Cuenta la historia que Jofré erró hasta encontrar la vanguardia, en la que estaba el gran Maestre de Rodas. Al encontrarla, le mostraron una gran alegría y le preguntaron como le había ido; él contó la captura de Beirut y dijo que había dejado gente protegiéndola: la nueva se extendió rápidamente por el ejército, y cuando se enteró el rey Urién, le dijo a Guyón:
—Jofré es hombre de gran valor; si Dios le da vida, conseguirá muchos bienes.
—Hermano, tenéis razón.
Y ambos hablaron durante mucho tiempo de Jofré, mientras que la hueste caminaba en busca de un sitio seguro para acampar, a unas cinco leguas de Damasco.
Entretanto, llegaron los espías que traían información de las fuerzas de los sarracenos; nuestra gente decidió instalarse al día siguiente a una legua del enemigo, junto a un riachuelo, dejando Damasco a mano derecha; y así lo hicieron. Al día siguiente, por la mañana, levantaron el campo y el ejército se puso en marcha, con orden de no encender fuego, para evitar ser descubiertos por los enemigos. Así llegaron al lugar fijado y acamparon todos juntos; aquella noche pusieron abundante guardia en el lado de los enemigos, cenaron y durmieron completamente armados. Un poco después de media noche, Jofré montó a caballo con mil combatientes, tomó un guía que conocía el país y marchó a escondidas hacia el ejército de los sarracenos. Había cerca de aquel lugar un bosquecillo de media legua de extensión: se escondió y mandó a los que le acompañaban que estuvieran preparados para recibir a los enemigos.
Jofré volvió a montar con doscientos combatientes al amanecer y ordenó a los que se habían emboscado que se mantuvieran en sus puestos, pasara lo que pasase, hasta que llegaran al bosque sus perseguidores, pues pensaban atacar al enemigo. Le dijeron que así lo harían. Entre el alba y el sol naciente, Jofré subió a una colina y vio a toda la hueste quieta, no se oía un ruido, como si no hubiera nadie; sintió mucho no haberlo pensado antes, pues si sus hermanos y su gente hubieran estado allí, habrían causado gran destrucción. Jura a Dios que ya que está tan cerca de ellos, les hará notar su llegada.
—Cabalgad sin hacer ruido hasta que yo os lo diga, les indica a los suyos.
Marchan todos juntos en silencio; entran en el campamento enemigo y comprueban que están durmiendo por todas partes. Jofré calcula la gente que había, y dice:
—Si fuesen valientes, habría que temerles mucho.
Llegaron al centro del campamento sin que los otros escucharan nada; el del Gran Diente divisó una tienda muy rica y pensó que debía ser la del califa o de uno de los sultanes; entonces, dijo a sus hombres:
—Ahora es el momento de despertar a esta jauría, ya han dormido bastante. Adelante, muchachos, pensad en clavar la espada en todo lo que encontréis.
Entonces van a la puerta de la tienda y entran en ella diez caballeros del Poitou, desenvainan y golpean en cabezas y brazos. Allí empieza el ruido. En aquella tienda estaba alojado el rey Galafrín de Damieta, que saltó de la cama, e intentó huir por detrás, pero Jofré se dio cuenta y le descargó un mandoble con la espada que era muy pesada, y estaba afilada como una navaja, hundiéndosela hasta el cerebro. En mala hora un solo turco escapó de la tienda. Los diez caballeros volvieron a salir y montaron de nuevo. Entonces, comenzaron a gritar «¡Lusignan!» en voz alta, volviéndose por donde habían llegado, matando y derribando a los que encontraban a su paso.
La hueste se sobresaltó; todos corrían a armarse. El sultán de Damasco oyó el ruido y preguntó qué ocurría; un sarraceno, que venía del tumulto con el lado derecho de la cabeza partido, de forma que la oreja le colgaba sobre el hombro, le dijo:
—Señor, son diablos que han entrado en vuestra hueste, que matan y abaten todo lo que encuentran a su paso. Han acabado con vuestro primo el rey Galafrín de Damieta, y gritan «¡Lusignan!».
Cuando el sultán lo oye, manda que toquen las trompetas y se arman todos en medio del campamento; entonces, emprende la persecución con diez mil sarracenos, tras Jofré, que se retira realizando una gran matanza entre los enemigos, que estaban desarmados y no podían hacerle frente. En esta ocasión, acabaron con más de ocho mil sarracenos. Cuando ya se habían alejado algo de los enemigos, empezaron a marchar al paso, y el sultán iba detrás con mucha precipitación.
El pagano juró por Mahoma y por Apolo vengarse despiadadamente de los cristianos. Salió del campamento con diez mil sarracenos, como ya he dicho, y detrás de él iban muchos más. Jofré ordenó, entonces, a los suyos que huyeran hacia el ejército cristiano, mientras que él entraba en el bosque para avisar a los que había dejado allí. El sultán los persigue sin ninguna precaución, forzando a los caballos, y pasan por delante del bosque donde habían urdido la emboscada. Los que iban delante avisan a la vanguardia cristiana; el Maestre de Rodas ya estaba preparado, con ocho mil combatientes cubiertos por los ballesteros, en perfecto orden de batalla, bajo su bandera; al ver que los nuestros llegaban y que los sarracenos iban en desorden, salieron a su encuentro, recibiendo a los cristianos bajo su bandera, y haciendo que se pusieran en orden; rápidamente atacan a la gente del sultán con las lanzas bajadas, y tardaron poco tiempo en derrotar a los paganos, pues cada cristiano derribó a uno de los contrarios en el choque con la lanza. Allí se oye gritar «¡Lusignan y Rodas!», y cuando el sultán ve segura la derrota, retrocede reagrupando a los suyos y esperando a los que llegaban; eran unos diez mil en total, pero de nada les sirvió porque Jofré salió de la emboscada y atacó a los perseguidores, dejando en poco tiempo tres mil muertos en el camino. Muchos huyeron hacia su campamento, donde encontraron al califa, al sultán de Berbería, al rey Antenor y al emir de Curdes, que les preguntaron de dónde venían. Contestaron que regresaban de la batalla en la que el sultán de Damasco había sido derrotado. Sin cesar, llegaban fugitivos con las mismas noticias.
La batalla fue horrible; el sultán de Damasco se esforzó mucho después de haber reunido a su gente, pero fueron rodeados por todas partes, y se dispersaron cuando no podían resistir más. Al darse cuenta el sultán de su derrota, salió del grueso del ejército, se colocó el escudo a la espalda, espoleó el caballo y galopó hacia el campamento; a Jofré le pareció que por su rico arnés debía ser uno de los grandes señores sarracenos, y entonces se lanzó a la persecución, gritándole:
—Vuelve a mí o eres hombre muerto. A mí me daría vergüenza herirte por la espalda, y si no regresas tendré que hacerlo.
El sultán aguija con más fuerza que antes y su caballo parece un rayo que cae del cielo por la rapidez con que corre; sin embargo, el de Lusignan está cada vez más cerca, encolerizado porque el otro no lo espera:
—Sarraceno —le grita—, eres falso y cobarde, pues vas bien montado y bien armado y sólo te sigue un hombre. Vuelve o te mataré en la huida, aunque lo tenga que hacer a mi pesar.
Cuando el sultán oyó que Jofré decía que huía de un solo hombre, sintió mucha vergüenza. Se dirigió a un bosque que había cerca del campamento, en el mismo lugar donde había empezado la emboscada de la mañana; detuvo el caballo y, poniéndose el escudo delante del pecho y la lanza sobre el fieltro de la silla, se volvió hacia Jofré y le preguntó:
—Dime, cristiano, ¿quién eres tú, que vienes con tanta prisa detrás de mí?; por Mahoma, ahora vas a poder llevar a cabo efectivamente tu perdición.
—A mí me parece —le contesta Jofré— que he venido a perderte a ti. Pero ya que quieres saber mi nombre, te lo voy a decir, no deseo ocultártelo. Soy Jofré el del Gran Diente, hermano de Urién de Chipre y de Guyón de Armenia. Y tú, ¿quién eres?
—Por Mahoma —dijo el sultán—, ahora lo vas a saber. Soy el sultán de Damasco. No estaría más contento si me hubieran dado cien besantes de oro, ahora no podrás escapar. Te desafío por Mahoma, mi dios.
—Por mi cabeza —respondió Jofré—, ni tú ni tu dios valéis para mí más que una cabeza de ajos podridos, y si Dios quiere, me vas a ver de más cerca, para tu desgracia.
Cuenta ahora la historia que los dos, que eran de corazón noble y de gran valor, se alejaron, juntaron el escudo al pecho, bajaron la lanza, apretándola al costado, ensombrecieron sus cabezas con los yelmos, dejaron correr los caballos a galope tendido y se golpearon con el hierro de las lanzas en la bocla del escudo, de tal manera que no hubo nervio ni placa que no se partiera completamente; la punta de las lanzas llegó a las piezas de acero con tanta fuerza que no habría caballo que no se tambaleara o doblara la espalda; la lanza del sultán voló hecha astillas, pero no pasó lo mismo con la de Jofré que estaba hecha con una gruesa rama de encina: éste empleó toda su fuerza en el golpe y no pudo romper la pieza de acero, aunque alcanzó al sultán, haciéndole perder el gobierno del caballo, que cayó al suelo y el sarraceno quedó aturdido, de modo que ni veía, ni oía, ni entendía nada. Jofré fue a descabalgar para saber cómo estaba, pero vio venir a unos cuarenta paganos que le gritaban:
—Falso cristiano, ha llegado vuestro fin.
Cuando Jofré los oye, espolea el caballo y empuña la lanza. Al primero que alcanza lo hace caer muerto al suelo y antes de que la lanza se rompiera, derriba a ocho más; los paganos le atacaron por todas partes. Tomó la espada y defendió su vida con valor, derribando a tantos sarracenos que todo lo que había a su alrededor estaba teñido de sangre; los enemigos le arrojan lanzas y venablos, intentan acabar con él. En esto, se incorpora el sultán, completamente aturdido, como si se hubiera levantado de dormir; ve el caballo a su lado, vuelve a montar mientras contempla la batalla y ve la matanza que está realizando Jofré, a pesar de que había sido herido en muchos lugares.
—¡Adelante, francos sarracenos! —gritó el sultán—. Por Mahoma, si escapa no volveré a tener alegría en el corazón; pero si conseguimos vencer ahora, no habrá que temer a los demás.
Rodearon a Jofré, que se defendía valientemente, como un león, y ningún sarraceno se atrevía esperar sus golpes; antes bien, le arrojan de lejos lanzas y venablos, haciéndole sangrar por numerosas heridas, pero no parece que le importe mucho sino que corre contra ellos como lobo hambriento contra oveja.
—Por Mahoma —dice el sultán—, esto no es un hombre, o es un mal encantamiento o es el dios de los cristianos que ha venido a destruir nuestra ley.
En esta situación resistió Jofré más de dos horas, hasta que llegó el caballero novel que había estado en Irlanda con él, que lo había visto marchar de la batalla persiguiendo al sultán, le había seguido con doscientos hombres armados. Cerca del bosque, vio a su señor combatiendo en batalla desigual; entonces gritó a su gente:
—¡Adelante, señores!, Jofré está combatiendo solo contra la gente de Mahoma. El que no le ayude ahora que sea indigno hijo de Dios.
Espolean los caballos todos a la vez y entran en la batalla; cuando el sultán se da cuenta de la llegada de refuerzos, aguija y huye galopando al campamento; abandona a su gente en aquella aventura, que fue tal que nunca se volvió a ver a ninguno de ellos en pie ni con vida.
Cuando Jofré vio al caballero novel, que le había socorrido, se lo agradeció mucho diciéndole:
—Amigo mío, tales rosas hay que ponerlas en el sombrero: el señor que ha adornado su casa con tan gentil flor de caballería, amante y temeroso de la honra, puede y debe descansar con toda seguridad.
—Señor, no he hecho nada por lo que debáis recompensarme, pues todo noble debe velar por el honor y el provecho de su señor o de su maestro; y ya que es algo obligado, no merece ninguna recompensa; pero vayámonos de aquí, que ya es hora de reposar, pues vos ya habéis cumplido suficientemente con vuestra jornada; somos pocos y estamos cerca de nuestros enemigos; además, es necesario que os vean esas heridas y me parece que es mejor que volvamos a la hueste por nuestra propia voluntad, a que tengamos que volver a la fuerza, pues siempre es peor huir de los enemigos, cosa que sólo merece insultos. Vale más marcharse que esperar en mala situación.
Jofré piensa que tiene razón y le responde:
—Buen señor, seguiremos vuestro consejo.
Entonces, marchan hacia su campamento, viendo todo el campo lleno de sarracenos muertos: habéis de saber que aquella mañana murieron más de veinticinco mil; por miedo de las hazañas que vieron, huyeron otros diez mil. Ni los dos sultanes, ni el califa, ni el rey Antenor, ni el emir de Curdes consiguieron reunir a más de ochenta mil por la tarde, de los ciento cuarenta mil que eran en principio, por lo que se asustaron mucho.
Jofré volvió a la hueste, donde fue muy festejado por sus hermanos y por la nobleza; le miraron las heridas y los médicos dijeron que no había nada que le impidiera armarse, por lo que alabaron a Dios.
La historia cuenta que, cuando el sultán marchó del combate, galopó hasta su campamento, donde encontró preocupada a su gente, pues pensaban que había muerto; cuando lo vieron, se pusieron muy contentos, y mostrándole gran alegría, le preguntaron qué le había pasado.
—Por Mahoma —dijo el sultán—, a mí me ha pasado bastante poco, pero toda mi gente ha muerto; yo volvía de la batalla ocultándome, pues venía en busca de refuerzos, cuando el diablo del diente grande se me apareció y tuve que luchar con él; nunca he sentido golpes tan fuertes como los suyos: me derribó del caballo con tanta violencia que estuve mucho tiempo en el suelo completamente aturdido, sin oír ni entender nada, pero Mahoma, que no quería perderme, envió cuarenta sarracenos en mi socorro, que le atacaron con gran ímpetu, pero él se defendió valientemente y realizó una enorme matanza de los nuestros; ha sido gravemente herido en muchos lugares. Creo que no necesitaba defenderse, pues los diablos le enviaron doscientos cristianos que acabaron con mis hombres. Cuando vi aquello desaparecí sigilosamente de la batalla.
—Por mi cabeza —dijo el califa—, habéis tenido suerte de poder escapar de un enemigo como éste.
Todos los demás le dieron la razón. El sultán se desarmó.
Los dos ejércitos descansaron aquel día por la mañana, se armaron los nuestros y se pusieron en orden de combate, dejando guardias en el campamento y custodiando a los pocos heridos que había. En la vanguardia estaban Jofré, el Maestre de Rodas y su gente, con buenos ballesteros en las alas; Urién mandaba el grueso del ejército y Guyón la retaguardia. Caminaron en perfecta formación hasta llegar a la hueste de los sarracenos.
Entonces empezó el gran ruido. Los sarracenos gritaban a las armas, pero antes de que pudieran armarse y ponerse en orden, la vanguardia había realizado una gran matanza en el campamento. Los dos sultanes, el califa, el rey Antenor de Antioquía y el emir de Curdes retrocedieron fuera de los pabellones y formaron a su ejército; los nuestros pasaron por las tiendas sin detenerse a coger ni a apropiarse de nada, pues fue prohibido bajo pena de horca; fueron directamente contra los enemigos que estaban alineados en el campo: bien atacan los cristianos y bien se defienden los sarracenos. Uno grita «¡Damasco!», otro «¡Berbería!», otro «¡Bagdad!» y otro «¡Antioquía!», y algunos exclaman «¡Curdes!», mientras que nuestra gente grita «¡Lusignan!». Los abundantes muertos caían unos sobre otros. Los dos ejércitos se mezclaron en gran confusión. Los paganos obligaron a que los nuestros se retiraran el largo de una lanza muy a pesar suyo, con cuantiosas pérdidas. Entonces, los tres hermanos gritaron:
—¡Lusignan! Adelante nobles señores. Esta jauría no se puede mantener firme por más tiempo.
Los cristianos toman nuevo vigor y realizan una carga contra los sarracenos. Allí la matanza fue muy grande.
Jofré, en medio de la batalla, vio al emir de Curdes que perseguía a los cristianos; le golpea empuñando la espada con las dos manos, con tanta fuerza que la pesada espada entró hasta el cerebro sin que el yelmo pudiera detener el golpe, y lo derribó muerto bajo el caballo. Acudió al lugar una gran multitud de paganos, pues los dos sultanes llevaron a todos sus hombres, con la intención de ayudar al emir, pero se esforzaban en vano, pues ya habían muerto, entretanto, Urién vio al sultán de Berbería, que le odiaba porque había matado en Chipre a su tío, levanta la espada y le asesta un golpe con tanta fuerza que le corta el brazo dejándoselo sujeto sólo por los tendones de la axila. Cuando sintió el golpe, el sultán abandonó el combate, y se hizo llevar por diez hombres a Damasco.
Los sarracenos combaten sin descanso, impulsados por el sultán de Damasco, el califa de Bagdad y el rey Antenor; los cristianos sufrieron muchas pérdidas, pero los sarracenos fueron privados de unos sesenta mil turcos; la batalla duró hasta la tarde, en que ambos ejércitos se retiraron a los respectivos campamentos. Al día siguiente, por la mañana, los sarracenos se retiraron al interior de Damasco, y los nuestros fueron a acampar delante de la ciudad: estaban muy debilitados y había muchos heridos, por eso descansaron tranquilamente durante ocho días, sin efectuar ninguna acción. Por la misma razón, los de dentro de la ciudad, tampoco hicieron salidas.
La historia cuenta que los jefes cristianos se preocuparon mucho por la gente que habían perdido y pensaban que si aumentaba el número de sarracenos lo pasarían mal, pues ellos ya habían perdido unos ocho mil hombres. Por otra parte, los paganos también estaban preocupados, pues desconocían las bajas que habían sufrido sus enemigos; reunieron el consejo y decidieron pedir un día al rey Urién para tratar la paz. Éste, al oír la noticia, la expuso a los suyos y aceptaron; se acordó que el encuentro fuera el tercer día, entre el campamento y la ciudad: se establecieron treguas y se liberaron valiosos rehenes.
Después, fueron los de la ciudad al ejército para venderles sus propiedades, mientras que los de la hueste les vendían lo que habían conquistado; cumplido el plazo, se presentaron los sarracenos y se reunieron con los nobles cristianos, con los que parlamentaron hasta que se pusieron de acuerdo: los sarracenos les entregarían lo que habían gastado en el viaje, lo suficiente para volver al lugar de donde habían venido; cada uno de ellos, además, pagana al rey Urién treinta mil besantes de oro. Acordaron treguas que debían durar cien años y un día y se sellaron las cartas. Se acordó también que ninguno de los sarracenos que habían participado en aquellas luchas, ni ninguna de su gente, volvería a causar daño a los cristianos, y si otros reyes paganos querían infligirles daño, ellos se lo harían saber. Por su parte el rey Urién acordó con ellos que si por esta causa entraban en guerra con algún sarraceno, que él acudiría a ayudarles con todo su poder, y lo mismo decidieron el rey de Armenia y el Maestre de Rodas.
Los cristianos volvieron al puerto de Jafa acompañados por el califa, el sultán de Damasco, el rey Antenor y los más altos nobles sarracenos. El sultán le tenía mucho afecto a Jofré, y siempre estaba en su compañía, agasajándolo de continuo; lo llevó a Jerusalén, que por aquel entonces no se había recuperado, ni había sido reconstruida de la destrucción causada por Vespasiano y su hijo Tito cuando fueron a vengar la muerte de Jesucristo: Vespasiano, emperador de Roma, dio treinta judíos por un diñar, en recuerdo de que ellos habían comprado el precioso cuerpo de Jesucristo por treinta dinares. Jofré permaneció devotamente tres días ante el Santo Sepulcro y, mientras, llegaron Urién, Guyón, el Maestre de Rodas y gran cantidad de cristianos que, después de visitar Jerusalén, se volvieron a Jafa, donde encontraron que todo había sido embarcado. Se despidieron de los sarracenos, y el sultán les regaló muchas joyas riquísimas, especialmente a Jofré, y si no hubiera sido por sus diferentes leyes, se hubieran besado.
Los sarracenos se marcharon; los nuestros embarcaron y navegaron hasta Armenia, donde estuvieron con la reina Florida y su hijo Ramón, que tenía unos cuatro años. La reina recibió con gran fiesta a Urién y a Jofré, y hubo una gran alegría. Allí se quedó Guyón, y todos los demás embarcaron de nuevo; en Rodas el Maestre los festejó durante cuatro días y al quinto se despidieron; navegaron hasta llegar al puerto de Limasol en el que estaba la reina Herminia, que ya se levantaba después del reciente parto en el que tuvo un niño llamado Grifón y que aún no tenía seis semanas. Cuando la reina supo que llegaban, se alegró mucho, pues ya sabía cómo les había ido. Recibió a su marido con gran humildad, y le dio sinceramente la bienvenida a Jofré; acabada la fiesta el rey llevó a su hermano por toda su tierra, para que se distrajera; al llegar el momento, Jofré se despidió —aunque el rey Urién lo retuvo todo lo que pudo— y dijo que le había prometido a su padre que volvería al año, y si se demoraba más, faltaría a la promesa. Los reyes le pidieron que los encomendara a Remondín y a Melusina; prometió que lo haría así, se despidió y embarcó.
Jofré y su gente navegaron hasta que una tarde llegaron a la Rochelle, donde los recibieron con grandes fiestas. Al día siguiente se pusieron en marcha y viajaron hasta que llegaron a Mervent algunos días más tarde; allí estaban Remondín y Melusina, que ya sabían todo lo que habían hecho Jofré y sus hermanos en Ultramar. Recibieron con gran afecto a todos y repartieron regalos entre los que habían participado en el viaje; la fiesta duró ocho días, y terminó al noveno, y todos quedaron muy contentos.
Por aquel tiempo había un gigante en Guerrandia; era muy orgulloso por la fuerza que tenía, y había atemorizado a todo el país, hasta La Rochelle. La gente estaba muy afligida, pero no se atrevía a decir nada; Remondín tuvo noticias del asunto y se preocupó aunque evitaba que se le notara la preocupación, pues temía que si Jofré se daba cuenta, se empeñara en ir a combatir contra él; pero la noticia no pudo permanecer tan escondida como para que éste no la supiera:
—¿Cómo diablos —exclamó— mis dos hermanos y yo hemos luchado hasta conseguir el tributo del sultán de Damasco y de sus cómplices, y este violento mastín, que está solo, tiene aterrorizada la tierra de mi padre? Por mi cabeza, mal piensa lo que hace; le costará muy caro pues lo pagará con la vida.
Entonces, fue ante su padre y le dijo:
—Señor, me admira que vos, que sois caballero de grandes hazañas hayáis sido tan tolerante con este mastín de Gardón el gigante, que ha atemorizado vuestras tierras de Guerrandia y sus alrededores, hasta La Rochelle; por Dios, esto es una gran vergüenza para vos.
—Jofré, buen hijo —le respondió Remondín—, no hace mucho que lo sabemos y lo hemos permitido porque no queríamos turbar la fiesta de vuestra llegada; no os preocupéis, pues Gardón será bien pagado por sus fechorías: mi padre, Hervy, ya mató a su tío en Pointievre, según me contaron en Inglaterra cuando fui a combatir contra Olivier del Puente del León por la traición que su padre había cometido contra el mío.
—No sé —respondió Jofré—, ni quiero saber de lo pasado anteriormente; si mis antepasados vencieron, manteniendo así la honra, a mí me satisface; pero ahora hay que vengar esta injuria. Señor, no es necesario que os preocupéis por tan poca cosa. Por los dientes de Dios, iré contra él con diez hombres, que me servirán de compañía, no de ayuda, por mi honor; os encomiendo a Dios, pues no cejaré hasta combatir con él, cuerpo a cuerpo; o me vencerá o lo derrotaré.
Cuando Remondín oyó estas palabras se entristeció mucho y le dijo:
—Ya que no puede ser de otro modo id con la gracia de Dios.
Entonces, Jofré se despidió de sus padres y se puso en camino con una decena de caballeros, yendo hacia Guerrandia, donde creía que podría encontrar al gigante. Preguntó por él hasta que le dieron noticias, y no fueron pocos los que le preguntaban que por qué lo buscaba:
—Le traigo —dijo Jofré— la recompensa que se merece por el ultraje que causa a la gente de mi padre; se la entregaré con la punta del hierro de mi lanza; mientras yo viva no obtendrá otra recompensa y morirá entre sufrimientos.
Cuando lo oían hablar así, le decían:
—Jofré, os disponéis a llevar a cabo una gran locura, pues con el número de hombres que sois no podréis resistir mucho.
—No os preocupéis —dijo Jofré—, no temáis; dejad todo el miedo para mí.
Entonces, se callaban, no se atrevían a enfadarle, pues temían que se encolerizara.
Lo acompañaron a menos de una legua de la guarida del gigante y le dijeron que allí lo podría encontrar siempre.
—Lo veré de muy buen grado —respondió—, pues a eso he venido.
La historia cuenta ahora que un sábado que Melusina se había escondido de Remondín para que éste no la viera tal como le había prometido —y así lo había hecho hasta aquel día, pues nunca pensó que se ocultara sino para su bien—, un poco antes de comer le llegaron noticias de que su hermano, el conde de Forez, venía a verle, por lo que se puso muy contento, aunque luego se entristecería, tal como oiréis más adelante, en la historia que sigue. Remondín mandó que le prepararan un recibimiento grande y noble y estaba alegre con su llegada. Salió a su encuentro y le dio la bienvenida con gran gozo; fueron a misa y después del servicio divino entraron en la sala, se lavaron, se sentaron a la mesa y fueron bien servidos. ¡Pobre! Ahora empieza una parte de la dolorosa tristeza de Remondín, pues su hermano no pudo dejar de preguntarle:
—Hermano mío, ¿dónde está mi hermana? Haced que venga, pues tengo grandes deseos de verla.
—Buen hermano —contestó Remondín—, hoy tiene un asunto importante y no podéis verla, pero mañana la veréis y tendrá mucho gusto en veros.
Cuando el conde de Forez oyó esta respuesta no se calló y dijo:
—Vos sois mi hermano y no debo esconderos vuestra deshonra. Por todo el pueblo corre la voz de que vuestra mujer os afrenta y que los sábados fornica con otro, y que vos —que estáis deslumbrado por ella— no os atrevéis a buscar ni a indagar dónde va. Otros mantienen que se trata de un espíritu encantado y que el sábado cumple penitencia. Yo no sé a quién creer, pero, ya que sois mi hermano, no os debo ocultar vuestra deshonra, ni debo tolerarla, y por eso he venido a decíroslo.
Al oír estas palabras, Remondín tiró la mesa al suelo y entró en su habitación; lleno de ira y de celos, tomó la espada que colgaba de la cabecera de su cama y se la ciñó, yendo al lugar donde sabía que Melusina iba todos los sábados, y encontró una fuerte puerta de hierro, muy gruesa; nunca antes había estado allí; metió la punta de la espada que era muy dura, y la movió y giró hasta que consiguió hacer un agujero. Miró y vio a Melusina, que estaba en una gran cuba de mármol con escalones hasta el fondo, de unos quince pies, con asas de cinco pies de ancho. Allí estaba Melusina bañándose de la manera que oiréis a continuación.
Por el agujero que hizo en la puerta Remondín pudo divisar todo lo que había dentro de la habitación y vio a Melusina que estaba peinándose en la cuba: hasta el ombligo tenía forma de mujer y del ombligo para abajo era como la cola de una serpiente, del grosor de un tonel donde se ponen arenques; la cola era muy larga y golpeaba con ella en el agua de tal modo que la hacía saltar hasta la bóveda de la habitación.
Cuando Remondín la vio se afligió mucho y dijo:
—Amor mío, os he traicionado por culpa de mi hermano y he cometido perjurio contra vos.
Entonces sintió tanta pena en su corazón y tal tristeza que no se podría soportar mayor. Corrió a su habitación, tomó la cera de una carta vieja que encontró y volvió a tapar el agujero; luego regresó a la sala donde estaba su hermano, que al verlo se dio cuenta de que estaba enfadado y pensó que había encontrado a su mujer en algo malo.
—Hermano mío —le dijo a Remondín—, estaba seguro. ¿Habéis dado con lo que yo os decía?
—Vete de aquí —le grita éste—, falso y traidor; vos, con vuestro mal consejo, me habéis hecho cometer perjurio contra la mejor y la más leal dama que nunca nació después de la Virgen. Vos me habéis traído todo el dolor y os habéis llevado toda mi alegría. Por Dios, si hiciera caso a mi corazón os mataría de mala muerte, pero la razón me lo prohíbe porque sois mi hermano. Marchaos, alejaos de mi vista; que todos los ministros del infierno os acompañen y os martiricen con todos los martirios infernales.
Cuando el conde vio a su hermano cerca de la locura salió de la sala con su gente, montó a caballo y se fue rápidamente al condado de Forez, afligido y arrepintiéndose de su alocada acción, pues sabía que Remondín no lo estimaría nunca más ni querría volver a verlo.
Remondín entró en su habitación y se acostó en la cama como muy afligido y haciéndose los reproches peores que se habían oído hasta entonces:
—¡Ay!, Melusina —decía Remondín—, dama de la que todo el mundo hablaba bien, ahora que yo os he perdido para siempre; me he quedado sin alegría, he perdido vuestra belleza, vuestra bondad, vuestra dulzura, vuestra amistad, vuestro juicio, vuestra cortesía, vuestra caridad, vuestra humildad, todo mi gozo, todo mi consuelo, toda mi esperanza, toda mi suerte, mí bien, mi mérito, mi valentía, pues el poco honor que Dios me había dado lo recibía a través de vos, dulce amor. He obrado como un miserable. Deslumbrante Fortuna, dura, agria y amarga, me has precipitado de lo alto de tu rueda a lo más bajo, al más cenagoso lugar, fuera de tu casa, donde Júpiter abreva a los míseros, a los cautivos, a los apenados y desgraciados; sed maldita de Dios; por tu culpa falté gravemente a mi querido señor; ahora quieres que expíe aquella falta. Pobre de mí, tú me habías dado gran prestigio gracias al buen juicio y al valor de la mejor de las mejores, de la más bella entre las bellas, la más sensata entre las sensatas; ahora tengo que perderla por ti, falsa y miserable, traidora y envidiosa. Está loco quien se fía de ti: ahora odias, ahora amas, ahora penas, luego destruyes; no hay en ti ni seguridad ni estabilidad, como veleta al viento. Pobre de mí, dulce amiga mía, yo soy el falso y cruel áspid y vos el precioso unicornio. Os he traicionado con mi mal veneno. Vos me curasteis mi primer daño; ahora os lo agradezco de mala forma, faltando a vuestra confianza. Si os he perdido por esta razón me iré lejos de aquí y nadie volverá a tener noticias mías.
Tal como oís, se lamentaba Remondín, golpeándose y debatiéndose de tal modo que no habría en el mundo corazón tan duro que al verlo u oírlo no sintiera lástima de él, que además se arrepiente de no haberle quitado la vida a su hermano.
Remondín estuvo lamentándose así hasta que llegó el alba; entonces crecieron las lamentaciones; pero cuando amaneció entró Melusina en la habitación; al oírla llegar, se hizo el dormido; ella se desnudó y se acostó completamente desnuda a su lado. Remondín empezó a suspirar con gran dolor, y Melusina le preguntó abrazándolo:
—Mi señor, ¿qué os pasa? ¿Estáis enfermo?
Al oír que no le reprocha nada piensa que ella no sabe lo ocurrido, pero se equivoca, pues lo sabe todo aunque lo disimula, porque él no se lo ha descubierto a nadie.
—Señora —le responde con gran alegría—, he estado un poco enfermo y he tenido algo de fiebre.
—Señor, no temáis, pues os curaréis en seguida, si Dios quiere.
—Amiga y dama mía, me siento mejor con vuestra llegada.
Ella le responde que se alegra mucho. A la hora de levantarse, se levantaron y fueron a oír misa, y pasó todo el día sin que ocurriera nada digno de mención. Al día siguiente fue Melusina a Niort, donde quena construir una fortaleza: en aquella ocasión empezaron a edificar las dos torres gemelas que aún hoy están allí.
La historia deja aquí de hablar de Melusina y de Remondín y habla de Jofré que había ido a Guerrandia, donde dejó constancia de sus deseos de combatir al gigante, a pesar de que muchas veces le dijeron que era una loca empresa:
—El gigante ha sido atacado —le dijeron— muchos días por cien hombres, otros por doscientos, otra vez por quinientos y otra por mil, y nunca ha sido vencido. ¿Cómo pensáis vos solo resistir su fuerza?
—No me digáis nada; o venceré o seré vencido. Llevadme al lugar donde vive.
Y así lo acompañaron hasta que tuvieron a la vista una gran torre que había encima de una montaña y desde la que se dominaban unas cinco leguas a la redonda; la torre tenía buenos fosos, fuertes y altas murallas, resistentes muros; estaba bien almenada y tenía un par de resistentes puentes levadizos. Dentro, había también un patio, bien protegido y con puertas muy fuertes.
—Señor —le dijeron a Jofré—, ésa es la torre de Montjouet, en la que está Gardón el gigante. Creednos, con haber visto la torre tenéis suficiente, volveos con nosotros; no avanzaremos más ni por nuestro peso en oro.
—Os agradezco que me hayáis acompañado hasta aquí.
Jofré descabalgó para armarse, se ciñó la espada, en la que confiaba mucho, se ató un buen yelmo, montó a caballo y pidió el escudo, que se colgó al cuello; tomó una maza de acero y la sujetó al arzón, se puso al cuello un cuerno de marfil blanco y pidió la lanza.
—Buenos señores —dijo a sus diez caballeros—, esperadme al fondo de este valle y, si Dios me otorga la victoria contra el gigante, tocaré el cuerno; cuando lo oigáis venid a mí.
Lo encomiendan a la protección de Nuestro Señor, afligidos porque no pueden ir con él.
Jofré sube la montaña, llega a la puerta del patio y la encuentra abierta, se dirige a la torre contemplándola con atención; vio que los puentes estaban subidos, pues el gigante dormía y gritó en voz alta:
—Hijo de puta, ven, te traigo el tributo que te debe la gente de mi señor por sus sufrimientos.
Gritó tanto que el gigante se despertó, salió a la ventana y lo vio completamente armado, a caballo y con la lanza sobre el muslo; lo veía grande, corpulento y de fiero porte.
—Caballero —le grita—, ¿qué buscas aquí?
—Te busco a ti, y nada más, pues vengo a cancelar el tributo que has impuesto a la gente de Remondín de Lusignan.
Cuando el gigante lo oyó, no pudo dejar de encolerizarse de pura rabia, al ver que un solo caballero le hace la guerra y va a desafiarle a su propia casa, aunque, después de contemplarlo, le parece que es muy valeroso.
Entonces, se arma y se laza el yelmo, toma un látigo de plomo con tres cadenas y una gran hoz de acero; a continuación, va a los puentes, los baja y sale al patio, donde le pregunta a Jofré:
—¿Quién eres tú, caballero, que tan valientemente vienes a buscarme?
—Soy Jofré el del Gran Diente —le responde—, hijo de Remondín de Lusignan, que vengo a cancelar los padecimientos de la gente de mi padre.
Cuando Gardón lo oyó empezó a reír diciendo:
—Loco, por el gran atrevimiento y valentía que tienes en tu corazón, siento lástima por ti; voy a hacerte una gran cortesía. Ten en cuenta que, aunque estuviereis quinientos como tú, no podríais resistir mi fuerza, pero, como me da lástima matar a un caballero tan valiente, te doy permiso para que te vayas. Y, además, por ti, y por el valor que has tenido viniendo solo, dejo libre del tributo que me debe, durante un año, a la gente de tu padre.
Cuando Jofré oye la oferta del gigante, se enfada, pues le parece que lo aprecia poco, y le dice:
—Despreciable criatura, me tienes miedo. Tu cortesía no me importa nada, pues la haces por temor; debes saber, con toda certeza, que no me iré de aquí hasta que no te haya arrancado la vida del cuerpo; entonces, sentirás lástima de ti mismo y no de mí, pues yo ya te doy por muerto. Ahora te desafío por Dios, mi Creador.
Cuando el gigante lo oye, no puede dejar de reír y dice:
—Loco, si llega la batalla, no resistirás uno de mis golpes sin caer al suelo.
Jofré, sin decir nada más, espolea el caballo, se pone la lanza bajo el brazo y se dirige contra el gigante tan deprisa como puede correr el animal, y lo alcanza con el punzante hierro en medio del pecho, con tanta fuerza que lo hizo caer al suelo boca abajo; pero Gardón era fuerte y se incorporó rápidamente, muy enfadado, y cuando Jofré pasaba por su lado, golpeó al caballo con la gran hoz de acero, cortándole los cuartos traseros.
Cuando Jofré sintió que el animal se hundía bajo sus pies por el golpe que le había asestado su contrincante, sacó los pies de los estribos y saltó al suelo; arroja la lanza y se dirige hacia el gigante desenvainando la espada. Ahora están frente a frente los dos y va a empezar una fiera batalla. El del Gran Diente tiene la espada en la mano; Gardón empuña la hoz.
Tal como oís Jofré estaba de pie ante el gigante, que empuñaba la hoz con ambas manos, e intentaba golpearle; una de las veces, esquivó el golpe saltando, y, al volver, le asestó un tajo con la espada en el mango de la hoz, de tal manera que se la partió en dos. El gigante tomó entonces el látigo de plomo y le dio tal golpe en el yelmo, que casi lo dejó completamente aturdido. Jofré envainó la espada y fue hacia el caballo, cogió la maza de acero y se dirigió contra el gigante que intentaba golpearle con el látigo; Jofré se adelanta y le alcanza el brazo, de forma que hace que le salte el látigo de la mano. Pero el gigante llevaba tres martillos de acero en la cintura, cogió uno y se lo arrojó a su adversario por el aire, dando en el mango de la maza, cerca de las manos, haciendo que le volara al suelo; el gigante salta y la recoge, pero en ese momento Jofré desenvaina la espada y le ataca cuando su enemigo intentaba golpearle con la maza de acero en la cabeza: el gigante falló, pues Jofré era ágil y consiguió esquivarlo; la maza cayó con tanta fuerza que se introdujo un pie en la tierra. Sin embargo, el joven de Lusignan no erró, sino que logró alcanzar al gigante en el brazo derecho con toda su fuerza: la espada era buena y estaba afilada, y le cortó el brazo por delante de la cota; a pesar del dolor y del miedo, el gigante intentó golpearle con el pie en medio del pecho, pero él, que lo había visto venir, le partió la pierna en dos con la espada, por debajo de la rodilla; el gigante cae al suelo y lanza un grito tan fuerte que resonó por todo el valle. Lo oyeron sin esfuerzo los que estaban esperando a Jofré, pero no sabían qué había sido, aunque se quedaron admirados del horrible ruido. Entretanto, Jofré le cortó los lazos del yelmo y, luego, le separó la cabeza del cuerpo; a continuación, tomó el cuerno y lo hizo sonar con toda su fuerza.
Los que le esperaban en el valle lo oyeron claramente, y también lo escucharon algunos que estaban en los territorios de alrededor; entonces, no les quedó ninguna duda de que el gigante había muerto, y alabaron a Jesucristo. Subieron la montaña y llegaron a la fortificación donde encontraron a Jofré junto al gigante.
—Jamás este traidor —les gritó el de Lusignan— os volverá a atemorizar; ya no le quedan ganas para hacerlo.
Cuando vieron el cuerpo del gigante por un lado y la cabeza por otro, se admiraron de su gran tamaño, pues medía quince pies de largo, y le dijeron a Jofré que había realizado una gran hazaña y que se había enfrentado a una aventura extraordinaria y a un peligro enorme al haber luchado contra tal diablo.
—El peligro ya ha pasado —dijo Jofré—; buenos señores, sabed que quien no empieza algo, jamás lo acaba; hay que pasar por el principio y por la mitad del asunto antes de llegar al final.
Jofré envió la cabeza del gigante a Remondín, mediante dos de sus caballeros, y después recorrió el país, donde se le recibió con gran alegría, y le hicieron ricos presentes.
Aquí dejaré de hablar de él y os hablaré de Fromonte, su hermano, que tanto suplicó a sus padre, que al fin le dieron el consentimiento para que se hiciera monje de la abadía de Maillezais, y lo dotaron de común acuerdo Remondín y Melusina. El abad y todo el convento, en el que había más de cien monjes, se pusieron muy contentos; pero si entonces se alegraron con la entrada de Fromonte, luego tendrían gran dolor, tal como oiréis más adelante, pero sabed que no fue por su culpa, pues era muy devoto y santo, sino por una aventura extraordinaria que contaré más adelante.
Ahora voy a hablar de los dos caballeros a los que Jofré había enviado con la cabeza del gigante Gardón: caminaron hasta llegar a Mervent, donde encontraron a Remondín, al que se la presentaron de parte de Jofré. Remondín se puso muy contento, y se maravilló de que su hijo se hubiera atrevido a combatirle. Entonces, le escribió diciéndole que Fromonte se había hecho monje en Maillezais. ¡Ay! En mala hora lo hizo, pues fue la causa de un dolor muy amargo y de la pérdida de Melusina, por lo que Remondín no volvió a tener alegría. Al despedir a los dos caballeros, el padre de Jofré les dio ricos regalos, y les entregó la carta para su hijo, encargándoles que saludaran a Jofré, que llevaran la cabeza del gigante a Melusina —que estaba en Niort—, y que no se entretuvieran mucho. Entonces, los dos caballeros se pusieron en camino y fueron a Niort, donde hallaron a la dama, a la que saludaron de parte de su hijo Jofré, y le presentaron la cabeza del gigante; la dama se puso muy contenta, y la envió a La Rochelle, donde fue colocada en una lanza, en la Puerta de Guyena. Melusina dio a los caballeros muchos ricos dones; se despidieron y se dirigieron a la torre de Montjouet, donde Jofré se encontraba a gusto.
La nueva de que el del Gran Diente había matado en combate al gigante Gardón, se extendió rápidamente; todos se quedaron admirados cuando lo oyeron. En aquel entonces reinaba en Northumberlandia un gigante que se llamaba Grimalte, cruel como ninguno, y que tenía diecisiete pies de altura. Aquel diablo habitaba cerca de una montaña que se llamaba Brumbloremlión, y había destruido todo el país y nadie se atrevía a vivir a ocho o diez leguas de él. Cuando los de aquellas tierras oyeron las noticias de la muerte del gigante Gardón a manos de Jofré, decidieron en consejo que enviarían a buscarlo y que le ofrecerían todos los años de su vida —si accedía a liberarlos de aquel monstruo— diez mil besantes de oro, y si tenía heredero masculino, la oferta se perpetuaría de generación en generación, hasta que el heredero fuera una mujer, en cuyo caso perdería el derecho. Escogieron ocho mensajeros de los más notables del país y los enviaron a Jofré; lo encontraron en Montjouet, y allí le expusieron su mensaje.
—Buenos señores —les contestó al oír la propuesta—, no rehúso la oferta que me habéis hecho; si lo hubiera sabido antes, hubiese ido a combatir contra él por misericordia hacia el pueblo que ha sido destruido, y también para adquirir honor. Iré con vosotros, y, con la ayuda de Dios, venceré al gigante.
En esto, volvieron los dos caballeros que habían llevado la cabeza de Gardón a Remondín; lo saludaron con mucho respeto de parte de su padre y de Melusina, le contaron lo bien que los habían acogido y los ricos regalos que les hicieron. Luego, le entregaron las cartas de su padre. Jofré rompió la cera y vio que el contenido hacía mención a que Fromonte había entrado como monje en Maillezais; Jofré se enfadó tanto con estas noticias y mostró tal rabia en la cara que no hubo nadie a su alrededor que se atreviera a quedarse con él: todos abandonaron el lugar, excepto los dos caballeros y los embajadores de Northumberlandia.
—¡Cómo! —exclamó en voz alta—. ¿Es que mi padre y mi madre no tenían haber suficiente para Fromonte, para enriquecerlo y darle tierras, y buenas fortalezas, y no podían casarlo ricamente, sin necesidad de hacerlo monje? Por los dientes de Dios, los malvados monjes de Maillezais lo han encantado y atraído para conseguir más riqueza; él no se separaba de ellos ni de noche, ni de día. Por Dios, esto no me gusta nada; pero por la fe que debo a Jesucristo y a todos aquellos a quien se la tengo que deber, se lo haré pagar de tal modo que nunca jamás desearán que yo tenga un hermano monje.
Dirigiéndose a los embajadores de Northumberlandia les dijo:
—Señores, es necesario que me esperéis aquí hasta que yo vuelva, pues tengo que resolver un asunto que me afecta particularmente.
No se atrevieron a contradecirle, y le contestaron:
—Señor, como os plazca.
Entonces, Jofré mandó a sus dos caballeros que montaran; él se armó, tomó el caballo y se marchó de Montjouet, lleno de resentimiento y de odio a la abadía y a los monjes de Maillezais. Cuando llegó al monasterio, entró con la espada en el cinto, y, al ver al abad y a los monjes les dijo en voz alta:
—Vagos monjes, holgazanes, ¿quién os ha dado la osadía de hechizar a mi hermano, a quien habéis obligado a ordenarse monje con vuestra falsa humildad? Por los dientes de Dios, en mala hora lo pensasteis; beberéis en un mal cáliz.
—Por Dios —replicó el abad—, por piedad, entrad en razón. Por mi Creador, ni yo, ni ningún otro monje de los de aquí dentro se lo aconsejamos nunca.
Fremonte se adelantó, pues quería apaciguar la ira de su hermano, y le dijo:
—Mi querido hermano, por el alma que tengo que entregar a Dios, no hay nadie aquí dentro que me lo haya aconsejado, pues lo he decidido y hecho por mi propia voluntad y por propia vocación, sin consejo de nadie.
—Por mi cabeza —dijo Jofré—, obtendréis el mismo pago que los otros; no me será reprobado que tenga un hermano monje.
Entonces sale, cierra las puertas y hace que toda la mesnada lleve paja y madera, y la echen dentro, donde estaban los monjes, jurando por Dios que los quemará a todos allí; avanzaron los diez caballeros, que le censuraron su conducta a la vez que decían que Fromonte tenía buena intención, y que con sus buenas obras y plegarias podría prestar gran ayuda a las almas de sus enemigos.
—Por los dientes de Dios —dijo Jofré—, ni los monjes, ni el abad que están ahí dentro volverán a cantar misa o maitines, pues los quemaré a todos.
Entonces se marchan de su lado diciéndole que no querían ser culpables de este pecado.
En esta parte cuenta la historia que Jofré, al marcharse sus diez caballeros, cogió fuego de una lámpara de la iglesia y encendió la paja. La madera prendió. Allí podían verse y oír cosas que movían a gran piedad, pues, tan pronto como los monjes sintieron el fuego, empezaron a dar gritos dignos de compasión y muy amargos, y dolorosos lamentos; pero no les sirvió de nada; se encomendaron a Jesucristo y le rogaron devotamente que tuviera piedad de sus almas, pues de sus cuerpos no haría falta de ahora en adelante. Y ¿para qué os voy a alargar el relato? Ardieron todos los monjes y casi la mitad de la abadía antes de que Jofré se marchara de allí.
Fue entonces hacia su caballo y montó; cuando llegó al campo se volvió hacia la abadía y vio la desgracia y el daño que había causado; entonces se lamenta y se duele y se considera falso y traidor, y se hace tantos reproches, que no hay nadie que se lo pueda imaginar si no lo ve ni lo oye. De pura desesperación se habría dado muerte, de no haber sido por los diez caballeros que acudieron a él cuando oyeron que se lamentaba y dolía:
—Señor, señor —le decían—, es demasiado tarde para arrepentirse cuando la locura ha sido cometida. Dolerse ya no sirve de nada. Pensad en dar satisfacción a Dios y al mundo.
Cuando Jofré oyó estas palabras, sintió mucha pena en su corazón, pero no se atrevió a responder; cabalgó tan deprisa hacia la torre de Montjouet que a duras penas sus hombres podían seguirlo, y no se detuvo hasta que llegó. Allí mandó que prepararan el viaje para ir con los embajadores de Northumberlandia; se llevó a diez de sus caballeros, su arnés y los servidores. Y aquí la historia deja de hablar de Jofré y habla de su padre.
Remondín se había sentado a comer en Mervent; en esto, llegó un mensajero que venía de Maillezais, y preguntó dónde se encontraba Remondín; lo llevaron a su presencia, se arrodilló ante la mesa y le saludó con gran cortesía. Remondín le devolvió el saludo y le preguntó de dónde venía y qué noticias traía.
—Señor —dijo el mensajero—, mucho me pesa no poder traerlas mejores, pero las que traigo son pésimas.
—Decidlas ahora —dijo Remondín—, es necesario que las sepamos. Dios sea agradecido y alabado por todo cuanto nos envíe.
—Mi señor Jofré el del Gran Diente, ha sentido tal dolor y rabia de que Fremonte se hubiera hecho monje en la abadía de Maillezais, que ha ido allí, ha encontrado a todos los monjes reunidos con el abad, y ha prendido fuego a la abadía, quemándolos a todos, y la mitad de la construcción.
—¿Qué es lo que dices? —preguntó Remondín—. No puede ser; no sería capaz de creerlo.
—Señor —respondió el mensajero—, es así, apresadme si veis que miento, hacedme morir de la muerte que os plazca.
Entonces Remondín tira la mesa y corre al patio, pide su caballo y se lo dan; monta y se va sin esperar a ningún compañero, y cabalga hacia Maillezais tan deprisa como puede correr el caballo. Su gente va detrás lo más rápidamente posible. Remondín cabalgó hasta llegar a la abadía y vio la gran desgracia y el gran dolor: entonces sintió tanta pena en el corazón que por poco enloquece de tristeza.
—¡Ah! —dijo Remondín—, Jofré, tú que tenías el mejor principio, por tus proezas, y por el aprendizaje de armas que habías realizado, para llegar a más alto honor que ningún hijo de príncipe vivo, lo has perdido todo por tu crueldad. Por la fe que debo a Dios, creo que éste es el encantamiento de esta mujer, y no creo que el fruto que ella ha traído al mundo pueda llegar a la perfección del bien: no ha traído al mundo hijo que no tenga una extraña señal; mirad a Oruble, que aún no ha cumplido siete años y ya ha matado a dos de mis escuderos, y antes de cumplir los tres años había matado a dos de sus nodrizas por la fuerza con que mordía sus senos. Y ¿no vi yo a su madre, el sábado, en forma de serpiente del ombligo para abajo? Así fue, por Dios. Es algún espíritu, o es todo un encantamiento o una ilusión que me ha engañado; ¿no me contó, la primera vez que la vi, mi desgracia con toda exactitud?
Remondín cabalgó hasta llegar a Mervent; entró en una habitación y se acostó en la cama, y empezó a quejarse y a hacer tan graves lamentos, que no habría nadie en el mundo que no tuviese piedad de él. Maldijo cien veces la hora en que Jofré nació y fue engendrado; los nobles estaban muy afligidos por su tristeza, pero no sabían cómo remediarlo por todo lo que oían decir. Y a medida que pasaba el tiempo, el dolor se hacía más grande.
En esta parte cuenta la historia que cuando los nobles vieron que no podían sacarle de su dolor, ni apaciguarle de ningún modo, se entristecieron mucho, y decidieron en consejo que le mandarían recado a Melusina, que entonces se encontraba en Niort, donde había mandado construir las dos torres gemelas, que son muy hermosas de ver; escribieron un mensaje y se lo mandaron, diciéndole todo lo que ocurría. ¡Pobres! En mala hora lo hicieron, pues los pusieron a los dos en grave tormento y en gran miseria. Ahora empieza su cruel separación. Ahora empieza el dolor que le durará a Remondín toda la vida. Ahora empieza la penitencia que hará Melusina hasta el fin del mundo.
El mensajero caminó hasta llegar a Niort, saludó a la dama y le entregó la carta que los nobles le enviaban. Toma la carta, rompe la cera y la lee; cuando se dio cuenta de la desgracia, se entristeció mucho; le apenaba más que nada Remondín, aunque se daba cuenta de la grave acción que Jofré había cometido, y de que a partir de ahora, todo podía ir de otro modo.
Entonces, mandó llamar a toda su comitiva, y a gran cantidad de damas del país para tener compañía; se marchó de Niort y fue a Lusignan, donde estuvo durante dos días, con muy mala cara, yendo y viniendo continuamente de arriba abajo por allí dentro, visitando todos los lugares, con grandes suspiros y graves lamentos a veces. Y cuenta la historia y la verdadera crónica, que yo tengo por verdadera, que conocía bien el dolor que se le acercaba, y en cuanto a mí yo lo creo firmemente; pero su gente no pensaba que fuera por esto, sino por el disgusto que tenía de que Jofré hubiera quemado a su hermano y a los monjes, y por la pena que ella sabía que Remondín había sufrido. Así estuvo Melusina dos días en Lusignan; al tercero, marchó y se fue a Mervent, bien acompañada, como ya he dicho anteriormente. Y entonces los nobles del país que estaban reunidos para reconfortar a Remondín, al que amaban de todo corazón, salieron a su encuentro y le dieron afectuosamente la bienvenida, y le contaron que no podían consolar a Remondín en su dolor.
—Tened paciencia —dijo Melusina—, pues, si Dios quiere, se reconfortará para siempre.
La buena dama, entró bien acompañada en la habitación donde estaba Remondín, desde la que se veían los agradables prados, y los campos alrededor de Lusignan. Cuando Melusina vio a su marido, lo saludó muy cortésmente, pero él estaba tan afligido y tan lleno de tristeza, que no le respondió nada; ella empezó a hablar y le dijo:
—Mi señor, es una gran locura por vuestra parte, a quien se considera como el más sabio de los príncipes vivos conocidos, que mostréis el dolor por algo que no tiene remedio y que no puede ser de otra manera; ¿queréis rebelaros contra la voluntad del Creador de las criaturas, que lo ha hecho todo y lo destruirá a su placer, cuando a él le plazca? Sabed que no existe pecador tan grande en el mundo a quien Dios no pueda perdonar, y está más dispuesto a perdonarlo si el pecador se arrepiente y le implora merced de buen corazón y con buena voluntad. Si vuestro hijo Jofré ha cometido tal ultraje por su extraordinario y fuerte ímpetu, sabed en verdad que es por los pecados de los monjes que eran de mala y desordenada vida: Nuestro Señor ha dispuesto su castigo, aunque esto sea desconocido para las criaturas de la tierra, pues los juicios de Dios son tan secretos que ningún corazón humano los puede comprender en su entendimiento. Y por otra parte, mi señor, nosotros tenemos haber suficiente, gracias a Dios, para reconstruir la abadía y dejarla mejor que estuvo nunca, para darle grandes y ricas rentas, y para poner muchos más monjes de los que nunca tuvo. Jofré se arrepentirá, si place a Dios y al mundo, así que, mi querido señor, os ruego que abandonéis este dolor.
Cuando Remondín oyó hablar a Melusina, supo que le había dicho la verdad en cuanto había hablado, y que era lo más razonable, pero estaba tan atravesado y lleno de tristeza, que la razón natural había huido de él. Entonces habló de un modo muy duro diciendo:
—¡Ah!, falsa serpiente, por Dios, tú y tus obras no sois más que encantamientos, y ningún hijo de los que has traído al mundo llegará a buen fin; ¿cómo volverán las vidas de los que han ardido en la gran desgracia, o la de tu hijo que se entregó al crucifijo? De ti, sólo había salido uno bueno, Fromonte; ahora ha sido destruido por las artes del demonio y de todos aquellos que están llenos de ira a las órdenes de los príncipes del infierno; y por esto cometió Jofré el gran, horrible y odioso pecado de quemar a su hermano y a los monjes, que no merecían en absoluto la muerte.
Cuando Melusina oyó estas palabras, sintió tanto dolor en su corazón que cayó desmayada, y pasó una media hora antes de que se incorporara y de que pudiera levantarse. Entonces Remondín se afligió mucho más que antes, y su tristeza se apaciguó, y se arrepintió tanto de las palabras que había dicho que por poco enloqueció, pero ya no servía de nada, era demasiado tarde. Los nobles y las damas se afligieron mucho; incorporaron a la dama en su asiento, y le mojaron el rostro con agua fría, hasta que volvió en sí. Entonces cuando pudo hablar, miró a Remondín con mucha pena y le dijo:
—¡Ay! Remondín, el primer día que te vi, fue para mí muy doloroso. ¡Pobre de mí! En mala hora vi tu gentil cuerpo, tus ademanes y tu bella figura; en mala hora deseé tu belleza, tú que tan falsamente me has traicionado. Tú fuiste perjuro al ir a verme, pero ya que no se lo habías descubierto a nadie, te lo perdoné de corazón, aunque no te había dicho nada, y Dios te lo hubiera perdonado, pues ibas a cumplir la penitencia en este mundo. ¡Pobre de mí! Amigo mío, todo nuestro amor se ha vuelto odio; nuestra dulzura, crueldad; nuestro solaz y nuestra alegría, lágrimas y llantos; nuestra buena suerte es una dura e infortunada calamidad. ¡Pobre de mí! Amigo mío, si tú no me hubieses fallado, yo estaría libre y exenta de pena y tormento, y hubiera vivido una vida normal, y hubiera muerto naturalmente, y hubiera recibido todos los sacramentos, y hubiera sido amortajada y enterrada en la iglesia de Santa María de Lusignan; y como se debe, se hubiera cumplido mi aniversario. Ahora me has condenado al sufrimiento oscuro donde ya había estado durante mucho tiempo por mi desgracia; así tendré que penar y sufrir hasta el día del Juicio Final por tu falta. Le ruego a Dios que te perdone.
Y entonces se duele tanto que no hay nadie en el mundo con un corazón tan duro que no se afligiera si la viera. Al verla Remondín, que no podía ver ni sentir, ni oír nada, ni sabía contenerse.
La historia nos da testimonio de que Remondín se afligió mucho; nadie había sufrido hasta entonces tal dolor sin pasar por las puertas de la muerte; cuando volvió un poco en sí y recobró la memoria, y vio a Melusina delante de él, se arrodilló y juntó las manos diciendo:
—Mi querida amiga, mi bien, mi esperanza, mi honra, os suplico por el honor del glorioso sufrimiento de Jesucristo, y por el del santo perdón que el verdadero Hijo de Dios hizo a María Magdalena, que me perdonéis esta mala acción, y que os quedéis conmigo.
—Mi dulce amigo —respondió Melusina, que veía que las lágrimas que le caían a Remondín por las mejillas eran tan grandes que tenía todo el pecho mojado—, que vuestro pecado os lo perdone Aquel que es el verdadero y todopoderoso perdonador, el auténtico poseedor de piedad y misericordia, pues, por mi parte, os perdono de todo corazón. En cuanto a quedarme con vos, es imposible, pues no le place al alto Juez.
Y con estas palabras lo levanta, lo abraza y le rodea el cuello con sus brazos, y se besan; tuvieron tanto dolor ambos que cayeron desmayados al suelo de la habitación. Entonces podía verse a damas, doncellas, caballeros y escuderos llorar y hacer un duelo tal que decían todos:
—Fortuna traidora, qué falsa y perversa eres al llevar a cabo la separación de estos dos leales amantes.
Entonces gritan todos a la vez:
—Hoy perdemos a la dama más valerosa que gobernó en la tierra; la más juiciosa que se ha visto, la más amada, la más atenta a las necesidades de su gente.
Y entonces empiezan a llorar y a lamentarse y a hacer tal dolor que se olvidaron de los dos que yacían en el suelo.
Melusina volvió en sí, y oyó las lamentaciones que hacía la gente por su partida, y empezó a llorar de lástima; fue a Remondín, que aún yacía desmayado, lo levantó y lo incorporó a su sitio. Y cuando él volvió en sí, Melusina le dijo a él y a su gente:
—Escuchad lo que voy a deciros. Mi dulce amigo, sabed que no me puedo quedar más con vos, pues a Dios no le place por el pecado que habéis cometido, y por lo que os voy a decir ante vuestra gente. Sabed que, después de vos, ningún hombre volverá a tener reunido el país que vos ahora tenéis, y vuestros herederos tendrán mucho que hacer después de vos. Algunos, por su locura, arruinarán el honor y la heredad; pero en cuanto a vos, no tengáis miedo, pues yo misma os ayudaré en lo que necesitéis mientras os dure la vida.
No persigáis a vuestro hijo Jofré, pues será un hombre muy valiente. Tenemos otros dos hijos, de los que el mayor, que se llama Ramón, aún no tiene tres años, y Thierry no tiene más de dos; haced que los eduquen bien, y yo también estaré atenta a ellos, aunque no quiero que tengáis ninguna esperanza de que me volveréis a ver en forma de mujer una vez que me haya ido, lo cual ocurrirá en seguida. Quiero que Thierry, nuestro hijo menor, sea señor de Partenay, de Vouvant, de Mervent y de todas las provincias de esta tierra, hasta el puerto de la Rochelle. Y Ramón será conde de Forez. Dejad que Jofré tome decisiones, pues lo hará bien.
Entonces llamó aparte a Remondín y a los más altos nobles del país y les dijo:
—Buenos señores, si queréis conservar vuestra hacienda y vuestro honor, procurad, tan pronto como me haya ido, que maten en secreto a Eudes, nuestro hijo que tiene tres ojos, uno de los cuales lo tiene en la frente, pues tened por seguro que haría tanto daño que la muerte de veinte mil hombres sería poco en comparación con la pérdida que resultaría por su culpa, pues, en verdad, podría destruir todo lo que yo he edificado, y no faltaría jamás la guerra en el Poitou o en la Guyena. Tenéis que hacerlo así; si no, nunca habréis cometido una locura mayor.
—Mi dulce amor —dijo Remondín—, así será, pero por Dios y por misericordia, no me deshonréis por completo, quedaos o jamás tendré alegría en mi corazón.
—Mi dulce amigo —le responde— si fuese algo que yo pudiera hacer, lo haría, pero no puede ser. Sabed que siento en el corazón cien mil veces más dolor por nuestra separación que el que podáis sentir vos, pero así tiene que ser, y lo quiere Aquel que lo puede hacer y destruir todo.
Entonces, con estas palabras, Melusina lo abraza y lo besa muy dulcemente diciendo:
—Adiós, mi dulce amigo, mi bien, mi corazón y toda mi alegría; mientras viváis, me gustaría veros; pero, después de mi partida, no me veréis nunca más en forma de mujer.
En esta parte cuenta la historia que entonces Melusina saltó a una de las ventanas de la habitación, que daba a los campos y a los jardines de la parte trasera de Lusignan, y lo hizo tan ligeramente como si volara y tuviese alas. Desde la ventana se despidió, llorando, de todos los nobles, damas y doncellas que allí estaban. Y luego dijo a Remondín:
—Mi dulce amigo, tomad dos anillos que van juntos, cuyas piedras tienen una misma virtud: mientras tú o tus herederos los llevéis puestos, nunca seréis derrotados en pleito ni batalla, si defendéis una buena causa; además, ni tú, ni el heredero que los tenga, moriréis de tiro de arma, de piedra, ni de otra cosa similar.
Ella se los tiende y él los coge.
Entonces la dama empezó a hacer lamentos dignos de compasión y a suspirar, y miraba a Remondín y a todos los que estaban allí muy entristecida, y lloraba con tanta ternura que a todos les daba mucha lástima. Entonces empieza a mirar la habitación diciendo:
—¡Ay, dulce hogar donde he tenido tanto solaz y distracción, donde hubiera tenido mi felicidad, si Dios hubiese consentido que yo no hubiera sido traicionada tan falsamente! ¡Pobre de mí! Me solían llamar dama, y solían hacer y cumplir todo cuanto mandaba. Ahora ni siquiera tendré una pobre camarera; los que mostraban gran alegría cuando me veían, huirán de mí, y tendrán mucho miedo y horror cuando me vean; las joyas que solía llevar ahora serán penas y tribulaciones y graves penitencias.
Y continuó diciendo:
—A Dios os encomiendo, a todos y a todas; rogad a Nuestro Señor que aligere mi penitencia. Y quiero que sepáis para siempre quién soy y quién fue mi padre, para que no penséis que mis hijos descienden de una mala madre, ni de una serpiente, ni de un hada, pues soy hija del rey Elinás de Albión, y de la reina Presina; y tuve otras dos hermanas, y las tres fuimos castigadas con severidad y con dureza. Y de esto ya no os puedo decir nada más, ni quiero.
Luego se dirigió a Remondín, diciendo:
—Adiós, amigo mío. No olvidéis hacer con vuestro hijo Eudes lo que os he dicho, y pensad en nuestros dos hijos Ramón y Thierry.
Suspiró profundamente y sollozó con dolor; saltó al aire, dejó la ventana y pasó al vergel. Y entonces se convirtió en una gruesa serpiente, de quince pies de largo.
La piedra del alféizar en la que apoyó el pie, aún está, y todavía conserva la huella.
Al desaparecer, toda la nobleza empezó a hacer un gran duelo, especialmente las damas y las doncellas que le habían servido, y más aún que todos los demás, Remondín.
Se asoman todos a las ventanas para ver qué camino va a tomar, y la dama en forma de serpiente, da tres vueltas a la fortaleza, y cada vez que pasa por delante de la ventana, lanza un grito tan extraordinario y tan doloroso que todos lloran de lástima; es evidente que marcha del lugar bien a su pesar y contra su voluntad. Entonces tomó la dirección de Lusignan, con tanto tumulto y tanto ruido que parecía que hubiera rayos y tormentas por donde ella pasaba.
Melusina, en forma de serpiente, fue hacia Lusignan volando por el aire, pero no tan alto como para que la gente del país no la pudiese ver bien, y podían oírla aún desde más lejos, pues iba haciendo tal dolor y tanto ruido que era horrible de ver y oír. Cuando llegó a Lusignan, dio vueltas alrededor de las tres torres, gritando muy lastimeramente, y lamentándose con voz femenina, por lo que los de la fortaleza y los de la ciudad estaban atemorizados, sin saber qué pensar, pues veían la figura de una serpiente con la voz de una dama. Después de dar tres vueltas, entró con tanta violencia en la torre pictavina que produjo un alboroto y un ruido tan grandes, que a los de dentro les pareció que toda la fortaleza caía a un abismo y que se removían las piedras de los cimientos. Poco tiempo después la perdieron de vista.
En seguida llegaron gentes enviadas por Remondín para saber noticias de ella: contaron cómo se había ido, y los otros les dijeron que había entrado allí y que habían tenido mucho miedo.
Cuando la noticia se extendió por el país, el pueblo llano empezó a hacer gran dolor: recordaban a Melusina muy piadosamente, pues les había dado muchos bienes. Y entonces empezaron a decir salmos y vigilias, y a celebrar aniversarios por ella en las abadías, prioratos e iglesias que había fundado. Todo el pueblo se lamentaba, los grandes y los pequeños, nobles y no nobles. Y Remondín ordenó que se hicieran devotas oraciones.
Entonces llegaron los nobles del país y le dijeron:
—Señor, es necesario que hagamos con vuestro hijo Eudes lo que ella nos encomendó.
—Hacedlo —contestó Remondín.
Apresaron a Eudes con buenas maneras y con buenas palabras, y lo llevaron a una bodega, pues, si se hubiera dado cuenta de lo que le querían hacer, no lo hubiesen conseguido sin penas ni peligros. Lo encerraron y lo ahogaron llenando la bodega con humo de heno mojado. Luego lo pusieron en unas parihuelas y lo llevaron a enterrar a Poitiers, a la abadía del Monasterio Nuevo, donde le hicieron ricas honras fúnebres, como le correspondía.
Remondín se fue de allí a Lusignan, con sus dos hijos Ramón y Thierry, y ordenó que nadie entrara jamás en el lugar donde él había perdido a su mujer. Melusina iba todos los días a visitar a sus hijos, y los mantenía junto al fuego, y les ayudaba con todo su poder; las nodrizas la veían, pero no se atrevían a decir nada. Ella los instruía y los dos niños crecían con tanto vigor que todos estaban maravillados. Cuando Remondín supo por las nodrizas que Melusina iba a visitar a sus hijos todas las tardes, se sintió muy aliviado en su dolor, por la esperanza que tenía de recuperarla y volverla a ver; pero era inútil pensarlo, pues jamás la volvería a tener ni la vena en forma femenina, aunque muchos la hayan visto luego. Remondín sentía un profundo dolor de corazón, tanto que, a partir de entonces, nadie lo vio reírse ni alegrarse. Odiaba mucho a Jofré el del Gran Diente, y si lo hubiera cogido cuando estaba encolerizado, habría hecho que lo destruyeran. Aquí la historia deja de hablar de Remondín y vuelve a hablar de Jofré y de cómo le fue su viaje.
Jofré emprendió el viaje a Northumberlandia con los embajadores y sus diez caballeros. Cuando los nobles del país supieron que llegaba, fueron a su encuentro y lo recibieron con gran solemnidad, diciéndole:
—Señor, debemos loar al dulce Jesucristo por tu llegada, pues sin ti no nos podríamos librar del extraordinario monstruo Grimalte, el gigante, por el que todo este país ha sido destruido.
—¿Y cómo podéis saber —les pregunta Jofré— que por mí podréis libraros de él?
—Señor —le contestaron—, los sabios astrólogos nos han dicho que el gigante no puede morir si no es por vuestra mano. Y estamos seguros de que Grimalte lo sabe; vos debéis ir contra él y decirle vuestro nombre, y sólo os tendréis que preocupar de que no se os escape.
—Por mi cabeza —dijo Jofré—, si es verdad lo que vuestros astrólogos os han dicho, no se me puede escapar; ahora conducidme al lugar donde puedo encontrarlo, pues tengo grandes deseos de verlo.
—De muy buen grado —le respondieron.
Entonces le presentaron a dos de los caballeros del país que lo acompañaron hasta el lugar, pero se dijeron el uno al otro en voz baja que no lo acercarían demasiado, pues no creían que Jofré pudiera conseguir la victoria. Jofré se despidió de los nobles y marchó con sus diez caballeros y con los otros dos; cabalgaron hasta llegar a la montaña de Brumbloremlión, y entonces le dijeron los guías a Jofré:
—Señor, ¿veis la montaña y el blanco sendero que se dirige en línea recta a ese árbol grande?
—Sí.
—Señor, ése es el camino recto, no podéis perderlo; bajo aquel alto árbol va a menudo a espiar a los que pasan. Ahora, si queréis, podéis ir; nosotros no vamos a avanzar más.
Jofré respondió:
—Si hubiese venido confiando en vuestra ayuda, me habría equivocado.
—Por mi padre —dijo uno—, tenéis razón.
Llegaron al pie de la montaña y Jofré descabalgó, se armó bien, con todas las armas, y volvió a montar; se colgó el escudo del cuello y tomó la lanza con la mano. Luego, les ruega a los dos caballeros que se queden hasta que vean en qué queda este asunto. Le contestaron que así lo harían.
En esta parte cuenta la historia que Jofré se despidió, se puso en marcha y empezó a subir la montaña, dirigiéndose hacia el árbol; pronto se dio cuenta de que el gigante estaba al pie del mismo. Tan pronto como el gigante lo vio se admiró de que un caballero solo tuviera el atrevimiento de ir por allí, y pensaba que iba para tratar algunos asuntos de tributos o de treguas. Entonces jura por su ley que de poco le valdrá. Se levanta de muy mala gana, toma con las manos una clava tan grande que le hubiera costado mucho esfuerzo levantarla a un fuerte villano. Baja un poco la montaña y le grita en voz alta.
—¿Quién eres, caballero, que tienes el atrevimiento de venir a mí? El que te ha traído hasta aquí no estima demasiado tu vida.
—Defiéndete —le grita Jofré—, te desafío.
Espolea el caballo, baja la lanza y golpea al gigante en medio del pecho con tanta fuerza que lo hace volar con las piernas hacia arriba; pasa de largo, vuelve un poco hacia atrás y descabalga temiendo que el gigante le matara el caballo; ata al animal por las riendas a un arbusto, desenvaina la espada y deja el escudo en el suelo, pues se da cuenta de que sería una locura esperar el golpe de la clava. El gigante le sale al encuentro, pero no lo ve, pues era tan pequeño en comparación con él que no podía divisarlo; entonces baja la cabeza y, al verlo, le dice:
—Dime, hombre de pequeña estatura, ¿quién eres tú, que tan valientemente me has abatido? Por Mahoma, ya nunca tendré honor.
—Soy Jofré el del Gran Diente —le responde—, hijo de Remondín, el señor de Lusignan.
Cuando el gigante lo oyó, se atemorizó mucho, pues sabía que no podía morir si no a sus manos. No obstante le respondió:
—Te conozco bastante, tú mataste el otro día a mi primo Gardón de Guerrandia. Cien mil diablos te han traído a este país.
—Es verdad —le contesta—, no me iré de aquí hasta que te haya arrebatado la vida del cuerpo.
Cuando el gigante lo oye, alza la clava e intenta golpearle en la cabeza, pero falla. Y Jofré le hiere con la espada en el hombro, pues no llega a la cabeza: le corta las mallas de la cota, y le introduce la hoja en la carne más de un palmo; la sangre le cae abundante, tanto que tenía todo el costado teñido hasta el talón. Cuando el gigante siente el golpe, le grita:
—Maldito sea el brazo que sabe golpear con tanta fuerza; y que el artesano que forjó esta pequeña espada sea colgado por la garganta, pues mi sangre nunca brotó por culpa de una espada, por buena que fuera.
Entonces alza la clava e intenta golpear a Jofré en la cabeza con toda su fuerza, pero volvió a fallar. Y habéis de saber que Jofré tuvo suerte, pues con la fuerza del golpe, la clava se hundió más de un pie en el suelo. Antes de que el gigante pudiera volver a intentar su golpe, Jofré le hirió en el costado, de modo que hizo que la clava le saltara de las manos, y cayera a gran distancia.
Grimalte se enrabió mucho al ver su clava tirada en el suelo de aquella manera, pero no se atrevía a agacharse para cogerla; entonces saltó sobre Jofré y le dio un puñetazo tan grande en el yelmo que lo dejó completamente aturdido, y a él se le hinchó y se le abotargó la mano por el gran golpe; entonces Jofré le hunde el filo de la espada en el muslo, cortándole medio palmo de pierna.
Cuando el gigante se da cuenta de esto, retrocede un poco hacia la montaña, y luego vuelve la espalda y huye; Jofré lo persigue con la espada en la mano; al llegar a la montaña, Grimalte encontró una cueva, y rápidamente se metió dentro; Jofré se quedó muy sorprendido de su repentina desaparición; se acercó a la cueva y metió la cabeza en ella, y le pareció que era la entrada de un camino; vuelve a su caballo, coge la lanza, monta y empieza a descender de la montaña, yendo hacia su gente y hacia los dos caballeros que se admiraron al verle volver sano y salvo. Y ya habían acudido muchos, que le preguntaban si había visto al gigante, y él les respondía que habían combatido y que el gigante había huido metiéndose en una cueva y desapareciendo, de modo que no supo qué le había pasado; le preguntaron si le había dicho su nombre, y Jofré respondió que así lo había hecho; le dijeron que era muy importante descubrírselo, pues sabía que debía morir a manos de Jofré.
—Pero no temáis —dijo Jofré—, porque sé bien la cueva en la que ha entrado. Mañana lo encontraré fácilmente.
Cuando lo oyeron, se alegraron mucho y dijeron que Jofré era el caballero más valiente del mundo.
Al día siguiente por la mañana, Jofré se armó, montó a caballo y cabalgó hasta llegar a la montaña; encontró la cueva y miró dentro, pero no vio nada más que un pozo.
—El gigante es más grande y más grueso que yo —pensó Jofré—, y si ha entrado por aquí, yo también podré hacerlo, ocurra lo que ocurra.
Entonces, deja correr la lanza hacia abajo, hasta que toca el suelo, la sujeta por el hierro, entra con los pies por delante en el agujero, y se deja deslizar por la lanza, y cuando llega al fondo, toma la lanza por la punta y se va por un estrecho sendero; a lo lejos ve una gran claridad, él se persigna y se dirige hacia allí.
Cuando llega al final, encuentra una rica cámara en la que había grandes candelabros de oro y muchas luces; y estaba todo tan claro que parecía que estuviera en pleno campo. En medio encontró una tumba muy rica, de oro y piedras preciosas, nunca había visto otra igual; sobre ella estaba la figura de un caballero, extraordinariamente grande, que llevaba una rica corona de oro y piedras preciosas; a los pies había una figura en alabastro que representaba una reina, estaba coronada ricamente y sujetaba una tablilla de oro en la que estaba escrito: «Aquí yace mi marido, el noble rey Elinás de Albión», y explicaba cómo y por qué había sido puesto allí; y cómo sus tres hijas, Melusina, Palestina y Melior, habían sido castigadas por haber encerrado a su padre, y cómo el gigante había sido el encargado de guardar el lugar hasta que fuera echado de allí por el heredero de una de sus tres hijas; y cómo no podría entrar nadie allí si no pertenecía a los de su linaje; y lo explicaba todo en detalle, tal como está escrito más arriba, en el capítulo del rey Elinás. Jofré vagó largo rato, atraído por el cartel y por la belleza del lugar, pero aún no sabía que él mismo pertenecía al linaje del rey Elinás y de Presina.
Mucho tiempo después se fue de allí, caminó por un lugar oscuro que daba en medio del campo; mira adelante y ve una gran torre cuadrada, bien fortificada y almenada. Se encamina hacia aquel lugar, y al llegar encuentra la puerta abierta y el puente bajado; entra en la sala, y allí ve una gran jaula de hierro, donde estaban encerrados unos cien hombres del país a los que el gigante tenía prisioneros. Cuando lo vieron se maravillaron mucho y le dijeron:
—Señor, por Dios, huid de aquí o sois hombre muerto, pues el gigante vendrá en seguida y os destruirá, aunque haya quinientos con vos.
—Buenos señores —responde—, he venido buscándolo. Sería una gran locura haber llegado hasta aquí para volverme tan deprisa. A estas palabras llegó Grimalte, que venía de dormir, y cuando vio a Jofré y lo reconoció, se dio cuenta de que su muerte se aproximaba, y tuvo mucho miedo. Entonces salta hacia una habitación que estaba abierta y cierra la puerta detrás de sí.
Jofré se enfadó mucho cuando vio que el gigante había entrado en la habitación, y que había cerrado la puerta. Entonces, fue corriendo hacia ella con gran ímpetu y la golpeó con el pie con tanta fuerza que la hizo volar hasta el medio de la habitación. El gigante salta fuera, pues no podía salir por ningún otro sitio; llevaba una gran maza y le dio a Jofré tal golpe sobre el yelmo que hizo que se tambaleara, pero aún tuvo fuerza para clavarle la espada en medio del pecho, metiéndosela hasta la empuñadura; el gigante soltó un grito horrible y cayó muerto.
Cuando los que estaban encerrados en la jaula de hierro lo vieron, gritaron en voz alta, diciendo:
—Noble hombre, bendita sea la hora en que naciste. Por Dios, sácanos de aquí. Has librado a este país de la mayor miseria.
Buscó las llaves hasta que las encontró, fue a la jaula y la abrió; los que estaban dentro salieron, se arrodillaron ante él y le preguntaron por dónde había venido, y él les contó la verdad.
—Desde hace cuatrocientos años —dijeron—, no se recuerda que nadie haya pasado por la cueva más que vos y los gigantes, que de padre a hijo han ido destruyendo este país; nosotros volveremos por otro camino.
Jofré les repartió toda la riqueza de la torre, dejándola vacía; luego, colocaron el cuerpo de Grimalte sobre un carro, a lo largo, y lo ataron bien para que no pudiera caerse; seis bueyes tiraban de él. Después incendiaron la torre, y acompañaron a Jofré hasta su caballo; montó y descendieron por el valle con toda la riqueza cargada, cada cual con su parte. Caminaron hasta que encontraron a los caballeros de Jofré y a otros muchos, nobles y no nobles, que lo festejaban y honraban, y querían hacerle grandes presentes, pero él no acepta nada, sino que se despide y se separa de ellos, que llevan al gigante por todas las buenas ciudades del país, admirándose la gente de que un solo hombre se atreviera a luchar con tal Satanás, y consideran que ha sido de gran valentía.
Y aquí la historia deja de hablar de ellos y habla de Jofré, que volvió a Montjouet, en Guerrandia, donde los del país le festejaron mucho.
Por aquel entonces había llegado Ramón, su hermano, para informarle del enfado que su padre tenía con él, y se lo contó todo, desde el principio hasta el final, cómo se había marchado su madre, y cómo ella había dicho al marchar que era hija del rey Elinás de Albión. Cuando Jofré oyó estas palabras se acordó del cartel que había encontrado en la tumba del rey Elinás, y entonces supo con toda claridad que él y sus hermanos eran de su linaje, y se puso muy contento; pero se entristeció con la pérdida de su madre y con el dolor de su padre, y supo que la primera razón de esta desgracia había sido movida por el conde de Forez, su tío, y juró por la Trinidad que se lo haría pagar. Entonces mandó a su hermano que montara con los diez caballeros, y se fueron cabalgando a Forez. Tuvo noticias de que el conde, su tío, estaba en una fortaleza situada sobre una alta roca, y se dirigió a aquella parte. Ese castillo se llamaba Jalensi, y ahora se llama Castillo de San Marcelino.
Al llegar, descabalgó y subió a la sala, y allí se encontró al conde acompañado por sus nobles, y entonces grita:
—¡A muerte, falso, traidor! Por vuestra culpa hemos perdido a nuestra madre.
Desenvaina la espada y va hacia el conde, y éste que conocía su fiereza, mira la puerta de la torre mayor y huye por allí. Jofré sale, persiguiéndolo de piso en piso hacia el último, cerca del tejado. El conde ve una ventana que salía al tejado, se sube a ella y Jofré lo sigue con la espada desenvainada e intenta herirle, pero el conde, que temía mucho la muerte, salta a una pequeña garita que había cerca, pero le falló el pie y se despeñó; murió, completamente destrozado, antes de llegar abajo. Jofré lo mira desde arriba y lo ve despedazado, pero sabed que no sintió lástima por él, sino que dijo:
—Falso y traidor, por tu charlatanería he perdido a mi madre. Ahora has pagado por ello.
Luego, bajó de la torre; entre todos los hombres del conde no hubo ninguno tan valiente que se atreviera a levantar la mirada; entonces les ordenó que enterraran a su tío, con las exequias que le correspondían. Después, Jofré contó a los nobles del país por qué lo había hecho morir, y se tranquilizaron un poco, pues vieron que el conde había cometido una falta muy grave. Jofré les mandó que rindieran homenaje a Ramón, su hermano, que se convirtió en conde de Forez. Y aquí la historia deja de hablar de él y habla de Remondín, su padre.
Todo esto se lo contaron a Remondín, que se puso muy triste, pero el dolor se le pasó muy pronto porque su hermano le había impulsado a la acción que le hizo perder a su mujer. Entonces se dijo a sí mismo:
—Lo que ya está hecho no puede ser de otra manera; tengo que apaciguar a Jofré antes de que cause más daño.
Entonces le mandó recado mediante Thierry, para que acudiera a Lusignan, y así lo hizo; cuando vio a su padre, se lanzó al suelo de rodillas implorando gracia y le dijo:
—Querido padre, perdonadme y contened vuestra ira; os juro que haré reconstruir la abadía más bella y más rica de lo que fue, y haré que den rentas para veinte monjes más de los que había.
—Todo esto —respondió Remondín— se puede hacer, pero a los muertos no podéis devolverles la vida; ahora ya no puede ser de otro modo. Jofré, me voy a ir a una peregrinación que prometí hace mucho tiempo. Os dejaré el gobierno de mi tierra, y si no vuelvo, porque Dios haga su voluntad conmigo, quedaos con el reino; quiero que mantengáis lo que ordenó vuestra madre; ella dio a Thierry, vuestro hermano, Partenay, Vouvent, Mervent y todas las provincias hasta La Rochelle, el castillo del Aguilucho, y todo lo demás: desde aquí le nombro heredero.
—Mi señor —le contesta—, como queráis.
Entonces Remondín preparó todo lo necesario; reunió numerosos caballeros, escuderos y capellanes, clérigos y gentes de todos los oficios, y se llevó gran cantidad de oro y plata, y luego se puso en camino. Jofré y Thierry le acompañaron largo trecho, y mientras cabalgaban, contó cómo había encontrado en la montaña de Brumbloremlión la tumba del rey Elinás, asentada sobre seis columnas de oro puro; describió la riqueza del lugar y la estatua de la reina Presina, que era de alabastro y que estaba colocada sobre una columna a los pies del rey; explicó el cartel que ésta sujetaba y lo que decía: cómo sus tres hijas —una de las cuales era Melusina— estaban predestinadas, y toda la historia, tal como sucedió y que ya he mencionado al principio de esta historia. Y sabed que Remondín la escuchó con gusto, y le entretuvo mucho, pues Jofré le afirmaba que su madre fue hija del rey Elinás y de Presina. Entonces Remondín despidió a sus hijos, que se fueron muy afligidos, y volvieron a Lusignan. Remondín tomó el camino de Roma, pero antes le entregó a Thierry el anillo que Melusina le había dado al marchar.
Cabalgó con su mesnada hasta que llegó a las montañas de Montjouet, y las atravesó, pasó por Lombardía y un día por la tarde llegó a Roma, al Prado de Nerón. Al día siguiente por la mañana, fue a San Pedro y se encontró con el Papa Benedicto, que era el que reinaba por aquel entonces; y se dirigió a él; éste lo recibió con humildad cuando oyó quién era. Remondín se confesó, lo mejor que pudo; por el perjurio cometido contra su mujer, el Papa le impuso tal penitencia que se quedó tranquilo; comieron juntos aquel día. Al día siguiente, fue a visitar los santos lugares de Roma, y estuvo una semana antes de haberlo visto todo suficientemente; entonces se despidió del Santo Padre, diciéndole:
—No puedo por menos que pensar en mí, que jamás he de tener alegría en el corazón si me voy a mi país a pasar el resto de la vida; así pues, tengo la intención de hacerme ermitaño.
—Remondín —le pregunta—, ¿dónde tenéis intención de ir? —Padre, he oído decir que hay un lugar muy santo y devoto en Montserrat, en Aragón.
—Buen hijo, así lo llaman.
—Padre, tengo intención y deseo de ir allí a hacerme ermitaño, si a Dios place, y le pediré a Dios que alivie la penitencia a mi mujer.
—Id ahora con el Espíritu Santo —dijo el Papa—, y os pongo por penitencia que todo cuanto hagáis sea con buena intención.
Remondín se inclina y le besa el pie, y el Papa le da su bendición. Después, Remondín se marcha a su alojamiento y manda en seguida cargar los animales, y todo el equipaje. No quiero hacer mención a sus descansos ni a sus paradas, ni a su camino, pero cuando llegaron a Tolosa, se despidió de todos menos de su capellán y de un clérigo, y les pagó el salario con generosidad; escribió cartas y las selló, enviándoselas a Jofré y a los nobles del país, ordenando que hicieran homenaje a su hijo, y también que los nobles debían aceptarlo como señor. Se despidieron haciendo gran duelo, pues no les quiso decir qué camino iba a tomar. Marchó con mucho haber, y caminó hasta llegar a Narbona.
Cuando Remondín llegó a esta ciudad, mandó que hicieran ropas de ermitaño, abundantes y sencillas, para él, para su capellán y también para su clérigo. Luego marchó de allí y fue por Salces, al pie del castillo, y llegó a Perpiñán, donde pasó la noche; al día siguiente atravesó Le Boulou, pasó a Le Perthus y llegó a comer a Figueras, y a dormir a Gerona. Luego, llegó a Barcelona, y se albergó en una buena hostelería; allí estuvo tres días visitando la ciudad que le pareció muy hermosa. Al cuarto día, marchó a la villa de Montserrat, visitó la iglesia y el lugar, que le pareció muy santo, oyó el servicio divino con devoción, aunque aún vestía sus ropas mundanas.
Entonces los encargados de alojar a los peregrinos le preguntaron si quena quedarse aquel día, y les respondió que sí; guardaron los caballos, y a él y a su gente les dieron una bella y buena estancia. Remondín fue a visitar las ermitas, pero sólo llegó hasta la quinta, pues la roca era tan alta que no continuó el viaje; en la tercera no había ermitaño, pues había muerto recientemente: era costumbre que, si en un término fijado, no venía nadie que quisiera ser ermitaño y ocupaba el lugar, el más cercano por abajo tenía que ocuparlo, y el de debajo pasaba a su ermita, y así quedaba libre el lugar que estaba más cercano de la tierra, hasta que alguien con devoción iba a ocuparlo. La razón de estos cambios es que el primero sube los víveres para los otros siete y toma su provisión para el día, y luego los recoge el siguiente por arriba, los sube del mismo modo, y así sucesivamente.
Tanto preguntó Remondín por su forma de vida, que la devoción iba en aumento. Entonces, se despidió del ermitaño, y bajó, y preguntó por el prior de la abadía. Le dijeron que estaba en la villa de abajo, que se llama Collbató. Les rogó que le llevaran allí, y le respondieron que lo harían con gusto. Dejó a su gente y marchó con un criado, descendieron por las escaleras de la roca, que era escarpada y abrupta, y llegaron a donde estaba el prior, que los recibió con muy buena cara. Remondín le dijo cuáles eran sus deseos y que quena hacerse ermitaño, ya que le agradaba el lugar, que la iglesia no se vería perjudicada con ello. El prior, que lo veía como hombre de buena intención y que parecía ser de alta posición, estuvo de acuerdo, y consintió en que ocupara el lugar del cuarto ermitaño, con gran alegría para Remondín, que alabó a Jesucristo. Así pasó la noche con el prior; por la mañana volvieron a subir las escaleras, y llegaron a la abadía; Remondín dejó las ropas mundanas y tomó las del ermitaño, de las que tenía cinco o seis pares. Entonces oficiaron el servicio divino, y Remondín ofreció al empezar muchas ricas joyas de oro con valiosa pedrería. Después del servicio, fueron a comer; el nuevo ermitaño ordenó que subieran la comida a sus hermanos, y les hizo saber su llegada, por lo que alabaron a Dios, y le rogaron devotamente que Él le mantuviera la vocación. Así se quedó Remondín en la abadía, y al día siguiente, después de misa, fue acompañado al pie de la roca en la que estaban las moradas. Se despidió y subió a su ermita, a la que iba su capellán todos los días a decir misa, y el clérigo le ayudaba a decir las horas; Remondín llevó así una vida muy santa. Por todo el reino de Aragón, por Cataluña y por el Languedoc se extendió la noticia de que había llegado un noble extranjero a Montserrat para hacerse ermitaño, pero no se sabía de qué país ni de qué lugar era, y él no lo quería decir; y fueron a visitarle muchos nobles. El rey de Aragón, los condes y los nobles preguntaban sobre su existencia, pero nunca pudieron saber nada de él.
Ahora la historia deja de hablar de Remondín y habla de su gente, de lo que hicieron al marchar de Tolosa.
Cabalgaron por la Guyena hasta que llegaron a Poitou y a Lusignan, donde encontraron a Jofré y a muchos nobles; los saludaron a todos de parte de su padre y luego les entregaron las cartas; después de leerlas y enterarse del contenido, le dijeron a Jofré:
—Señor, ya que vuestro padre no quiere gobernarnos y nos ordena que os rindamos homenaje, estamos dispuestos a hacerlo.
—Buenos señores —dijo Jofré—, muchas gracias. Estoy listo para recibirlo.
Y así le rindieron homenaje. La noticia de que Remondín se había ido de su tierra por el gran dolor que había tenido con la pérdida de su mujer, se extendió rápidamente, y daba mucha lástima ver y oír el gran dolor que mostraban al recordar a su señor y a su dama. Los súbditos temían mucho a Jofré por su fiereza, pero temían en vano, pues les había de gobernar justa y dulcemente.
Aquí dejaré de hablar de ellos y hablaré de Jofré, que estaba muy angustiado de pensar que por su pecado había perdido a su madre y a su padre, pues los que habían vuelto no le supieron decir dónde había ido, ni a qué región, y por eso le remordía la conciencia, y recordaba a menudo cómo había quemado a los monjes de Maillezais, al abad y a su hermano Fromonte, sin razón alguna, y que por este pecado había perdido a su madre. Luego, se acordaba del conde de Forez, su tío, al que hizo saltar desde la gran torre del Castillo de San Marcelino, haciéndole perecer. Y entonces empezó a pensar mucho en sus pecados, y se decía que, si Dios no tenía piedad de él, su alma se vería en gran peligro y en vías de condenarse; entró en una habitación y empezó a hacer gran dolor por sus pecados, y le entraron deseos de ir a Roma a confesarse con el Santo Padre.
Entonces envió a buscar a Thierry a Partenay, para que fuera a hablar con él, pues le amaba mucho. Cuando su hermano escuchó la orden, montó a caballo, y fue a Lusignan, donde Jofré lo recibió con gran alegría, y le dijo que iba a dejar el país bajo su guardia y gobierno, pues quería ir a Roma a confesar sus pecados al Santo Padre, y que no cejaría hasta encontrar a Remondín, si lo podía hacer buenamente. Entonces Thierry le ruega que le deje ir con él, y Jofré le responde que no sería bueno que los dos abandonaran el país, y que convenía que él se quedara. Y así se hizo. Jofré marchó con buen acompañamiento, y con abundantes bienes y muchas riquezas, y se llevó consigo un criado que había estado en Roña y había vuelto hasta Tolosa con su padre, y le pidió que lo llevara por todo el recorrido que Remondín había hecho y que lo alojara en las mismas hospederías en que su padre se había alojado.
Jofré marchó de Lusignan, caminó durante días hasta que llegó a Roma, y fue a ver al Santo Padre, que lo acogió con muy buen semblante cuando supo quién era. Entonces, se confesó muy devotamente de todo lo que se pudo acordar, y el Papa le impuso reconstruir la abadía de Maillezais, dar rentas para ciento veinte monjes, y muchas otras penitencias de las que por ahora me callaré. Después, le dijo al Papa que quería ir a buscar a su padre, y éste le respondió que lo encontraría en Montserrat, en Aragón, pues le había dicho al marchar que iba allí para hacerse ermitaño. Jofré se despidió del Santo Padre, le besó el pie y el Papa le dio su bendición.
Jofré se marchó de Roma con su mesnada y caminaron hasta Tolosa; se alojó en el lugar en el que había estado su padre; su criado preguntó en la hostería si sabían dónde había ido Remondín al marcharse de allí; le respondieron que había tomado el camino de Narbona, pero que no sabían por dónde siguió después.
—Ése es el camino más corto para ir a Aragón, y ya que mi padre fue por allí, iremos nosotros también.
Al día siguiente, por la mañana, fueron a Narbona, y se alojaron en el mismo lugar en el que se alojó Remondín. El criado preguntó hasta que supo que Remondín se había alojado allí y que había mandado que le hicieran ropas de ermitaño. Entonces se lo dijo a Jofré, que al día siguiente se puso en marcha y llegó primero a Perpiñán, y luego a Barcelona, desde donde fue al Montserrat. Cuando llegó a la abadía, envió sus caballos a Collbató y entró en la iglesia.
Entonces, el criado vio por la luz de las lámparas al capellán de Remondín, y se lo dijo a Jofré, que se alegró mucho, y fue a buscarlo y lo saludó. Cuando el capellán vio a Jofré, se arrodilló delante de él y le dijo:
—Querido señor, sed bienvenido.
Y le contó la buena vida que llevaba Remondín, y que todos los días se confesaba y recibía a su Creador, y no comía nada que hubiese sido muerto. Jofré le pregunta dónde está su padre, y él le responde:
—Allí arriba, en aquella ermita; en la cuarta de las siete que hay; pero, mi señor, hoy ya no podéis hablar con él, hablad mañana.
—Esto me disgusta —dijo Jofré—, pero ya que es necesario que así sea, hay que hacerlo.
—Señor —dijo el capellán— oíd misa en el altar mayor, que ya está preparado; en seguida ordenaré a vuestra gente que os preparen la habitación, y luego mandaré hacer la comida.
—Estoy de acuerdo —dijo Jofré.
Mientras, el capellán lo deja para que vaya a oír misa, con diez de sus caballeros y con treinta escuderos que llevaba consigo. Los monjes se acercaron al capellán y le preguntaron:
—¿Quién es ese diablo del Gran Diente? Parece muy cruel, ¿de qué lo conocéis? ¿Es de vuestro país?
—Sí —les contesta—, es Jofré de Lusignan, uno de los mejores y más nobles caballeros del mundo. Sabed que tiene una tierra muy bella y muy rica.
—Hemos oído hablar de él —dijeron—. ¿No es él el que mató al gigante de Guerrandia y al otro gigante de Northumberlandia, el que quemó la abadía, a los monjes y al abad de Maillezais, porque su hermano había entrado en la orden sin su permiso?
—Sí —respondió— es él mismo.
—No me creáis nunca más —dijo uno de los monjes— si no ha venido aquí para hacernos alguna mala pasada. Me esconderé en un lugar en el que no pueda encontrarme.
—No —les contestó—, sabed que no os hará ningún mal, y todos vais a estar muy contentos con su llegada, pues tiene aquí a alguien a quien ama sobre todas las personas del mundo.
Y así se tranquilizaron un poco los monjes, y cuando lo supieron en el convento, iban y venían limpiándolo todo y disponiéndolo todo tan ricamente como podían, como si Dios hubiese bajado. Enviaron a buscar al prior, que estaba en Collbató, para que subiera, y le dijeron que Jofré el del Gran Diente había llegado como peregrino con muy gran compañía.
Entonces, subió el prior por las escaleras rápidamente, fue a la iglesia, y encontró a Jofré en el coro, que acababa de oír misa. El prior le hizo la reverencia muy cortésmente y le dijo que la iglesia y todos los monjes estaban a su disposición.
—Señor prior —contestó Jofré—, muchas gracias. Sabed que me gusta mucho este lugar, y no sufrirá ningún daño ni por mí, ni por los míos, si Dios quiere.
—Señor —dijo el prior—, Dios os lo agradezca.
Entonces llegó el capellán y le dijo a Jofré:
—Señor, ya está todo dispuesto, vayamos a comer cuando os plazca.
Jofré tomó al prior por la mano y subieron a comer con él, se lavaron, se sentaron a comer y luego dieron las gracias; conversaron mucho rato y así pasaron el tiempo hasta el día siguiente.
Por la mañana, cuando Jofré se levantó, encontró al capellán de su padre que lo esperaba con el prior, y lo llevaron a oír misa; después, lo acompañaron hasta la roca; el capellán iba delante y empezó a subir. Jofré se despidió del prior, que no pensaba que fuera por otra cosa sino para ver las ermitas, pues no sabía que su padre estuviera allí. Jofré subió detrás del capellán: cuando llevaban subidos unos veinte pasos, tuvieron que subir por otro lado, cambiando de dirección cada veinte pasos. De este modo subieron hasta que llegaron a la tercera ermita, que estaba a más de ochenta pasos de alto.
El clérigo estaba delante de la ermita de Remondín, esperando al capellán; vio venir a Jofré detrás del cura y lo reconoció, pues lo había visto otras veces. Entonces entró en la habitación y le dijo a Remondín:
—Señor, ved a vuestro hijo Jofré que viene con el capellán.
—Dios ha tomado parte en esto —dijo contento—, que sea muy bienvenido.
Llega el capellán y le saluda; Remondín ordena que le diga a Jofré que no puede hablar con él hasta después de oír misa, y éste accede.
El ermitaño se confiesa, oye misa y recibe el Cuerpo de Cristo. Y, mientras, Jofré miraba hacia arriba, los grandes riscos, altos y escarpados, y ve las otras tres ermitas que hay por encima de él, y la capilla de San Miguel, que es la quinta. Luego, mira hacia abajo, y se admira de que alguien se atreviera por primera vez a habitar allí: parecía que tanto la iglesia como la abadía no eran más que pequeños sellos. Entonces, el capellán lo llamó y Jofré entró. Al ver a su padre, se arrodilla y lo saluda muy dulcemente. Remondín corre a abrazarle y le besa levantándolo. Se sentaron en un escaño bajo ante el altar. Allí Jofré le contó cómo había ido a Roma, cómo se confesó con el Papa, y cómo éste le dijo que encontraría a Remondín en Montserrat. Y se dijeron muchas cosas uno a otro; y Jofré le rogó que dejara la ermita y que volviera a su tierra.
—Buen hijo —dijo Remondín—, no lo puedo hacer, pues quiero expiar aquí mi vida, y rogar a Dios por tu madre y por mí; y también quiero hacer penitencia para que Dios te perdone.
Así pasó Jofré todo aquel día; al día siguiente, por la mañana, Remondín oyó misa e hizo todo lo que tenía por costumbre; luego, le dijo a Jofré:
—Buen hijo, tienes que volver a tu país; saluda de mi parte a mis nobles y a mis hijos.
Jofré se despidió de su padre llorando y bajó de la montaña a su pesar; fue a la abadía, donde el prior le dio la bienvenida, maravillado de que hubiese estado tanto tiempo allí arriba.
La historia nos cuenta que Jofré dio gran cantidad de ricos dones y bellas joyas a la iglesia; luego se despidió del prior y de los monjes, aunque el prior le acompañó hasta Collbató y comió con Jofré, que le dijo en confesión que Remondín era su padre, que cuidara de él, pues la Iglesia saldría beneficiada, y que una vez al año iría a verlo mientras viviese. Entonces el prior le respondió que no tenía que preocuparse, pues cumpliría con su deber.
Se despidió y pasó la noche en Barcelona, y volvió a hacer el camino que antes había recorrido hasta que llegó a Lusignan, donde Thierry y los nobles lo recibieron con gran alegría y estuvieron muy contentos con su llegada. Jofré le contó a su hermano toda la verdad acerca de su padre, y Thierry, que lo amaba mucho, lloró muy tiernamente. Entonces le dijo Jofré:
—Bien, mi muy dulce hermano, aún tenéis que quedaros aquí un poco más, pues sabed que quiero ir a ver a nuestros dos hermanos a Alemania, al rey Reinaldo de Bohemia y al duque Antonio de Luxemburgo, pero iré con soldados, pues hay malas gentes en esas tierras, que roban a los viajeros.
—Buen hermano, actuaréis prudentemente, pero os ruego que dejemos el país bajo el gobierno de los nobles; llevaremos quinientos hombres armados con yelmo, pues he oído noticias de que hay guerra entre los de Alsacia y los de Austria.
—Tenéis razón —dijo Jofré—, por ventura bien podría ser que Antonio estuviera mezclado en ello.
Y mientras preparaban todo esto, Eudes, el conde de la Marche, llegó con sesenta hombres, pues en aquellos días había guerreado con el conde de Vendóme; y Ramón, conde de Forez, su hermano, llegó aquel mismo día. La fiesta fue muy grande cuando los hermanos se encontraron y todos estaban muy contentos de oír noticias de su padre, y dijeron que irían a verlo todos juntos.
Jofré ordenó reconstruir la abadía de Maillezais, indicando de dónde debían tomar el dinero para pagar a los obreros; luego, dejó un buen gobernante en el país, y Thierry otro en el suyo. Y cuando Eudes y Ramón vieron que sus hermanos se ponían en camino para ir a Alemania a ver a sus otros hermanos, dijeron que ellos también irían y mandaron a buscar gente con sus respectivas tierras para que fueran por delante a Bonneval. Los hermanos juntaron dos mil hombres armados y mil ballesteros. Cuando el conde de Vendóme lo supo, pensó que iban a quitarle la tierra, y que Eudes, se había quejado a ellos; temía tanto a Jofré que fue a Bonneval a rendirse a la gracia del conde Eudes, que le perdonó su falta, y él le rindió homenaje de la tierra por la que había empezado el litigio.
Aquí la historia nos cuenta que los hermanos marcharon de Bonneval y fueron a Champaña; aquella noche acamparon a orillas del río Mosa, al pie de una fortaleza que era llamada Castillo de Dun, que estaba asentada sobre una escarpada montaña.
Ahora os dejaré de hablar de ellos un poco y os hablaré del rey de Alsacia, que estaba en guerra con el conde de Friburgo y con el duque de Austria, que le habían causado muchas pérdidas, y le habían asediado en una fortaleza suya llamada Porrentruy, situada a cuatro leguas de Basilea. El rey de Alsacia había mandado buscar a su sobrino Reinaldo de Bohemia, y le había pedido ayuda al duque Antonio de Luxemburgo, para que le auxiliaran contra los enemigos.
Por aquel entonces, el rey de Bohemia llegó a Luxemburgo con tres mil hombres, y con la reina Aiglantina, su mujer, y su hijo Olifarte. La alegría fue muy grande cuando los hermanos se vieron: Antonio les hizo una gran acogida. La duquesa Cristina salió a su encuentro con sus dos hijos, Beltrán y Lohier, el menor. Entraron en la ciudad y fueron al castillo; los de Bohemia se alojaron en la pradera, en tiendas y pabellones.
Entonces llegaron dos caballeros pictavinos que habían estado con el rey Reinaldo y con Antonio en la conquista de sus países; cuando vieron la hueste de los de Bohemia por un lado, y por otra parte la gente del duque Antonio, quedaron estupefactos, preguntándose qué podía ser aquello; preguntaron si estaban asediando la villa, y les contestaron que no. Entonces, los dos caballeros avanzaron más, fueron al castillo, descabalgaron y subieron a la sala; allí fueron reconocidos por todos y se les recibió con gran alegría; saludaron a los dos hermanos de parte de Jofré, y de los otros tres hijos de Melusina.
Cuando Reinaldo y Antonio oyeron las noticias, tuvieron gran alegría y les preguntaron si estaban cerca, y ellos les respondieron:
—Sí, están a una legua de aquí con dos mil hombres armados y mil ballesteros, y vienen a veros.
—Antonio, buen hermano —dijo el rey Reinaldo—, ved aquí a tan graciosa y bella compañía venir con sus amigos; al menos no vienen desguarnecidos.
—¡A caballo, a caballo! —grita Antonio—, haced preparar en seguida toda la ciudad.
Los dos hermanos montaron a caballo con muy buena compañía de caballeros y escuderos, y con los dos pictavinos, y salieron al encuentro de sus hermanos; las damas se van a sus habitaciones para engalanarse.
En esta parte cuenta la historia que Antonio y el rey Reinaldo cabalgaron hasta que vieron a los primeros; y preguntaron dónde estaban los cuatro hermanos, y les respondieron:
—Allí, bajo aquel estandarte azur y oro.
Jofré iba montado en un alto corcel gris, y sus tres hermanos detrás de él, cada uno en un gran caballo, con el bastón en la mano, completamente armados a excepción del yelmo; cuando supieron que llegaban sus dos hermanos hicieron dejar sitio para ellos, y no permitieron que nadie se les aproximara más de cuatro lanzas; había gente delante y detrás que mantenían a los demás en orden. La alegría fue muy grande cuando los dos hermanos se encontraron; se pusieron en camino todos juntos, de dos en dos, los mayores delante, seguidos por Reinaldo y Jofré, y Ramón y Thierry; detrás, toda la hueste con la bandera desplegada. Se dirigieron a Luxemburgo, que ya estaba toda engalanada, con los barrios bien adornados, los burgueses muy bien ataviados estaban en las ventanas, y las damas del castillo muy noblemente vestidas. Todos tenían muchas ganas de ver a los hermanos, especialmente a Jofré, por las proezas que se contaban de él.
Muy grande fue el ruido ante Luxemburgo al plantar las tiendas y pabellones. La gente, nobles o no, se maravillaban de la fiereza y del gran porte de Jofré y de Antonio, y decían todos que estos dos hombres eran capaces de desbaratar un ejército. Llegaron al castillo y allí descabalgaron. La reina y la duquesa iban cogidas de la mano, y sus hijos detrás de ellas, y fueron a hacer la reverencia a los hermanos. Allí hubo gran alegría; pusieron las mesas para comer, se lavaron y se sentaron a la mesa, y fueron servidos muy noblemente. Después de comer, Jofré les contó la aventura del rey Elinás, del que todos descendían, de lo cual estaban muy contentos, y luego les habló de la marcha de su padre, y del lugar en el que estaba, pues los demás ya lo conocían. Entonces el rey Reinaldo le contó a Jofré y a sus otros hermanos cómo él y Antonio iban a socorrer al rey de Alsacia, que estaba asediado por el duque de Austria, el conde de Friburgo, el conde de Savernia y diez condes más de Alemania, del otro lado del Rin.
—Señores y hermanos míos —dijo Jofré—, no hemos venido sólo para veros y reposar, ahora que tenéis tanto trabajo entre manos; y si lo hubiéramos sabido antes de salir de Lusignan, entre los cuatro, hubiéramos traído bastante gente, ya que ahora no somos muchos; pero, buenos señores, no estemos aquí demasiado tiempo, vayamos ahora contra nuestros enemigos.
Entonces se pone en pie, y se despide de sus dos hermanas y de sus sobrinos diciendo:
—Buenos señores, no debe dejarse para mañana lo que puede hacerse esta tarde.
Entonces Jofré, Eudes, Ramón y Thierry salen de la sala, acompañados por sus hermanos, los nobles y las damas. Se despiden y montan, pero no permitieron que les acompañaran el rey Reinaldo ni el duque Antonio, sino que Jofré les dijo:
—Antes, despedíos de vuestras esposas y de vuestra gente, y preparad lo que haga falta. Yo me voy a mi alojamiento con mis tres hermanos, para disponer a nuestra gente y para conseguir guías que conozcan el país, pues nosotros formaremos la vanguardia.
Ellos se vuelven, y se dicen uno a otro:
—Este hombre no puede durar mucho, pues no teme nada; aconsejarle no sirve para nada, pues hace ya tiempo que me habían advertido —añade Antonio— que sólo quiere hacer su propia voluntad. Urién y Guyón me dijeron cómo se comportaba en tierras de Siria y en el mar: si veía doscientos mil hombres, atacaba, aunque él no tuviera más que diez mil.
—Hermano mío —le contesta Reinaldo— será necesario que estemos atentos, vigilándolo de cerca; no hay que tomárselo a mal, pues se siente fuerte, es valiente, y ataca sin cobardía; eso es bueno, y lo que se emprende con valor y rápidamente, ya está medio ganado.
Entonces dejan de hablar. Por la noche se despidieron de sus mujeres, y dejaron buenos gobernantes. Jofré se preparó por su parte y se proveyó de lo que le hacía falta, consiguió buenos guías, y se informó acerca de sus enemigos, y de los vados por donde podían pasar el río; y ya que no podían pasar ni por Friburgo, ni por Basilea, pensaba que si encontraban en un lugar para vadear, derrotarían fácilmente a sus enemigos.
Al día siguiente por la mañana, Jofré ordenó que tocaran las trompetas, hizo cantar misa, mandó que se armara toda su gente y se puso en camino en buen orden de batalla. Sus dos hermanos salieron de la ciudad y mandaron que la hueste levantara el campo. Allí podíais ver seis banderas de Lusignan al viento. Bien se debe resaltar este encuentro, que les sería favorable. Caminaron tanto con su ejército que atravesaron Lorena y entraron en los llanos de Alsacia. Por la tarde, acamparon a orillas de un río, a seis leguas de la hueste enemiga y a cinco de Friburgo. Jofré llamó a sus hermanos y les dijo:
—No debemos atacar a esta gente sin desafiarles. Es necesario que les enviemos aviso de que se protejan de nosotros.
Responden que tiene razón, y mandan hacer unas cartas que decían: «A vos, duque de Austria, y a vos, conde de Friburgo, y a todos vuestros aliados, nosotros Reinaldo de Lusignan, rey de Bohemia, Antonio de Lusignan, duque de Luxemburgo, Eudes de Lusignan, conde de La Marche, Jofré de Lusignan, Ramón de Lusignan, conde de Forez, y Thierry de Lusignan, señor de Partenay, os mandamos aviso para que, tan pronto como lleguen estas cartas, os guardéis de nosotros, pues os llevaremos la desgracia, en cuanto podamos, por la falta que habéis cometido contra nuestro querido y bien estimado tío, el rey de Alsacia».
En esta carta de batalla pusieron sus seis sellos; y se la entregaron a un heraldo, que cabalgó hasta llegar al lugar del asedio, se la presentó al duque, y el desafío fue leído en la audiencia.
—¿Cómo —decían los alemanes—, es que el diablo ha traído a tantos desde Lusignan a este país? No se habla más que de ellos entre los sarracenos y los cristianos.
El heraldo volvió con nuestra gente y les contó cómo los de la hueste enemiga se quedaron sorprendidos de que tantos de Lusignan hubieran ido a aquellas tierras, y Jofré responde:
—Han oído hablar de nosotros, pero nos verán más cerca tan pronto como podamos, y ello le gustará a Dios.
Por la noche descansó la hueste, pero Jofré dijo a sus tres hermanos que prepararan la vanguardia, pues él tenía un poco que hacer.
—Por Dios —le advirtieron—, guardaos bien de lo que vais a hacer y de dónde vais.
—No temáis —les contestó—, me guardaré bien, si Dios quiere.
Jofré se marchó con quinientos hombres armados y cien ballesteros, y tomó dos buenos guías que conocían bien el territorio, y que lo condujeron a Friburgo, donde se ocultó entre las hayas al empezar el día, y allí esperó los acontecimientos.
Poco antes de salir el sol, Jofré subió a una colina, armado con cofia pero sin yelmo, y con la compañía de diez caballeros en los que confiaba mucho; llevaban diez sacos llenos de heno, con botas altas y espuelas, como si fueran criados gordos. Tenía también un escudero del ducado de Luxemburgo que hablaba bien el alemán; les había ordenado a unos que estuviesen preparados por si iba a buscarlos y a los otros que estuvieran atentos y si veían que se dirigía a la puerta, que lo siguieran a galope tendido. Y ellos le dijeron que así lo harían.
Un poco después de salir el sol, se abrieron la barrera, el puente y la puerta, y salió gran cantidad de animales. Cuando Jofré lo vio, volvió e hizo que montaran sus diez caballos; cada uno llevaba un saco —Jofré también— sobre el arzón de la silla y abundantes trapos viejos. El escudero que conocía la lengua se puso al frente, y Jofré lo seguía inclinado sobre su fardo. Entonces llegan a la barrera, y el escudero grita:
—Abrid, abrid, tenemos tanto sueño que no podemos resistir mucho, pues no hemos parado de cabalgar en toda la noche.
Los de dentro les abrieron y les preguntaron qué llevaban.
—Es ropa que hemos ganado y venimos a venderla, dijo el escudero.
Los dejaron pasar: se suben al puente y entran por la puerta. Entonces, tiraron los sacos y desenvainaron las espadas, matando a los guardias y a los porteros.
Cuando los de la emboscada vieron que ya estaban dentro, espolearon los caballos y entraron sin dificultades en la ciudad. Allí empezaron a gritar unos: «¡Traición, traición!», y otros: «La ciudad ha sido ganada».
En fin, a todos cuantos encontraron Jofré y sus hombres, los mataron, aunque muchos huyeron. Jofré hizo que guardaran el puente del río cuatrocientos caballeros y cien ballesteros; luego, se puso en camino hacia el ejército, y se encontró que habían levantado el campo, pues sus hermanos temían por él. Cuando lo vieron, se pusieron muy contentos, él les contó su aventura y cómo había conquistado el paso necesario para ir a Austria. Ellos se pusieron muy contentos y aquella noche acamparon todos juntos, y durmieron completamente armados, pues estaban a una legua de la hueste enemiga. La misma noche llegaron noticias a los enemigos de que Friburgo había sido tomada, por lo que el conde y todos los demás empezaron a preocuparse, y el mensajero les contó cómo había sido.
—Esta gente es astuta y sabe combatir; hay que temerlos. Y si no ponemos remedio nos pueden dar jaque.
—Tenéis razón —dijo otro. Y así lo dejaron hasta el día siguiente.
En esta parte cuenta la historia que al amanecer los hermanos oyeron misa; luego ordenaron sus batallones. Jofré con los tres hermanos que le habían acompañado y con su gente, llevaban el primer cuerpo del ejército, Antonio el segundo y Reinaldo el tercero: marchaban con las banderas al viento y era hermoso verlos. Justo cuando salía el sol, llegaron a una colina, y distinguieron la fortaleza de Porrentruy, con los sitiadores alrededor; al verlo, bajaron al valle, pero entonces un caballero que se había alejado a la hueste enemiga, dio la alarma: corrieron todos a armarse y formaron fuera del campamento.
Los cuerpos del ejército se aproximan; al bajar las lanzas hubo un gran grito y un gran ruido: el encuentro fue muy fiero y duro, y tanto por una parte como por otra hubo muchos muertos. Los ejércitos se reunieron en medio del estruendo. Jofré empuña la espada, hiere y golpea de tal manera que a todo el que encuentra lo derriba al suelo. Las seis banderas de Lusignan en muchos lugares de la batalla; los hermanos desbaratan todos los batallones y ponen a todos en fuga: el duque de Austria fue abatido de un revés que le dio Jofré y fue apresado rápidamente; Antonio apresó al conde de Friburgo, lo entregó a cuatro caballeros. ¿Para qué os voy a alargar el cuento? El ejército enemigo fue derrotado y los que pudieron huyeron, unos hacia Basilea y otros a Friburgo. Fue una cruel matanza, pues hubo de veinticinco a treinta mil muertos entre los austríacos y sus aliados. Los de la fortificación se quedaron sorprendidos al ver el combate, pero en seguida hubo quien fue a decirles que eran los hermanos de Lusignan. Entonces, el rey de Alsacia salió y fue a ver a los hermanos, que estaban en las tiendas recién conquistadas; los saludó con mucho afecto, y les agradeció con humildad su noble socorro; ellos hacen que le entreguen al duque de Austria, al conde de Friburgo, y a seis condes más, mientras dicen:
—Señor rey, aquí están vuestros enemigos, haced vuestra voluntad. Él se lo agradeció mucho, y llegaron a un trato juntos, gracias a la intervención de los hermanos: los prisioneros prometieron restablecer al rey de Alsacia lo que había perdido y que le devolverían la tierra por la que había empezado la guerra; después, juraron y prometieron que jamás volverían a combatir. Jofré hizo que entregaran al conde de Friburgo su ciudad, que se lo agradeció mucho, y le ofreció sus servicios. Allí mismo se acordó la boda de Beltrán, hijo del duque Antonio, con Melida, hija del rey de Alsacia, que era muy bella. Y Beltrán fue luego rey de Alsacia.
El duque de Austria y su gente se despidieron de los hermanos y marcharon. Los de Lusignan, el rey de Alsacia y Melida, fueron a Luxemburgo; allí se celebraron las bodas con una gran fiesta. Acabada ésta, el rey Reinaldo y su mujer se despidieron de sus hermanos y marcharon a Bohemia. Jofré y sus hermanos se despidieron del duque, de la duquesa y de sus sobrinos, del rey de Alsacia y de su hija, y volvieron a su país. Y el rey de Alsacia regresó a su tierra, llevando consigo a su hija y a Beltrán.
Nos cuenta la historia que más tarde se encontraron los ocho hermanos en Montserrat e hicieron una gran fiesta; insistieron hasta que bajó Remondín, su padre, pues estaba muy contento de ver a todos sus hijos juntos; luego, se despidió y volvió a la ermita. Los hijos dieron muchas riquezas a la Iglesia, y se despidieron unos de otros, se marcharon y cada uno volvió a su país, unos por mar y otros por tierra.
Aquí nos da testimonio la verdadera historia de que mientras Remondín vivió, Jofré y su hermano Thierry lo visitaron una vez al año. Un día, estaba tan cerca de la fecha en que se tenían que poner en camino, que Thierry ya se había ido a Lusignan para emprender el viaje tres días más tarde, pero ocurrió algo por lo que los hermanos se asustaron mucho, pues la serpiente apareció encima de los muros, de modo que todos pudieron verla, y dio tres vueltas alrededor; luego, se posó en la torre Pictavina, donde hizo tan graves lamentos y suspiros, que a los que allí estaban les parecía que era la voz de una dama, y esto sucedió tal como lo cuenta la historia. Jofré y Thierry se afligieron mucho, pues sabían que era su madre, y empezaron a llorar muy tiernamente. Cuando ella los vio llorar, lanzó un grito tan horrible y tan doloroso que parecía como si la fortaleza se hundiera en un abismo.
Entonces, les pareció a todos que lloraba muy tiernamente. Luego tomó su camino por el aire y se fue directamente a Aragón. El mismo día apareció en Montserrat, donde la vieron el prior y los monjes. Por aquel tiempo Remondín estaba muy enfermo, dejando a la Iglesia, a su capellán y a su clérigo, muchas riquezas. Eligió el lugar donde quería ser enterrado, como oiréis más adelante y se confesó.
Ahora volveré a Thierry, a Jofré y a todos los demás que quedaron preguntándose por el significado de la serpiente que había aparecido. Un noble, que estuvo presente el día que Melusina se separó de Remondín, les explicó:
—Yo estuve cuando vuestra madre se marchó y se despidió de mi señor; la partida fue muy triste, pues no hubo nadie que no llorara. Vuestra madre dijo que mientras existiera el mundo se aparecería siempre tres días antes de que esta fortaleza cambiara de señor, o de que uno de los herederos fuera a morir: en este caso aseguró que la verían aquí y en el lugar donde se produjera la muerte. Por el camino que he visto que tomaba, tened por cierto que cuando lleguéis a Montserrat, os encontraréis muerto a vuestro padre.
Cuando Jofré lo oyó, se entristeció mucho, y lo mismo le sucedió a Thierry. Entonces, aumentaron las provisiones de oro, de plata y de dinero en general, reunieron más gente para hacer las exequias por su padre, por si lo encontraban muerto, evitándose cualquier reproche. Dejaron a Eudes al frente del país y se llevaron a un hijo de éste que se llamaba Bernardo, que era muy bello y cortés, y tenía alrededor de quince años.
Se pusieron en marcha, vestidos con ropas de color negro. El séquito se quedó en Collbató y los hermanos siguieron hasta Montserrat. Al llegar les dijeron que su padre había muerto y que la serpiente había aparecido unos días antes: comprobaron que esto había ocurrido a la vez que en Lusignan, y que su padre había muerto tres días después.
Vieron que el prior había cumplido con su deber, pues le habían abierto el cuerpo a Remondín para embalsamarlo y para preparar el corazón; habían enterrado las entrañas en la capilla de las lámparas, delante del altar mayor. La fosa aún estaba abierta y se veía bien cimentada; la cruzaban unos anillos de hierro resistentes para sostener el ataúd, pues el mismo Remondín había ordenado que lo enterraran en aquel lugar. El cuerpo estaba envuelto en una buena tela encerada y yacía en su caja sobre dos caballetes ante el altar mayor; había mucha luz, y ocho monjes decían continuamente salmos y vigilias de difuntos, día y noche. El prior había ordenado que celebraran un aniversario y había rogado la asistencia al rey de Aragón y a los condes de Ampurias, Urgel, Cardona y Prades y a numerosos obispos, condes y vizcondes, que asistieron a la jornada. El prior se puso muy contento cuando vio a los dos hermanos, que le agradecieron mucho el honor que le había hecho a su padre, pues el capellán de Remondín se lo había contado todo.
Al día siguiente, llegaron los reyes de Aragón y toda la nobleza y el alto clero citado anteriormente y muchos más, gran número de damas y doncellas, numerosos burgueses de ciudades vecinas y otros habitantes de la región. Jofré y Thierry se vistieron con elegancia para el duelo; el prior estaba en medio de los dos y les iba presentando a los asistentes, nombrándolos por sus nombres, y los dos hermanos les agradecían con una respetuosa reverencia el honor que les habían hecho asistiendo.
Después, entraron en el monasterio y empezó el servicio divino y se enlutaron los caballos, como se debía hacer por un príncipe. Enterraron el cuerpo y sellaron la sepultura que era muy rica, según la usanza de aquel tiempo; luego, la comida fue extraordinaria.
Los reyes de Aragón no cesaban de mirar a Bernardo, pues les gustaba mucho por lo bien que servía; por fin, después de haber dado gracias, la reina le pidió al rey que le preguntara a Jofré que de quién era el niño, y que se lo pidiera.
—Por mi cabeza —dijo el rey—, señora, tenía el propósito de hacerlo, pues me agrada mucho; si a vos también os place es mejor aún.
Entonces, llamó a Jofré y a Thierry y les preguntó de qué linaje era aquel niño que estaba tan bien educado.
—Señor —le respondieron—, es hijo de Eudes, conde de La Marche, hermano nuestro.
—Jofré —dijo el rey—, es de noble familia y bien lo demuestra. Sabed que nos agrada mucho a la reina y a mí. Si quisierais dejarlo con nosotros, nos ocuparíamos tanto de él que vos nos lo agradeceríais.
—Señor —dijo Jofré—, el padre tiene otros dos hijos y dos hijas más; si a vos os place, a nosotros también.
Los reyes se lo agradecieron. Sabed que aquel Bernardo se casó más tarde con la hija del señor de Cabrera de Aragón, que no tenía más descendientes: de ellos vienen los Cabrera que ahora existen.
Los reyes de Aragón y todos los nobles se despidieron de los hermanos que los acompañaron algún tiempo. Luego, volvieron a la iglesia y dejaron a su sobrino bien dotado, pues le dieron gran cantidad de dinero y un escudero inteligente para que le aconsejara y un buen acompañamiento. Los reyes los recibieron muy contentos y lo quisieron mucho.
Llegado el momento, los dos hermanos se despidieron del prior haciendo grandes donativos para la Iglesia; quisieron llevarse al capellán de su padre y al clérigo, pero éstos no consintieron: el capellán se hizo ermitaño ocupando el lugar que se había quedado libre con la muerte de su señor y el clérigo siguió sirviéndole, como antes. Jofré y Thierry se marcharon con su gente y se llevaron el corazón de su padre. En todas las ciudades donde dormían encendían gran cantidad de lámparas que daban claridad alrededor de la reliquia, y durante toda la noche había religiosos diciendo salmos y vigilias. El prior de Montserrat los acompañó hasta Perpiñán y después de despedirse volvió a su abadía. Los dos hermanos y su acompañamiento regresaron a Lusignan, llamaron a los condes de Forez y de La Marche y mandaron hacer un funeral por su padre en Nuestra Señora de Lusignan, al que asistieron los nobles del país; el corazón fue enterrado con gran solemnidad, y luego se celebró el banquete, en el que contaron a Eudes cómo los reyes de Aragón se habían quedado con su hijo Bernardo.
—Que Dios lo tenga a su lado —respondió—, a mí me parece bien.
Entonces, los hermanos y los nobles se despidieron de Jofré, a quien consideraron a partir de aquel momento como señor legítimo de Lusignan, y volvió cada uno a su tierra. Jofré se quedó en Lusignan, donde hizo después mucho bien: mandó reconstruir la abadía de Maillezais, que fue más grande y más poderosa que antes; instaló en ella a ciento cuarenta monjes dándoles rentas suficientes, con la obligación de que rogaran siempre por el alma de su padre, de Melusina, de todos los descendientes y de los descendientes de los descendientes. Hizo, además, que esculpieran en la puerta de la abadía, su retrato en tamaño natural.
Cuenta la historia que todos ellos y sus herederos gobernaron en las respectivas tierras con gran poder: el rey Urién en Chipre; Guyón en Armenia; Reinaldo, en Bohemia; Antonio en Luxemburgo; Eudes en La Marche; Ramón en Forez; Jofré en Lusignan y Thierry en Partenay. Y aquí termina la historia del noble linaje de Lusignan en Poitou; habéis oído quiénes fueron sus descendientes, pero también proceden de ellos los Pembroke de Inglaterra, los Cabrera de Aragón, como he dicho antes, los Sassenage del Delfinado, los Rochefoucauld y los Cadillac tal como se encuentra en las antiguas crónicas.
Aunque os he dicho que la historia había terminado, os quiero hablar aún de Jofré. Hasta diez años después de la muerte de Remondín, gobernó su tierra sin que nadie le rindiera cuentas, y no le importaba. Cuando preguntaban si llevaba las cuentas para saber cómo vivía, él contestaba:
—¿Cómo? ¿Qué cuentas queréis que lleve, si tanto vosotros como yo vivimos a gusto, mis fortalezas están bien mantenidas y todas mis necesidades cubiertas, me dais dinero cuando os lo pido o lo entregáis a quien deseo, y me prestáis para lo que yo quiera tener? ¿Qué cuentas queréis que lleve? No quiero oír nada de eso. ¿Pensáis que tengo intención de hacerme una casa de oro? Con las de piedra que me han dejado mis padres me basta.
—Señor —le contestaron—, todo señor debe oír al menos una vez al año sus cuentas, aunque sólo sea para tranquilidad de sus recaudadores y gobernantes, que las justifican y así no se les debe exigir nada después, ni a ellos ni a sus herederos.
Tanto insistieron que accedió a oír las cuentas un día determinado. Entonces, llegaron los recaudadores de todas sus tierras y entraron en una habitación. Allí se presentaron Jofré y los que le habían aconsejado, aunque a él no le importaba mucho.
Tanto contaron y volvieron a contar que todo acabó cuadrando. Pero siempre en las cuentas del recaudador de Lusignan había una coletilla:
—Ítem, diez sueldos para la bola de la torre. Jofré vio que esta anotación se repetía los diez años. Y entonces, preguntó qué torre era aquélla cuya bola costaba todos los años diez sueldos.
—¿No podéis hacer —preguntó— que dure diez o veinte años, y que no se cuente tan a menudo?
—No, señor —respondieron—, esto es un tributo. —¿Cómo, no son la tierra y la fortaleza de Lusignan sólo tributarias de Dios, mi Creador? Me gustaría que Él me perdonara mis pecados por diez sueldos al año. ¿A quién se los pagáis?
—Señor, no lo sabemos.
—¿Cómo queréis que acepte vuestras cuentas? Tenéis que justificarme a quién le dais esos diez sueldos de renta que decís que pagáis por la bola de una torre. Por los dientes de Dios, no me vais a engañar. Si consigo saber quién es, tendrá que explicar por qué le debo tributo y si no me devuelve el dinero que se le ha pagado, me lo devolveréis vosotros.
—Señor, desde hace cinco o seis años —contestaron los recaudadores—, desde que se fue vuestra madre, el último día de agosto, venía una gran mano y se llevaba la bola de la Torre Pictavina, y la arrancaba con tanta fuerza que tiraba gran parte del tejado de la torre. Todos los años costaba veinte o treinta libras reconstruirlo. Un día vino un hombre al que vuestro padre no había visto nunca y le aconsejó que el último día de agosto pusiera treinta piezas de plata de cuatro dinares en una bolsa, y que las llevaran entre la hora de nona y vísperas, al último piso de la torre; estos diez sueldos debían meterlos en una bolsa de cuero de ciervo, que colocarían encima de la pieza de madera que sostiene el eje de la bola; el anciano dijo que se hiciera así todos los años, y desde entonces la bola está intacta. Cuando Jofré oyó estas palabras, empezó a pensar y estuvo mucho tiempo sin responder. Al fin, dijo en voz alta:
—¿Cómo pensáis que mi padre iba a pagar un tributo e iba a desear que yo lo pagara, siendo la tierra franca? Habéis visto las cartas con las que el conde Aimeric de Poitiers se la dio a mi padre libre de tributos, que no le debía nada a nadie excepto a Dios. Por mi cabeza, no pagaré ni una moneda.
Entonces, salió de la habitación muy enfadado; su gente iba detrás sin atreverse a decir una palabra.
—No os atreváis —advirtió Jofré— a pagar nada, pues os costaría caro. Veré quién es el que pretende obtener tributos a mi costa: el día que yo lo permita, que me muera de mala muerte de repente. Traedme la bolsa y el dinero y venid el día señalado.
Cuando se acercó la fecha, Jofré llamó a Thierry, a Ramón y a Eudes, que estaban en sus respectivas tierras, les contó la aventura, ante el asombro de todos. Entonces, le preguntaron a Jofré qué pensaba hacer y él respondió que ya lo verían. El último día de agosto oyó misa y comulgó con devoción. Salió de la iglesia y fue a la torre acompañado por sus nobles y sus hermanos; después de comer, Jofré se armó por completo, pidió la estola que llevaba el capellán que había celebrado la misa y se la puso alrededor del cuello, cruzándosela por delante del pecho. Luego, cogió la bolsa con las treinta piezas de plata y se la cogió al cuello; se ciñó la espada, se colocó el escudo y le pidió al capellán que le echara agua bendita por encima.
—A Dios os encomiendo —dijo a sus hermanos—; quiero ver si puedo encontrar al que pretende tener rentas de mi fortaleza de Lusignan; si no es más fuerte que yo y lo apreso, me quedaré con el dinero.
Entonces, sube a la torre y llega al piso más alto. Sus hermanos y los nobles se quedan abajo, con miedo de que muera. Jofré, que era valiente, espera durante mucho tiempo la llegada de lo que sea.
Así estuvo de nonas a vísperas, sin ver ni oír nada. Un poco después de vísperas oyó un gran estrépito y vio que temblaba el techo de la torre; de pronto apareció delante de él un gran caballero completamente armado, que le dijo en voz alta:
—¿Cómo, Jofré, quieres arrebatarme el tributo que me corresponde por la bola de esta torre y que no se me ha pagado? Cuando vivía tu padre se me pagaba puntualmente.
—No obras con razón; ¿traes documentos? Demuéstrame que mi padre se comprometió a ello y si veo que tienes razón te daré el dinero que aquí está preparado.
—No tengo documentos, pero se me ha pagado hasta hoy.
—Si fuera una deuda verdadera te costaría trabajo cobrarla. Pero, además, me tienes por estúpido, pues piensas que la vas a poder mantener sin demostrarme que tienes razón. Dime, ¿quién eres, que me has estado robando durante catorce o quince años? Te desafío por el poder de Dios y pongo como gaje mi justa heredad.
—No temas. Vengo de parte de Dios y mi nombre lo sabrás a su debido tiempo.
Entonces, sin decirse nada más, se enzarzaron intercambiándose grandes y crueles golpes; abajo se oía el ruido que hacían al ir y venir y el de las espadas al chocar con los yelmos; nadie dudaba del trabajo que tenía Jofré, y hubiesen subido sus dos hermanos a no ser por que se lo había prohibido expresamente.
El caballero de la torre cuando vio que Jofré se mantenía firme frente a la espada, la envainó y tiró el escudo al suelo. Jofré arrojó el suyo y alzó la espada con las dos manos, golpeando al caballero en el yelmo con tanta fuerza que hizo que se tambaleara; lo acorraló y le dio varios golpes con el pomo; el otro se defendía con los brazos, y Jofré, al verlo, soltó la espada e hizo lo mismo. Entonces empieza la lucha cuerpo a cuerpo, se golpean con tanta fuerza que ambos sudan. El caballero vio la bolsa, la cogió y se la quitó del cuello a Jofré, pero éste la recuperó con todo el dinero. El otro, tira de ella con toda su fuerza y la rompe, quedándose la bolsa y su contenido en la mano de Jofré. Llevaban tanto tiempo peleando que el sol ya se había puesto.
Entonces, Jofré empuñó la espada con la mano derecha y gritó:
—Aún no tienes la bolsa ni el dinero, y te va a costar sangre. Me admira que puedas resistir tanto.
—Más maravillado aún estoy yo —dijo el caballero— de que puedas resistirte a mi poder. Te reto para mañana, pues hoy ya es demasiado tarde. Me encontrarás en la pradera, junto al río, montado y armado, dispuesto a combatir; prométeme que sólo tú pasarás el río.
—Te lo prometo —contestó Jofré.
Y con estas palabras desaparece el caballero, sin que Jofré pudiera decir por dónde se había ido.
—He aquí —exclamó— un curioso mensajero. Estoy perplejo.
Entonces, baja las escaleras, llevándose el escudo que había ganado en la lucha.
La historia afirma que cuando Jofré llegó abajo con su escudo al cuello y el otro en la mano derecha y con la bolsa del dinero en la otra, fue recibido con admiración por sus hermanos y por los nobles, que le preguntaron que a quién había encontrado allí arriba, pues habían oído el ruido y el choque de las espadas. Les contestó que había encontrado a un caballero muy valiente, que le había causado más fatigas que ningún otro; a continuación, les contó la lucha y las palabras que se habían cruzado, y cómo había aparecido repentinamente y se había marchado del mismo modo. Todos empezaron a reír diciendo que nunca habían oído cosa igual, pero cuando vieron que Jofré tenía el yelmo abollado por los golpes y las armas destrozadas, se les fueron las ganas de reír, pues se dieron cuenta de que no era broma.
Al día siguiente por la mañana, Jofré se levantó a la vez que sus hermanos oyeron misa; luego, tomó una sopa de vino, se armó por completo, montó a caballo con agilidad, se colgó el escudo del cuello y empuñó la lanza. Sus hermanos y los nobles le acompañaron hasta un riachuelo que corre por la pradera, por la parte de Poitiers. Se despidió de ellos y pasó al otro lado, donde vio inmediatamente a un caballero armado, con el escudo al cuello y la lanza sobre el fieltro, montado sobre un gran corcel gris, con aspecto de hombre fuerte y valeroso y sin miedo a que la batalla le fuera adversa, al parecer.
Cuando Jofré vio al caballero en el prado, le gritó:
—Señor caballero, ¿sois vos el que queréis obtener tributo de mi fortaleza?
—Sí, soy yo.
—Por mi cabeza, vengo a disputároslo. Defendeos ahora, pues os hará buena falta.
Cuando aquél lo oye, baja la lanza, igual que Jofré, y galopan uno contra otro, encontrándose con tanto ímpetu que las lanzas se rompieron en muchas astillas, y ellos chocan con el cuerpo, con el pecho, con los hombros y con la cabeza, y con los caballos: ambos vieron las estrellas. Desenvainan y se dan tales golpes que los que están viéndolos al otro lado del río se preguntan admirados cómo pueden resistir este martirio. Combatieron hasta que el escudo estuvo deshecho y la loriga desmallada en cien lugares diferentes. Era la hora de vísperas y aún no sabían quién era el mejor.
Entonces, el caballero tomó la palabra y dijo:
—Jofré, escúchame. Te he estado probando. Te perdono tus diez sueldos. Lo que yo he hecho ha sido en beneficio de tu padre y de su alma, pues el Papa le había puesto una penitencia por el perjurio cometido contra tu madre y él no la había cumplido. Ahora, si mandas fundar un hospital y dar rentas para una capellanía por el alma de tu padre, tu torre quedará libre de tributo y no volverán a suceder más cosas maravillosas, ni a ningún otro lugar del castillo.
Jofré le responde que pensaba que era un enviado de Dios y que por eso lo haría con gusto, a lo que el caballero le jura que así era.
—Ahora, estad seguro —añade Jofré— de que lo haré como quiere Nuestro Señor, pero dime quién eres.
—Jofré —contesta— pregúntalo más adelante, pues por ahora no puedes saber nada más, sino que vengo de parte de Dios.
Y entonces desaparece, de modo que ni Jofré ni los que estaban al otro lado del río, supieron qué había pasado, y todos se quedaron admirados. Jofré volvió junto a sus hermanos y a los nobles, que le preguntaron cómo había acabado con su hombre y qué había ocurrido; les contestó que habían quedado en paz, pero que no sabía que había sido de él. Marcharon a Lusignan, desarmaron a Jofré en la sala y colgaron en una de las pilastras el escudo que había conquistado al caballero el día anterior. Jofré mandó construir y dar buenas rentas al hospital y a la capellanía; cuando los edificios ya estaban construidos, desapareció el escudo sin que supieran cómo.
Acabada esta aventura, se despidieron los hermanos y marcharon a sus respectivas tierras. Y aquí termina nuestra historia de los de Lusignan, pero ya que los reyes de Armenia han sido un poco dejados de lado, os quiero contar lo que le ocurrió a uno de ellos.
Se cuenta y así lo he oído decir a muchos, y es muy comentado en la corte, que hubo mucho tiempo después de la muerte del rey Guyón, un rey en Armenia que era bello y joven, tenía fuerza y vigor, era intrépido y de gran inteligencia, valiente y fiero como un león. Este rey oyó noticias por algún viajero, de que en la Gran Armenia, había un rico castillo, en el que estaba la dama más bella que se había conocido. Aquella dama tenía un gavilán; a todo caballero de noble linaje que lo velaba durante tres días y tres noches sin dormir, se le aparecía la dama, que le daba al caballero el don que pidiera, si eran bienes temporales y no deseaba pecar con su cuerpo o tocarla carnalmente. El rey, que estaba en la flor de la belleza y del vigor, decidió ir a pedirle su cuerpo. Sólo se podía velar una vez al año, empezando el día antes de la vigilia de San Juan, para terminar en la fiesta del Santo.
El rey preparó su cortejo, embarcó con bella compañía y viajó, llegando la noche antes de la antevíspera de San Juan al Castillo del Gavilán, delante del cual hizo plantar una bella tienda; cenó cómodamente y luego se fue a acostar, y durmió hasta el día siguiente. Cuando amanecía, se levantó, oyó misa y tomó una sopa de vino, se armó y se despidió de su gente, que quedó triste, pues pensaba que jamás le volvería a ver.
Cuando el rey llegó a la entrada del castillo, les salió al encuentro un anciano completamente vestido de blanco, que le preguntó qué buscaba.
—Busco —contestó— la aventura y la costumbre de este castillo.
—Sed muy bien venido —dijo el anciano—, seguidme; os llevaré a donde encontraréis la aventura.
—Muchas gracias, ya estoy preparado.
Pasan el puente y la puerta; el rey se admira de la riqueza y la nobleza que veía en el patio. Suben unos escalones para llegar a la sala en la que ve una percha, que estaba hecha con el cuerno de un unicornio; encima, extendida, tenía una pieza de terciopelo que tapaba al gavilán; el guante estaba a un lado.
—Amigo —le dijo el anciano—, aquí podéis ver la aventura del castillo. Ya que os habéis decidido a llevarla a cabo, sabed que debéis vigilar al gavilán, sin dormir, durante tres días y tres noches consecutivas; si la fortuna os es favorable, la señora de este lugar se os aparecerá el cuarto día. Pedidle el don que queráis, siempre que sean cosas materiales; no podéis reclamar su cuerpo, pues no lo podréis obtener: si se lo pedís, caeréis en desgracia; os prevengo. Si os dormís dentro del plazo, tened por seguro que os quedaréis aquí para toda la vida. Pensad ahora que vais a hacer.
El anciano se separó del rey tras decirle estas palabras que habéis oído. Se quedó solo en la sala y allí contemplaba las grandes riquezas que veía por todas partes. Mira a un lado y ve la mesa puesta, con mantel blanco, bien abastecida; se dirige a ella y toma lo que más le apetece, bebe un poco y come frugalmente, pues sabe que la comida y la bebida en exceso acrecientan el sueño.
Se distrae en la sala. Ve hermosas historias pintadas, con inscripciones debajo que daban la explicación de lo que era. Entre otras, estaba representada la historia del rey Elinás de Albión, de Presina y de sus tres hijas, desde el principio al fin, de cómo sus hijas lo encerraron en la alta montaña de Brumbloremlión, en Northumberlandia, y cómo Presina, su madre, las castigó en cuanto supo lo que habían hecho con él. Al rey le agradaron ésta y otras muchas historias que allí había, con las que se entretuvo hasta el tercer día. Entonces, vio una habitación muy bella, cuya puerta estaba completamente abierta; entró y la contempló viendo pintados a muchos caballeros con sus cotas y con todas sus armas; debajo de cada uno de ellos estaba escrito su nombre con el linaje y la región de donde eran; y encima tenían escrito: «En tal año veló este caballero a nuestro gavilán, pero se durmió y, por tanto, tiene que acompañar a la dama del castillo mientras viva; no le falta nada de lo que desea, a excepción de la libertad». Entre estos caballeros había tres lugares vacíos, en los que estaban pintados tres escudos con las armas de sendos caballeros, cuyos nombres estaban escritos debajo, con la especificación de su tierra y linaje; encima de estos escudos decía: «En tal año este noble caballero veló a nuestro gavilán, haciéndolo como debía, y se llevó su regalo».
El rey estaba tan a gusto en la habitación, que por poco se durmió pero se dio cuenta y salió de ella; entonces, vio que el sol ya estaba bajo, y pasó sin dificultades la noche hasta que fue de día.
Apareció el alba y llegó la luz, cuando el sol se levantó la señora del castillo se presentó ante el rey, con tan noble y rico vestido, que éste se quedó estupefacto de su belleza. La dama lo saludó diciéndole:
—Señor, sed muy bienvenido; habéis cumplido muy noblemente vuestro deber. Ahora pedid el don que os plazca, de cosas materiales y lo tendréis sin tardanza.
Entonces, el rey, que estaba enamorado de ella, le respondió:
—Señora, no quiero ni oro ni plata, ni tierra ni heredad, ni buena ciudad, castillo o villa, pues gracias a Dios soy bastante rico y me sobra con lo que tengo. Pero quiero teneros por mujer.
Cuando la dama le oyó hablar, se enfadó mucho y le respondió encolerizada:
—Señor, rey loco y necio, os equivocáis al pedir ese don; solicitad otra cosa, pues éste no lo conseguiréis.
—Mantened lo prometido; yo he cumplido con mi deber.
—No voy a discutir más. Pedid ahora algo razonable, y lo tendréis; a mí no me podréis tener.
—No quiero otro don, ni os pediré ninguna cosa más.
—Por Dios, si no me pides otro regalo, padecerás grandes desgracias, y las padecerán también tus herederos, que no tienen ninguna culpa.
—No quiero otra cosa que vuestro cuerpo, pues no he venido aquí para nada más.
Cuando la dama ve que no cambiará ni un ápice su propósito, le dice enfadada:
—Loco rey, ahora has faltado contra mí y contra tu premio, y te has arriesgado a quedarte aquí dentro para siempre. Pobre loco, tú desciendes del rey Guyón, hijo de Melusina, que era hermana mía, y por tanto yo soy tu tía y tú eres de mi linaje: aunque yo quisiera acceder a lo que me pides, la Iglesia no lo consentiría.
Le cuenta entonces de principio a fin toda la historia, tal como la habéis oído antes en el capítulo del rey Elinás y le habla también de los herederos de Lusignan. Después le dice:
—Loco rey, sufrirás por tu atrevimiento. Tú y tus herederos perderéis poco a poco la tierra, el haber, el honor y la heredad, hasta que llegue el noveno sucesor legítimo, que por tu culpa perderá el reino que tú tienes. Este rey tendrá nombre de animal salvaje. Vete, pues aquí ya no te puedes quedar.
Las palabras de la dama no hicieron que el rey mudara su loco propósito sino que intentó tomarla por la fuerza. Melior desapareció y empezaron a caer sobre él continuos y abundantes golpes, que caían con tanta rapidez como la lluvia del cielo y que lo dejaron con todo el cuerpo dolorido; luego lo expulsaron de mala forma de la fortaleza, siendo arrastrado fuera de la barrera y abandonado. No vio a ninguno de los que así le habían servido. Se incorporó como pudo, maldiciendo al que le había dado noticias de esta aventura y el día que recibió tales noticias. Llegó junto a su gente, que vio que no volvía tan fresco como se había ido.
—Señor —le preguntaron—, ¿estáis herido? ¿Habéis tenido batalla? ¿Dónde habéis estado?
—Estoy un poco herido —les respondió—, pero no he tenido pelea, aunque he sido apaleado y no sé por quién, pues no he visto a nadie, pero me he dado cuenta de los golpes. No me he podido vengar y por eso no he combatido, pues no se empieza a luchar hasta que se ha dado el primer golpe.
—Señor —le contestan—, decís verdad.
El rey mandó recoger rápidamente su pabellón, se embarcó y regresó a su país, pensando con corazón triste en las palabras que Melior le había dicho.
Entonces empezó a asustarse con la idea de que había perdido su buena suerte, pero se guardó mucho de comentarlo, aunque más tarde se lo descubrió a un hermano suyo, cuando estaba a las puertas de la muerte: era el heredero del reino; le dijo que gobernara sabiamente, pues sería necesario.
El rey del que os he hablado no volvió a tener alegría en su corazón; reinó aún mucho tiempo, pero iba hundiéndose y decayendo hasta que al final murió. Sus herederos pasaron muchas penalidades y tuvieron numerosos problemas.
Aquí dejaré de hablar de los reyes de Armenia, que son descendientes del noble linaje de Elinás de Albión y de Lusignan, como es manifiesto aún hoy, día de la terminación de esta historia, siete de agosto del año de gracia de Nuestro Señor de 1393, pues los reyes de Chipre y de Armenia llevan las armas, el sobrenombre y el grito de los Lusignan.
Y así os he contado, de acuerdo con las crónicas verdaderas y la auténtica historia, cómo fue fundada en Poitou la noble fortaleza de Lusignan y el origen del noble y poderoso linaje del que han salido después grandes señores. Dios acoja sus almas en el Paraíso por los siglos de los siglos. Amén.
La noble fortaleza de Lusignan en Poitou ha ido de mano en mano hasta llegar, por derecho y por conquista con la espada, al alto, noble y muy poderoso príncipe Juan, hijo del rey de Francia, duque de Berry, conde de Poitou y de Auvernia, señor muy temido, que me pidió que escribiera este pequeño y pobre tratado, de acuerdo con las crónicas que he conseguido, tanto de su biblioteca como de otros. Yo, que siempre he tenido muchos deseos de complacerle según mis posibilidades, me puse diligentemente a escribir esta historia lo mejor que supe. Ruego a mi Creador que le plazca que mi muy noble y respetado señor la acepte gustoso, y también su muy noble hermana María, hija del rey de Francia, duquesa de Bar y marquesa de Pont, mi muy honrada dama, y el marqués de Moravia, primo hermano de mi señor, que ha pedido que se le envíe esta historia. Del mismo modo, ruego a Dios que les agrade a todos los que la lean u oigan leerla.
Por lo que a mí se refiere, creo que la historia es verdadera y se da por cierto que desde que se fundó la fortaleza no ha estado treinta años seguidos en manos de alguien que no estuviera emparentado con dicha familia. Tal como os he dicho en esta historia, tres días antes de que cambie de señor la fortaleza, aparece la serpiente.
Le he oído decir a mi señor que, cuando Creswell tenía a Lusignan en nombre de los ingleses, que mi señor la estaba asediando, Creswell le dijo que algún tiempo antes de que la fortaleza le fuera entregada, estaba él en la cama en el castillo de Lusignan con una mujer de Sancerre, llamada Alejandra, que era concubina suya. El inglés vio aparecer —al menos eso decía— delante de su cama una serpiente, extraordinariamente grande y gruesa, cuya cola medía de siete a ocho pies, adornada de azur y plata. No supo por dónde había entrado, pues todas las puertas estaban cerradas y atrancadas, y en la chimenea ardía un gran fuego. La serpiente pasaba la cola por encima de la cama sin hacerles daño, aunque él aseguraba que no había tenido tanto miedo en toda su vida; se incorporó y tomó la espada que estaba en la cabecera, pero Alejandra le dijo, tal como recordaba mi señor aún:
—Creswell, ¿vos que habéis estado en tan buenos lugares, tenéis miedo de una serpiente? Sin duda es la dama de esta fortaleza, la que la fundó. No os hará ningún daño, pues viene a avisarnos de que nos vayamos.
Creswell decía que la tal Alejandra no le tenía miedo, pero él no estaba tranquilo. Un poco después se transformó en mujer alta, y llevaba un manto ceñido bajo el pecho, y tocas blancas según la costumbre de antaño. Creswell le juró a mi señor que la vio así, y luego contó que esta dama fue a sentarse en un escaño junto al fuego; un rato miraba hacia la cama, de espaldas a la lumbre, de modo que podían verle la cara y les parecía que había sido muy hermosa; otro rato se volvía hacia el fuego y no estaba quieta mucho tiempo. Según Creswell, estuvo hasta una hora antes de amanecer; entonces se transfiguró en serpiente y se fue moviendo la cola alrededor de la cama y sus pies, sin hacerles ningún daño; salió tan de repente que no sabían por dónde se había marchado. He oído decir a mi señor y a muchos otros que Creswell lo juró por todos los sacramentos. Al poco tiempo, la fortaleza se rindió a mi señor.
En un lugar de Lusignan, en el que criaban aves, cerca de las montañas, la serpiente se apareció muchas veces a un hombre llamado Godart, que aún vive en la fortaleza, y nunca recibió daño; así lo ha jurado por Dios y por su alma.
Del mismo modo, Yvain de Gales juró a mi muy temido señor, el duque, que la había visto dos veces sobre las murallas de Lusignan, tres días antes de que la fortaleza se rindiera.
En otra ocasión, un caballero pictavino llamado Perceval de Colonia, que fue chambelán del rey de Chipre, dijo y repitió muchas veces, bajo juramento, que cuando estaba en aquella isla se apareció la serpiente al rey y éste le comentó:
—Perceval, tengo mucho miedo.
—¿Por qué?
—Porque he visto a la serpiente de Lusignan. Se me ha aparecido y temo que me suceda algún mal en pocos días, o que le sobrevenga alguna desgracia a mi hijo Pedro, pues se aparece cuando uno de los herederos de Lusignan va a morir.
Perceval le juró a mi señor, el duque, que al tercer día se produjo la desgracia que ambos temían, pues el rey murió a traición según se dice.
Estas pruebas y otras muchas se han sabido, sin que las verdaderas crónicas ni los libros de historia las cuenten. Si yo he escrito algo que pueda parecer increíble, pido perdón, pero —según lo que he encontrado y oído en autores antiguos, en Gervasio, en otros escritores y filósofos— reafirmo que esta historia y que la crónica son verdaderas, y que hubo cosas encantadas. A quien diga lo contrario, le respondo que los designios de Dios y sus castigos son inescrutables para el conocimiento humano, pues la justicia espiritual es demasiado grande para poderla entender y comprender. El poderío de Dios puede disponer lo que le plazca, tal como se cuenta en numerosas historias de hadas, que estuvieron casadas y tuvieron hijos. ¿Cómo? No lo puede saber la criatura humana, pues estos puntos y otros los mantiene Dios bien secretos y se limita a mostrar los testimonios en los lugares y a la gente que a Él le place. Y cuanto más ignorante sea la persona, más difícilmente lo creerá, mientras que la más delicada de ingenio estará dispuesta más deprisa a aceptar que puede ser posible, aunque de las cosas de Dios nadie puede saber nada con certeza.
Aunque dice San Pablo, en su Epístola a los Romanos, que todas las cosas son conocidas por la naturaleza humana, hay que excluir los secretos de Dios. Las cosas se aprenden escuchando a los que han viajado por las tierras más variadas: no uno solo, sino muchos dan testimonio de lo ocurrido en uno o más lugares; y lo mismo sucede con nuestra historia.
En efecto, la aceptan como verdadera los hombres de sutil ingenio, pero la reputan como falsa los poco cultivados. Además, la persona que no ha salido nunca de su región ni de su país, no podrá creer muchas cosas que ocurren a menos de cien leguas; le parecerá muy extraño, dirá que no puede ser y se molestará porque no conoce los lugares; pero al frecuentar las diferentes tierras, países y naciones, y al leer los libros antiguos y oírlos, se conoce lo vivo y lo verdadero de las cosas que parecen increíbles.
Os suplico a todos que, si he dicho algo en esta historia que os sea enojoso o desagradable, me excuséis, especialmente mi muy temido señor y mi muy respetada dama, su noble hermana; pues, en verdad, sé que tengo poco juicio para hacer tan alta historia como lo es ésta, ya que hay que decir que por la obra se conoce al obrero; y de pobre comerciante, escaso beneficio. Señor, aceptad este libro, pues lo que se hace lo mejor que se puede, se debe recibir con gusto: en algunos casos la buena voluntad debe ser considerada también como trabajo.
Jean d’Arras deja aquí de contar la noble historia de Lusignan. Dios tenga a los fallecidos en su gloria y les dé poder y victoria a los vivos para que puedan conseguir el Paraíso. Aquí termina la historia.
Deo gratias.
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