3
EL ruinoso faro que coronaba la mansión de Tiberio fue emergiendo gradualmente sobre los macizos de retama que cerraban la carretera, y, sobre la última curva, entre huertos y viñedos, se abrió la desviación que conducía a Villa Lysis. Veredas que se entrelazaban unas con otras, algunas pavimentadas con ladrillos color rosa viejo, marcaban el sendero, como en el sueño de un niño, hacia la oscura puerta de entrada de la casa. La esfinge estaba allá. Una mole de granito rojo alzada sobre un pedestal, en un extremo del jardín, mirando al mar. Verdaderamente, se trataba de un buen lugar para rendir culto a los dioses del Nilo, retirado, inviolable: un refugio dentro de otro refugio, y todo ello dentro de una isla.
Messori aparcó su Delahaye frente a la exedra e invitó a Conway a precederle. El escocés se detuvo para leer la inscripción que presidía su imposta.
—Consagrada al amor y al dolor —repitió para sí.
—… Pero sobre todo a mis amigos. Bienvenido a Capri, míster Conway, estaba deseando conocerle.
Fue así como apareció el barón Fersen en lo alto de la balaustrada. Un tipo nórdico muy bronceado, vestido de una manera informal, con una camisa blanca, abierta, pantalones de algodón y un par de alpargatas. Avanzó hacia su invitado con paso decidido y, nada más tenerlo frente a él, estrechó su mano efusivamente. Ezra Pound utilizó una vez, en elogio de este personaje, la palabra «inhumano». Sí, Fersen tenía algo en común con la esfinge que presidía su jardín. Una cierta cualidad animal no desprovista de astucia y, en última instancia, inaccesible. Su propio cuerpo resultaba paradójico. Pequeño y compacto, pero cargado de una vitalidad que parecía agrandarlo, fulminaba a quien tuviera delante con el fuego azul de sus ojos. Constituían la clave de su magnetismo y él lo sabía, pero no podían salvar ese rostro herido, magullado por sus pasiones, como si tuviera una espina de hielo clavada en el corazón. Enseguida, cogió al visitante del brazo para conducirle hasta la esfinge.
—Me pregunto si podrá leer esta inscripción tan fácilmente como la otra. No es que le esté poniendo a prueba, solo es mi carácter…
Conway deslizó sus dedos sobre los jeroglíficos. Su respuesta no se hizo esperar.
—«Guardo el tránsito de la gran esposa real, Señora de las Dos Tierras, en su viaje a la Casa de Millones de Años». —Y tras descifrar la primera tirada como si leyera el periódico del día, el escocés concluyó en tono desapasionado—. La esfinge habla de la reina Sat-Ra, esposa de Ramsés I, la que caminaba entre leopardos.
Fersen se quedó estupefacto. Caltagirone había necesitado un día entero para descifrar la leyenda.
—C’est incroyable! —exclamó—. Había oído contar maravillas de usted, pero esto… Esto supera todas mis expectativas.
Aún no había acabado de decirlo y ya se lo estaba llevando hacia el interior de su mansión con su paso enérgico, remontando de dos en dos los peldaños de la escalera que subía del jardín al gran salón. La fastuosa estancia merecía ser contemplada con detenimiento. Fersen no se detuvo en esta ni en ninguna de las que fue atravesando, a cada cual más delirante, como arrastrado por la envolvente melodía que resonaba por toda la casa —¿algo de Cole Porter?—, hasta que llegaron a la vasta sala oval que albergaba su colección egipcia. El silencio regresó en cuanto Fersen cerró la puerta. Un silencio de sacralidad que parecía dimanar de los objetos reunidos en aquel espacio. La imponente estatua del dios Horus guardaba el lugar en torno a la cual se ordenaban centenares de piezas expuestas en vitrinas. Conway fue derecho hacia la peana que sostenía la efigie mutilada de Akenatón. Tomó la cabeza entre sus manos y la giró para observar su parte posterior.
—Justo lo que esperaba —dijo, con un entusiasmo que no había mostrado hasta entonces—. Aquí está, Nefertiti velando el sueño del faraón. ¡Qué maravilla!
—Veo que esta pareja le interesa tanto como a mí —articuló Fersen sin dejar de mirarle.
—Sí, me interesa mucho.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Ni yo mismo lo sé —repuso Conway mientras depositaba la cabeza sobre su cuña—. Pero a quienes me lo preguntan, siempre les digo que es un secreto.
—Me gustan los hombres que tienen secretos.
—Y a mí los que saben preservarlos.
Fersen dejó escapar una sonrisa tensa y se acomodó en una de las butacas.
—Pues mire, le voy a revelar uno de los míos. Siéntese, por favor…
Mientras el escocés ocupaba la butaca contigua su anfitrión oprimió un timbre y siguió hablando.
—Antes, cuando le he mostrado la esfinge del jardín usted ha dado por hecho que la trajo aquí la Misión Italia, y yo no le he corregido. —Conway guardó silencio, ya lo sabía: el maître del San Felice le había contado la historia. Solo quería ponerle a prueba—. De acuerdo, esa es la versión oficial —prosiguió el barón—. La real es otra: la esfinge no la trajo de Egipto mi amigo Caltagirone, a quien usted sin duda conoció…
—Ayer vi pasar su féretro saliendo de la iglesia de Santo Stefano —repuso el escocés lacónicamente—. No podía imaginar que…
—Lo entiendo… Fue un desgraciado accidente —se lamentó Fersen, aunque sin ninguna intención de dar más explicaciones—. Pero la esfinge no la trajo él. Ni la esfinge, ni el Horus de basalto, ni tampoco la cabeza de Akenatón. El pobre solo pudo sacar de allá una maleta llena de papiros, y nada más.
—¿Entonces?
—Estas tres piezas aparecieron aquí, sí, aquí mismo, mientras procedíamos a la cimentación de Villa Lysis. ¿De dónde vinieron? Justo de donde está pensando. Villa Jovis, la residencia del emperador Tiberio, queda en la vertical de la mía. Fue a él a quien pertenecieron todos estos tesoros. Cuento con usted para que me ayude a encontrar el más valioso.
—¿A qué se refiere?
Fersen ya iba a responder cuando se abrió una puerta en el otro extremo de la sala y apareció un sirviente empujando un carrito de bebidas.
—¿Le apetece un Fernet-Branca?
—Preferiría un malta con mucho hielo.
—¡Un escocés que bebe whisky con hielo! Pero eso, ¿no es una aberración entre las gentes de las Highlands?
—Puede que lo sea. Yo también soy un hereje.
«Me gusta este hombre», se dijo Fersen para sí, mientras paladeaba el primer trago. Una vez que se retiró el sirviente, volvió a hundir su fría mirada en los ojos de Conway con una pregunta desconcertante.
—¿Qué es para usted el universo?
El escocés agitó su whisky antes de responder.
—Un enigma.
—¿Pero qué forma tiene para usted?
—La forma de la inmensidad. Una inmensidad resonante.
—Perfecto, así es como lo describe ese científico judío que dice dialogar con las galaxias. ¿Cómo se llama…? Ah, sí, Albert Einstein.
—Perdone que le interrumpa, pero, ¿el universo tiene alguna relación con lo que estamos hablando?
—Bien sûr, mon ami… Usted sabe mejor que yo que la civilización egipcia se construyó a imagen y semejanza del cielo. Su eje geográfico, el Nilo, estaba regulado por el curso paralelo de la Vía Láctea, y también por las tres estrellas del cinturón de Orión que se alinean con las pirámides de Gizah. Lo dice el gran Flinders Petrie[3]. ¿Conoce sus teorías? —Un cabeceo displicente por parte de escocés le animó a continuar—. Según parece, Egipto fue un templo del universo regido por un complejo orden cósmico sobre el que acompasaron toda su estructura social, política y religiosa. Cuando la casta sacerdotal de Tebas pervirtió ese equilibrio comenzó la decadencia. Entonces apareció Akenatón. Su revolución no buscaba otra cosa que restaurar aquel orden ideal. Puso por encima de los tres mil dioses tebanos al principio divino por antonomasia, Atón, y señaló su bendición dibujando un rayo[4] tan recto como una flecha dirigida al corazón de los hombres. ¿No le parece algo extraordinario? La recta no existe en la naturaleza, es un invento del hombre superior, la expresión de la soberanía de su espíritu y de la determinación de su voluntad. La misma que nos ha reunido a usted y a mí, aquí y ahora.
—No le entiendo…
Había algo en los ojos de Fersen que no parecía de este mundo. Su interlocutor pudo comprobarlo cuando volvió a mirarle mientras decía, marcando cada palabra, como si las estuviera escribiendo en el aire.
—Quiero entrar en contacto con él, directamente, y sé que está aquí. Muy cerca de nosotros.
Esta vez Conway no sonrió.
—¿Se refiere a Akenatón?
—Exactamente, amigo mío… Sé lo que está pensando, y puedo entenderlo. Pero no, no soy un demente alucinado. Los papiros de Caltagirone son concluyentes.
—¿Puedo preguntarle qué es lo que cuentan?
—Uno de ellos describe el viaje de Nefertiti hacia el lejano Occidente. Sí, sí, ya sé que entre los egipcios Occidente era el país de los muertos. Pero en este caso no se trata de un viaje metafórico. Se refiere a un desplazamiento físico de la momia de la reina Sol, y seguramente también de la de Akenatón, pues eran inseparables. ¿Hacia dónde? El papiro de Caltagirone nos ofrece una pista: una imagen de Amón con dos cuernos de carnero. La misma que verá en la base de este escarabeo —concluyó, indicándole un escarabajo de diorita que presidía la mesa—. Échele un vistazo…
—Bueno, este dios puede ser tanto Amón como Khnum, el guardián de las fuentes del Nilo —articuló el escocés, y, después de girarlo, añadió—. También lo representaban con cuerpo humano y cabeza de carnero…
—Me valen los dos —le cortó el barón—, porque los dos remiten al misterio de Capri. La cabra que sale del mar es el emblema de nuestra isla. Hay quien sostiene que la bautizaron así en honor al empezuñado dios Pan, otros apelan a la constelación de Capricornio, y aun al mismo emperador Tiberio, cuya lujuria le hacía semejante a un macho cabrío en celo. Para mí Capri, Tiberio y Amón, o Khnum si lo prefiere, son la misma cosa. Los sucesores del faraón místico eligieron un destino para preservar su memoria al otro lado del mar de los Muertos, y ese lugar fue la isla del Carnero.
Conway le escuchó mientras ordenaba sus ideas.
—Discúlpeme, señor Fersen, pero no me parece una evidencia muy sólida —exclamó, manifestando sus dudas antes de añadir—. Aunque, a decir verdad, esta unión de Khnum y Jepri, el escarabajo, resulta inquietante. Khnum no solo era el guardián de las aguas, también manejaba un torno de alfarero con el que moldeó al primer hombre. Si aparece junto a Jepri nos está hablando de un ritual de resurrección.
—¡De eso se trata! ¡La resurrección de Akenatón, aquí, en Capri!
—¿Por qué en Capri? —volvió a objetar el escocés, inmune a su entusiasmo—. Este escarabeo con la imagen de Khnum viene de Egipto.
—Pero nos trae un mensaje. Al igual que la esfinge y la imagen de Akenatón, ¡también lo encontramos entre las ruinas de Villa Jovis!
Conway encendió un cigarrillo para disimular su estupor. Aquello le parecía una locura, y sin embargo…
—Entonces, ¿quiere decirme que, según su teoría, el emperador Tiberio fue el último depositario de la momia de Akenatón?
—Estoy convencido de ello.
—… Y me ha traído aquí para que la encuentre, ¿no es eso? ¿Pero por qué? —continuó Conway—. Si está tan seguro, y usted mismo ya ha realizado sus prospecciones, ¿para qué me necesita?
—¿Sabe cuantas villas edificó Tiberio sobre la isla?
—¿Más de tres?
—Una docena, m’sieur. Y todas ellas fueron emplazadas sobre parajes sagrados. Una sobre la cueva de Matromania, donde se celebraba un ancestral culto a Mitra, otra cerca de Damecuta, consagrada a los ritos de la Magna Mater, y así sucesivamente. La isla oculta un inmenso laberinto subterráneo que conecta unas villas con otras.
—Entiendo: sería como buscar una aguja en un pajar.
—No tanto, porque todo está en los papiros de Caltagirone. Quedan tres por descifrar, los más importantes. Fue él mismo quien sugirió su nombre para ayudarle en esta tarea. Malhereusement, ya no está con nosotros. Eso acrecienta su responsabilidad. —Y tras apurar un trago, Fersen, aquel hombre que amaba la línea recta, pasó a proponerle directamente las condiciones de su contrato—. Estoy dispuesto a pagarle la suma que me pida, tendrá carte blanche para excavar allá donde considere oportuno, podrá alojarse en mi casa o en el hotel que elija. Yo correré con todos sus gastos.
Conway parecía vacilar. La historia que acababa de contarle le parecía absolutamente increíble. Fersen guardó silencio durante unos segundos mientras le contemplaba con el gesto del buen pastor que se dirige a una oveja descarriada.
—Dígame, Conway, ¿se considera usted un hombre con suerte?
—¿Suerte?
—Es una cualidad muy infravalorada en la vida. Yo creo que existe. Lo mismo que la inteligencia, o la clarividencia. Se tiene o no se tiene. Ya sabe lo que decían de Napoleón. Siempre que le recomendaban a un general, el astuto corso preguntaba: «Sí, pero…, ¿tiene suerte?».
El escocés comprendió que solo en ese momento comenzaba a conocer al verdadero Fersen. Desvió una mirada pensativa hacia el escarabeo que presidía la mesa.
—… No sé si tengo suerte, pero sí creo que quiero saber cómo termina esta historia.
Al oír aquello, su sonrisa dulzona volvió a florecer en los labios del barón, brillante como una rosa después de la tormenta.
—Perfecto, me basta con eso —exclamó, inclinándose hacia él y poniendo su mano sobre su brazo—. Si no quiere ser mi amigo, permítame que le invite a ser mi cómplice.
El escocés seguía pensando que se encontraba ante un loco, pero necesitaba su dinero. En unos meses regresaría a Egipto, donde tenía proyectos cien veces más consistentes y bastante más apasionantes. Tomada la decisión, alzó su vaso como si se dispusiera a sellar su pacto con un brindis cuando, de pronto, la puerta a la espalda de Fersen volvió a abrirse. El magnate se giró con un rictus de fastidio —¿quién se atrevía a perturbarle?—, que se dulcificó al instante.
—Ah, eres tú, Leticia…
Una mujer de unos treinta años, alta y esbelta, avanzaba hacia ellos con paso decidido. El vaporoso vestido que la cubría dejaba entrever un traje de baño del mismo color que su pelo, teñido de un azul casi metálico. Una belleza indolente con unos ojos tan negros y profundos como suspiros.
—O sea que era usted quien estaba escuchando a Cole Porter —exclamó Conway poniéndose en pie.
—Y usted quien viene a buscar el sarcófago de Akenatón… Vaya, pero si parece usted su vivo retrato.
La recién llegada tenía razón. Con su cuerpo alto y desgarbado, su cara larga y sus pómulos salientes, Kenneth Conway recordaba la silueta del faraón que revolucionó el Antiguo Egipto. Su réplica no resultó menos desconcertante.
—¿Sabía usted que las reinas de Egipto cubrían su cabeza con pelucas azules?
—No tenía ni idea, pero le aseguro que este es mi pelo natural —repuso la joven en un alarde de frivolidad—. Y el azul de las egipcias, ¿era por el Nilo o solo para seducir a sus faraones?
—No precisamente: pensaban que ese era el color del pelo de los dioses, aunque también se empleaba para la corona de guerra del faraón.
—Ah, qué interesante. ¿Me está diciendo que me ve perfecta para hacer la guerra o quizá más para que me adoren?
Conway no tuvo tiempo de responder. Fersen se le adelantó cogiendo la mano de la joven.
—Le presento a Leticia Cerio, la hija de un gran amigo mío que, además, resolverá todos los problemas que puedan ir surgiendo con las excavaciones.
—No esperes tanto de mi padre, Jacques —repuso ella con fingida indiferencia—. Aunque tú lo creas, te aseguro que él no es un dios.
—Es mucho más que eso —intervino entonces el doctor Messori, que acababa de entrar en la estancia—. Ignacio Cerio es el dueño de la isla, un déspota benévolo con ambiciones dinásticas.
Leticia y Fersen sonrieron con sorna mientras il Dottore se servía una copa. Se había cansado de esperar, y cuando sucedía eso podía soltar cualquier intemperancia.
—A propósito de dioses: mientras subíamos para aquí, he visto pasar el Bugatti de Malaparte. Parecía dirigirse a Villa Jovis.
—Es natural —convino Fersen—, los fascistas sueñan con restituir Italia a los tiempos del Imperio.
Leticia se sacudió la cabellera y dio unos pasos hacia el jardín.
—No me gusta lo que hacen, ni lo que piensan, y cada vez son más.
—No te preocupes, querida —objetó il Dottore—, nuestro amigo el poeta, Pound, ya saben, me asegura que son inofensivos.
El silencio se espesó con esas palabras. Nadie dijo nada hasta que Leticia se volvió desde el umbral, dirigiéndose al escocés.
—¿Ha visitado ya la Gruta Azul? —Y sin esperar a que respondiera, pasó a proponérselo sin ambages—. He reservado una mesa para cuatro en La Rondinella. Si se atreve a acompañarnos le desafío a descubrirla con la puesta de sol, a la hora de las sirenas.
—¿Cree que aparecerá alguna?
—Atrévase, y seguro que aparecerán. En la vida todo es atreverse.
Conway apuró su último trago y salió al jardín, pero Fersen se quedó dentro. Sus ojos brillaban cuando se hundió en su sillón y abrió una petaca de plata de la que extrajo un par de cigarrillos liados con hachís. Ofreció uno a su secretario y prendió los dos con su encendedor.
—Un acierto, Dottore
—Sí, todo un acierto.