7

ENSEGUIDA la negrura se hizo absoluta, el descenso comenzó a complicarse. Conway tenía sobrada experiencia. En Abydos, en Medinet-Abu, y, por supuesto, en la mítica Amarna de Akenatón, se había sepultado en agujeros cien veces más siniestros. Por tramos tenía que gatear, en otros apenas cabía su cuerpo, el corredor se estrechaba cada vez más, pero la llama de la antorcha, aún vacilante, le mostraba el camino. Habría recorrido más de quinientos metros bajo tierra, siempre en un plano descendente, cuando se le vino encima una bandada de murciélagos atraídos por la luz. Agitó la antorcha, sintió sus alas viscosas rozándole la cabeza. Gritó: «¡Al infierno!», y le asombró el sonido de su propia voz. No emitía eco alguno, las paredes la absorbían como el agua bajo la arena. Eso quería decir que aquella galería se prolongaba, y su antorcha no resistiría más de media hora. La idea de dar media vuelta le resultaba insoportable. Quizá no le faltaba tanto para alcanzar la salida. Si no la encontraba, siempre podría regresar aunque fuera a tientas. Continuó descendiendo. Cien metros más adelante apareció ante él una puerta sellada por un lienzo de adobe. No parecía muy consistente, podría derribarlo si encontraba una piedra lo suficientemente compacta. La encontró. El muro se vino abajo dejando en el aire una nube de polvo en suspensión. Conway se cubrió la boca con su pañuelo, empuñó su antorcha y cruzó el umbral. Su atrevimiento tuvo una recompensa inmediata. A medida que la polvareda se fue disipando, apareció ante él una especie de antecámara donde se alzaban tres estatuas inequívocamente egipcias labradas en bloques de basalto policromado, hieráticas, expectantes, sobrecogedoras.

El corazón del arqueólogo rompió a latir a golpes. Allá estaba Hator, la diosa del amor, de la alegría y la danza, pero también la que prepara para la muerte, coronada con un disco solar sostenido entre sus cuernos. En el otro extremo el viejo dios de cabeza de halcón, Montu, el antecesor de Horus, el elevado, el distante. Y, entre ambos, los restos de un cuerpo al que le faltaba la cabeza. Tenía la complexión de un hombre, pero sus formas eran femeninas. ¿No era así como se hizo representar Akenatón? Tragó saliva sin poder apartar los ojos de lo que veía, estaba absolutamente conmocionado. En eso, le pareció que había alguien más a su espalda, una presencia viva. Se volvió bruscamente, solo escuchó los latidos de su corazón. Pero, enseguida, comenzó a escuchar algo más. Aquel zumbido era el mismo que le asaltó en la gruta de Matromania. El escarabajo azul estaba allá. Giró la antorcha a su alrededor, su resplandor trazó un círculo de fuego sobre las tenebrosas paredes de la galería, los ojos abismales de los dioses de piedra parecieron cobrar vida. Sintió las patas del escarabajo sobre su nuca, dos pinzas aceradas se hundieron en su carne hasta hacerle sangre. Eso acabó de desquiciarle. Profirió un juramento, la antorcha se le cayó de las manos. Y él cayó con ella.

¿Qué había sucedido? En un instante sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Con el impacto perdió el conocimiento. Cuando despertó, la oscuridad era total. Las tinieblas se imponían tan compactas como aquellas en las que se debate un ciego. Se palpó su cabeza, solo tenía un corte superficial. Tanteó el suelo buscando su antorcha. Encontró un objeto que parecía madera. Su mano lo rozó con prevención, pero sus dedos ya habían entrado en los agujeros de sus cuencas. Se trataba de un cráneo, un cráneo humano, y había muchos más. Había caído en un osario, estaba rodeado de muertos y él podía ser uno más si no conseguía salir de aquel pozo. Notó que le faltaba el aire, se asfixiaba. Intentó ponerse en pie apoyándose sobre el montón de esqueletos, los huesos crujían, se partían bajo su peso. El sol de Capri, las fiestas de Fersen y todo su pasado, parecían a millares de leguas de distancia. La misma que le separaba del brocal del pozo. Quizá solo le faltaba un palmo, pero sus manos no lo alcanzaban. Entonces sucedió algo que no olvidaría mientras viviera.

En aquella oscuridad mineral, mientras alargaba sus manos buscando un punto de apoyo, sintió que otras dos manos le cogían por las muñecas. Se trataba de unas manos femeninas que, sin embargo, lo alzaron a pulso, como si no tuviera peso.

Primero fue el aura, un aura de luz dorada que parecía irradiar de quienquiera que estuviera allá arriba. Cuando sus ojos alcanzaron la superficie, lo que vio le dejó sin aliento. En el centro de la estancia, ante las tres estatuas de basalto, se destacaba la imagen etérea de una mujer inconfundible. Cinco capas de trenzas tan negras como el ébano conformaban su peluca nubia. En la frente, el doble ureus que indicaba su soberanía sobre las dos tierras y los dos mundos. Sus ojos, dos esmeraldas de un fuego verde que se extendía sobre sus párpados. Sus labios sostenían un gesto impasible, sin expresión, idéntico al de las estatuas. Un soberbio collar de ágatas pendía de su cuello, largo y esbelto. La fina túnica que la cubría transparentaba sus senos y su sexo, marcando las formas de un cuerpo tan blanco como una talla de marfil, el cuerpo de una diosa.

Sin duda era ella. La divina Nefertiti estaba allá, en Capri, bajo el monte del sol. La locura de Caltagirone se había convertido en una evidencia. Por un instante sintió que no sobreviviría a esa revelación. Tal vez también él había cruzado el tenue umbral que separa los dos mundos y los dos reinos. Apenas acertó a articular tres palabras.

—Nefertiti, eres tú…

La presencia no respondió. Le miraba con sus ojos hipnóticos, sus labios permanecían entreabiertos, pero de ellos no salió ningún sonido. Cuando intentó avanzar, ella alzó su mano como diciéndole que no intentara tocarla. Una suave corriente de aire acarició su rostro. En un vislumbre, entrevió a lo lejos, en el punto de fuga del túnel, algo parecido a una masa de agua. La luz que parecía irradiar de los ojos de la diosa le detuvo en ese umbral que ya no parecía de este mundo, sino una nueva dimensión más allá del tiempo y el espacio. Sentía manar la sangre desde la brecha abierta en cabeza, su corazón latía grávidamente, la angustia comenzó a atenazarle. Entonces Nefertiti hizo oír su voz. Le envolvió como una caricia, como un espíritu que murmurara en sus oídos.

—Akenatón, mi señor, ya estás conmigo.

Conway, paralizado, apenas acertó a balbucir.

—No, yo no soy Akenatón…

—Eres el que siempre ha sido, el elegido de Atón ha renacido en ti, pues te has alzado de entre los muertos, amado mío. Has abierto las puertas de la noche para que yo regrese a la vida contigo. ¿Lo ves? Siéntelo —continuó la diosa, tomando su mano y poniéndosela sobre su pecho—. Mi corazón vuelve a latir con el tuyo. Tanto me querías que los dioses han levantado tu frente. Te aman. Nos aman, divino hijo de Atón. Este es el tiempo, ahora hemos de regresar.

Aquella voz, lenta, profunda, susurrante, le sumió en una especie de trance alucinatorio. Ya no era él, sino aquel a quien ella invocaba.

—¿Regresar? —preguntó, atónito, sin poder apartar sus ojos de los suyos—. ¿A dónde, mi reina?

—Hemos de regresar a nuestra ciudad, al corazón de nuestro sueño, en la dorada Amarna.

—Pero, ¿cómo…?

—Pronto lo descubrirás, ya estás cerca, muy cerca… He permanecido miles de años esperándote aquí, en la isla de Khnum, donde los rayos de oro y azul.

«Los rayos de oro y azul», ¿dónde había leído esa frase? Se preguntó para responderse de inmediato: Claro, en los papiros de Caltagirone. O sea que la clave estaba en esos «rayos de oro y azul». ¿Pero qué significan exactamente…?

—Ahora ya sabes dónde estoy —continuó la diosa—. Cuando despiertes encontrarás mi cuerpo, lo liberarás de las tinieblas, y me llevarás contigo allá donde el sol vive y la muerte no existe. Recuerda: ni yo sin ti, ni tú sin mí.

Conway repitió esas palabras como un conjuro —«ni yo sin ti, ni tú sin mí»—. Y, mientas lo hacía, sintió la presión de unos labios perfumados sobre sus manos, sobre su pecho, sobre su boca. La tensión se le hizo insoportable. Entonces sintió que unos dedos fríos le cerraban los párpados y se desvaneció de nuevo.