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TAL vez por lo que había oído acerca de sus hábitos excéntricos, acaso por guardar las distancias, o quizá más por su propio carácter, Kenneth Conway no aceptó ninguna de las dos invitaciones de aquella noche: ni la de Leticia Cerio para visitar la Gruta Azul, ni la de Fersen para instalarse en su mansión. Il Dottore consiguió que le acondicionaran en la planta alta del San Felice un salotto un tanto decrépito pero bien aireado, amueblado con estanterías, sillas tapizadas, una gran mesa de olivo inglés y un polvoriento piano de cola olvidado por algún virtuoso. Fue allá donde comenzó a descifrar los papiros de Caltagirone en busca de alguna clave que le indicara por dónde comenzar las excavaciones. Los textos aludían, en efecto, al último viaje de Nefertiti pero, como era de esperar, resultaban tan vagos como imprecisos. El escriba tolemaico que los había transcrito, más de mil años después de la muerte del faraón apóstata, afectaba a la tradición egipcia: vivía fuera del tiempo[5].
Conway sabía que su trabajo sería arduo, no se desesperaba. Permanecía en su salotto hasta última hora de la mañana, luego bajaba al comedor del San Felice, y tras el café emprendía un paseo de reconocimiento de la isla. Si el calor no apretaba demasiado trepaba por su espinazo hasta Anacapri. Cada vez que lo hacía se quedaba impresionado contemplando a las mujeres que remontaban los setecientos setenta y siete peldaños de la Escala Fenicia llevando sus cargas encima de la cabeza. Regresaba a lomos de un ciucci que se sabía de memoria el camino hasta los acantilados del Arco Natural. Le encantaba zambullirse en esas aguas profundas y transparentes donde no era raro cruzarse con una bandada de delfines. Si aún le quedaba tiempo, acababa su periplo visitando las ruinas de las villas tiberianas. Tarde o temprano acometería una excavación en cualquiera de ellas. No esperaba encontrar nada de todo aquello con lo que soñaba el barón Fersen. Pero acaso entre sus vestigios le estaba esperando el indicio definitivo, la clave oculta del enigma cifrado en los papiros de Caltagirone.
Uno de esos días, mientras nadaba, se vio sorprendido por un velero que solo desvió su proa cuando ya estaba a menos de veinte metros de su cabeza. Lo timoneaba una mujer: Leticia Cerio.
—Estoy cansada de navegar sola —exclamó, lanzándole un cabo—, pero me muero por darme un baño en los Faraglioni. Venga, suba a bordo. Esta vez no puede decirme que no.
Conway la contempló desde el agua. Se trataba de una mujer espléndida… y bien perseverante. Una de esas para las que una negativa se traduce en un estímulo. Le encantaba jugar, aunque él no acabara de ver claro exactamente a qué.
—¿Por qué ir tan lejos? El mar es el mismo aquí que allá…
—No, no es el mismo. Este es el refugio de las sirenas, pero en los farallones duermen los dioses.
—Muy poético pero no me convence.
—¿Le convenceré si le prometo que a medio camino visitaremos la cueva de Matromania? —insistió la joven elevando su mentón—. Aunque las mujeres no le interesemos en absoluto, allá encontrará un montón de pedruscos fascinantes.
Conway no pudo resistirse. Poco después el Albatros bordeaba los imponentes acantilados de la isla, una verdadera muralla de roca coronada por agujas tan altas como los arbotantes de una catedral.
—Todo esto tiene que tener un significado. ¿No lo siente? —sugirió Leticia—. Estos precipicios ocultan un misterio, una historia trágica congelada en el panorama. Si pudieran hablar, ¿sabe lo que dirían? Preguntaos por qué os fascina el vértigo.
—Buena respuesta, el viejo mito romántico de la fascinación por los abismos.
—Y usted, ¿también los tiene?
La segunda pregunta de Leticia desconcertó al escocés.
—¿Misterios o abismos?
Ella continuó bogando sin alterar el compás.
—Me da igual cualquiera de los dos. Adelante, cuénteme su historia.
—Lo siento, pero soy un tipo muy aburrido: un historiador sin historia.
—No me lo creo. Todos los que vienen a Capri tienen una historia, y por lo general es bastante turbia.
Conway no respondió a eso. Aunque su tono era evidentemente desenfadado, aquella mujer le confundía, y prefirió mantener su reserva.
—Mire, ahí está la gruta de Matromania —convino ella sin molestarse por su silencio—. Adelante, enfile el Albatros hacia esas rompientes y le regalaré un misterio más.
El escocés tomó la barra preguntándose por qué se la entregaba. Su inexperiencia al timón era absoluta, pero bueno, tampoco parecía muy difícil gobernarlo. Leticia se zambulló en el azul radiante. Lo hizo tan rápido que Conway pensó que lo había hecho sin quitarse el vestido. Al lanzar el ancla observó que estaba desnuda.
—¿No me acompaña hasta la gruta? ¡Hummm, el agua está deliciosa!
Su insinuación no podía ser más explícita pero Conway, un victoriano al fin y al cabo, apenas se atrevía a mirarla. Tendió la escalerilla y se limitó a trepar por la pendiente sin volver la vista atrás. Llegó enseguida a la cueva. Los romanos del tiempo de Augusto la habían transformado en un ninfeo donde celebraban los cultos de la Magna Mater. Una gran sala rectangular con ábsides que aún conservaban restos de estucos y mosaicos, conducía a un manantial que brotaba de la roca. De una manera extraña, le vino a la memoria el día en que penetró en la Gran Pirámide. Habían transcurrido cinco mil años, tiempos, culturas, civilizaciones, pero la pirámide permanecía allá, desafiando las edades, erigida hacia la luz. Con aquella cueva le estaba sucediendo algo semejante. De pronto, sintió que había penetrado en un espacio fuera del tiempo, un espacio que abolía el tiempo mismo. ¿Tenía verdaderamente cuarenta y tres años? No, en un instante había retrocedido treinta siglos, miles de años. Entonces sintió que algo le rozaba suavemente el cuello. ¿Las manos de Leticia?
Se volvió, no había nadie, solo aquella oscuridad resonante. Un escalofrío le recorrió la espalda. Tenía la seguridad de que alguien o algo se había deslizado sobre su piel. Avanzó un poco más, hacia la escalinata bajo el manantial. Los peldaños se veían cubiertos de musgo resbaladizo. Sus largos filamentos colgaban sobre el borde de los escalones como una mata de pelo verde. Se sentó sobre una roca, cerró los ojos. Era todo lo que necesitaba para serenarse. En el silencio, bruscamente, escuchó un zumbido que parecía cortar el aire. Empezó encima de su cabeza, se extinguió, regresó otra vez. ¿Qué estaba sucediendo? En eso, cayó entre sus manos un objeto negruzco, como una piedra. Pero la piedra se movía. Se trataba de un escarabajo volador. ¿Era este insecto quien le había rozado el cuello un momento antes? Se quedó mirándolo. Era idéntico al escarabeo que le había mostrado Fersen, el mismo tamaño, la misma forma… ¿También las mismas inscripciones?
Ya iba a darle la vuelta cuando le llegó la voz de Leticia distorsionada por las irregularidades de la cueva.
—Dígame que ha descubierto al mismo Osiris en ese antro. Si no, no voy a perdonarle que me haya dejado sola tanto tiempo.
¿Tanto tiempo? La sensación de Conway era que no había pasado allá dentro más de un cuarto de hora. Al salir, el sol declinaba y la joven le esperaba a bordo del velero, afortunadamente vestida, y peligrosamente enfurruñada.
—… Me perdonará si le muestro esto —exclamó el escocés abriendo su mano.
—¡Qué bicho tan repugnante! Me recuerda a usted, señor escarabajo pelotero.
—No es un escarabajo —ironizó—. Se trata del divino Jepri, aquel que renace por sí mismo, el que favorece el despertar en el más allá.
Leticia se le quedó mirando tal como estaba, en pie frente a ella, con la mano extendida sosteniendo el insecto sobre su palma.
—O sea que es verdad que está tan pirado como Caltagirone, como Fersen, il Dottore y todos los demás… —exclamó, cruzándose de brazos—. Pues sepa que no le perdono.
El escarabajo no aguardó a más para desplegar sus élitros y salir volando.
—¿Por qué dice que están locos? —continuó Conway, una vez a bordo.
—A ellos no les basta con que encuentre la tumba de Akenatón. Quieren más, mucho más…
—Me temo que han contratado al hombre equivocado.
—Dígame, señor Conway, en los papiros que está descifrando, ¿ha encontrado algún pasaje que se refiera a un ritual de resurrección?
—¿Por qué me lo pregunta? ¿Por el escarabajo…?
—… O por la galerna —replicó la italiana alzando su cabeza hacia las velas, que habían comenzado a agitarse—. No es el mejor viento, pero hay que cazarlo. Vamos, ayúdeme con esa botavara. Esta noche los dos estamos invitados a cenar en La Grotelle, y ya vamos tarde.
—Ah, vaya, no lo sabía… —exclamó el escocés, un poco sobrepasado—. Y en cuanto a la botavara, perdóneme, pero no sé de qué me habla.
—¡Qué hombre más inútil! La botavara es esa percha suelta que se nos está cayendo. Tire de la escota y amárrela ahí para que la vela coja fuerza.
El escocés descifró el jeroglífico a duras penas. Amarró la verga como pudo, vigilado por la mirada sardónica de Leticia.
—Muy bien, acabaré haciendo de usted todo un lobo de mar —exclamó, mientras el Albatros afirmaba su rumbo—. Pero aún no me ha respondido a lo de los rituales de resurrección.
—De acuerdo, le voy a responder, aunque solo sea para que no me tire por la borda: sí, he encontrado dos rollos que aluden a eso, pero es lo habitual. En cada tumba egipcia de cierta importancia, escrita en la pared o en papiro, siempre aparece alguna página del Libro de lo que vive en el más allá.
—Y usted, ¿qué piensa?
—Pienso lo que piensa todo el mundo: que solo son leyendas.
Leticia marcó una pausa en el viento, como si estuviera midiendo las palabras que pronunció al fin, hundiéndole una mirada fulgurante hasta el fondo de sus ojos.
—Entonces es usted quien ha venido a la isla equivocada.