8
AL día siguiente, cuando Gaetano y su cuadrilla llegaron al pie de las obras de Villa Helios, se encontraron al escocés sentado sobre un basamento del pórtico. En apariencia se trataba del mismo Kenneth Conway. Una segunda mirada hubiera advertido el leve temblor de sus manos, que disimulaba sosteniendo un cigarrillo, y en sus ojos un brillo de locura. Los aldeanos solo repararon en la brecha de su frente, que se había vendado con una tira de lienzo.
—¿Pero qué demonios ha hecho, signore? —le abordó Gaetano—. No, a mí no me va a engañar. Mi tío ya me ha dicho que no ha aparecido por el San Felice en toda la noche. O sea, que se ha quedado aquí, dale que dale al azadón y a la ronda de los muertos. Dio, quanto impazzimento, la folia de satanasso!
Conway segregó una sonrisa extraviada, asintiendo. En efecto, eso era lo que había hecho. Pero el pobre Gaetano nunca podría imaginar hasta qué extremo.
Al despertar tras su desvanecimiento el escocés se encontró tendido sobre el osario de la segunda galería. Ya no había nadie más, ninguna presencia, ningún espectro, pero él sabía que aquella aparición no había sido un sueño. Su cabeza le daba vueltas en un frenesí de delirio. Un pensamiento obsesivo ocupaba su mente. Preservar ese santuario donde había sentido sobre sus labios el beso de hielo de Nefertiti. Se puso en pie apoyándose en las paredes goteantes. Esa humedad le recordó lo último que había visto antes de caer: el mar al final de la galería. La recorrió a tientas, pero a medida que avanzaba la oscuridad se fue diluyendo en una suave penumbra, y enseguida tuvo que cubrirse los ojos cegado por un haz de luz. Procedía de una estrecha abertura, al final del corredor. Nada más cruzarla, se encontró ante un espacio maravilloso. Una caverna tan grande como una catedral tomada por el mar. «Rayos de oro y azul», se dijo, contemplando aquella luz prodigiosa que reverberaba sobre la bóveda de roca. Había llegado a la mítica Gruta Azul que se abre en la punta noroeste de Capri.
El corredor subterráneo de Villa Helios se prolongaba bajo el espinazo de la isla, de sur a norte, hasta allá. Pero esa salida oculta, inapreciable desde la dársena de la Gruta Azul, arrancaba del desvío donde había encontrado las estatuas de Hator y Montu, y a la misma Nefertiti esperándole al cabo de un sueño de tres milenios. Sin reparar en ello, le sobrevino la misma sensación que había llevado a la locura a Alessandro de Caltagirone. Él era el único destinatario de su mensaje, el único que debía conocer su secreto. Como si le fuera la vida en ello, retrocedió sobre sus pasos hasta la galería principal. Reconstruyó a toda prisa el muro de adobe, cubrió la puerta con una masa de tierra húmeda para borrar sus huellas, y regresó a la superficie de la villa. Llegó apenas media hora antes de que aparecieran Gaetano y sus peones, tan exhausto que no le quedaban fuerzas ni para encender ese cigarrillo que ahora sostenía desmayado entre sus dedos.
—Tenías toda la razón, Gaetano, allá abajo no hay nada… Nada más que las cloacas de Villa Helios.
—Lo que le dije, signore. Si no hay más que asomar las narices, ese agujero huele a merda di morto. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Buscamos otra villa de Timberio para abrirle las tripas?
Conway le restituyó una mirada casi beatífica.
—Me has leído el pensamiento, muchacho. Tú, ¿para dónde tirarías?
El aldeano giró su cabeza alrededor, escupió a contraviento, y al fin lo dijo.
—¿Conoce el castello di Barbarossa?
Conway asintió con un gesto. Se trataba de una fortaleza cuyas ruinas se alzaban sobre las laderas de Anacapri. Su nombre se debía a la incursión más brutal que padeció la isla, en 1535, por parte del corsario argelino Kair-el-Din, más conocido como Barbarroja. Naturalmente, Gaetano tenía una versión de primera mano.
—… Cuando llegó el sarrazino había una cartuja, degolló a todos los monjes y se llevó a todas las mujeres que se habían refugiado dentro. Bueno, a todas no, ya se lo puede imaginar, signore —precisó el aldeano con un guiño—. Solo a las que levantaban la grupa alla puttanesca. Pero, muchos años antes de eso, debajo de la cartuja había un antro pagano con mucho que rascar. —Y diciendo esto, se volvió hacia la corvea y llamó a gritos a uno de sus parientes—. Gesualdo, presto, vieni qua!
Al punto se destacó del grupo un tipo curtido y cojitranco, de unos cincuenta años, que se cubría con una pelliza de pastor. Sus ojos ardían como brasas bajo su hirsuto entrecejo, y era de los que miran fijamente.
—Cuéntale al signore lo que te pasó cuando fuiste a buscar el Tesoro di Timberio en el castello…
—Yo subí por el mar —comenzó a contar el pastor—. Sabía que abajo del castillo se abría una gruta donde habían aparecido zecci e zecchini, todas de Timberio.
—Zecci quiere decir monedas —le cortó Gaetano, dándoselas de ilustrado.
—Según mi primo Pacciale —continuó Gesualdo—, ahí vivió en tiempos un hombre con cabeza de lobo…
—… Como los dioses egiziacos —volvió a cortarle Gaetano.
Conway visualizó la imagen del dios Anubis, el señor de la Necrópolis, el que guía los espíritus de los muertos al otro mundo. Gesualdo continuó.
—… Un demonio que devoraría a todo cristiano que se acercase a su cueva.
—Pero tú no tuviste miedo, y bien que subiste —siguió Gaetano—. ¿Y por qué lo hiciste?
Los dos aldeanos se cruzaron una mirada recelosa, como vacilando si contar o no el resto. Un empellón de Gaetano acabó de soltar la lengua de Gesualdo.
—¿Por qué lo hice? Pues porque il porco de Pacciale subió primero, subió pobre y bajó rico. Desde entonces tiene una renta de veinticinco mil liras, y el dinero le crece hasta cuando duerme.
—O sea que fue tu primo quien encontró el Tesoro de Tiberio…
—Tanto como eso no, signore, pero allá hay algo.
—¿Y tú, no lo encontraste?
—No, porque me cayó encima la iettatura —continuó, llevándose la mano a su pierna maltrecha—. Según estaba subiendo, alguna bruja debió escupir sobre mi sombra y caí hasta abajo, con todos los huesos rotos, pero vivo, vivo por la gracia de la Madonna.
—¿No regresaste?
—Ni muerto, signore. Puse siete velas en el convento delle Sepolte Vive —concluyó santiguándose—, y las renuevo cada año en su fecha, que es la de mi segundo nacimiento. Por eso todos los de mi pueblo me llaman Renato, porque he nacido dos veces…
Conway se felicitó en su fuero interno. Era justo lo que necesitaba. Un paraje apartado cargado con una leyenda poderosa para avivar la codicia de los jornaleros, y un hombre dispuesto a no subir allá ni por todo el oro del mundo.
—Pues muy bien, Gaetano —exclamó—, ya te estás llevando a tus hombres al castello di Barbarossa. Pero tú, Gesualdo —añadió volviéndose al pastor—, tú te puedes quedar aquí, si quieres. Necesitaré un hombre que vigile este lugar. Ya sabes cómo es la gente. Basta que vean un agujero abierto para que vengan a husmear, y eso al señor Fersen no le gustaría nada. ¿Comprendes?
—Capito, signore. Ahora mismo bajo al pueblo a por mi luppara[12], y aquí que me quedo montando guardia, hasta que se ponga el sol.
—No te pido tanto. Cuando alcemos el campamento allá arriba puedes venirte a comer.
—De eso nada, signore. Mándeme a uno de estos con la pitanza, que esa es la hora en que aparece el diablo.
No hizo falta más para que Gaetano se llevara dos dedos a la boca y lanzara uno de esos silbidos que te rompen los tímpanos. Al poco toda la comitiva se encaminó hacia el castillo de Barbarroja, y el diablo se fue con ellos. Conway ya no se quedó en las excavaciones. Durante aquella noche en vela su cabeza no había dejado de trabajar. Ahora tenía un plan, un plan muy diferente al que la había traído a Capri. Tras visitar a Fersen para ponerle al tanto de su tercera cata —algo que el barón volvió a celebrar efusivamente—, envió un mensaje muy desconcertante a Leticia Cerio: «Si todavía te acuerdas de mí, me encantaría invitarte a cenar esta noche. ¿Qué tal en La Rondinella?». En cuanto el mozo salió con la nota volvió a sumergirse en los papiros de Caltagirone. Ahora, a la luz de su descubrimiento, todo cuadraba: … y el bendecido por Atón descansará en la isla del Carnero —leyó, deslizando la yema de sus dedos, jeroglífico por jeroglífico— …y sus rayos de oro y azul penetrarán en el corazón de La Muy Verde, para despertar a la Bella.
La clave estaba ahí, en esos rayos de oro y azul, el sol dormido bajo el agua, muy cerca del mar. ¿Qué otra cosa podían indicar sino el hipogeo subterráneo que comunicaba Villa Helios con la Gruta Azul? El escriba que acompañó el viaje de la momia de Nefertiti hasta Capri había descrito así, en su lenguaje de símbolos, aquel pasaje secreto, el que eligió tal vez el propio emperador Tiberio para el descanso eterno de la reina Sol. Si le quedaba alguna duda, ahora tenía la certeza de que su visión no había sido un sueño ni un delirio. Pero Kenneth Conway aún estaba lejos de imaginar que el delirio comenzaría precisamente a partir de esa noche.