excéntricos del barón Fersen. Por supuesto, asistieron il commedatore generale, la sua illustrissima, il signor obispo di Napoli, y toda la buena sociedad de la isla. El escocés conoció a Axel Munthe, el médico sueco que accedería a la celebridad mundial con su Historia de san Michelle. Y también tuvo ocasión de saludar a su amigo, el alemán Victor von Scheffel, que escribía entonces la historia de un gato capaz de maullar como un violín cuando estaba enamorado. Pero ni la marquesa ni su leopardo aparecieron en ningún momento. Sin embargo, estaba escrito que ese encuentro habría de producirse. Kenneth Conway jamás hubiera podido imaginar, ni en el más aventurado de los supuestos, la manera en que sucedió.
Quince días después de la muerte de Gesualdo, los peones de mastro Vincenzo seguían negándose a regresar a las excavaciones. Il Dottore tuvo que amenazarles con contratar otra corvea entre los jornaleros de Positano, al otro lado del estrecho. Llegaron a un pacto: volverían después de la fiesta de san Antonio —cuando paraba la prensa de aceitunas—, pero nunca más dejarían a un hombre solo vigilando las ruinas de Villa Helios. Como quiera que aún restaba un largo mes para la efeméride, Conway aprovechó la ocasión para reemprender sus prospecciones en la Gruta Azul a la luz del día. Por supuesto, continuó practicándolas en solitario, y extremando la cautela. Ahora partía con su barca al amanecer, cuando la boca de la cueva se veía desierta. Ocultaba el caique en un recodo rocoso, al fondo de la gruta, y trepaba con su equipo hasta la grieta alta que conducía al speo subterráneo.
Permaneció dos días estudiando pulgada a pulgada la sala donde se le había aparecido el espectro de Nefertiti. Tras descubrir las dos primeras, sabía que al otro lado de esos muros tenía que encontrarse la tercera y definitiva, la verdadera cámara secreta donde los sacerdotes ocultaban los sarcófagos de sus reyes. No obstante, por más que tanteaba cada centímetro de roca, esta siempre le devolvía el mismo sonido compacto y sin fisuras. Al otro lado no había nada. Si lo había, la pared que separaba esa tercera cámara acreditaba más de un metro de espesor. Tendría que emplearse a fondo, ¿pero en qué dirección? Los golpes de pico, además, destruirían los frescos que iluminaban el hipogeo. Un silencio impenetrable le confinaba en su soledad y en su angustia, escrutaba aquellas imágenes y sentía una opresión en el pecho, tendría mucho que rogar a las almas de los muertos para ser perdonado.
—… El opio de Fersen —se dijo—, me temo que lo necesito. Las dos ocasiones en que se me apareció la diosa estaba bajo sus efectos, he de reconocerlo tal como es. Puede que fuera un delirio, seguramente lo fue, pero gracias a eso he llegado hasta aquí. Nefertiti, reina mía, vuelve a manifestarte… ¿Por qué no lo haces?
No había acabado de pronunciar la invocación cuando llegó hasta él un rumor de voces distorsionadas por la galería. Esta vez no salían de ninguna tumba, venían del exterior, algo estaba sucediendo en la Gruta Azul. Conway se arrastró sigilosamente por el pasadizo hasta alcanzar la grieta alta que se alzaba en un extremo de la laguna. No había ingerido ni un gramo de opio, pero la escena que se lo ofreció resultaba tan trastornadora como una alucinación.
Una comitiva de hombres y mujeres vestidos a la usanza del imperio avanzaba a bordo de siete barcas iluminadas con antorchas. El fuego resbalaba sobre las corazas de los hombres y teñía de un rojo genuinamente pompeyano las túnicas de las mujeres, entre las que destacaba una que reconoció al instante, pues llevaba su leopardo junto a ella, en la proa del primer esquife. Se trataba de la marquesa Casati. Entonces, ¿aquel delirio era real? Una vez que alcanzaron el morne de la gruta, uno de los «centuriones» ofreció su mano a la dama para ayudarle a desembarcar. ¿Y ese tipo de pelo aplastado y expresión de ave rapaz? ¿De qué lo conocía? Sí, ese era el tal Curzio Malaparte, el «ideólogo» de los fascistas. Entre quienes le seguían identificó a otros reconocidos camisas negras. Allá estaba Mario Pagano, el charcutero a quien estos habían nombrado gran podestá de la isla, con su arnés a punto de reventar bajo su grueso abdomen, y también el procurador Cinotta, cuya vocecilla aflautada le había amargado más de un desayuno en el San Felice. Les seguían el commendatore generale, ese que se las daba de demócrata y neutral, un capitán de los carabineros a quien, por su cara de pez, todos llamaban Carapezze, ¡y hasta el notario Corrado Annicelli! ¿Qué significaba semejante mascarada?
Aquellos buenos burgueses, tan provincianos, resultaban grotescos. Lo peor era el bigotillo de algunos, no digamos ya la costra de gomina que aceitaba sus cabellos, bien difícil de imaginar entre los prétores de la Roma imperial. Sucedía lo mismo con las matronas que avanzaban cogidas de su brazo sin poder disimular su ascendencia, nada patricia, ni aún bajo las capas de maquillaje teatral que acentuaban los pliegues de sus papadas. Los más dignos eran los muchachos que vestían el uniforme fascista, crudo, negro y sin fantasías. Estos cargaban media docena de cestas de las que sobresalían unos cuantos cuellos de botellas. El grupo seguía a Pagano, que portaba un estandarte de la legión Scyla, la que se señalaba con el signo de Capricornio. Quienes iban en cabeza, Malaparte, il commendatore y Carapezze, intentaban remedar una cierta prestancia, pero las muchachas disfrazadas de vestales que cerraban la comitiva no dejaban de parlotear como una bandada de ocas. Llegaron así a una pequeña explanada donde se apreciaban los restos de una construcción romana. Por Fersen, Conway sabía que en otro tiempo se había alzado allá uno de los ninfeos de Tiberio. Pagano hundió en tierra el pabellón imperial, las antorchas dibujaron un semicírculo de fuego. Una vez dispuesto el escenario, Malaparte avanzó hasta el centro y se cuadró con el saludo fascista.
—¡La República está en peligro! —exclamó, con voz firme, al tiempo que desenvainaba su espada frente al estandarte—. ¡Amados antecesores, vosotros fuisteis el orgullo de Roma y del mundo, no consentiremos que vuestra memoria sea profanada!
Un coro de voces secundó su proclama. Malaparte se hizo a un lado. Uno tras otro, sus «centuriones» formularon a viva voz un voto particular con su gladio en alto.
—¡La hidra de la anarquía nos asedia!
—¡Los bolcheviques están a las puertas del Capitolio!
—¡Le degeneración ha hecho presa en nuestras costumbres!
—¡Capri, nuestra isla sagrada, es hoy una guarida de comunistas, masones y sodomitas!
—¡…Y los hijos de Sejano han vuelto!
Hasta ese punto, Conway escuchaba sus aburridas arengas con más incomodidad que interés. La mención a Sejano le sorprendió. Si no recordaba mal, Sejano fue uno de los favoritos de Tiberio. Prefecto de la Guardia Pretoriana, llegó a ganarse la simpatía del emperador hasta convertirse en el hombre más poderoso del imperio. Su desmesurada ambición acabó perdiéndole. Tras seducir a Livia, la esposa de Druso, el primogénito del emperador, conspiró con ella para que le ayudara a envenenarlo. La muerte de su hijo supuso un duro golpe para Tiberio. Pero Sejano no se detuvo ahí, eso solo fue el comienzo. Cuando Tiberio se retiró a Capri fue eliminando con falsas acusaciones a todos aquellos que podían interponerse en su ascensión al poder. Fue entonces cuando Tiberio le hizo llamar a su retiro. Sejano asentía a todas sus exigencias, el emperador se mostró muy complacido. Tanto, que le envió a Roma con cartas que le restituían toda su confianza. Pero la última de ellas, bien sellada, incluía su propia sentencia de muerte. Hay un poema de Tácito que cuenta la escena en la cual el Senado romano quita el sello de la «larga carta, prolífica en palabras, procedente de Caprae» que se lee en voz alta, en presencia del horrorizado Sejano, que se desmoronó y tuvieron que ayudarlo a salir de la cámara. Esa misma noche fue estrangulado en prisión. Abandonaron su cuerpo en las escaleras del Capitolio, donde permaneció tres días sufriendo las represalias de los romanos, que le escupieron, orinaron y defecaron encima, antes de arrojar su cadáver al Tíber. Todos los miembros de su familia fueron eliminados, incluso su hija pequeña, quien según las leyes romanas no podía ser ejecutada debido a que era virgen. Los soldados la violaron primero para degollarla después. La mujer de Sejano se suicidó; Livia, su cómplice, murió a manos de su propia familia. ¿Pero qué tenía que ver aquella historia con la escenificación de los fascistas en la Gruta Azul?
Perdido en sus divagaciones, Conway regresó a la escena cuando vio a dos de los jóvenes escuadristas sujetando al leopardo de la Casati por el cuello. Debían haberle suministrado alguna droga. De lo contrario, resultaba inconcebible que la fiera se dejara coger de esa manera. Entonces se destacó del grupo otro personaje que le resultaba familiar. Esa figura larga y seca como una rama de olivo, ese rostro demacrado con un bucle reteñido y pegado a su frente… ¡Era el signor Cornacchia, el maître del San Felice! ¿O sea que también él se había integrado en las cohortes fascistas? ¿Y en calidad de qué? La pregunta quedó en el aire cuando Pagano se le adelantó esgrimiendo un largo cuchillo sacrificial con el que degolló al leopardo con un corte rápido y preciso, el trabajo de un buen carnicero. Al momento, los jóvenes dispusieron bajo el cuello del animal una crátera donde fueron recogiendo su sangre. La propia marquesa llenó las copas.
—¡Salve, gran podestá! ¡El leopardo africano ha muerto a los pies de la loba capitolina! ¡Que esta sangre lustral prepare nuestros corazones! —exclamó, alzando la suya frente al charcutero de rostro abotargado, vientre flácido y aspecto de eunuco—. ¡Que el glorioso emperador Tiberio reciba nuestra invocación, y que su despertar sea el nuestro! ¡Brindemos por la nueva Italia!
Todos la secundaron, apurando apenas un sorbo de sangre de leopardo antes de verter el resto sobre el animal degollado, frente al estandarte imperial. La cabeza del leopardo quedó bañada en sangre dentro de un círculo de espadas. Entonces los siervos lavaron las copas en el agua de la gruta, se abrieron las botellas de las que manó un vino oscuro, y los congregados se dispusieron a un nuevo brindis.
—¡Hermanos, Benito Amilcare Mussolini, el líder supremo del Fascio di combattimento, ha elegido Nápoles como punto de partida para su reconquista de Italia! —exclamó el procurador de la voz atiplada, y todas las voces se unieron en una exclamación de júbilo—. ¡Muy pronto, nuestros escuadristas tomarán Roma, el infame Víctor Manuel será depuesto del trono, y amanecerá una nueva era de gloria! ¡Pero es a nosotros a quienes corresponde preparar Il Grande advenimento aquí, en nuestra isla! ¡Desde Milán a Sicilia, acciones parecidas se preparan en cada pueblo de Italia! ¡Dios y el Duce están con nosotros!
—¡A las armas pues! —Le siguió Malaparte—. ¡Ni piedad ni flaqueza detengan nuestro brazo! ¡Grande ha sido durante años nuestra historia, grande ha de ser por tanto nuestra determinación y nuestro coraje!
—¡Acabemos con los hijos de Sejano! —tronó el commendattore en un arrebato operístico que le subió el cárdeno de su rostro hasta la calva—. ¡Viva la Roma eterna! ¡Viva el Duce! ¡Viva Italia!
Los fascistas habían comenzado a batir sus tambores, que retumbaban por toda la gruta. Onduló sobre ellos el sinuoso contrapunto de una flauta. Una muchacha de ojos afiebrados avanzó hasta el leopardo muerto y comenzó a contonearse entonando un canto que acompañaba con gestos lascivos. El vino corría, la danza ganaba intensidad. Otras dos se unieron a la vestal alzando antorchas en sus manos. Las bayaderas giraban sobre sí mismas con las antorchas en alto, parecían árboles en llamas. Cuando el fuego iluminaba sus rostros los asistentes se cruzaban miradas no menos ardientes, de deseo apenas contenido. Enardecidos por la música y el vino, los buenos burgueses se transmutaron en faunos a la caza de ninfas. Sus matronas preferían los cuerpos de los jóvenes escuadristas. A medida que se iban enlazando, las parejas desaparecían en las profundidades de la gruta. Gritos, aullidos, jadeos, carcajadas que derivaban de lo siniestro a la más absoluta impudicia. ¿Y eran estos los que se escandalizaban ante las fiestas del opio de Fersen? Claro, seguramente para ellos sus orgías tenían una justificación «histórica». Se trataba de invocar, por medio del fuego, la sangre y el sexo, el regreso de sus viejos dioses. Todo aquello que representaba el emperador Tiberio en detrimento del abominable Sejano. ¿Pero qué había hecho Sejano para merecer su aborrecimiento? También Tiberio fue implacable con sus adversarios, también eliminó a sus rivales para conquistar el poder… Entonces, ¿qué era lo que le hacía diferente?
Conway no dejaba de preguntárselo, pero la repulsión era más fuerte. Los sonidos que escuchaba, la música, las risas, las imprecaciones, los gemidos de placer, le parecían una profanación. Aquella caverna había albergado el cuerpo de su adorada Nefertiti, la reina, la diosa, la pura encarnación del espíritu de Atón. La bacanal de los fascistas le hería como una blasfemia. Merecerían que la Bella se levantara de su sarcófago, que su momia irrumpiera en medio de la fiesta con su rostro de calavera y sus vendajes colgando. No sucedió nada de eso. El escocés tuvo que aguardar agazapado en su escondite hasta que los rayos de poniente comenzaron a deslizarse sobre la bóveda de la caverna. Uno tras otro, solos, por tríos o en parejas, los honorables prebostes fueron saliendo de sus nichos para reunirse en la explanada del estandarte coronado por el águila imperial, abordaron sus barcas y abandonaron la Gruta Azul parpadeando cegados por la brillante luz del atardecer. Regresaban a su vida ordinaria, il commendatore volvería a ser el prócer impasible que velaba por las buenas costumbres, el notario Ancelli recuperaría su respetable despacho, y Pagano su no menos respetable mandil de charcutero. La Casati fue la última en partir, su rostro de cariátide se giró hacia el lugar donde yacía su leopardo —quién sabe con qué pensamientos—, y enseguida volvió a fundirse con la luz.
—Si el águila representa a Roma y a Tiberio, y el emblema de Capricornio a Capri, el leopardo tiene que ser un trasunto de Sejano… —se dijo Conway cuando ya todos desaparecieron—. ¿Pero por qué?