5

EL atardecer de aquel día de junio resultó excepcionalmente caluroso, más aún cuando comenzó a imponerse el siroco. Hasta entonces Conway lo había imaginado como esa lánguida brisa que inspiraba las voluptuosas escenas de Lawrence Alma-Tadema, cuyas pinturas «romanas» siempre tienen como escenario la bahía de Nápoles. Esa noche comprendió la realidad de ese viento espeso, deplorado por Dante, que arrastra el polvo rojo de las arenas de África y una sofocante humedad oceánica, impregnándolo todo con su enfermiza melancolía. Los invitados del barón Fersen afectaban su influjo y lo combatían trasegando una copa tras otra, atacados de los nervios. Leticia y Conway llegaron juntos en el Hispano-Suiza que el multimillonario Ignacio Cerio había regalado a su hija por su aniversario. La joven se había cambiado para la cena y venía en su pose de grande dame, con un atrevido conjunto rosa fuego de Elsa Schiaparelli[6]. Kenneth también lo hizo, pero su repertorio de trajes se reducía a un terno oscuro y otro color siena, de lino egipcio, que se arrugaba en cuanto lo descolgaba de la percha y le quedaba corto de mangas. Desde el jardín de Villa Lysis se veía la ingente puesta de sol inflamando el cielo y el mar con una conflagración de naranjas y violetas ante las que solo un poeta en el mundo era capaz de no hacer ningún comentario. Y ese poeta era Ezra Pound.

—¿Conocen la noticia? —exclamó avanzando hacia ellos con dos combinados rebosantes de hielo picado.

Leticia y el escocés se cruzaron una mirada absorta. Pound continuó.

—¡El gran Wystan Auden[7] acaba de instalarse allá enfrente! —dijo, señalando el cono volcánico de Ischia—. ¡Y viene sin su insoportable esposa, Erika, la Gótica!

Il Dottore esbozó una mueca sarcástica sin levantarse.

—… Se refiere a la hija de Thomas Mann. Un matrimonio de conveniencia. Todo el mundo sabe que Auden es homosexual, incluido el padre de la novia, por supuesto.

—¿Y qué habría de malo en ello? —objetó Pound, en su habitual tono provocador—. Yo también me he casado con la hija de Shakespear[8], pero adoro a Catulo.

Leticia, que no había olvidado el incidente del baño, le dio una palmadita a su acompañante. A Conway le pareció ridículo justificarse. Más aún cuando Pound se puso a declamar con su voz rota un poema satírico de Auden.

Salidos del gélido norte, los pálidos hijos

De una cultura culpable, de patata, cerveza o whisky

Venimos hacia el sur, a esta cultura quemada por el sol.

A estos pueblos femeninos, de hombres duros

Unos creyendo que el amore

Es mejor en el sur y más barato

(Lo cual es dudoso)

Otros persuadidos de que exponerse

A la fuerte luz del sol es mortal para sus gérmenes

(Lo cual es evidentemente falso)

Y otros, como yo,

En la edad madura, esperando comprender…

Y en ese punto se quedó en suspenso, elevando su copa hacia el arqueólogo. Todas las miradas convergieron en él. Pero esta vez Conway no acertó a darle la réplica. Fue el propio Fersen quien lo hizo, como quien canta una derrota.

—«… Esperando comprender, por lo que no somos, lo que podemos llegar a ser. Una pregunta que nunca parece formularse en el sur».

«¡Bravo!» exclamó Messori rompiendo a aplaudir y arrastrando al resto de los invitados. Un criado vino a anunciar que la cena ya estaba dispuesta y hacia allá se encaminaron todos, siguiendo el sombrero del barón, arrebatado por un golpe de viento.

La visión del fumatorio —La Grotelle, como lo llamaban los íntimos—, dejó a Conway sin palabras. Una gruta natural decorada en el más fastuoso estilo art-decò, sobre la que se había dispuesto una mesa digna de un rey. Servicio de plata, grandes búcaros rebosantes de flores, y todo ello iluminado por un bosque de candelabros. La cena estuvo a la altura del escenario. Hablaron de todo y de nada, y solo cuando retiraron los postres y comenzaron a servirse las copas y los cafés —también los cigarritos de hachís que eran la debilidad del barón—, pareció comenzar el tiempo de la desinhibición total. Por lo visto el tema del día era escarnecer a las mujeres, algo a lo que Leticia ya estaba acostumbrada y que encontraba sumamente divertido. También para ella las mujeres estaban en el origen de todos los males del mundo.

—… No te quepa duda, querida —apostilló il Dottore—. No hay más que verte esta noche para concluir que has renovado tu pacto con el diablo.

La joven entornó sus párpados agradeciendo el cumplido y giró una mirada hacia Fersen, quien, sin dejar de observar las volutas de su cigarrillo, interpeló al escocés.

—Parece usted un hombre duro, Conway. ¿Nunca ha querido a nadie? Adelante, háblenos aunque sea de su primer amor…

Era un envite directo. Un momento antes Pound había confesado que se enamoró de un caballerizo, «bello como Endymion», a los quince años. Messori alegó que «en el sur» el amor comenzaba todavía más temprano. Conway examinó a los comensales, ¿inventar una mentira o decir la verdad?

—Vamos, no sea tan reservado —le animó Fersen—, estamos entre amigos.

Leticia volvió a castigarle con otro sarcasmo.

—Será que sigue sujeto a las normas de la Iglesia presbiteriana. Salta a la vista que nuestro ilustre invitado es asimismo un notorio puritano.

Conway se llevó su espresso a los labios, bebió un sorbo, y lo dijo.

—Mi primer amor fue Nefertiti, la reina del Nilo. —El silencio que impusieron sus palabras le obligaba a continuar—. Yo tendría diecisiete o dieciocho años, no más, cuando cayó en mis manos un ejemplar del Times donde se mostraba el busto que hoy se encuentra en el museo de Berlín. Me pareció la mujer más bella del mundo.

Leticia exhaló una vaharada de hachís y esbozó una sonrisa despectiva.

—Por favor, ¿cómo es posible? Un adolescente enamorándose de una muerta. Ustedes los egiptólogos son una pandilla de necrófilos.

—¿Por qué Nefertiti? —preguntó Fersen, sin ninguna ironía en su voz—. Cleopatra tiene mucho más morbo. Su romance con Marco Antonio, su vida y hasta su muerte, no sé… Cleopatra es la verdadera femme fatale, la más fascinante.

—No se lo niego, pero la que me cautivó a mí fue Nefertiti.

—Ahora entiendo por qué fue derecho hacia la cabeza de Akenatón de mi colección egipcia. Yo le traigo aquí para que encuentre la momia del faraón hereje, y usted… ¡Usted viene a ponerme los cuernos con su mujer! —graznó, celebrando su propio ingenio—. ¡Por el príncipe Eduardo y toda su corte de amantes, qué aberración!

Conway encendió uno de sus cigarrillos y se recogió sobre sí mismo.

—Dudo que encontremos aquí a ninguno de los dos, señor. Solo me quedan por descifrar tres de los papiros de Caltagirone. Y he de confesarle que los anteriores apenas dicen nada que pueda servir a su propósito.

El rostro de Fersen se crispó por un instante. No estaba acostumbrado a que se le negaran sus deseos, jamás había renunciado ni a uno solo de sus sueños.

—… Entonces iremos a Egipto a buscarlos. Me sobran fondos para eso y para más, y cuento con usted para todo, amigo mío. —Tras decir esto desvió una mirada meditativa hacia el mar, y cambió de tono—. ¿Qué será lo que nos empuja hacia esa tierra misteriosa que parece contener todas las claves de la humanidad…?

Conway dejó su pregunta en el aire.

—Aún no he acabado de contarle por qué me fascinó Nefertiti —exclamó, y Fersen respondió con un cabeceo, como pidiendo disculpas—. Verá, junto con aquella cabeza perfecta, ese ejemplar del Times reproducía un jeroglífico que me conmocionó.

—¿Y qué decía, si puede saberse? —intervino Leticia.

—«Ella es la que vive siempre» —repuso Conway, con una voz que nadie le había conocido hasta entonces—. «Nefertiti ha nacido en el firmamento, el cielo la ha engendrado. Reina entre los hombres, y, sin embargo, nadie la conoce».

—Bellísimo —aprobó Pound, rompiendo su silencio—. Verdaderamente, cuando se descubren cosas así entiendo que la imaginación se inflame. Bueno, la imaginación o quizá algo más profundo. ¿Conocen las teorías de Carl Gustav Jung? —Todos lo conocían. El psicoanálisis vivía en 1920 su tiempo de esplendor—. Asegura que en nuestra mente se incuba una especie de memoria hereditaria.

—Una manera como cualquier otra de hablar de la reencarnación —puntualizó il Dottore, siempre sarcástico—. Ya solo falta que alguno de ustedes afirme tajantemente que se siente Tiberio redivivo, o algo peor. El perro de Mesalina, por ejemplo.

Fersen le fulminó con su mirada.

—Era Tiberio quien se postulaba como hijo de Júpiter. Pero cuando Sejano le reveló la historia de Akenatón, despertó en él una pasión egipcia de la que bien poco se sabe, sobre todo porque la mantuvo oculta hasta su muerte. Por eso se trajo a su retiro de Capri todas las piezas que hoy viven en Villa Lysis: su poderosa esfinge, el Horus monumental, y esa cabeza del faraón apóstata que me llevaré a la tumba.

—¿Pero qué estás diciendo, Jacques? —se indignó Leticia—. No me digas que piensas enterrarte con ese pedrusco…

—¿Preferirías que lo hiciera contigo, querida?

La italiana dio un respingo, il Dottore aprovechó la oportunidad para verter una nueva dosis de vitriolo.

Ebbene… Confiemos entonces en que nuestro invitado no encuentre el sarcófago de Akenatón. Me temo que, si lo localiza, nuestro munificente anfitrión sería muy capaz de inhumarse abrazado a su repugnante momia.

—¡Te prohíbo que hables así en mi presencia, Baldassare! —bramó el barón, apuntándole con la cucharilla de su café como si fuera un arma—. Te lo prohíbo pero lo pienso, sí, sueño con ello —añadió, variando de la cólera al éxtasis—. Incluiría de buen grado a esa momia en mi panteón. Seguro que el mismo Akenatón surgiría entonces desde el otro lado de la noche para conducirme a los Campos de Juncos[9].

—No sería nada extraño —apuntó Conway—, para los egipcios la momificación no era un mero ritual, tenía un sentido explícito: transformar el cuerpo mortal en inmortal. Sus tumbas no solo son moradas para la eternidad. Ellos las entendían como puertas vivas hacia el otro mundo. Sucede lo mismo con su religión. No consistía en un decálogo de dogmas, sino en una herramienta de conocimiento, una ciencia del ser. Para acceder a la inmortalidad es más importante conocer que creer. Por eso nos siguen fascinando: espiritualmente estaban mucho más evolucionados que nosotros.

—Pero, dígame —intervino nuevamente Pound— todo eso que rodea al misterio de Akenatón y Nefertiti… ¿Quiénes fueron realmente? ¿Dos seres de una inteligencia y una sensibilidad excepcionales que revolucionaron su mundo con ideas que sobrepasaban la comprensión de la época, o solo un par de alucinados cuyo psiquismo se expresaba en visiones místicas?

—Sobre ellos se ha dicho de todo y, sin duda, se escribirá mucho más, pues su misterio no deja de crecer y de fascinarnos. —Conway hablaba con una extraña autoridad. No era la del egiptólogo que conoce su trabajo. Parecía un contemporáneo hablando de sus hermanos—. Resulta muy curioso que, desde el día mismo de su coronación, Akenatón se presenta como un faraón femenino, mientras que Nefertiti encarna la correspondencia exacta como reina masculina, la reina Sol.

—Por Dios, ¿qué pretende decirnos? —contraatacó il Dottore—. ¿Qué fundaron el primer cabaret místico de monarcas homosexuales?

—El faraón es un ser cósmico, en él se unen lo masculino y lo femenino.

—¿Entonces?

—Akenatón y Nefertiti se entendían como una unidad absoluta, cada uno de ellos bebía la esencia del otro. Concibieron un principio superior a las divinidades: Atón, que no es un dios, sino una fuente de energía incesante, una estrella tan grande como mil soles irradiando una forma de amor universal, exento de pasiones. Los problemas comenzaron cuando Akenatón suprimió el culto a Amón, la divinidad suprema de sus predecesores, al tiempo que relegaba al poderoso clero de Tebas a una función subalterna. No se lo perdonaron jamás.

—¿Y qué sucedió al final de su reinado? —adujo Pound—. Tengo entendido que, de pronto, la reina desapareció y ya nunca más volvió a mostrarse en compañía del faraón, aunque por lo visto seguía viva…

—Cierto, así fue —repuso el escocés lacónicamente.

—Hasta donde yo conozco su historia, y usted me corregirá si me equivoco —prosiguió Fersen—, su distanciamiento se produjo a causa de la incapacidad de la Bella para darle un heredero. Tuvo seis hijas, pero ningún varón. Según me contó su colega, Caltagirone, poco después Akenatón se emparejó con una tal Kya, que llegó a ostentar el título de esposa real.

—Está usted muy bien informado…

Leticia se revolvió en su asiento, manifestando su disconformidad, sin darse cuenta de que estaba siendo atrapada por su historia.

—Pero, y eso, ¿no dinamita el teatro de la «unión cósmica» entre esos dos chalados, y toda su parafernalia de amor y felicidad eterna?

—Muchos faraones tuvieron esposas subalternas y eso no quebró la unión con sus elegidas. Hay otra explicación para ese enigma. Bueno, en realidad hay dos explicaciones.

—Cuéntenos —le animó Pound, sirviéndose otra copa—, a mí también me fascina ese mundo. Detesto el actual. Nuestra civilización acabó cuando los usureros profanaron el culto al amor puro y sentaron a sus putas en el altar de Eleusis.

El escocés aguardó a que bebiera para continuar.

—A medida que se descubren nuevas estelas se confirma la sospecha de que Nefertiti fue la verdadera inspiradora de la revolución de Atón. Cuando los sacerdotes de Tebas acabaron por doblegar a Akenatón, que era un hombre débil, es muy posible que Nefertiti se retirase del trono para preservar su fe en el disco creador, esa fe que seguía siendo la única razón de su vida.

—¿…Y la otra teoría?

—Sostiene justamente lo contrario. En sus últimos años Akenatón sucumbió a su locura mística y descuidó su reino. Entonces sus enemigos tradicionales, los hititas, comenzaron a invadir sus fronteras sin que ningún ejército egipcio se alzara contra ellos. Los generales se rebelaron ante la pasividad del faraón y el clero de Tebas acabó ganando a Nefertiti para su causa. La reina preparó la sucesión de su heredero, un adolescente que pasaría a la historia con el nombre de Tutankamón.

—¿Pero no acaba de decir que no tuvo hijos varones? —le interpeló Leticia.

—No recuerdo haber dicho que Tutankamón fuera hijo suyo —repuso Conway, impasible—. Probablemente su madre fue esa tal Kya, algo que no tendría nada de extraño. Al fin y al cabo, Nefertiti tampoco era de sangre real, aunque sí fue una mujer extraordinariamente inteligente.

—¿Y usted qué cree? —il Dottore volvió a buscarle con su mirada felina—. ¿Fue Nefertiti la traidora o más bien la traicionada? Eso me interesa.

—Hay una leyenda más, demasiado novelesca a mi juicio, pero la avala el papiro de Pendlebury, toda una autoridad en la materia…

—Por favor —se impacientó Pound—, me muero por conocerla.

—En la corte del enfermizo Akenatón prosperaron unos cuantos personajes bien fuertes. Meri-Ta, que ejercía como gran sacerdote de Atón, Ahmosis, el portador del sello real, Perennefer, el copero de su majestad, y, por supuesto, el general Horemheb, a quien se le atribuye la conspiración final contra el faraón. Según Pendlebury todos estos se aliaron para derrocar a Akenatón y acabaron asesinándole, pero no se contentaron con eso. Tras sacarle los ojos, arrancarle la lengua y cortarle las manos, descuartizaron su cadáver y lo hicieron desaparecer, para que no pudiera encontrar su camino hacia el más allá.

—¡Eso no puede ser! ¡Caltagirone se mostraba terminante en ese aspecto! —Fersen se puso en pie enérgicamente—. ¡La momia de Akenatón está aquí, en Capri! ¡El cónsul Sejano se la trajo al emperador Tiberio y nosotros vamos a encontrarla!

—Ojalá sea así, pero la autoridad de Pendlebury está por encima de la de su amigo, y yo, de momento, no he encontrado ni una palabra que justifique esa hipótesis.

—¡No es una cuestión de hipótesis, sino de evidencias! —sentenció Fersen—. ¡Yo lo he visto, y sé que está aquí, entre nosotros!

Para entonces, él y sus invitados ya habían fumado la suficiente cantidad de cannabis como para poder ver cualquier cosa. Conway prefirió guardar silencio mientras el barón se entregaba a una especie de delirio alucinatorio.

—… Volví a verlo hace apenas unas semanas. Era una noche de tormenta. En eso, entre los truenos, comencé a escuchar una música suave, como de arpas y sistros. Entonces vi unas manos muy blancas, casi descarnadas, avanzando desde la oscuridad hacia mi cama. Aquellas manos espectrales me traían una copa de alabastro llena de una esencia perfumada con mirra. Y yo bebí… Y a medida que bebía, su rostro se fue corporeizando en la tiniebla. Vi sus ojos como dos topacios de fuego, su boca entreabierta segregó unas palabras que no pude entender. Cuando intenté tocarle caí desvanecido. Aquello no fue un sueño, amigos. Fue una presencia real la que me vistió aquella noche. Y su nombre era Akenatón.

Unos aplausos desganados rubricaron la intervención del barón. Naturalmente se trataba de il Dottore. Pound aprovechó la pausa para volver a dirigirse a Conway.

—¿Y qué sucedió cuando Nefertiti descubrió el asesinato de su marido? Algo me dice que esta historia no acabó ahí…

—En efecto, no acabó ahí —continuó el escocés—. Una vez que los conspiradores asentaron en el trono a su hombre de paja, un tal Smenjker, la reina depuesta convocó a todos los jerarcas que habían participado en el asesinato de Akenatón en una sala subterránea de su palacio, donde les sirvió un gran festín. A la mitad del banquete Nefertiti dijo sentirse mal y fue conducida al exterior. Sus invitados apenas advirtieron su ausencia, pues tras la copiosa comida había dispuesto que fueran agasajados por sus concubinas. Pues bien, en el mejor momento de la fiesta todas las puertas de la cripta quedaron selladas y se abrió una esclusa en la parte alta de la sala. El agua del Nilo comenzó a manar a raudales, y acabó con todos ellos. No hubo supervivientes[10]. Ni siquiera la propia reina.

—¿Pero no acaba de decir que ella salió a mitad del banquete?

—Un carro la estaba esperando para conducirla hasta el gran templo de Atón en Heliópolis, la ciudad del sol, donde había celebrado sus bodas con Akenatón. Se encerró en la cámara nupcial que unió sus cuerpos por primera vez, pronunció el conjuro del amor eterno… y apuró la copa de la muerte ritual. El veneno oscuro que le conduciría hasta el lugar donde le estaba esperando el alma viva de su faraón, al que volvió a abrazarse ya para siempre, por toda la eternidad.

—Es una historia preciosa —masculló Leticia, emocionada aun a su pesar—. Sí, terrible, pero preciosa.

—¡Entonces, qué diablos, a la salud de Nefertiti! —exclamó Pound levantando su copa—. ¡Ahogó a aquellos miserables como ratas y se cobró su venganza en nombre del amor! ¡Les confieso que moriría con gusto esta noche, solo para reunirme con ella!