9
LA respuesta de Leticia se hizo esperar. Mujer al fin, necesitaba vengarse por el tiempo en que la había ignorado, y su mensaje no llegó al San Felice hasta el mediodía. Un mensaje tan incorregiblemente temperamental que le hizo sonreír: «En efecto, ya te había olvidado. No mereces otra cosa. Ni siquiera La Rondinella. Nos veremos en Il Rosaio, la trattoria más indecente de la isla. A las ocho en punto».
La luz de poniente incendiaba las velas de las barcas amarradas al embarcadero de Trágara, llameaba en las ventanas y arrancaba destellos en los delgados tallos de las copas prolongando sus sombras sobre la mantelería de las mesas de Il Rosaio. Todas se veían desiertas salvo una, aquella en la que Conway entretenía su espera apurando un Campari tras otro. Verdaderamente, se trataba de un antro indecente. Un lugar de luces tenues, lleno de espejos con marcos de terciopelo encarnado y lampazos de mugre por todas partes. El reloj dobló las ocho treinta y, al cabo de una eternidad, también las nueve. Il Rosaio se fue engastando de rosas bastante decadentes, mujeres con pinta de busconas y tipos patibularios. El verde esmeralda del mar se transformó en azul oscuro; el azul, en ojo de pavo real, en negro pantera. La aparición de Leticia tuvo algo de todo eso. Venía enfundada en un vestido color frambuesa muy ajustado, con un tajo que le subía por el muslo. Piel dorada, melena azul, y una mirada estudiadamente displicente en el óvalo perfecto de su rostro, no demasiado maquillado. Le saludó con un beso seco, apenas un roce de carmín impregnado en su perfume, denso y profundo, como la noche misma.
—… Vaya, al fin puedo decir que la espera ha merecido la pena —exclamó el escocés—. Llega la reina del baile.
El cumplido, forzado, casi sonó como un sarcasmo. Bastaba echar un vistazo al aspecto de la clientela, o al propio Conway. Se incorporó para acomodar a Leticia pero ella se le adelantó sentándose decididamente y quitándole un trago a su copa.
—¿Y tú de qué baile vienes, con esa cara? —Se vengó, incidiendo en la palidez terrosa de su semblante—. Mucho trabajo, ¿no?
—Demasiado. No sé cuántos días llevo excavando. Y al llegar al hotel, ya te lo puedes imaginar, vivo sepultado entre una montaña de papiros.
—Pobrecito, te has olvidado de vivir. No sabes cuánta pena me das. —La italiana le echó a la cara la primera vaharada de su cigarrillo—. Y bien, ¿qué me quieres contar? ¿Habéis encontrado algo, o me vas a hacer una propuesta de momificación para resarcirte?
Conway segregó una sonrisa incierta.
—¿Resarcirme, de qué? Dime, Leticia, qué es lo que no me perdonas.
El único movimiento que el escocés advirtió en ella fue el de las comisuras de sus labios. Su rostro era bello y vacío. Lo bastante bello para atraer a cualquier hombre y lo bastante vacío para perder a todos.
—Eres un pervertido —articuló al fin la italiana sin inmutarse—. No te perdono que vivas entre tumbas. Mira el cielo. Nunca verás un cielo con tantas estrellas.
Tenía razón. Fuera, más allá de la humareda de los cigarrillos y de las conversaciones estridentes, se alzaba un cielo arbolado de constelaciones. Una estrella fugaz cruzó las ventanas de Il Rosaio precisamente en ese instante. El arqueólogo siguió su estela mientras le pasaba la carta.
—¿Sabías que en el Antiguo Egipto cada uno tenía una estrella que aparecía en el momento de su nacimiento y que moría con él? A lo mejor esa es tu estrella.
—O la tuya. Una estrella fugaz.
—No, esa brilla demasiado para mí, te la regalo.
—Es un detalle por tu parte —repuso Leticia chasqueando la lengua—. ¿Con qué podré corresponderte? —se preguntó en tono meditativo para responder de inmediato—. Ah, ya sé: considérate invitado a mi boda con Jacques. Nos casamos en noviembre.
—… No lo sabía —articuló el escocés, desconcertado, y no solo por la evidencia de que Fersen fuera un homosexual público y notorio—. ¿Debo darte mi enhorabuena?
Leticia acababa de encender otro cigarillo. Se detuvo con la cerilla encendida en su mano. Sus dedos estaban clavados en la llama.
—Por supuesto que sí —dijo, arrojando el fósforo al cenicero con un ademán desganado—. Quiero mucho a Jacques y no voy a consentir que nadie se burle de él, aunque se trate de un matrimonio de conveniencia. Al fin y al cabo es lo que viene haciendo toda la buena sociedad de esta isla desde que tiene uso de razón. ¿Sabes por qué en Italia se canta tanto al amore? Porque aquí nadie lo conoce.
Y con la misma naturalidad con que lo dijo, sin variar su tono de voz, le dictó sus platos al camarero, que escuchaba impasible, con su libreta en la mano.
—Cacciotte, ravioli…, y un peccato di gioia para dos.
Conway no habló hasta que volvieron a quedarse a solas.
—Peccato de gioia… ¿Desde cuándo la alegría es un pecado en Capri?
—Desde siempre, pero ahora más que nunca. En Roma Mussolini se prepara para asaltar el poder y hace nueve días, mientras tú escarbabas en busca de tus momias, los fascistas han nombrado gran podestá de la isla a Mario Pagano, un charcutero impresentable. Si me caso es por eso. Los Cerio somos de ascendencia judía, solo Jacques puede salvarnos a mí y a mi padre. ¿Sabes qué me ha propuesto el barón como contrapartida a mi sacrificio?
—Cualquier locura…
—Desde luego, una locura —y tras decir esto, sentenció secamente—. Que te tome a ti por amante… para guardar las formas. Él sabe que soy una mujer ardiente, y no quiere que le ponga los cuernos con cualquiera. Por eso he venido. Pensaba que lo sabías.
Aquello no podía ser una broma. El vértigo de aquellos alocados años, pero sobre todo la vieja doble moral de las clases altas, se manifestaba de una manera desnuda en aquella proposición que ella asumía con una docilidad inquietante. Conway la miró despacio. Leticia jamás llegaría a imaginar por qué oscura razón se había propuesto seducirla esa noche, ni él —amante evidentemente inexperto— sabía cómo iba a hacerlo. Pero, de pronto, también en esto, la fortuna venía a ponerse de su parte.
—Y tú, ¿qué es lo que piensas…? —preguntó, incapaz de tocar el plato que acababan de ponerle sobre la mesa.
—Bueno, los franceses que perfeccionaron el coche sin caballos, también son expertos en el matrimonio sin sexo —repuso ella hundiendo su tenedor en la pasta humeante—. Y en cuanto a lo otro te voy a decir una cosa, Kenneth: conmigo puedes jugar, pero con el amor no se juega.
—Perdóname, pero… —farfulló el escocés, luchando por mostrarse digno.
—Vamos, no me digas que venías a esta cena con la más honesta de las intenciones y todo eso. Conozco a los hombres y sé lo que valgo. Si me equivoco, me voy ahora mismo. Pero si no es así, y quieres conocerme de verdad, por cada mentira te voy a cortar un pedazo de carne hasta que lleguemos a la parte verdadera, a la parte que no miente.
Las palabras de la italiana vibraban en el cerebro del escocés. Sentía su voz como el filo de un puñal de seda que se deslizara suavemente sobre su garganta.
—Entonces, ¿aceptas el mènage o te vuelves a la tumba?
—Solo debo cuidar de no enamorarme y dejarme llevar, ¿no es eso? —repuso al fin, consciente de que pisaba un terreno peligroso donde, sin embargo, ya no cabía retroceder—. ¿Pero qué sucederá si nos enamoramos?
—No debe sucedernos.
—Pero supongamos que suceda… ¿Qué ocurrirá entonces?
—Entonces romperemos nuestro pacto, y nada de justificaciones. ¿Estás de acuerdo?
—Solo en una cosa.
—¿En qué?
—Tenemos mucho que aprender el uno del otro.
Leticia entrechocó su copa con la suya en el mismo instante en que el camarero les servía su peccato di gioia. Imperceptiblemente, mientras mantenían aquella conversación, el restaurante se había ido llenando de gente. Ellos no oían las voces, solo reaccionaron cuando comenzó la música. Se trataba de un grupo descabalado de cantantes pertrechados con instrumentos que ya lo decían todo con sus nombres. Allá estaba el obsceno tricaballaco y el scetavajesse —literalmente, «el que despierta a la puta»—, arrancando las risas de todos con su desafinado gemido, al compás del acordeonista ciego que dirigía la banda. Tras la canción burlesca, los metales dieron paso a las mandolinas, y las voces entonaron una vieja canción napolitana.
«Quanno sponta la luna a Marechiare
—Cuando la luna viene a Marechiare—
Pure li pisce fanno a l’amore,
—Hasta los peces hacen el amor—».
Algunas parejas salieron a bailar. Conway puso su mano sobre la de Leticia. El brillo de sus ojos indicaba que ya estaba un poco borracho.
—¿Te vas a atrever a bailar esta cosa tan dulce, tú…?
—Tampoco sé bailar —sonrió el escocés—. Pero si es por complacer a Fersen, bailaré un fox macabre… para afilarme las garras contigo.
—Monstruo —sonrió también ella, una leve sonrisa, mordiéndose el labio—. En el fondo me tienes miedo.
Él prefería las conquistas lentas, ella se moría por un contacto fuerte y directo. Pero la única frontera que mediaba entre ellos había quedado abolida. Por diferentes razones, uno y otro iban a sucumbir a su más oscura ambición. Leticia desde la vanidad, Conway desde la codicia. Eso era lo que les cegaba. Un paso más y ya ninguno de los dos podría distinguir dónde acabaría el juego de las mentiras ni hasta qué punto estaban cerca de la verdad esos besos donde la palabra amor había sido proscrita.
Se dirigieron al hotel en el Hispano-Suiza de Leticia, sin hablar apenas. Las calles vacías ensanchaban ese silencio que se prolongó hasta que accedieron a su habitación. Nada más cerrar la puerta, Conway la besó con la torpeza de un principiante, la ansiedad le secaba la boca. Leticia ni respondía ni se sustraía. No había excitación en ella, ni rendimiento, solo una amarga complacencia que convirtió su primer abrazo en la seca conjunción de dos maniquíes de carne y hueso. Él buscó a tientas el interruptor de la lámpara. No quiso encenderse. Prendió entonces una vela que había en un platillo sobre la mesa de noche. Leticia empezó a desvestirse prenda por prenda, dejándolas caer a su alrededor sobre la raída alfombra. ¿Era así como debía comenzar el juego, la ficción, el simulacro? Cuando se tendieron sobre la cama Conway se limitó a acariciarla fríamente. Tenía su mente en otro lugar, en un lugar perdido entre dos desiertos, y el sexo de Leticia era uno de ellos.
—¡Oh, Dios! ¿Pero qué te pasa? —Se revolvió la italiana—. ¿Es que no quieres…?
—No es eso, Leticia. Es que, no sé…
—¿Qué es lo que no sabes? ¿No sabes hacer el amor a una mujer? Por favor, ya solo me faltaba esto.
La italiana se recostó sobre el cabezal y encendió un cigarrillo con un gesto desabrido. El cabello le cayó sobre la cara. Él le rozó la piel del hombro y dijo, patéticamente, compadeciéndose de los dos:
—Ni tú ni yo nos merecemos esto.
—Desde luego que no —repuso ella, arrastrando sus palabras con el humo de su primera vaharada—. Pero tu problema no soy yo. Es tu corazón, está completamente seco. Mucho más seco que el de Fersen —y añadió con una formidable fuerza inconsciente de veracidad—. Él todavía puede amar.
Conway sintió como una bofetada en la boca, la vela parpadeó.
—¿Cómo lo sabes? —exclamó, cogiéndole el cigarrillo para quitarle una calada.
—Lo veo en tus ojos, maldito escocés del demonio.
—¿Y qué más ves?
Leticia se echó el cabello hacia atrás y volvió sus ojos hacia él.
—Apaga esa vela y te lo diré.
Fue lo que hizo, sin añadir una palabra más. Esta vez fue ella quien comenzó a besarle. Pero mientras lo hacía, como un relámpago en la noche, su mente se iluminó con la aparición del espectro de Nefertiti en la cripta de Villa Helios. Entonces sintió que Leticia apretaba su mano contra su mejilla, suavemente, como se oprime una herida y, enseguida, el deslizamiento de su cuerpo sobre el suyo. Baise-moi, le dijo al oído. Se lo susurró una vez más, y luego otra, y otra más, excitada por esa palabra que despertaba su sensualidad. Primero le ofreció su cuello, luego sus pechos, luego su sexo. Cada ofrecimiento implicaba un desafío. Quería hacerlo así, que abusara de ella, como si estuviera indefensa, como una virgen hambrienta por ser corrompida. Cuando Conway buscó su boca, la italiana le mordió los labios, entregada a los impulsos de una pasión que era, a la vez, un elaborado deseo de ser lo que ella imaginaba que él quería que fuera: una mujer misteriosa, febril, tensa como un animal salvaje que solo admite ser domado con fuerza y en silencio. Y así hicieron el amor, en carne viva, como dos almas perdidas que se hubieran estado buscando desde una vida anterior y al fin se encontraran y se reconocieran, hasta que cayeron rendidos uno junto a otro. Cerca del alba, Leticia se deslizó fuera de la cama y comenzó a recoger su ropa.
—Es tiempo de que me vaya…
—¿Tan pronto…? Me dijiste que me ibas a contar lo que habías visto en mí y aún no me lo has contado.
Solo lo dijo para retenerla un poco más a su lado, Leticia no se volvió.
—Todos los espejos mienten, Kenneth, y tus ojos también, como los de todos los hombres.
—Ya, supongo que ahora vas a decirme que las mujeres sois diferentes.
—El alma de las mujeres, escocés…, eso solo lo conoce el diablo.
La aurora rompía tras la ventana. Con un súbito impulso, Conway se dirigió al cuarto de baño y abrió el grifo. El agua salió casi hirviendo, borbotando dentro de la bañera con un chistido de vapor.
—¿Te apetece un baño juntos para empezar el día?
No era una mala idea. El agua purifica, y ellos habían pecado a conciencia aquella noche. ¿Por qué no le respondía?
—¿Leticia? —llamó de nuevo.
Pero ella ya se había ido.