10
DURANTE los días que siguieron Kenneth Conway se entregó a una actividad frenética que, en apariencia, no tenía mucho que ver con la arqueología. Comenzó por demorar sus visitas a las excavaciones. Si antes subía a las ruinas al amanecer, ahora solo se dejaba caer por el castillo de Barbarroja sobre el mediodía. Las cuadrillas de mastro Vincenzo y Gaetano habían aprendido a trabajar según sus pautas, se bastaban ellos solos para trazar las nuevas catas. Encontraron más estatuas romanas y fenicias, un espléndido jarrón de pórfido lleno de monedas señaladas con la divisa «Divus Augustus Pater» —al fin Il Tesoro di Timberio, aunque la efigie labrada en los denarios fuera la de Augusto—, y también un pasaje subterráneo a través del cual, según la leyenda, el viejo emperador descendía a la gruta bajo su palacio para sodomizar a sus efebos antes de estrangularlos.
Fersen se mostraba entusiasmado. Aunque no hubieran vuelto a aparecer vestigios egipcios, confiaba absolutamente en su arqueólogo y le colmaba de atenciones entre las que figuraba —de una manera tácita—, su licencia para que se divirtiera con su futura esposa en las fiestas incesantes que entretenían el lánguido otoño de la isla. Conway interpretaba su solicitud de una manera literal. Todas las tardes, tan pronto como concluía su comida junto a mastro Vincenzo y los peones, bajaba al puerto de la Marina Grande donde le esperaba Leticia. El carrusel de disipación comenzaba con un baño al pie de los farallones y continuaba con una vuelta a la isla a bordo del Albatros. En un par de semanas la italiana le enseñó a gobernarlo, a manejar el sextante y hasta a leer las cartas de navegación más complicadas. Conway ponía un interés extraordinario, sobre todo cuando enfilaban su proa a mar abierto. Pero Leticia se aburría enseguida, el mar no era su elemento. Siempre tenía una cita pendiente en cada una de las celebraciones que tuvieran lugar en las villas de moda.
Tras la llegada de Auden y su joven amante, causó sensación el desembarco de D.H. Lawrence, exiliado voluntario de la opresiva sociedad victoriana que nunca toleró el escándalo suscitado tras la publicación de su provocadora Mujeres enamoradas. En Inglaterra se abrió contra él una causa por obscenidad y en Italia, por supuesto, la venta y hasta la traducción del libro estaban prohibidas. Uno de los íntimos del círculo de Fersen le ofreció una de sus residencias a la que Ezra Pound había bautizado con el elocuente nombre de Nepenthe —del griego, ne, «no», y penthe, «dolor»—, una droga mencionada en La Odisea, que rimaba perfectamente con las turbulentas fiestas del opio que seguían celebrando en Villa Lysis. Ambientadas entre junglas de orquídeas y perfumes orientales, y amuebladas, literalmente, con maletas llenas de opio[13], en estas veladas frecuentadas por toda la alta sociedad se escenificaban cuadros vivientes donde los sucesivos amantes de Fersen posaban desnudos representando a Venus y Adonis como preámbulo a una serie de juegos eróticos que escandalizaban a toda la isla. Señaladamente, a los fascistas enardecidos por las soflamas «antidecadentes» de un joven escritor de origen alemán llamado Kurz Eric Suckert, que pasaría a la historia con el sobrenombre de Curzio Malaparte[14].
Por ese tiempo, Fersen fumaba entre treinta y cuarenta pipas de opio al día. Leticia prefería la cocaína. Conway se dejaba llevar, pero solo hasta el límite de ebriedad que se había marcado desde el inicio de sus relaciones con ella. Sobre la medianoche, cuando se incendiaba la bacanal, desaparecía silenciosamente, y ya nadie volvía a saber de él hasta el día siguiente. ¿A dónde iba?
El signore Cornacchia había recibido una generosa propina para que dijera a quien preguntara por él que se encontraba durmiendo en sus habitaciones del San Felice. La realidad era bien distinta. Desde que experimentó aquella visión en el hipogeo de Villa Helios, una idea obsesiva ocupaba su mente y en orden a ella había trazado toda una estrategia. Cuanto hacía a la luz del día —la visita a las excavaciones, su romance con Leticia, su presencia en las fiestas de Fersen—, no era más que un encubrimiento para borrar las huellas de aquello que absorbía todas sus noches. Y esto no era otra cosa que una excavación secreta y solitaria, cuya puerta se abría sobre esa grieta alta de la Gruta Azul, donde buscaba incesantemente el lugar señalado por los astrólogos de Tiberio para sepultar el sarcófago de Nefertiti.
Tras aquel encuentro fantasmático, la fascinación que ejercía sobre él la mítica reina Sol había despertado un vértigo absoluto, una verdadera locura. Cada una de esas noches, mientras su esquife se adentraba en la Gruta Azul, se sentía otro hombre. El arqueólogo se había transmutado en un jugador que arriesga el último resto de su fortuna en un solo golpe desesperado. Y, con cada golpe de pico en la galería, presentía la cercanía del prodigio. Había comenzado a excavar bajo las estatuas de los tres dioses que presidían el hipogeo. Reptando a gatas tras su linterna de carburo se deslizó hasta una profundidad de setenta metros. Fueron cuatro noches de trabajos forzados sumergido en aquella sima, tentando una abertura por ínfima que fuera, apenas un resquicio que le abriera las puertas del misterio. Nada parecía delatar la existencia de una segunda cámara que pudiera contener los sarcófagos que buscaba, pero él seguía raspando las paredes centímetro a centímetro, con esa persistencia enajenada que solo un visionario o un loco pueden sostener en su punto de máxima tensión. En ningún momento le pasó por la cabeza rendirse, hubiera permanecido sepultado en ese agujero siniestro hasta que lo sacaran con los pies por delante. Sin embargo la quinta noche, cuando su mano perfiló un resalte de roca casi al término del pasadizo, de pronto, este comenzó a desmoronarse bajo la presión de sus dedos.
Allá, setenta metros bajo tierra, en la diagonal de la Gruta Azul, encontró al fin la segunda cámara: una cámara mortuoria decorada con pinturas policromadas que representaban la creación del mundo tal como la había concebido el faraón apóstata tres mil años atrás. Atón, el espíritu primigenio, emergía de los mares celestes para hacer nacer al sol. Una soberbia imagen de un dios con cabeza de ibis, Thot, el maestro del conocimiento, contaba la historia en jeroglíficos que parecían recién trazados sobre la roca: «Construí esta tumba para guardar el descanso de los grandes espíritus que aquí están, para que se pronuncie el nombre de mi padre y el de mi hermana. Un hombre es revivido cuando su nombre es pronunciado…».
Sí, «Un hombre es revivido cuando su nombre es pronunciado». Conway desgranó la fórmula ritual girando el halo de su linterna sobre las cuatro paredes, buscando algo más. Sin duda, aquello era una tumba, un speo clásico construido según las pautas de la XVIII dinastía, pero no había ningún sarcófago dentro. El símbolo Tiet, semejante a la cruz de Ankh[15], pero con un rectángulo en su centro, enfrentaba un sólido pilar Djed, la columna que sostiene el mundo. Y eso era todo. Pero bastaba con eso para multiplicar su excitación hasta el infinito. La conjunción del símbolo Tiet y del pilar Djed no tenía nada de accidental. Para los egipcios esos dos emblemas podían generar un poderoso campo de fuerza. Más aún cuando aparecían pintados de ese rojo bermellón que significaba la sangre del sol. Aún no sabía dónde, pero tenía la certeza de que, al otro lado de esas cuatro paredes, muy cerca, tenía que localizarse la tercera y definitiva cámara, la verdadera cámara sepulcral que albergaría la tumba de un rey. Akenatón o Nefertiti, quizá ambos juntos, o quién sabe qué más.
Durante su segunda incursión en Egipto, cinco años atrás, había trabajado con el alemán Ludwig Borchard, el descubridor del célebre busto de Nefertiti que asombraría al mundo. Excavaron directamente bajo el palacio de Akenatón, en Amarna. Borchard localizó dos hipogeos reales pero tampoco había ni un solo sarcófago en su interior. ¿Qué pudo suceder con los reyes que fueron sepultados en ellos? Las preguntas sin respuesta le extenuaban tanto o más que el trabajo de zapa. Se recostó sobre el pilar Djed, encendió un cigarrillo, cerró los ojos. No necesitó más para remontarse hasta el Egipto de los grandes faraones.
Bajo la luz oblicua de Atón las primeras avanzadas fangosas de la crecida cercaban la avenida de esfinges que conducía a un gran palacio. La multitud se aglomeraba expectante, a duras penas contenida por dos hileras de soldados que transpiraban agobiados bajo sus armaduras formadas por placas de cuero. Dentro del templo, los sacerdotes y los escribas que se movían entre el bosque de columnas, parecían hormigas a la sombra de sus enormes fustes pétreos. Al fin se abrió el portón de doble hoja reforzado con clavos de bronce, los soldados liberaron el paso hasta el río sagrado. Una procesión de príncipes comenzó a descender por la rampa de la Casa de la Vida. Un canto ceremonial surgido del templo pautaba su paso ceremonial. Sobre la piel del Nilo se deslizaba una embarcación de quilla plana recargada de colgaduras y ornamentos, con un gran catafalco en su proa. Las velas habían sido arriadas y los esclavos hundían enérgicamente sus remos en las aguas. Se trataba de la barca solar que conducía el cadáver de su reina hacia los Campos de Ialú, el lugar donde aguardaría la resurrección en compañía de aquellos a los que había amado. Por primera vez, Kenneth Conway reconoció su propio rostro entre ellos. Sí, estaba allá, esperando su llegada al pie de un trono vacío, el trono de su reina. Revestido con los atributos de su dignidad, cubría su afeitado cráneo con el nemes, la tela blanca y roja reservada a los faraones. La muchedumbre había vuelto sus ojos hacia aquel hombre al que veneraban como el enviado de su dios. El gran chambelán se arrodilló a sus pies y fue imitado por todos los presentes. Los cortesanos retomaron la vieja letanía de aquel mundo extinguido que, sin embargo, seguía viviendo en su imaginación. El sumo sacerdote comenzó a desgranar las fórmulas sagradas: «Oh, tú, Vida, Salud y Fuerza, guardián de los secretos del universo…». Le siguió el gran chambelán: «Nuestra vida te pertenece. Ante ti no somos más que polvo del Nilo…». De nuevo llegaba el turno del sumo sacerdote. Debía invocar el poder de Atón para que su reina traspasara el umbral y se convirtiera en la igual a los dioses. Pero, entonces, fue otra voz la que se impuso. Una voz que parecía surgir del otro lado del cielo, de la profundidad del Nilo, del viento y del desierto. Y era ella, la misma Nefertiti quien le hablaba: «¡Amado mío, al fin has venido! No esperes más. ¡Levanta mi cuerpo de entre los muertos!».
Conway sintió una punzada en el corazón, abrió los ojos, le aterraba sucumbir a un nuevo delirio. Pero no, esta vez no había nadie allá. Solo aquellas pinturas que parecían palpitar animadas por el halo de su linterna y nada más. Sin embargo, como si surgiera del otro lado de las paredes de roca, aquella voz grave volvió a resonar en la lúgubre estancia: «¡Akenatón, mi rey, mi señor, sácame de aquí y llévame allá donde nace el sol, a la tierra donde fuimos felices!».
Se cubrió los oídos con las manos, el pánico acabó por romperle los nervios. Se ahogaba. Sintió la imperiosa necesidad de respirar, regresar al mundo de los vivos. Fue lo que hizo. Salió precipitadamente de la cámara, como un muerto que escapara de una tumba. La subida a través de la galería subterránea se le hizo interminable. Pero, al fin, sintió la luz del amanecer que llegaba hasta él, cada vez más intensa, reverberante, proyectada por las aguas de la Gruta Azul. Nada más llegar a la boca de la cueva, se zambulló en el mar buscando en esa profundidad líquida algo parecido a una respuesta.