1
DESDE finales del siglo XVIII el Grand Tour de los milores puso de moda el viaje al sur de Italia. Aristócratas byronianos, artistas y escritores ávidos de exotismo, emprendían esta peregrinación romántica que llegaba hasta Capri. Nada les fascinaba más que aquella isla prodigiosa anclada en un mar azul cobalto frente a la bahía de Nápoles sobre la que se alzan las ruinas de las villas del emperador Tiberio, quien pasó aquí la última década de su vida en un destierro elegido por él mismo. Otra de las razones tenía que ver con las presuntas propiedades curativas del clima mediterráneo. La misma convicción que llevó a Roma a un Keats moribundo comenzó a salpicar la costa amalfitana de sanatorios para tuberculosos exquisitos, y Capri no fue una excepción. El hotel más elegante de la isla, el Quisisana, debe su nombre a una expresión literal: «Aquí se sana». Pero, a decir verdad, no era solo esa ambición de salubridad lo que fue convirtiendo sus espectaculares farallones en la puerta de entrada de un cosmopolitismo exultante, donde los príncipes de las casas reales europeas se cotejaban con banqueros suizos e industriales alemanes como el fabricante de armas Krupp —cuya pasión por Capri acabaría llevándole al suicidio—, y todos ellos con exiliados rusos tan pintorescos como Maxim Gorki, que se estableció en una casita de la Marina Piccola, en 1906. La misma, donde dos años después, Lenin acabaría sentando sobre sus rodillas a la hija del jardinero, una niña con evidentes aptitudes capitalistas, para enseñarle las expresiones rusas más solicitadas en la isla: ¿Cuánto cuesta? y Hoy no hacemos descuentos.
Entre tanto, la Policía Secreta enviada conspicuamente desde Roma para vigilar a los revolucionarios tenía que hacer milagros para no colisionar con las escoltas de los príncipes de Prusia y Suecia, mientras a su alrededor fluctuaban las abigarradas mareas de turistas de la agencia Cook y todo el alboroto propio de las gentes del lugar, que se abrían paso cargando cestas rebosantes de verduras y pescados sobre sus cabezas, y hablando a gritos en su bronco dialecto caprese. Allá, en la piazzetta del Orloggio —la placita del Reloj—, la clientela de los cafés elegantes, vestida a la última moda de París, podía ponerse en pie y aplaudir al semental que subía a cubrir a las vacas de la colina tiberiana. El spumante lo reservaban para celebrar a las esculturales bañistas francesas que regresaban con sus maillots muy pegados al cuerpo tras zambullirse en las aguas de la Gruta Azul.
Inmune a las convulsiones de la Gran Guerra, preservada como un oasis donde no había ningún Palacio de Invierno que tomar al asalto, Capri constituía a comienzos del siglo XX un microcosmos perfecto de la Europa de su tiempo, incluidos sus más señalados demonios. Junto con las bañistas francesas, los aristócratas ingleses, los expatriados rusos y los tuberculosos austrohúngaros, no tardaron en aparecer, todavía en su fase larvaria, los fascistas de Mussolini. Su emergencia fue algo así como la versión siniestra del célebre ballet Parade, gestado durante ese viaje trascendental para las artes que trajo aquí a tres gigantes de la talla de Massine, Cocteau y Picasso. Con ellos llegaba la vanguardia, la creatividad salvaje, la extravagancia absoluta. Nada cambió. La naturaleza de la isla seguía imponiéndose a todo y a todos, preservando su magia particular con el sello de lo infinito.
Esta no es más que una manera poética de contar cómo en el Capri de 1920 el siglo nuevo ya era muy viejo, pues, sucediera lo que sucediese, allá nadie se asombraba de nada. Los paisanos, felices con la prosperidad que emanaba de los visitantes, hacían su vida, poco curiosos en algunos asuntos —en otros, implacables—, mientras que la colonia extranjera perseveraba en esa mezcla de «dignidad romana e indulgencia griega» que definía su atmósfera desde los tiempos del poeta Estacio. Todos los que llegaban a la isla de las Sirenas sedientos de placer, libertad y nuevas experiencias, no hacían sino aportar su propia biografía al engrandecimiento del mito.
La llegada de Kenneth Conway no tuvo nada de romántica, menos aún de mitológica. Tras desembarcar en la Marina Grande, una mañana de mayo de 1920, apareció en la piazzetta del Orloggio a lomos de uno de esos burritos —los ciucci—, que desde tiempo inmemorial han acarreado cargas y pasajeros desde el puerto a la parte alta de la isla. La estampa resultaba un tanto chocante, pues, a causa de su altura, los zapatos del escocés casi rozaban el suelo. Cuando intentó desmontar, el burrito comenzó a girar sobre sí mismo impidiéndole hacer pie. Caravaggio, que así se llamaba el ciucci, acabó derribando a Conway sobre una de las mesas del café Vittoria. Por suerte, cayó sentado. Desde la mesa contigua, un par de residentes alzaron sus copas en su honor. Un brindis por su heroica manera de mantener el equilibrio. El escocés esbozó una sonrisa esquinada y se pinzó el ala de su polvoriento sombrero. Su figura, que hubiera parecido estrafalaria en cualquier otro paraje, resultaba de lo más discreta en aquel escenario. Chambergo de corte colonial, un largo gabán del mismo color antracita, y un sorprendente cabello rojizo que destacaba la palidez de su rostro y sus penetrantes ojos verdes. Su mirada, sin embargo, resultaba un tanto oblicua, como si fuera la de un estudiante distraído o un miope. Pese a que frisaba la cuarentena, Kenneth Conway transmitía la sensación de ser uno de esos adolescentes que parecen estar siempre desplazados. Entonces, estaba claro, Capri era su lugar natural en el mundo.
Tan pronto como acomodó sus maletas, sacó de su gabán un cuaderno de tapas flexibles y comenzó a escribir, sin levantar la cabeza, salvo cuando el camarero vino a cantarle el menú del día.
—Tre piatti, vino a volontá, prezzo cincue lire.
¿No sabía que aquel caciocavallo era el mejor queso de Italia? Conway volvió a sonreír mientras mordisqueaba una porción. Enseguida, ya tenía delante una botella de vino amarillo de Trágara —sulfuroso como la resina— y una ración de pulpos en miniatura, de un púrpura tan virulento que parecían cocidos en la misma tinta empleada para redactar la carta. Frente a él se alzaba la hermosa iglesia barroca de Santo Sefano, y, entre dos calles, se le ofrecía una vista espectacular del escenario que se extiende entre el cono volcánico del Vesubio y la isla vecina, Ischia, con la ciudad de Nápoles extendida a sus pies como un gran lagarto verde tendido al sol.
Aunque Conway tenía bastante con eso, mientras comía le resultaba imposible no oír el coloquio de los dos caballeros que habían brindado por él, en la mesa contigua. La voz del que llevaba la conversación no era ciertamente alta, pero resultaba incisiva cuando recitaba un texto literario. Aquel personaje de melena y mostacho becquerianos, rostro altivo y expresión de condottiero, era nada menos que Ezra Pound[1], el nuevo príncipe de la colonia de poetas trasterrados y residentes en Capri. Conway no lo reconoció. Aún faltaba mucho para que el gran excéntrico de la Generación Perdida se convirtiera en una celebridad mundial. Erudito, disidente y provocador, enamorado de la poesía oriental y del opio negro que se destilaba en el círculo del barón Fersen —de quien hablaremos enseguida—, Pound contaba sus libros por escándalos. Le bastaban dos tragos de Corvo —su vino favorito— para ponerse a declamar cualquier obscenidad capaz de sofocar a los empatillados puritanos y a las encorsetadas damas que compartían la terraza del Vittoria. Pero aquella vez solo intentaba recordar un poema de Robert Browning, La amante perdida, que comienza así: «Entonces, si todo ha terminado, qué amarga suena la verdad». El pasaje que le interesaba llega bastantes versos después: «¿Nos encontraremos mañana, como siempre, amada mía…?».
—«¿…Y podré coger tu mano entre las mías?» —exclamó Pound buscando la complicidad de su acompañante.
Este, un tipo de aspecto meridional, calvo y atezado, cuyo rostro rebosaba sentimientos irreverentes, se limitó a chasquear su lengua. Pound continuó recitando, pero no podía recordar el último verso.
—«Diré lo que dicen aquellos que son simplemente amigos…».
Al llegar a ese punto se quedaba en suspenso y volvía a comenzar. Lo intentó varias veces, luchando en vano con su memoria. Conway aguardó a terminar su espresso, pagó la cuenta, recogió sus maletas y, cuando ya se iba, se volvió hacia él.
—El último verso dice: «¿O tal vez retendré tu mano en la mía un instante más, solo un instante más?».
Pound abrió la boca levemente, y la volvió a cerrar; su acompañante acarició la gardenia blanca que llevaba en el ojal, como un brujo poseedor de un hechizo. El escocés se alejaba hacia el hotel San Felice, al otro lado de la plaza y, enseguida, se interpuso entre ellos el cortejo fúnebre que descendía por las escalinatas de la iglesia de Santo Stefano con la banda por delante, discordante y atronadora, destrozando el Requiem de Verdi, y un caballo negro empenachado y sin montura cerrando la comitiva.
El difunto era Alessandro de Caltagirone, aquel aventurero visionario que había formado parte de la Misión Arqueológica Italia, el mismo que regresó asegurando que la momia de Nefertiti se hallaba en Capri, sin que jamás pudiera demostrarlo. ¿Tenía su muerte alguna relación con ese misterio? Diez años atrás, Conway había coincidido con Caltagirone en Egipto, pero entonces no podía imaginar que estaba viendo pasar su cadáver. Tampoco sabía que su anfitrión, aquel que le había invitado a la isla, fue uno de los mecenas de aquella expedición. Y menos aún que Ezra Pound también formaría parte del enigma. Cuatro de los protagonistas vivos y muertos de esta historia se conocieron así, sin reconocerse, mientras se cruzaban bajo la sombra del reloj de la piazza Umberto I. El barón Fersen al frente de la comitiva fúnebre de Caltagirone, Conway empujando ya la giratoria de su hotel, y Pound apurando un trago de vino, diciéndose, tal vez, que aquel episodio podía ser el comienzo de una extraña novela. Sobre todo por lo que sucedió después.