6
LAS agujas doradas del carrillón que se alza en la piazzetta Umberto I marcaron la hora del adiós. El lánguido verano tocaba a su fin. Día tras día, los ómnibus de la agencia Cook bajaban al puerto esas exasperantes bandadas de ociosos que habían acudido a Capri sedientos de baños de mar y diversiones, y que regresaban ahora —a París, a Londres, a Berlín—, posiblemente saciados, aunque sin poder disimular la corrosión del tedio que enmohecía sus rostros. No era raro ver a los rezagados, caballeros con palco familiar en la ópera Garnier o el Covent Garden, grandes damas enfundadas en sus vestidos de tarde —dernière création Worth—, bajando a lomos de un ciucci infestado de garrapatas hacia la Marina Grande, donde les esperaba el último, el vapor de Nápoles. La procesión de los veraneantes desfilaba ante el impávido rostro de Ezra Pound, el eterno maldito, sentado para siempre en una silla de respaldo alto, en el café Vittoria, apurando una absenta tras otra mientras se peleaba con un poema que revoloteaba sobre él como un gigantesco murciélago hechizado por la luz del atardecer.
Kenneth Conway hubiera podido regalarle unas cuantas palabras que sonaban como una vieja canción de un mundo perdido. Giallo antico, verde pavonezatto, mármore africano, stucco rosso. Se trataba de los nombres de las losas que había comenzado a levantar por la ladera noroeste de Villa Jovis, donde inició al fin sus excavaciones. Cornacchia, el maître del San Felice, le había recomendado a unos cuantos parientes. Un adusto calabrés a quien todos llamaban mastro Vincenzo gobernaba una corvea de aldeanos que trabajaban de sol a sol, abriendo profundos surcos entre los senderos ondulantes. El pie del viejo emperador Tiberio había pisado esas losas que mastro Vincenzo arrojaba por encima del muro escupiendo —Roba di Timberio![11]—, como si se quitara de encima un maleficio. Conway no les había dicho ni una palabra acerca del objeto de su búsqueda. Dijera lo que dijera, no le hubieran creído. Todos los campesinos de la isla soñaban con encontrar el fabuloso Tesoro de Timberio. Lo demás les traía sin cuidado. El escocés tenía que mantenerse alerta y vigilar constantemente los nichos abiertos. A veces, en la profundidad de las ruinas, aparecía un mosaico maravilloso habitado por faunos y ninfas coronadas de pámpanos. Si no se daba prisa, los peones de mastro Vincenzo lo tiraban abajo, escandalizados ante esa orgía de cuerpos desnudos que bailaban al compás de flautas y pífanos con las manos rebosantes de racimos.
Duro lavoro, se excusaba Gaetano, el sobrino de Cornacchia, mostrándole sus manos encallecidas, porque toda la quinta estaba llena de Roba di Timberio, columnas, arcos, galerías, fragmentos de estatuas y testas de cristianos, y había que cavar a fondo para levantar todo eso y seguir buscando. Cuando las campanas de la Certosa de San Giacomo doblaban el Ángelus, esos hombres que habían estado trabajando bajo un sol abrasador desde las cinco de la mañana se hacían la señal de la cruz, soltaban las azadas y se sentaban en una mesa corrida sobre la que nunca faltaba una enorme fuente de ensalada de tomate, cazuelas rebosantes de cianfotta, los prescriptivos ravioli capresi, y un gran piretto de ese vino amarillo que semejaba un rayo de sol líquido y que tenía el sabor del néctar de los dioses. La cuñada de Cornacchia, una mujer baja y rechoncha, con un pañuelo de colores sobre su cabeza, el vivo retrato de la massaia de Capri, oficiaba el ágape ayudada por media docena de muchachas de ojos negros y risueños que bromeaban a gritos con los obreros, hasta que llegaba la hora de volver al trabajo. Al caer la tarde aparecía Fersen a bordo del Delahaye de il Dottore. El barón recorría las ruinas seguido por la expectación de los peones, que se descubrían al verlo pasar señalando las piezas que le interesaban, y Messori las anotaba con su letra de insecto en una agenda flexible: columnas de mármol estriado para decorar las estancias de Villa Lysis, alguna cabeza no demasiado mutilada y solo los mosaicos que se pudiesen restaurar sin demasiado trabajo. Poco después llegaba el carromato donde cargarían los hallazgos del día y, mientras lo hacían, Fersen se llevaba a Conway hasta el corredor porticado sobre el mar para que le pusiera al tanto de sus avances.
El escocés no parecía nada satisfecho con su trabajo. Sí, el último papiro de Caltagirone sugería un emplazamiento: «… Y el bendecido por Atón descansará en la isla de Khnum y sus rayos de oro azul penetrarán en el corazón de La Muy Verde, para despertar a la Bella». Cierto, la isla de Khnum, el dios carnero, podía ser Capri. Y La Muy Verde era sin duda la imagen con que los egipcios visualizaban el mar. ¿Pero, bastaba con eso?
—No se desanime… —le respondía Fersen—. ¿Acaso no le parece un indicio alentador eso que encontró anteayer?
—Lo siento pero no, esa pequeña escultura de Isis no me dice nada. Su culto estaba extendido por todo el Mediterráneo. Además, las tallas de ese estilo helenizante son propias de la XXVI dinastía. De Akenatón a Psamético vuelan más de mil años.
—¿Y hoy, tampoco han encontrado nada?
—Hoy hemos tenido un poco más de suerte.
—Ah, vaya… ¿Y me lo dice ahora?
—Mastro Vincenzo ha descubierto una tumba con el esqueleto de un hombre. Tenía una moneda egipcia en su boca. —Y diciendo esto, se llevó la mano al bolsillo superior de su chaleco y le entregó una pieza cuadrada—. ¿Sabe lo que pone?
Fersen se había quedado mirándola como hipnotizado.
—Por supuesto que no. Léamela, por favor.
—Nebunefer, sí, justamente eso: Nebunefer.
—¡… Cómo Nefertiti! ¡Eso quiere decir que ya estamos cerca!
Conway le dejó respirar su codicia, luego segregó una sonrisa triste para concluir.
—No, de eso nada. Nefer significa «puro», y nebu «oro». Solo quiere dejar constancia de que se trata de oro puro. No tiene nada que ver con Akenatón. Es una acuñación del tiempo de Nectanebo II, el faraón adivino… del tiempo de Alejandro Magno.
—Es igual, usted persevere —exclamó el barón sin reprimir un gesto de fastidio—. Yo le pago para eso. Y confío absolutamente en mi intuición.
—¿Ha tenido más sueños?
—Siempre es el mismo —articuló el barón apretando la moneda como un talismán—. El rostro de Akenatón emerge de la negrura y me susurra al oído: «Búscame y me encontrarás. Estoy sobre tu cabeza y bajo tus pies».
—¿No le parece un jeroglífico demasiado ambiguo?
—Al contrario, a mí me parece un mensaje absolutamente explícito. ¿Qué hay sobre mi cabeza mientras duermo? La vertical de esta villa, la villa del emperador Tiberio. ¿Y qué hay ahora bajo mis pies? Sin duda, el camino que nos llevará a descubrir el sarcófago de Akenatón.
El escocés descartó la ironía para castigar la pueril credulidad del barón.
—He pensado una cosa…
—Dígame, qué propone.
—Dejar aquí a mastro Vincenzo con la mitad de su gente y llevarme a la otra para iniciar una nueva prospección en otra parte.
—¿Dónde?
—… A los pies del monte Solaro.
—¿Y eso, por qué?
—Como sabe, Tiberio alzó sobre esta isla doce villas que se correspondían con los doce dioses del panteón greco-romano, que son, a su vez, una traslación del egipcio.
—¡Ya sé lo que me va a contar! ¿Cómo no me había dado cuenta antes? —le cortó Fersen, mirándole con sus ojos centelleantes y pasando, como solía, del abatimiento al entusiasmo—. A los pies del monte Solaro se encuentra Villa Helios, la villa del sol… ¡Lo que traducido al egipcio sería la morada de Atón!
—Bueno, lo mío ni siquiera es una intuición. Se trata de una mera deducción lógica: si nos repartimos el trabajo aumentarán las posibilidades de que encontremos algo.
—¡Magnífico! ¡Magnífico! —bramó el barón echándosele encima para abrazarle—. ¿A qué espera para iniciar esa segunda cata? ¡Quiero verle mañana mismo allá! ¡Lo celebraremos con una gran cena en La Grotelle!
—Mejor si dejamos eso para cuando tengamos algo que celebrar.
—¡Celebro haberle conocido, amigo mío! ¡Celebro que usted esté aquí! ¡Celebro su clarividencia! ¿Le parecen motivos suficientes?
Más que decírselo, el barón se lo iba gritando mientras remontaba la escalinata que le conduciría hasta la explanada donde le esperaba il Dottore, ya con el motor de su Delahaye en marcha.
Conway lo vio desaparecer como quien asiste a la extinción de un fuego fatuo. Ese día ya no trabajó más. Se desvió desde la logia sobre el acantilado hasta las cisternas donde cavaba la gente de mastro Vincenzo, estuvo un rato explicándole sus planes, y cuando las campanas de San Giacomo volvieron a doblar selló el acuerdo con un apretón de manos. Los peones se retiraban ya. Estaba acostumbrado a que todos ellos le buscaran para despedirse dejando en el aire un buon riposo, eccellenza. Era el protocolo previo antes de que bajara al mar por la parte del faro, donde se daba un buen baño antes de regresar al San Felice para la cena.
Desde aquel encuentro furtivo en las aguas del Arco Natural y aunque estaba muy al tanto de sus costumbres, Leticia, dándole por imposible, no había vuelto a buscarle. Se cruzaron algún domingo en la piazzetta del Orloggio, a la hora del aperitivo, pero ni ella ni él se levantaron de su mesa. La bella italiana siempre se mostraba rodeada de gente de su nivel, una corte de petimetres sin más inquietudes que la de elegir un conjunto para el baile de esa noche o para la excursión pompeyana del día siguiente. Conway bebía apartado de todos, su velador era siempre el más solitario del café Vittoria, pues hasta Ezra Pound se había habituado a compartir sus absentas con el ilustre Wystan Auden. El pulcro aspecto de este último, siempre tan atildado como si fuera el príncipe de Gales, con sus mismas orejas salientes enmarcadas por su pelo bien cortado, su rostro afeitado y masajeado con su intensa loción Perkins, contrastaba sobremanera con el aire bohemio del americano. No obstante, cuando alcanzaban el punto justo de ebriedad los dos poetas competían por ver quién se mostraba más procaz, declamando versos clásicos a cada cual más obsceno. Algo que escandalizaba sobremanera a los fascistas que ya se atrevían a lucir sus camisas negras hasta en la misa mayor, en Santo Stefano, sin que nadie se atreviera a reconvenirles por entrar en el templo con sus correajes, y alguno también con su pistola.
Dentro o fuera, hasta un ciego hubiera podido advertir que la isla frente al Vesubio se estaba convirtiendo en un volcán donde se condensaban las mismas tensiones que afectaban a Italia y a Europa entera. En Capri aquel magma soterrado emergía de una manera demencial. Allá estaban Auden y Pound, celebrando los excesos libertinos de Lesbia y Clodia, ajenos al paso marcial de los fascistas que entonaban el Canto degli Arditi. Se lo perdonaban porque sabían que Pound simpatizaba con su doctrina. Su aversión por el «mundo sin alma de la usura» le había llevado a enaltecer el fascismo como la única alternativa para vencer a la banca internacional y a los banqueros judíos. Entonces aquel joven airado y provocador no podía imaginar los infiernos que acabarían orquestando su marcha triunfal. Pero si él brindaba al paso de los camisas negras con la inconsciencia de un suicida, tarde o temprano, desde las mesas de los vividores comenzaba a alzarse un atronador Forse che sì, forse che no, «Puede que sí, puede que no», una canción satírica que los hacía desaparecer como cuervos en un maizal.
De tanto oírla, Conway acabó por aprenderse de memoria esta melodía que se ajustaba como un guante a la prospección recién iniciada en Villa Helios. También él canturreaba a veces, Forse che si, forse che no, al compás de las palas que se hundían una y otra vez en aquel semillero de ruinas. Un día, Gaetano, el sobrino de Cornacchia, descubrió una galería que avanzaba en dirección al mar. Cuando Conway ya se disponía a abordarla, le detuvo agarrándole por el hombro.
—Guardi, signore…! —exclamó, mostrando una gran serpiente que comenzaba a desenroscar sus negros anillos bajo las losas—. ¡Es el alma condenada de Timberio!
Había alzado su pala, decidido a machacarla, el escocés le detuvo.
—No, no la mates, se trata de un animal sagrado.
—¿Pero qué dice, signore? ¡La serpiente es mala, molto cattiva!
—Ni la toques. Déjala que se vaya.
El aldeano le miró como se mira a un loco. No entendía nada, pero contuvo el gesto mientras el reptil se deslizaba hacia el interior de la galería con un silbido amenazador. ¿Se trataría verdaderamente del espíritu del tétrico emperador, que vagaba como un alma en pena por sus dominios? Las campanas de San Giacomo dejaron la pregunta en el aire. Había llegado la hora de retirarse. La partida de peones no esperó a más para soltar picos y palas y emprender el camino de Anacapri. Gaetano vaciló antes de seguirles, no se fiaba de su patrón.
—No se meta ahí dentro solo, signore —le previno, yéndose ya—. Espere a mañana. Traeremos cuerdas, y linternas de carburo. Y también vendrá don Dionisio, el párroco, con su hisopo bien hervido de agua bendita. Créame, questa é la bocca del inferno!
Conway se lo agradeció con una sonrisa y una palmada, pero su respuesta fue encender un cigarrillo y sentarse a esperar hasta que desaparecieran. Poco después, improvisó una antorcha con un asta de madera untada en alquitrán, y se introdujo en la galería siguiendo el rastro de la serpiente.