Cuando se empieza algo se debe invocar al Creador de los seres vivos, señor de todas las cosas hechas y por hacer, de las que llegarán a la perfección y de las que resultarán de los defectos de los seres. Por eso, al comienzo de esta historia, aunque sé que no soy digno de invocarla, suplico a su Alta Dignidad que me conceda el poder acabar para alabanza y gloria suya, y para satisfacer a mi muy alto, poderoso y honrado señor, Juan, hijo del rey de Francia, duque de Berry, conde de Poitou y de Auvernia.
Escribí esta historia de acuerdo con las crónicas auténticas que me dieron el duque de Berry y el conde de Salisbury, en Inglaterra, y de acuerdo con varios libros que se han encontrado y porque la noble hermana de mi señor Juan, María, hija de Juan, rey de Francia, duquesa de Bar, marquesa de Pont, deseaba tener dicha historia y se la pidió a mi señor, su muy querido y amado hermano, el cual se ha esforzado tanto que ha llegado a saber lo más posible de la verdad y me ha encargado que escriba la historia que viene a continuación. Comenzaré sin más demora; he hecho lo mejor que he sabido con mi pobre razón y entendimiento; le pido a mi Creador que haga que mi honrado señor acepte la obra con benevolencia, y que hagan lo mismo todos cuantos la oigan leer. Empecé a escribir esta historia en prosa un miércoles, víspera de San Clemente, en invierno, el año de gracia de 1392. Suplico humildemente a todos los que la oigan leer o la lean que si les ofende en algo lo escrito, que me lo perdonen, pues he procurado hacer mi trabajo lo más riguroso posible, de acuerdo con las crónicas que creo que son verdaderas.
Dice el profeta David que los juicios y designios de Dios son como un abismo sin orillas ni fondo, y que no es sabio el que intenta abarcarlos con su mente; estoy convencido, además, de que algunos prodigios del universo y de la tierra, como —por ejemplo— los debidos a hadas, son de lo más reales; por lo tanto, el hombre no debe esforzarse en intentar entender, con malsana presunción, los designios y acciones de Dios, sino que debe limitarse a pensar en ellos y a admirarse; y al admirarse, considere cuánto debe temer y glorificar a Aquel cuyas decisiones nos resultan tan oscuras.
Cualquier criatura de Dios razonable comprenderá, como dice Aristóteles al dividir las cosas del mundo, que hay cosas invisibles, y que Dios se expresa a través del aspecto, la esencia y la naturaleza de estas cosas, tal como dice San Pablo en la Epístola a los Romanos: las cosas que Él ha hecho serán vistas y sabidas mediante las criaturas del mundo; así le ocurre a quien escucha la lectura de libros, o presta fe a los autores, o a quien cree a los ancianos o recorre tierras, provincias y reinos: encuentra tantas maravillas y tan nuevas —según apreciación general—, que el entendimiento humano se ve obligado a decir que los designios de Dios son inescrutables; y todo esto es tan maravilloso y tan variado en sus formas y maneras, está diseminado por tantos países que —salvo juicio mejor— creo que ningún hombre, a no ser Adán, llegó nunca a tener un conocimiento perfecto de las obras invisibles de Dios y, sin embargo, el hombre aprovechó día a día su ciencia para ver y oír cosas que jamás pensaría que fueran ciertas, y lo son. Digo todo esto por las maravillas que se contienen en la historia que voy a tratar, si Dios mi Creador me lo permite, por encargo de mi noble y poderoso señor.
Dejemos estar a los autores y contemos lo que hemos oído decir y contar a nuestros antepasados y lo que aún hoy se oye decir en el Poitou y en otros sitios, para darle a nuestra historia color de verdadera, tal como la consideramos, y tal como se expresa en las crónicas auténticas.
Hemos oído contar a nuestros antepasados que en sitios distintos y a multitud de personas se les han aparecido seres a los que unos llaman duendes, otros hadas, otros buenas damas, que caminan por la noche. Un tal Gervasio dice que los duendes se aparecen por la noche y entran en las casas sin romper ni abrir la puerta, sacan de las cunas a los niños y les deforman los miembros o los queman. Y cuando se marchan, los dejan tan sanos como estaban, haciendo que algunos lleguen a ser muy felices el resto de su vida.
Añade Gervasio que por la noche se aparecen otros seres fantásticos, como mujeres de rostro arrugado, bajas y de poca estatura, que cubren generosamente las necesidades de las casas y no hacen ningún daño; y dice el mismo Gervasio que conoció a un hombre que contaba como verdaderas muchas cosas de este tipo, y decía haberlas visto; más aún, aseguraba que esas hadas tomaban forma de hermosísimas mujeres y que varios hombres se habían casado con ellas, tras jurar lo que ellas les pedían: unas, que no las verían nunca desnudas; otras, que no preguntarían por ellas el sábado; algunas que, si tenían hijos, el marido no las vería durante el parto. Mientras mantenían la promesa, reinaban con buena fama y prosperidad, pero tan pronto como faltaban a ella, perdían las mujeres y se les iba la felicidad poco a poco, y algunos llegaban a convertirse en serpientes uno o varios días a la semana. Dice el ya citado Gervasio que cree que esto se debe a algún pecado o a alguna falta secreta, que no le agrada a Dios y por eso los castiga con estas penas sin que nadie conozca el pecado, salvo Él mismo. Así, compara los ocultos designios de Dios con un abismo sin fondo ni orillas, incluso cuando estos hechos extraordinarios son conocidos no por una sola, sino por varias personas. Y aunque uno no haya salido de su propia región, puede ver cosas fantásticas muy cerca de su tierra y de su comarca, que no se las creería si se las contaran y no las hubiera visto. Por lo que a mí respecta, que no he ido demasiado lejos, he contemplado cosas que muchos no podrían creer sin verlas.
El mismo Gervasio aduce como ejemplo a un caballero, llamado Roger de Castel de Rousset, en la provincia de Aussy, que se encontró con un hada y la quiso tomar por esposa. Ella aceptó con la condición de que no la viera nunca desnuda; vivieron juntos mucho tiempo y el caballero aumentó en riquezas. Mucho después, el hada estaba bañándose y él, por curiosidad, fue a verla; inmediatamente el hada metió la cabeza en el agua y se convirtió en serpiente. Nunca más volvió a ser vista y el caballero perdió poco a poco su prosperidad y sus bienes.
No quiero seguir contándoos más proverbios ni más ejemplos. Lo que os he dicho ha sido porque pienso explicar cómo fue fundada por un hada la noble y poderosa fortaleza de Lusignan, en Poitou, según la crónica auténtica y la historia verdadera, sin añadir nada que no sea cierto, o que no pertenezca a la materia. Me oiréis aplicar la noble estirpe que salió de allí, y que reinará hasta el fin del mundo, tal como ha reinado hasta ahora. Pero ya que he empezado ablando de hadas, querría decir de dónde procedía el hada que fundó la noble plaza y fortaleza de Lusignan.
Antaño hubo en Albión —es verdad probada— un rey muy valiente. Según cuenta la historia, tuvo de su primera mujer varios hijos, el menor de los cuales fue Matacás, que fue padre de Florimonte. El rey de Albión se llamaba Elinás y era poderoso y noble. Después de la muerte de su mujer, estaba cazando en un bosque en el que había una hermosa fuente, cerca de la orilla del mar, cuando le entró una gran sed y se dirigió hacia la fuente; ya cerca de ella, oyó una voz que cantaba tan melodiosamente que pensó que sólo podía ser voz de ángel, pero pronto se dio cuenta, por su dulzura, de que era una voz femenina. Descabalgó para no hacer demasiado ruido, ató el caballo a una rama y se acercó poco a poco a la fuente, ocultándose con las hojas y los arbustos; vio entonces a la dama más hermosa que había contemplado nunca, a su parecer; se detuvo, sorprendido por la belleza de la que cantaba con tanta suavidad que ninguna sirena, hada o ninfa cantaron con dulzura igual. El rey se ocultó lo mejor que pudo tras los matorrales, temiendo que lo viera la dama, olvidó la caza y la sed que tenía y empezó a deleitarse con su canto y con su belleza, de forma que no sabía si era de día o de noche, si estaba dormido o si velaba.
La dama cantaba con tanta dulzura que daba gusto oírla, y Elinás la contemplaba sin darse cuenta de nada más que de lo que veía y oía, y así permaneció durante mucho tiempo. De pronto, llegaron corriendo dos perros suyos que le saltaron encima haciéndole grandes muestras de alegría; él volvió en sí, como despertándose, y se acordó de la caza, y tenía tanta sed que sin pensarlo más se dirigió a la fuente, tomó el recipiente que colgaba de ella atado a una larga cadena, sacó agua y bebió. Miró entonces a la dama, que había dejado de cantar, y se dirigió a ella dispuesto a saludarla con la mayor cortesía. La dama, que era muy educada, le devolvió el saludo con amabilidad.
—Señora, no quiero ser descortés —dijo el rey Elinás—, ni quiero molestaros al preguntaros quién sois y a quién servís, pues a ello me mueve el hecho de que conozco perfectamente toda esta región y sus alrededores, y sé que a cuatro o cinco leguas a la redonda no hay ninguna fortaleza, ni ninguna torre, a excepción de aquella de la que he salido hoy mismo, que está a unas dos leguas de aquí; por eso me pregunto admirado de dónde ha podido venir, sola y sin compañía, una criatura tan agradable como sois vos. Perdonadme, por Dios, pues cometo una grave falta al preguntaros, pero el gran deseo que tengo de saberlo me hace cometer esta falta.
—Señor caballero, no hay falta en eso, pues actuáis con cortesía y respeto. Sabed, señor caballero, que si no quisiera estar sola, no tardaría mucho en tener compañía; he enviado a mis gentes por delante porque me encontraba a gusto en este hermoso lugar, en el que me estaba deleitando ahora, como habéis oído.
Mientras hablaba así, llegó un criado, bien vestido, montado en un gran corcel y con un hermoso palafrén a la diestra, enjaezado tan ricamente que el rey Elinás se quedó perplejo y pensaba que nunca había visto nada semejante.
—Señora —dijo el criado a la dama—, venid cuando queráis, pues ya está todo preparado.
—Demos gracias a Dios —respondió ella y, dirigiéndose al rey, añadió—, Señor caballero, me voy con vuestro permiso y agradecida por vuestra cortesía.
Fue entonces hacia el palafrén para montar, pero el rey se adelantó y le ayudó a subir con dulzura. Ella le dio las gracias y se marchó. Elinás volvió a montar. En esto, llegan los hombres del rey, que lo estaban buscando y le dicen que habían conseguido cazar el ciervo; sin prestarles atención les contesta que se alegra, y comienza a pensar en la belleza de la dama, sintiéndose tan enamorado que no sabe qué hacer; entonces, se dirige a sus gentes y les dice:
—Id por delante; yo os seguiré de inmediato.
Los hombres de Elinás se alejaron, no sin darse cuenta de que el rey había encontrado alguna cosa que les quería ocultar, pero se marcharon porque no se atrevían a enfrentarse con él. Cuando ya se habían distanciado un poco, el rey tira del freno de su caballo y vuelve al galope por el camino que había visto que tomaba la dama.
Cuenta la historia que el rey Elinás consiguió encontrar a la dama en el bosque, en el que abundaban los árboles altos y rectos: era verano y hacía buen tiempo, el día era dulce y el lugar del bosque resultaba muy agradable. La dama oyó el galope del caballo del rey Elinás y dijo a su criado:
—Detente, esperemos a ese caballero que ha debido olvidarse de algo en la fuente o quiere decirnos una parte de su pensamiento, que no se atrevió a revelar antes, pues lo vimos muy pensativo.
—Señora, como queráis.
El rey galopa, sin detenerse, hasta la dama y la mira como si no la hubiera visto nunca, la saluda alterado, tan abrasado por su amor que no podía contenerse. La dama, que lo había reconocido sin dificultad y que sabía lo que deseaba, le preguntó:
—Rey Elinás, ¿qué buscas tras de mí con tanto empeño? ¿Me llevo algo tuyo?
Cuando se oyó nombrar se admiró, pues apenas conocía a la que estaba hablando con él.
—Mi querida dama —respondió—, no os lleváis nada mío, pero estáis atravesando mis tierras y me parece villanía no atenderos de forma más honrada de lo que puedo hacer aquí.
—Os excuso y os ruego, si no queréis nada más, que no os volváis a preocupar por este asunto.
—Deseo otra cosa, muy querida señora.
—¿Qué es? Hablad sin miedo.
—Pues si así me lo pedís, os lo voy a decir. Más que ninguna otra cosa querría obtener vuestro amor y vuestra gracia.
—No os equivocáis al hacerlo, pero sólo os daré mi amor si pensáis en mantener la honra, pues nadie la obtendrá desaprensivamente.
—¡Ay! Mi querida dama, no pienso en nada deshonesto.
—Entonces, si me queréis tomar por esposa, debéis jurarme que si tenemos hijos no intentaréis verme durante el parto y mientras los críe; si así lo juráis, os prometo que os obedeceré como mujer leal.
El rey lo juró tal como ella se lo había pedido, a sabiendas de que estaba profundamente enamorado. ¿Para qué me voy a extender más? Se casaron y durante mucho tiempo fueron felices, pero las gentes de Albión se preguntaban quién era aquella dama, a pesar de la sabiduría y de la habilidad que mostraba en el gobierno. Y Matacás el hijo del rey, la odiaba.
Así, quedó encinta y dio a luz tres niñas. La que nació primero se llamó Melusina, la segunda Melior y la tercera Palestina. El rey Elinás estaba ausente, pero sí estaba allí su hijo Matacás, que contempló a sus hermanas admirándose de lo hermosas que eran; después, fue a ver a su padre y le dijo:
—Mi señora, la reina Presina, vuestra mujer, os ha dado las tres niñas más bellas que se han visto jamás; señor, venid a verlas.
El rey Elinás, que no se acordaba de la promesa que hizo a Presina le contestó que así lo haría. Despreocupado, entró en la habitación en la que estaba su mujer bañando a las tres niñas, y al verlas se puso muy contento y dijo:
—¡Dios bendiga a la madre y a las hijas!
—Falso rey, has faltado a la promesa —le contestó Presina encolerizada al oírlo—, serás castigado por ello: me has perdido para siempre, aunque sé que ha sido culpa de tu hijo Matacás; me iré de inmediato, pero me vengaré de él o de sus descendientes, mediante mi hermana y compañera, la Dama de la Isla Perdida.
Después de decir esto, tomó a sus tres hijas y desapareció, sin que la hayan vuelto a ver en aquella tierra.
Cuenta la historia que cuando el rey Elinás perdió a Presina y a sus tres hijas, se quedó atónito y no sabía qué hacer; durante ocho años no cesó de llorar y de suspirar amargamente por el amor que tenía a su mujer, y así, sus súbditos empezaron a decir que estaba loco, y entregaron el gobierno de Albión a Matacás, que obró con rectitud y mantuvo el respeto a su padre. Los nobles lo casaron con una huérfana, señora de Duras y de Florimonte, que después padeció grandes desgracias, pero nuestra historia no ha sido emprendida para hablar de él, y por lo tanto no diremos nada más del asunto y volveremos a nuestra materia.
Al dejar a Elinás, Presina se marchó con sus tres hijas a Avalón, que también se llama Isla Perdida porque nadie es capaz de dar información sobre ella, ni es capaz de llegar hasta allí si no es guiado por la aventura, aunque haya estado en la isla muchas veces. En Avalón crió a las niñas, hasta que tuvieron quince años; todas las mañanas Presina las llevaba a una montaña, que se llama —según dice la historia— Eleneos, que quiere decir «Montaña Florida», desde donde contemplaban sin dificultad la tierra de Albión. Un día que estaban allí, dijo llorando a sus hijas:
—Hijas, mirad la tierra en la que nacisteis y en la que hubierais tenido posesiones, a no ser por la falsedad de vuestro padre, que nos hundió en la miseria hasta el día del Juicio Final, en que se castigará a los malos y se premiará a los buenos.
—Señora, ¿cómo os ofendió nuestro padre? —preguntó Melusina.
Ella les cuenta todo, tal como habéis oído. Melusina le pregunta luego por las ciudades y castillos del reino de Albión, y Presina se los va describiendo mientras descienden de la montaña y regresan a Avalón. Al poco tiempo, estaban las tres hermanas juntas, cuando Melusina les dijo:
—Mis queridas hermanas, daos cuenta de la miseria que tiene nuestra madre por culpa de nuestro padre; nosotras mismas habríamos podido vivir mucho mejor y con más riqueza. Por lo que a mí respecta, pienso vengarme, pues quiero que él conozca las mismas privaciones que ha sufrido nuestra madre.
—Vos sois la mayor —le respondieron Melior y Palestina—; os seguiremos y aceptaremos lo que queráis hacer.
—Hermanas, bien veo que tenéis amor de verdaderas hijas a vuestra madre; habéis hablado muy bien. He pensado, si estáis de acuerdo, que lo encerraremos en la admirable montaña de Northumberlandia llamada Brumbloremlión, y que no salga de allí en el resto de su vida.
—Vayamos, pues ya es hora de que nuestra madre sea vengada de la deslealtad que le hizo nuestro padre.
Por su condición mágica consiguieron apresar a Elinás y lo encerraron en la montaña; después, fueron a ver a Presina y le dijeron:
—Madre, ya no te debes preocupar por la deslealtad de nuestro padre, pues ha recibido su merecido: no saldrá jamás de la montaña de Brumbloremlión, en la que lo hemos encerrado; allí pasará entre sufrimientos el resto de su vida.
—¡Ay! —exclama Presina, que se lo imaginaba—, malas y perversas, crueles y duras de corazón, habéis hecho mal al castigar así al que os engendró, pues era mi único alivio en este mundo mortal; vosotras me lo habéis quitado. Os daré la recompensa que os merecéis. Melusina, tú eres la mayor y deberías tener más entendimiento; por tu culpa le habéis dado esta dura cárcel a vuestro padre y por eso serás la primera castigada; el poder de la semilla de Elinás os habría devuelto a su condición humana, y a partir de ahora, Melusina, te convertirás todos los sábados en serpiente del ombligo para abajo; si encuentras a un hombre que te quiera tomar por esposa, debe prometerte que no te verá ningún sábado, y si te descubre, que no lo revelará a nadie: así vivirás normalmente, como cualquier mujer y morirás de forma normal. Sea como sea, de ti descenderá un noble linaje, que realizará grandes proezas. Pero si eres abandonada por tu marido, volverás al tormento de antes hasta que llegue el día del Juicio Final; aparecerás tres días antes de que cambie de señor la fortaleza que construyas y que llevará tu nombre, y también se te verá cuando algún descendiente de tu estirpe vaya a morir.
»A ti, Melior, te concedo un castillo hermoso y rico en Gran Armenia; en él custodiarás un gavilán hasta que vuelva el Alto Dueño. Todos los caballeros que vayan allí a velar la antevíspera, la víspera y el día veinticinco de junio, si no se duermen un instante, recibirán un regalo tuyo, un regalo de cosas temporales; pero si piden tu cuerpo o tu amor, para casarse contigo o para cualquier otra unión natural, serán desgraciados hasta la novena generación, y perderán sus riquezas.
»Y tú, Palestina, tú serás encerrada en la montaña de Canigó, con el tesoro de tu padre, hasta que un caballero de tu estirpe llegue allí, obtenga el tesoro, ayude a conquistar la tierra prometida y te libere.
Las tres hermanas se quedaron muy afligidas y se alejaron de su madre. Melusina pasó bosques y setos; Melior marchó al Castillo del Gavilán, en Gran Armenia; Palestina fue al Canigó, donde muchos la han visto a partir de entonces: yo mismo lo he oído decir al rey de Aragón y a otros de su reino. No os molestéis porque os he contado esta historia, pues era necesaria para lo que viene después; ahora quiero entrar en materia, pero antes os expondré cómo murió el rey Elinás y cómo Presina lo enterró en una rica tumba, dentro de la montaña.
En efecto, el rey vivió mucho tiempo en su prisión, hasta que lo llamó la muerte, que con todo acaba; entonces acudió Presina y lo enterró en una tumba extraordinariamente rica: en la sala donde estaba había candelabros de oro y de piedras preciosas, antorchas y lámparas que ardían a todas horas, de día y de noche; a los pies de la tumba había una estatua de alabastro, de tamaño natural, que representaba a Presina, y era bellísima; la estatua sujetaba en las manos una tablilla de oro en la que estaban escritos los hechos contados más arriba; como guardián del lugar puso a un gigante fiero y horrible, que tenía dominado todo el país y le cobraba tributo, costumbre que mantuvieron varios gigantes después de éste, hasta que llegó Jofré el del Gran Diente, del que oiréis hablar más adelante.
Ya sabéis lo que ocurrió con Elinás y Presina; ahora voy a comenzar la verdadera historia de las maravillas del castillo de Lusignan, en el Poitou, y cómo fue construido.
La auténtica historia cuenta que antaño hubo en Inglaterra un noble, que luchó con el sobrino del rey y lo mató. No se atrevió a quedarse en el país, sino que tomó todos sus bienes y fue a las altas montañas que rodean el nacimiento del Ródano y de otros grandes ríos, y era una tierra deshabitada. Según cuenta la historia, un día encontró allí, junto a una fuente, a una hermosa dama que le explicó todo lo que le había ocurrido. Con el paso del tiempo, se enamoraron ambos y la dama le proporcionó gran prosperidad. Construyeron en la Tierra Desierta varias fortalezas e hicieron viviendas; el país se pobló en muy poco tiempo; pensaron cómo llamarían aquel lugar y, como lo habían encontrado lleno de bosques y florestas, lo llamaron Forez, y así se llama todavía.
La dama y el caballero discutieron, no sé a ciencia cierta por qué, pero ella lo abandonó inmediatamente, por lo que el caballero sintió un profundo pesar; no obstante, la prosperidad iba en aumento, como las riquezas. Más tarde, los nobles de su país le buscaron una alta dama, hermana del conde que había entonces en Poitiers, y tuvo varios hijos varones. Entre todos, uno, el tercero, que se llamaba Remondín, era especialmente hermoso, agraciado y elegante. Cuando debía tener catorce o quince años Remondín, el conde de Poitiers dio una fiesta por uno de sus hijos, Beltrán, al que iba a armar caballero. No tenía más hijos varones, pero sí una hija bellísima, que se llamaba Blanca. El conde Aimeric convocó a su nobleza para que asistieran a la ceremonia de armar a su hijo, y convocó también al conde de Forez, para que acudiera a la fiesta con tres de sus hijos mayores, pues los quería conocer. El conde de Forez acudió con las mayores honras que pudo, llevando a sus tres hijos. Hubo una gran fiesta, en la que varios jóvenes fueron armados caballeros en honor de Beltrán, que también fue hecho caballero aquél día, como el hijo mayor del conde de Forez. Se hicieron buenas justas y las fiestas duraron ocho días enteros, al cabo de los cuales el conde Aimeric regaló ricos presentes.
Al terminar las fiestas, el conde de Poitiers pidió al de Forez que le dejara a Remondín, que era sobrino suyo, y que no se preocupara nunca por él, pues lo dotaría bien. El conde de Forez aceptó, y Remondín se quedó en Poitiers. Así concluyeron las fiestas, con muestras de afecto y con grandes honores.
La historia deja aquí de hablar del conde de Forez, que volvió a sus tierras con los otros dos hijos y con su mesnada, y continúa con el conde Aimeric de Poitiers y con Remondín.
Asegura la historia, y también la crónica auténtica, que el conde Aimeric fue abuelo del abuelo de San Guillermo, el que dejó los bienes terrenales para servir a Dios nuestro Creador entrando en la orden y regla de los monjes blancos; pero no quiero extenderme mucho en esto, sino que voy a continuar con el conde Aimeric y con nuestra materia. Cuenta la historia que el conde Aimeric fue hombre de gran valor, defensor de todo tipo de nobleza, y el más profundo conocedor de los astros que hubo desde tiempos de Aristóteles hasta sus días, pues en aquella época nadie dejaba que sus hijos estudiaran las siete artes, que comienzan con la noble Retórica y siguen con la Gramática, Música, Física, Filosofía, Geometría y Teología, ni estudiaban las demás ciencias nobles si no eran de buena familia; sin embargo, en aquel tiempo, las ciencias eran más estimadas y más apreciadas que ahora, y por las enseñanzas que habían recibido los altos príncipes tenían más claridad de juicio en asuntos que si fuera ignorantes, y sin dificultad se daban cuenta de los problemas que se les exponían. Así, creo que un corazón de noble origen, con conocimiento de las nobles virtudes de las Artes, se equivoca tan pronto como el que ha aprendido las Artes con intención de enriquecerse o movido por el deseo de complacer a los príncipes y no de mantener la justicia, pues la tosquedad natural no se puede comparar con la naturaleza alimentada por la Ciencia.
Pero dejaré hablar de esto y volveré al conde Aimeric y a Remondín y contaré qué les ocurrió después.
El conde Aimeric era muy sabio, y quería tanto a Remondín que más era imposible; el joven, por su parte, se esforzaba en servir a su tío y en hacer todo cuanto pudiera agradarle. El conde, además, era un apasionado cazador y tenía numerosos galgos, lebreles, perdigueros y toda clase de perros y aves de caza. Un día, según cuenta la historia, uno de sus monteros le anunció que en el bosque de Colombieres había un jabalí extraordinario, el mayor que se había visto en mucho tiempo, y que podría ser una cacería entretenida.
—Me agrada esa noticia —dijo el conde—; que los monteros y los perros estén dispuestos mañana, e iremos a cazar.
—A vuestras órdenes, señor.
El día siguiente, el conde Aimeric salió de Poitiers con gran acompañamiento de caballeros y de nobles; a su lado se mantenía siempre Remondín, que montaba un rápido corcel, ceñía espada y llevaba la pica al hombro.
Llegaron al bosque y empezó la cacería. El jabalí era fiero y bravo, acabó con varios lebreles y alanos, y huyó por el bosque que era muy abrupto; entonces empezó el acoso con los voceadores, pero el animal no temía nada y respondía de tal forma que no había perro tan atrevido que osara acercarse, ni cazador tan valiente que le atacara; llegaron los caballeros y escuderos, pero ninguno se atrevió a descabalgar para enfrentarse con él. Entonces el conde dijo en voz alta:
—¿Cómo? ¿Este hijo de cerda nos va a asustar a todos?
Cuando Remondín oyó a su tío, se avergonzó, saltó del corcel con la pica empuñada y atacó al jabalí rápidamente, golpeándole en el pecho con toda su fuerza. El animal se revuelve y lo tira de rodillas, pero él se pone en pie con valor y decisión y se prepara para clavarle la pica otra vez; pero el jabalí se gira y emprende la huida, de forma que no hubo perro, caballero, ni nadie que no perdiera el rastro y la vista del animal, a excepción del conde y de su sobrino, que había vuelto a montar y lo perseguía por delante de todos a tanta distancia que su tío temía que el jabalí le atacara y por eso le grita:
—¡Buen sobrino, deja estar la pieza! Maldito sea quien nos la anunció, pues si este hijo de cerda os ataca, nunca más tendré alegría.
Remondín, que estaba excitado y que no se preocupaba por su vida, ni por la suerte o desgracia que le pudiera sobrevenir, persigue al jabalí con su rápido caballo, y el conde sigue sus huellas o lo ve de lejos.
¿Para qué serviría continuar hablando? Los caballos empezaron a cansarse y a quedarse rezagados, menos los de Remondín y Aimeric, que siguieron en el acoso hasta que se hizo noche cerrada.
Entonces se detuvieron bajo un gran árbol, y le dice el conde a Remondín:
—Buen sobrino, nos quedaremos aquí hasta que salga la luna.
—Como digáis, señor.
Descabalgó, tomó su pedernal y encendió fuego. Un poco más tarde salió la luna hermosa y clara, y brillaron las estrellas. El conde, que sabía mucho de astros, contempla el cielo y ve las claras estrellas, el aire puro y la hermosa luna, sin manchas ni oscuridades. Remondín, mientras tanto se esforzaba en encender el fuego para que su señor estuviera a gusto, y Aimeric contemplaba el cielo; entonces el conde empezó a suspirar profundamente, a la vez que decía:
—Dios verdadero, qué extrañas y admirables resultarían las maravillas que has confiado a la Naturaleza para que las administre, si Tú no las cubrieras con tu gracia divina; es especialmente digna de admiración la señal que veo en el curso de las estrellas, que has establecido en el firmamento desde que el cielo existe y que puedo conocer gracias a la alta ciencia de los astros; por eso te alabo de todo corazón, a Ti y a toda tu Alta Majestad, con la que nada es comparable. ¿Cómo podría resultar inteligible a la sabiduría humana si tu oculto designio no lo hubiera decidido, el hecho de que se pueda sacar honor y provecho obrando mal? Gracias a la noble ciencia que me has concedido, veo que es así; y me admiro profundamente.
Entonces empezó a suspirar más que antes. Remondín, que había encendido una hoguera y que había oído parte de las palabras del conde Aimeric, le dijo:
—Señor, el fuego ya arde; venid a calentaros. Creo que llegarán pronto quienes nos den buenas noticias, pues pienso que la pieza ha sido cazada, porque he oído tocar cuernos para reunir los perros, según me ha parecido.
—Eso me preocupa poco. Más me inquieta lo que estoy viendo.
Entonces mira al cielo y comienza a suspirar más profundamente que antes. Remondín, que lo quería mucho, le dice:
—Señor, por Dios, dejad estar esas cosas, pues un príncipe tan alto como vos no debe preocuparse de tales artes, ni de tales asuntos; sea como sea, Dios os ha concedido una elevada y noble situación y grandes posesiones en la tierra, por lo que podéis dejar las preocupaciones —si así lo deseáis— y las tristezas que os dan asuntos que no os pueden ayudar, pero tampoco perjudicaros.
—¡Ay, loco! Si supieras la grande, rica y maravillosa aventura que estoy contemplando, te quedarías sorprendido.
Remondín, que no pensaba en nada malo, le respondió:
—Mi muy querido señor, dignaos en decírmelo, si es posible, y si es asunto que yo deba conocer.
—Por Dios, lo vas a saber; ten por cierto que yo no desearía que Dios, ni el mundo te pidiesen cuentas con respecto a esta aventura, que nos afecta a ti y a mí, pues yo ya soy viejo y tengo bastantes herederos para que me sucedan en todas mis posesiones; te quiero tanto que me gustaría que recayera sobre ti un honor tan alto como el que veo en el curso de las estrellas: si un súbdito mata en este momento a su señor, llegará a ser el más rico, el más poderoso, el más honrado de su linaje, y de él saldrá una descendencia tan noble como para que se mencione hasta el fin del mundo, tenlo por cierto.
Entonces respondió Remondín que jamás podría creer que una cosa así fuera verdad, pues iba en contra de la razón el que alguien consiguiera bienes y honra cometiendo una traición mortal.
—Sin embargo, Remondín, yo creo que es verdad, tan verdad como te lo he dicho.
—No me lo creo, pues es increíble.
Entonces se pusieron los dos a pensar en el asunto, y de pronto oyeron por todo el bosque un gran ruido de ramas y de arbustos que se rompían. Remondín tomó la pica, que estaba en el suelo, y el conde desenvainó la espada y esperaron así mucho rato para saber qué pasaba, colocándose delante del fuego, en el lado por donde habían oído el quebrar de las ramas. Al cabo de algún tiempo, vieron llegar un gran jabalí, digno de admiración, que iba contra ellos espumeando y enseñando los dientes.
—Señor —dice Remondín—, subid a este árbol para que el jabalí no os haga daño y dejadme que me enfrente a él.
—No querrá Jesucristo que te deje solo en esta situación.
Cuando Remondín lo oye, ataca al jabalí empuñando la pica, con deseos de matarlo; el animal lo esquiva y se dirige contra el conde. Así comienza el dolor y la gran tristeza de Remondín, y la gran felicidad que le llegó tras esta dolorosa tristeza, según cuenta la verdadera historia.
En esta parte dice la historia que el jabalí se dio cuenta de que Remondín iba contra él y se desvió, yendo velozmente hacia el conde, que al verlo acercarse envainó la espada y cogió una pica que había visto a su lado; sujetando la pica bajo la planta del pie, dirigió la punta hacia el pecho del animal, que venía muy deprisa, pero tenía tan dura la piel que el conde cayó de rodillas por el impulso del jabalí. Remondín acudió corriendo con otra pica, dispuesto a herir al animal en el vientre, pues el golpe del conde lo había tirado de espaldas. La pica del joven sólo rozó las cerdas del lomo, y como iba con fuerza resbaló y alcanzó al conde atravesándolo de parte a parte por el ombligo. Remondín le saca del vientre la pica a su tío e hiere al jabalí, derribándolo muerto; después va al lado del conde e intenta levantarlo, pero era en vano, pues ya había muerto. Cuando Remondín vio la herida y la abundante sangre que manaba de ella, sintió tal dolor que ningún hombre lo ha tenido mayor en su vida, y decía:
—¡Ay! Falsa Fortuna, ¿cómo eres tan perversa que me has hecho matar al que amaba tanto, a quien me había hecho tanto bien? ¡Ay! Dulce Padre todopoderoso, ¿en dónde podrá refugiarse este desdichado pecador? Ciertamente, todos los que oigan contar esta desgracia me condenarán, con motivo, a morir de vergonzosa muerte y mediante duro tormento, pues peor traición no fue cometida nunca por un pecador. Tierra, ¿por qué no te abres? Trágame y ponme junto al más oscuro y odioso de los ángeles, el que antaño fue el más hermoso de todos, pues le he servido bien.
Durante mucho rato hizo estas lamentaciones y, después, se dirigió a sí mismo:
—Mi señor, que aquí yace muerto, me dijo, si ocurría tal cosa, que yo sería el más honrado de mi linaje, pero veo lo contrario, pues seré el más desdichado y el más deshonrado, y es justo que así sea. Sin embargo, ya que no puede ser de otra forma, me iré de esta región en busca de la aventura allí donde pueda expiar mi pecado, si Dios quiere.
Entonces se acercó a su señor, lo besó llorando y con el corazón tan entristecido que no diría una palabra por todo el oro del mundo; toma el cuerno de caza y se lo coloca sobre el pecho; después monta y se aleja a través del bosque, sin saber a dónde ir. Llevaba tal dolor que sería imposible contar la décima parte.
Dice la historia que cuando Remondín dejó a su señor muerto en el bosque, junto al fuego y al lado del jabalí, cabalgó por el tupido bosque con un dolor digno de admiración; cabalgó hasta que le envolvió la noche, y era medianoche. Llegó a una fuente conocida como Fuente de la Sed, llamada por algunos Fuente Hechizada, pues antaño ocurrieron muchas aventuras en ella, y aún ocurrían de vez en cuando. Estaba la fuente en un lugar escarpado y admirable, con grandes rocas por encima y un hermoso prado a lo largo del valle, más allá del bosque. La luna brillaba clara y el caballo de Remondín lo llevaba a su gusto, por donde quería, pues al joven le faltaba la voluntad por la tristeza que tenía, como si estuviera adormecido. Cabalgó hasta llegar muy cerca de la fuente, junto a la que se solazaban tres damas; una de ellas era la señora de las otras. De ésta vamos a hablar, de acuerdo con lo que nos dice la historia.
Ahora cuenta la historia que el caballo llevaba a Remondín, que estaba pensativo, triste y cabizbajo por lo ocurrido, por donde quería, sin que él le tirara del freno hacia la derecha o hacia la izquierda; y el joven ni oía, ni veía, ni entendía. En tal estado pasó por delante de la fuente en la que estaban las tres damas, sin verlas, y el caballo se lo llevó rápidamente; entonces, la de más dignidad dijo a las otras:
—Ese que pasa por ahí parece hombre gentil, pero no lo demuestra, sino que se comporta como tosco al pasar de tal forma ante damas o doncellas sin saludarlas.
Decía esto por disimular, para que las otras no se dieran cuenta de lo que estaba pensando, pues sabía que era un joven valeroso, tal como oiréis más adelante. Les dijo a las otras:
—Quiero ir a hablar con él.
Las deja y va hacia Remondín; sujetando el freno del caballo, lo detiene a la vez que dice:
—Vasallo, gran orgullo o gran necedad os hacen pasar así por delante de doncellas sin saludarlas, aunque orgullo y necedad pueden estar juntos en vos.
Y a continuación se calla.
El joven, que ni la oye, ni la escucha, no le contesta una sola palabra. Ella, como enfurecida, vuelve a dirigírsele diciendo:
—¿Cómo, estúpido señor, sois tan engreído que no os dignáis responderme?
Él no le contesta una palabra.
—A fe mía —exclama la dama—, creo que este joven está dormido encima de su caballo, o que es sordo y mudo; pero creo que voy a conseguir que hable, si es que ha hablado alguna vez.
Entonces lo coge por la mano y tira fuerte y firme diciendo:
—Señor vasallo, ¿estáis dormido?
Remondín vuelve en sí, como quien se despierta sobresaltado, empuña la espada, pensando que le atacaban las gentes del conde. Cuando la dama lo ve, se da cuenta de que hasta entonces no se había percatado de su presencia, y le dice riendo:
—Señor vasallo, ¿con quién queréis entablar batalla? Vuestros enemigos no están presentes aquí. Buen señor, yo soy de los vuestros.
Cuando Remondín oye esto, la mira y observa su gran belleza; se queda admirado y le parece que nunca vio a nadie semejante. Descabalga rápidamente y hace una reverencia con cortesía, mientras dice:
—Queridísima señora, perdonadme la injuria y la villanía que he cometido para con vos, pues me he portado muy mal: os juro por mi fe que ni os había visto, ni oído hasta que me tirasteis de la mano. Pensaba en un asunto que me ha llegado al corazón y le ruego a Dios que me ayude a salir de él.
—Señor, bien habéis hablado, pues siempre se ha de invocar a Dios para que nos ayude. Os creo en lo que habéis dicho de que no me habíais oído ni escuchado, pero ¿a dónde vais a esta hora?, si es que me lo podéis revelar; si no conocéis el camino, os ayudaré a encontrarlo, pues no hay vereda ni sendero en este bosque que yo no sepa a dónde se dirigen; confiad en mí.
—Señora, muchas gracias por vuestra cortesía. Llevo perdido mi camino la mayor parte de hoy, hasta ahora.
Cuando la dama ve que mantiene la reserva, le dice:
—Remondín, por Dios, de nada os vale guardar el secreto; sé bien qué os ha pasado.
Al oír que la dama lo llama por su nombre, se quedó tan asombrado que no supo qué responder; ella, que se dio cuenta de que estaba avergonzado de que supiera tanto de él, le dijo:
—Por Dios, Remondín, después de Dios soy yo la que más te puede ayudar y proteger en este mundo, en tus adversidades, y convertir tu desdicha de mal en bien. De nada te vale ocultarlo. Sé cómo has matado a tu señor por mala suerte, como si lo hubieras querido, aunque en ese momento no deseabas hacerlo y sé todas las palabras que te dijo gracias a sus muchos conocimientos de los astros.
Al oír esto, Remondín se quedó más asombrado que antes, y le contestó:
—Querida señora, me decís la pura verdad, pero me pregunto admirado cómo lo sabéis o quién os ha informado tan pronto.
—Remondín, no te asombres, pues lo sé y sé que piensas que soy fantasma o que mi figura y mis palabras son obras del diablo, pero te aseguro que estoy del lado de Dios y que creo en todo cuanto debe creer una católica; ten por seguro que sin mí y sin mi consejo no podrás llevar a buen término lo que emprendas. Si me crees, todas las palabras que te dijo tu señor se cumplirán en ti, con la ayuda de Dios, y muchas más que no te dijo, pues serás el más poderoso y el mayor de tu linaje.
Cuando Remondín oyó las promesas de la dama, recordó las palabras que le había dicho su señor, y no se olvida del peligro que le acecha de ser desterrado o muerto, o expulsado de todas las tierras donde sea conocido; decidió entonces confiar en la dama, pues sólo tenía que pasar una vez el cruel paso de la muerte. Respondió con humildad:
—Querida señora, os agradezco la promesa que me hacéis. Sabed que ni por dificultad, ni por duro que sea, dejaré de hacer, en lo posible, lo que queráis, si es cosa que pueda emprender un cristiano sin faltar al honor.
—Habéis hablado bien. Os aconsejaré algo de lo que sólo recibiréis bienes y honra, pero es necesario que antes me prometáis que os casaréis conmigo. No temáis, pues estoy del lado de Dios.
Remondín juró que así lo haría.
—Ahora, Remondín —añadió ella—, es necesario que juréis otra cosa.
—¿Qué es, señora? Estoy dispuesto, si es algo que yo pueda hacer.
—Sí, no os perjudicará. Me juraréis, por todo lo que se pueda jurar, que los sábados no intentaréis verme, ni preguntaréis dónde estoy.
—Os juro por mi alma que ese día yo no hago nada que os pueda deshonrar y no hago sino pensar en cómo aumentar vuestra valía y vuestro estado.
Hemondín se lo jura así, y entonces la dama vuelve a tomar la palabra:
—Yo os diré lo que tenéis que hacer. No temáis nada; id rápidamente a Poitiers; al llegar, os encontraréis con varios que habrán vuelto de la cacería y que os pedirán noticias de vuestro señor el conde. Decid: ¿cómo, no ha regresado? Contestarán que no. Responded que no lo visteis desde que la cacería comenzó a complicarse y que entonces lo perdisteis en el bosque de Colombieres, como les pasó a los otros, y os quedaréis asombrado como los demás. Inmediatamente después llegarán los cazadores y gentes suyas, que llevarán en unas parihuelas al conde muerto; a todos les parecerá que la herida fue causada por los colmillos del jabalí, y todos coincidirán en que el animal lo mató y que el conde mató al jabalí, y considerarán que fue muy valiente. Entonces empezará la aflicción. La condesa, su hijo Beltrán, su hija Blanca, todos, grandes y pequeños, llevarán luto. Expresad tristeza y vestid de negro como los demás. Los funerales serán muy dignos, y cuando llegue el momento, los nobles rendirán vasallaje al nuevo conde. Vendréis a verme la víspera del día en que se deba celebrar el vasallaje, y me encontraréis en este mismo lugar. Tomad, amigo, como principio de nuestro amor estos dos anillos de oro que están juntos; sus piedras tienen una gran virtud: la de uno es que a quien se le dé por amor no morirá por heridas de arma, mientras lo lleve; la del otro, que le hará vencer a sus enemigos, si tiene razón, tanto en pleitos como en pelea. Con los anillos iréis seguro, amigo mío, pues no tendréis que temer nada.
Entonces se despidió Remondín abrazándola con dulzura y besándola con amor, confiado totalmente a ella; y ya estaba tan enamorado que consideraba verdad cuanto le decía y tenía razón al obrar así, según oiréis más adelante, en la historia auténtica.
Nos cuenta la historia que Remondín volvió a montar a caballo y su dama le indicó el camino correcto para ir a Poitiers y lo dejó. Remondín, que estaba muy a gusto en su compañía, se puso triste, pues hubiera querido estar siempre con aquella que le había dado tranquilidad. Cabalga hacia Poitiers y la dama vuelve a la fuente, al lado de las otras dos. Aquí la historia deja de hablar de ellas y vuelve a hablar de Remondín, que iba a Poitiers.
Cuenta la historia que Remondín cabalgó hasta llegar a Poitiers, donde encontró a varios que habían regresado de la cacería, unos por la noche y otros por la mañana, que le preguntaron:
—Remondín, ¿dónde está mi señor?
—¿Cómo —responde—, no ha vuelto? Le contestan que no. Remondín añade:
—No lo vi desde que la cacería empezó a complicarse, cuando el jabalí se levantó con el ladrido de los perros.
Entonces comienzan a llegar los demás; con respecto a las noticias del conde, todos coinciden con Remondín. Unos dicen que nunca vieron cacería tan extraña ni tan admirable, ni a un jabalí que corriera tanto. Muchos decían que era un animal maravilloso, que se había alejado de su región. Todos se extrañaban de que el conde tardara tanto, e iban a la puerta que daba al bosque; allí esperaron mucho tiempo, y continuaba llegando gente que decía lo mismo que los otros, y todos se habían perdido en el bosque por la noche, sin poder seguir ni reconocer ningún camino o sendero, por lo que se admiraban más aún. La condesa, que estaba en la gran sala en Poitiers, estaba muy afligida por el retraso del conde, igual que sus hijos, pero se afligirán todavía más, como vais a oír.
La historia nos cuenta que los que acompañaban a Remondín estuvieron en la puerta hasta que llegaron muchos que venían de la cacería; cuando estaban más cerca, oyeron lastimeras voces que se lamentaban con tristeza, por lo que muchos se extrañaron, y algunos empezaron a temer que le hubiera ocurrido cualquier desgracia a su señor; cuando los que se acercaban estuvieron junto a ellos, comenzaron a gritar:
—¡Llorad, llorad todos! ¡Vestís de negro! Este hijo de cerda nos ha matado a nuestro buen conde Aimeric.
Detrás de ellos venían dos cazadores que llevaban el jabalí enormemente grande sobre un rocín. Entraron en la ciudad dando muestras de un profundo dolor, y entonces llegaron los que traían las parihuelas con el conde muerto. Cuando lo vieron sus hombres, comenzaron a gritar:
—¡Ay! Maldito sea el que anunció esta cacería.
Y empezó un duelo tan grande que nadie vio uno mayor y llegaron al palacio y allí bajaron el cuerpo. No se debe describir durante mucho tiempo el dolor. La condesa y sus hijos se afligen profundamente, el pueblo y todos los nobles de la región también se afligen, y Remondín lo siente mucho más que todos y se arrepiente de su culpa, y si no hubiera sido por el consuelo que recibió de la dama, les hubiera dicho lo ocurrido, por el arrepentimiento que tenía de la muerte de su señor.
No os quiero entretener mucho en este asunto. Las exequias se hicieron con grandes honores y así fue enterrado en la iglesia de Nuestra Señora de Poitiers, según las costumbres de aquel tiempo.
Las gentes buenas de la tierra sintieron mucho la pérdida de su señor y, entristecidos, tomaron el jabalí y lo llevaron a la plaza, delante de dicha iglesia y lo quemaron en un horno hecho con montones de tierra.
Es cierto que no hay dolor, por angustioso que sea, que no se dulcifique a partir del tercer día. Los nobles reconfortaron a la dama y a sus hijos tanto como pudieron y consiguieron que se aliviara su dolor. Pero el dolor de Remondín crecía cada día más, tanto por el remordimiento de su culpa, como por el amor que le tenía a su tío el conde. El consejo convocó a los nobles para que un determinado día acudieran a prestar juramento a su joven señor ofreciéndole sus tierras y feudos. Cuando Remondín lo supo, montó a caballo, salió solo de Poitiers y entró en el bosque para cumplir lo que había prometido a la dama.
Dice la historia que Remondín cabalgó hasta llegar a Colombieres, atravesó la población y se adentró en el monte hasta que llegó a la pradera que había al pie del talud, junto a la roca que estaba sobre la Fuente de la Sed. Cuando se acercó un poco más, vio una construcción de piedra, parecida a una capilla y aunque él había estado allí varias veces, nunca la había visto. Acercándose más aún, vio ante dicho lugar a varias damas, doncellas, caballeros y escuderos que le mostraron una gran alegría, con profundo respeto, por lo cual se admiró mucho. Uno de ellos le dijo:
—Señor, desmontad y venid hacia mi señora que os está esperando en su pabellón.
—Eso me agrada.
Descabalga y va con ellos, que le acompañaban con tanto honor, ante su dama.
Tal como os digo, acompañaron a Remondín con mucho honor, se acercaron a un pabellón riquísimo y cuando ya estaban junto a la dama, salieron muchas damas y doncellas, vestidas con extraordinaria riqueza. La dama se separó de las demás, fue hacia Remondín y le dijo:
—Señor, sed muy bienvenido, pues sois la persona a la que más deseaba ver.
—Mi querida señora, muchas gracias, a mí me ocurría lo mismo.
La dama lo tomó por la mano, lo metió en el pabellón y se sentaron sobre una rica alfombra, y todos los demás se quedaron fuera.
Entonces la dama empezó a hablar con Remondín, diciéndole:
—Amigo mío, bien sé que habéis cumplido lo que os pedí; a partir de ahora tendré mayor confianza en vos.
—Señora, he encontrado tanta verdad desde el principio de vuestras palabras, que no habrá cosa que me pidáis —que pueda ser llevada a cabo por una persona— que yo no haga por alegraros.
—Remondín, no emprenderéis nada por mí sin llevarlo a buen término.
Llegó entonces un caballero anciano, que se arrodilló delante de ella y manifestó un gran respeto hacia Remondín, y dijo:
—Señora, todo está dispuesto; cuando queráis.
—Que empiecen a servir cuando os parezca.
Todo estaba preparado, se lavaron y sentaron. Sobre Remondín y la dama había un rico palio y dentro del pabellón habían colocado numerosas mesas a las que estaba sentada mucha gente honorable. Remondín se quedó sorprendido y preguntó a la dama:
—Señora, ¿de dónde vienen tantas gentes y tan noblemente vestidas?
—No os asombréis, pues son vasallos y seguidores vuestros, como otros muchos a los que ahora no veis.
Remondín se calla. Trajeron manjares abundantes, dignos de admiración. No quiero seguir mucho en este asunto. Luego, quitaron los manteles y se lavaron; después de dar las gracias, la dama tomó a Remondín por la mano y lo llevó a que se sentara de nuevo sobre la alfombra; los demás se retiraron.
Cuando se quedaron solos, dijo la dama a Remondín:
—Amigo, mañana los nobles de Poitou rendirán homenaje al joven conde Beltrán. Es necesario que estéis allí, y que hagáis lo que os voy a decir: esperaréis a que los nobles hayan jurado fidelidad, y entonces os adelantaréis y le pediréis al joven conde un don como recompensa de los servicios que prestasteis a su padre; decidle que no le vais a pedir castillo, ni ciudad, ni fortaleza, ni nada que le cueste mucho. Sé que os lo concederá, pues así se lo aconsejarán los nobles. Cuando os lo haya otorgado, pedidle tanta tierra en esta roca y en este talud como cabe en la piel de un ciervo, y que os la otorgue libre de vasallaje y de cargas. Pedid cartas y escrituras selladas con el gran sello del condado y con los sellos de los pares. Después, a la mañana siguiente, os encontraréis con un hombre que llevará en un saco una piel de ciervo curada en alumbre; comprádsela por el precio que os pida; mandad que os hagan con ella una correa de una sola pieza, lo más fina posible; a continuación, pedid que se os entregue vuestra tierra, que os encontraréis marcada y señalada de acuerdo con mis deseos. Si al acercar los extremos de la correa crece ésta, id hacia el valle, pues el arroyo de esta fuente irá valle abajo y dará lugar a un río bastante grande que después será útil. Id tranquilo, amigo, sin temor, pues todas vuestras necesidades serán resueltas. Volved aquí la mañana siguiente al día en que os hayan otorgado vuestro don, y traed las escrituras.
—Señora, cumpliré vuestros deseos mientras pueda.
Se besan entonces con dulzura y se despiden.
Aquí deja la historia de hablar de ella y habla de Remondín, que cabalga y galopa tan deprisa como puede, hasta que llega a Poitiers.
Cuenta la historia que Remondín cabalgó hasta Poitiers, donde encontró a muchos altos nobles del condado, que habían acudido a rendir vasallaje a Beltrán y que se alegraron al ver a Remondín. Por la mañana fueron todos juntos a San Hilario y allí se celebró el oficio divino. El joven conde iba de canónigo, como el abad, e hizo lo que tenía que hacer. Después, los nobles que debían hacerlo le rindieron vasallaje. Cuando acabaron, se adelantó Remondín y dijo:
—Escuchad, príncipes del noble condado de Poitou, la petición que voy a hacer a mi señor conde, y si os parece razonable, rogadle que me la conceda.
Los nobles le respondieron que con mucho gusto prestarían atención. Se acercaron todos al conde, y Remondín comenzó a hablar con sabiduría, diciendo:
—Querido señor, os pido como remuneración por todos los servicios que hice a mi señor vuestro padre —Dios tenga su alma— que os dignéis concederme un don, que no os costará ni el valor de una fortaleza, ni de un castillo, ni de nada que valga mucho.
—Si les place a mis nobles, a mí me place.
—Señor —dijeron los nobles—, ya que es cosa de tan poco valor, no se la debéis negar.
—Puesto que así lo queréis, yo lo concedo.
—Señor —dice Remondín—, muchas gracias. No os pediré otra cosa, señor, sino que me concedáis la extensión que abarque la piel de un ciervo, en la tierra que hay sobre la Fuente de la Sed, el talud, las escarpadas rocas y el alto bosque.
—Eso no os lo voy a negar; os lo otorgo libre y no tendréis que rendir homenaje de ello ni a mí ni a nadie.
Remondín se arrodilla, le da las gracias y le pide una escritura, que la hicieron inmediatamente en el material más duradero que se pudo y fue sellada con el gran sello del conde y corroborada por el consejo y los pares del país, que colgaron de ella sus doce sellos junto al gran sello del conde, como reconocimiento de que el don era legítimo. Salieron entonces de la iglesia de San Hilario y se dirigieron a la sala del castillo, donde se celebró una gran fiesta, se sirvieron ricos manjares, hubo música y el conde concedió valiosos regalos. Entre todos los que asistieron a la fiesta, le dieron a Remondín el premio de ser el más hermoso y el de mejor presencia; y así estuvieron hasta la noche, en que se fueron a descansar.
Al día siguiente, por la mañana, se levantaron todos y fueron a oír misa con devoción. Remondín la oyó en la abadía, y rogó a Dios que le permitiera llevar a término el asunto, para la salvación de su alma y en provecho y honor de cuerpo, y estuvo devotamente en el monasterio hasta después de la hora prima.
Cuenta ahora la historia que, después de oír misa y de rezar, salió Remondín del Monasterio Nuevo, y a la salida, por la parte del castillo vio a un hombre que llevaba un saco al hombro, que yéndole al encuentro le dijo:
—Señor, ¿queréis comprar la piel de ciervo que llevo en mi saco? Con ella se pueden hacer buenas cotas de caza para vuestros monteros.
—Sí, con mucho gusto; ¿cuánto me costará tal como está?
—Por Dios, señor, pagad cien sueldos, si os parece bien.
—Amigo, llévala a mi alojamiento y te pagaré.
—Con gusto, señor.
Y fueron al alojamiento. Remondín pagó y después hizo que fuera un guarnicionero y que cortara una correa lo más delgada y fina posible. Así lo hicieron y después la enrollaron y la metieron otra vez en el saco. Los que tenían que concederle el don salieron de Poitiers y Remondín con ellos, y caminaron hasta llegar a la montaña que hay por encima de Colombieres. Y vieron que sobre la Fuente de la Sed había grandes zanjas y árboles cortados por todas partes, lo cual les extrañó pues nunca habían visto zanjas allí. Remondín, que se dio cuenta de que era obra de su dama, se calló. Cuando bajaron al prado, sacaron la piel fuera de la bolsa y la miraron.
Cuando los quiñoneros vieron la piel cortada tan fina, se quedaron perplejos y le dijeron a Remondín que no sabían qué hacer. Llegaron entonces dos hombres, vestidos con una tela tosca, que dijeron:
—Hemos sido enviados aquí para ayudaros.
Desenrollan la piel, haciendo un ovillo y la llevan hasta el fondo del valle, lo más cerca que pudieron de la roca; clavan allí una estaca fuerte y gruesa y después atan a ella uno de los cabos de la cinta de cuero. Uno de los hombres llevaba un gran haz de palos que iba clavando alrededor de la roca, por donde estaba hecha la zanja; el otro le seguía, atando la correa a los palos. Así le dieron la vuelta a la montaña y, cuando llegaron al primer palo, aún quedaba mucha cinta y se dirigieron hacia el valle. Y según se cuenta en aquella tierra, y lo atestigua la verdadera historia, allí brotó un arroyo, gracias al que molieron varios molinos y han molido desde entonces; y del nacimiento del arroyo se asombraron los que iban a medir el lugar, al igual que se quedaron admirados del tamaño que tenía la piel del ciervo, pues alcanzaba dos leguas de larga.
Según cuenta la historia, los encargados de entregar la tierra se quedaron sorprendidos cuando vieron que el río brotaba repentinamente, valle abajo, con grandes borbotones de agua y también se sorprendieron por la extensión que abarcaba la piel del ciervo. Entregaron a Remondín la escritura y, tan pronto como se la dieron, no supieron qué había sido de los dos hombres.
Entonces se volvieron todos juntos a Poitiers para contarle al conde y a su madre este extraordinario suceso. Entonces dice la dama:
—No me volváis a creer nunca si Remondín no ha encontrado alguna aventura en el bosque de Colombieres, pues es un bosque donde frecuentemente se producen hechos extraordinarios.
—Señora —dice el conde—, creo que decís verdad, pues he oído que en la fuente que hay debajo de la roca se han visto numerosas aventuras maravillosas. Por lo que a él respecta, ruego a Dios que pueda disfrutar de todo, para su provecho y honor.
—Amén —responde la dama.
Mientras hablaban así, llegó Remondín y se inclinó ante el conde dándole las gracias por el honor y la cortesía que le había mostrado.
—Remondín —dice el conde—, es poca cosa; pero, si Dios quiere, os daré más. Remondín, me han dicho que ha ocurrido algo digno de admiración en el sitio que os han dado de mi parte, y que yo os he concedido libre de cargas. Os ruego que me digáis la verdad.
—Mi queridísimo señor, si los que han estado conmigo no os han contado nada más que lo que han visto, es cierto; es verdad lo de la extensión que abarca la piel del ciervo, también es verdad lo de los dos hombres que han medido la tierra y el riachuelo que ha manado repentinamente; todo eso es cierto, señor.
—Eso son cosas dignas de admiración. En verdad, Remondín, tenéis que haber encontrado alguna aventura maravillosa. Os ruego que nos la contéis, para sacarnos del tedio.
—Señor, no he encontrado más que cosas buenas y honra, pero me agrada más frecuentar ese lugar que otros sitios, al menos por ahora, pues tiene fama de ser sitio donde se producen aventuras, y espero que Dios me envíe alguna buena y honrosa. No me preguntéis más, pues no podría deciros nada más.
El conde, que lo quería mucho, se calló, pues no quería enfadarle. Con esto, se despidió Remondín de él y de su madre. Ahora dejaré de hablar de ellos y diré cómo volvió Remondín junto a su dama.
En esta parte cuenta la historia que Remondín, que estaba muy enamorado de su dama, se marchó de Poitiers, solo, y cabalgó hasta llegar al alto bosque de Colombieres; allí, bajó por la montaña y llegó a la fuente, en donde encontró a su dama, que lo recibió muy contenta, diciéndole:
—Amigo mío, empezáis a guardar muy bien nuestros secretos, y si continuáis así, recibiréis un gran bien y lo veréis muy pronto.
—Señora, estoy dispuesto a cumplir vuestra voluntad con todas mis fuerzas.
—Hasta que no os hayáis casado conmigo no sabréis ni veréis nada más.
—Señora, estoy dispuesto a casarme ya.
—No, tiene que ser de otra forma. Conviene que vayáis a rogar al conde, a su madre y a todos vuestros amigos, que acudan a vuestras bodas aquí, a este prado, el próximo lunes, para que vean el noble hecho que pienso realizar para aumentar nuestra honra, y que no sospechen que os casáis por debajo de lo que os corresponde. Mientras, basta con que les digáis que os casáis con la hija de un rey, pero no les reveléis nada más, por todo lo que me amáis.
—Señora, no temáis.
—Amigo, por mucha gente que invitéis, no os preocupéis, pues serán bien recibidos y bien alojados, y tendrán bienes y alimentos en abundancia para ellos y para sus caballos. Id, amigo, y no temáis nada.
Con esto se abrazan y se besan. Remondín monta a caballo y se va. Aquí deja la historia de hablar de la dama y Remondín, que va muy deprisa a Poitiers.
Cuenta ahora la historia que Remondín, al dejar a su dama, cabalgó hasta llegar a Poitiers, donde encontró al conde, a su madre y a muchos nobles del pafs que le dieron una cariñosa bienvenida y le preguntaron que de dónde llegaba. Respondió que volvía de pasear; después de haber hablado un rato de varias cosas, se arrodilló ante el conde y le dijo:
—Querido señor, os ruego, por todos los servicios que os podré llegar a prestar, que me concedáis un honor tan grande como es el de acudir el lunes a mi boda en la Fuente de la Sed, y que llevéis a vuestra madre y a vuestra nobleza.
Cuando el conde lo oyó, se quedó sorprendido.
—Dios —dijo el conde— Remondín, buen primo, tenéis tan poca relación con nosotros que os casáis sin que hayamos sabido nada hasta que ha llegado el día de la boda; eso nos admira, pues pensábamos que si hubierais querido tomar esposa, que nos habríais pedido consejo primero a nosotros.
—Señor, no os lo toméis a mal, pues Amor tiene tanto poder que obliga a hacer las cosas a su antojo y yo he ido tan lejos en este asunto, que no puedo retroceder; si hubiera podido, no lo hubiera hecho.
—Por lo menos, buen señor, decidnos quién es y de qué familia.
—Me preguntáis una cosa que no sé contestar —responde Remondín riéndose—; pues nunca pregunté tanto.
—Eso sí que es maravilloso —exclama el conde—; Remondín se casa y no sabe a quién toma por mujer, ni a qué familia pertenece.
—Señor, ya que a mí me basta, a vos os debe bastar, pues no me caso por vos, que yo sepa, sino por mí mismo; yo sufriré la tristeza o la alegría, según Dios quiera.
—Decís bien. Por lo que a mí respecta, no tomaré parte en las peleas, si las hay; y ya que es así, pido a Dios que os conceda alegría y felicidad. Iremos con gusto a la boda, y llevaremos a nuestra madre, a numerosas damas y doncellas, y a nuestra nobleza.
—Señor, cien mil gracias, pues creo que cuando vayáis y veáis a la dama, os gustará mucho.
Así dejaron de hablar del asunto y hablaron de otras cosas hasta que fue hora de cenar, pero el conde seguía pensando en Remondín y en su mujer y se decía que debía ser un fantasma que había encontrado en la Fuente de la Sed. Y así estuvo pensando durante mucho tiempo, hasta que su maestresala se le acercó para decirle:
—Señor, todo está dispuesto para la cena, cuando queráis.
—Vamos, pues.
Se lavaron y se sentaron, y fueron bien servidos. Y después de cenar, hablaron de muchas cosas y se fueron a acostar. Por la mañana, el conde se levantó temprano y oyó misa, después dictó varias cartas y convocó a sus nobles de varios lugares para que le acompañaran en la boda de Remondín. Los nobles acudieron con diligencia. El conde llamó también al conde de Forez, que era el hermano de Remondín, pues su padre había muerto, y también acudió.
Mientras, la dama hizo los preparativos en la pradera, junto a la fuente, y fueron tan grandes y ricos que, a decir verdad, no faltó nada de lo necesario para tributar honor y para recibir a un rey con toda su corte; os lo explicaré con más detalles. Llegó el domingo y se dispusieron todos para ir a la boda. Pasó la noche y vino el día. El conde se puso en marcha con su madre, su hermana y toda su nobleza. Remondín iba por delante, con su hermano el conde de Forez y una noble compañía. El conde le pregunta insistentemente por su mujer, pero Remondín no le dice nada, por lo que aquél se enfada. Fueron juntos hasta que subieron a la montaña y vieron las grandes zanjas que habían hecho en poco tiempo y el riachuelo que manaba abundantemente, y asombró a todos cómo tal cosa podía ocurrir tan de repente. Después miran hacia abajo, hacia la pradera y ven en ella toldos, tiendas y pabellones grandes, ricos y hermosos, con tal abundancia que todos se admiraron. Y en la pradera ven también a muchas damas, doncellas, caballeros y escuderos, y en medio del campo ven abundantes galopadas de caballos, jumentos, palafrenes y corceles. Y al fondo se divisan las cocinas humeando y, por encima de la fuente, la capilla, bonita y graciosa, bien adornada, que nunca la habían visto. Se admiran por todo y se dicen unos a otros:
—No sé qué vendrá después, pero mirad el hermoso principio y el aspecto de gran nobleza y mucha riqueza. ¡Dios quiera que el fin sea bueno!
En esta parte cuenta la historia que cuando el conde y su cortejo bajaban la montaña, les salió al encuentro un caballero anciano: iba vestido con elegancia, llevaba un cinturón de piedras preciosas y perlas, montaba un gran palafrén gris y le acompañaban doce hombres de alto linaje y posición. En seguida vio al conde de Forez y a Remondín, su hermano, elegantes y con noble compañía. El caballero anciano reconoció a Remondín y lo saludó cortésmente, y también saludó a su hermano el conde y al resto del acompañamiento, y ellos lo recibieron contentos.
—Señor —dijo el anciano a Remondín— llevadme a donde está el conde de Poitiers, por favor.
Éste lo hizo así mediante su escudero. Cuando el caballero llegó ante el conde, le hizo una reverencia.
—Buen señor —dice el conde—, sed bien hallado. Decid, ¿qué deseáis?
—Señor, mi doncella Melusina de Albión se encomienda a vos tanto como puede y os agradece el alto honor que hacéis a vuestro primo Remondín, y a ella misma al venir a su boda.
—Señor caballero, en ese caso podéis decir a vuestra doncella que no hay necesidad de agradecimientos, pues estoy obligado a honrar a mi primo.
—Señor, habláis con cortesía, pero mi doncella es suficientemente discreta como para saber qué es lo que tiene que hacer, y por eso nos ha encargado, a mí y mis compañeros, que hagamos esto.
—Señor caballero, muchas gracias; tened por seguro que no esperaba que viviera cerca de mí una doncella de tan alta situación, ni que tuviera tantos nobles a su lado.
—Señor, cuando mi doncella lo desee, podrá tener más, pues no necesita más que ordenarlo.
Hablando así llegaron a los pabellones; el conde fue alojado en el más rico que vio jamás, y cada cual fue albergado de acuerdo con su dignidad; todos decían que en sus propios dominios no estarían mejor. Los caballos fueron reunidos en grandes tiendas y atados con tanto sitio que los criados se sorprendieron y se preguntaban de dónde procederían tantos bienes y riquezas.
Entonces llegó la condesa, la madre del conde, y Blanca, su hermana. Melusina, que era muy discreta, les envió al anciano caballero que había acompañado al conde. Varias damas y doncellas salieron con él para dar la bienvenida a las que llegaban, cumplimentándolas con honores. Las llevaron a que se alojaran en un pabellón bordado de oro y piedras preciosas, tan rico que todos se quedaron perplejos, y las recibieron con música de muchos instrumentos. Los que las acompañaban también fueron muy bien acomodados. Cuando la condesa, sus damas y doncellas habían descansado y se vistieron, acudieron a la tienda de la novia, que era, sin duda, la más noble. La novia estaba tan hermosa, y adornada tan ricamente, que todos decían que no habían visto nunca ninguna tan bella, ni tan bien vestida y con tanta riqueza; y todos se quedaron sorprendidos por su belleza y por su vestido. La misma condesa dijo que en todo el mundo no sabía de reina, rey o emperador que pudieran pagar lo que valían las joyas que llevaba.
¿Para qué extenderme más? El conde y uno de los nobles de más categoría, el conde de Forez, acompañaron a la novia a la capilla, que estaba adornada con tanta riqueza que nadie podría expresar el valor de los adornos, que habían sido trabajados con habilidad y en los que abundaban el oro, los bordados, las perlas —nunca se vieron semejantes—, las estatuas, cruces, incensarios de oro y plata, y libros todo lo ricos que se podría desear. Un obispo los casó. Y después del oficio divino salieron de la capilla y fueron a comer en una gran tienda que había en medio del prado. Se sirvieron abundantes manjares, buenos vinos, tortas e hipocrás en tal cantidad que todos se preguntaban de dónde saldrían tantas exquisiteces; y sirvieron sin límite, de forma que si alguno quería algo distinto, se lo llevaban tan pronto que mayor rapidez era imposible, y sorprendía la diligencia de los servidores.
Después del banquete, cuando se levantaron las mesas y se dio las gracias, tras las especias, varios fueron a armarse y a montar. La novia, la condesa y su hija, y otras grandes damas subieron a un graderío adornado con ricas telas recamadas; el resto de las damas ocuparon bancos. Entonces empezó la justa. Los condes de Poitiers y de Forez y los pictavinos lo hicieron bien; pero los caballeros de la novia hacían maravillas derribando caballos y caballeros. Llegó entonces Remondín, que montaba un hermoso caballo gris, regalo de su dama, con cubiertas y arneses blancos. En el primer ataque que hizo contra las filas contrarias, derribó al conde de Forez, su hermano; se esforzó tanto que no hubo caballero, de ninguna de las dos partes, que no lo evitara. El conde de Poitiers se quedó sorprendido y se preguntaba quién sería el caballero: se puso el escudo al pecho y le atacó con la lanza enfilada; pero Remondín, que lo había reconocido, se volvió hacia otra parte, golpeó a un caballero del Poitou con tal fuerza en el cerco del escudo, que tiró al suelo caballo y caballero. Realizó tales hazañas Remondín ese día que todos coincidían en que el caballero de las armas blancas era el triunfador de la fiesta.
Se acercó la noche y terminó la justa; las damas y la novia volvieron a sus pabellones y descansaron un rato. Poco después, fue momento de cenar. Se reunieron en una gran tienda, se lavaron y se sentaron a la mesa, y fueron servidos con riqueza. Después de cenar se levantaron las mesas y se dieron gracias. Las damas marcharon a sus aposentos y se pusieron vestidos cortos para bailar. Empezó una brillante fiesta, riquísima; los que habían acudido con el conde se sorprendieron de la cantidad de luces que veían y de las riquezas en general.
Cuando llegó el momento, llevaron a acostar a la novia, a un pabellón extraordinariamente lujoso, que acababa de ser plantado junto a la fuente; allí, el conde de Poitiers y el de Forez la entregaron a las damas y entonces la condesa de Poitiers y el resto de las damas se la llevaron adentro, dándole los consejos habituales, aunque ella era de buen juicio. La novia agradecía humildemente lo que le enseñaban para su bien y para su honra. Se acostó y las damas esperaron, junto a la cama, hablando de cosas diversas, a que llegara Remondín, que estaba con el conde y con su hermano, que le daba las gracias por haberle derribado en el primer encuentro.
—A fe mía —decía el conde de Poitiers—, buenos primos de Forez, hace mucho oísteis decir que el amor a las damas daba esfuerzo y trabajo a los enamorados y muerte a los caballos.
—Señor —contesta el conde de Forez—, Remondín me ha demostrado que es verdad.
—Buenos señores —responde Remondín avergonzado—, dejadlo estar, no me alabéis tanto, pues no soy el que pensáis. Creéis que soy el de las armas blancas, pero no lo soy. Ya quisiera yo que Dios me hubiera dado la gracia de ser tan bueno.
Mientras hablaban así llegó un caballero enviado por las damas, que les dijo:
—Señores, no lo entretengáis, pues tiene otras cosas en que pensar.
—Creo que tenéis razón —dice el conde de Poitiers.
Y el caballero añade:
—Señores, llevad a Remondín, pues las damas así lo piden. La parte que les corresponde ya está dispuesta.
Todos rieron de esto y dijeron que no necesitaba testigos que lo aseguraran, pues era cosa que se podía creer. Acompañaron a Remondín al pabellón y se acostó rápidamente; llegó entonces el obispo que los había casado y bendijo la cama; se despidieron todos y corrieron las cortinas.
La historia deja aquí de hablar de los demás, pues unos se fueron a acostar, otros a bailar y a divertirse, y habla de los recién casados, de cómo se comportaron y de lo que se dijeron en la cama.
En esta parte cuenta la historia que cuando se marcharon todos y juntaron los paños del pabellón, Melusina llamó a Remondín y le dijo:
—Mi muy querido señor, os doy las gracias por los honores que me han hecho hoy vuestros familiares y porque ocultáis muy bien lo que me prometisteis en nuestro primer encuentro. Si lo seguís manteniendo así, seréis el más poderoso y rico de vuestro linaje. Si hacéis lo contrario, vos y vuestros descendientes iréis a menos poco a poco; las posesiones que tengáis cuando cometáis la falta, si es que la cometéis —Dios no lo quiera—, no volverán a ser reunidas por ninguno de vuestros descendientes.
—Mi querida señora, no lo temáis, pues eso no sucederá, si Dios quiere.
—Amigo mío, ya que me he comprometido tanto, sólo deseo esperar la voluntad de Dios y confiarme en vuestra promesa. Procurad no faltar a lo prometido, pues vos seríais el que más perderíais después de mí.
—Señora, no debéis preocuparos: que Dios me abandone el día que yo falte voluntariamente a la promesa.
—Mi querido amigo, ahora olvidemos este asunto, pues por mí no dejaréis de ser el más afortunado de vuestro linaje, y el más poderoso.
Así dejaron de hablar de la promesa. Cuenta la historia que aquella misma noche fue engendrado el noble y valiente Urién, que sería rey de Chipre, tal como dice la historia más adelante.
Cuenta la historia en esta parte que los enamorados estuvieron en la cama hasta que salió el sol. Entonces se levantó Remondín, se vistió y salió del pabellón. Ya se habían levantado el conde de Poitiers, el conde de Forez y todos los nobles, y esperaban a Remondín para acompañarle, todos juntos, a la capilla. Oyeron misa con devoción y después volvieron al prado, dónde comenzó un gran festejo.
Ahora dejaremos de hablar de ellos y os hablaremos de la condesa y de las otras grandes damas, que embellecieron a Melusina y la llevaron, adornada con riqueza, a la capilla a oír misa: las ofrendas fueron numerosas y espléndidas. Después de que acabó el servicio divino, volvieron a su pabellón.
¿Para qué me voy a extender más? La fiesta fue grande y noble y duró quince días completos. Melusina regaló valiosas joyas a las damas, a los caballeros, a los escuderos y a las doncellas. Llegado el momento se despidieron todos. Melusina acompañó a la condesa y a su hija hasta más allá del poblado de Colombieres; Melusina regaló a la condesa un broche de oro tan rico que su valor era incalculable, y a su hija le entregó una cofia de perlas con grandes zafiros y rubíes, diamantes y otras piedras preciosas, en tanta abundancia que todos los que lo vieron se quedaron admirados de la riqueza del broche y de la cofia. Melusina hizo tantos regalos a grandes y pequeños que ninguno de los que asistieron a la fiesta dejó de alegrarse por los dones recibidos; todos se preguntaban sorprendidos de dónde procederían tantas riquezas, y todos coincidían en que Remondín se había casado poderosa y noblemente.
Melusina se despidió con toda cortesía del conde, de la condesa y de los nobles y regresó con buen acompañamiento. Remondín siguió con el conde, quien le dijo:
—Remondín, buen primo, si se puede saber, decidme a qué familia pertenece vuestra mujer. Cuando se acercó a nosotros el anciano caballero, que venía de su parte, para conducirnos a nuestro alojamiento, nos agradeció en nombre de su señora, Melusina de Albión, el honor que os hacíamos. Os rogamos, pues, si es posible, que nos digáis la verdad, porque según lo que hemos podido deducir de su condición y comportamiento, debe proceder de noble origen. La razón de nuestra curiosidad es la necesidad de no cometer afrentas y de tratarla con toda la honra que su situación merece: por eso tenemos tanto empeño en saberlo.
—Lo mismo me ocurre a mí —añade el conde de Forez.
Cuenta la historia que Remondín se entristeció en el corazón al oír lo que le pedían el conde de Poitiers, su señor, y el conde de Forez, su hermano, pues amaba y temía tanto a su dama que odiaba todo aquello que pensaba que le podía desagradar. Sin embargo, respondió fríamente:
—Señor y vos, hermano, debíais saber que por razón natural, aunque yo guardara mi secreto a cualquiera, a vos no os lo debería ocultar, si fuera cosa que yo pudiese decir y si yo la supiera. Os diré, pues, lo que sé. Nunca me he planteado preguntas sobre mi mujer, como vos acabáis de hacer; os puedo decir que es hija de un gran rey que posee extensas tierras. Según la actitud, el comportamiento y la forma de estar que habéis visto en ella, os podéis dar cuenta sin dificultad que no fue criada en la pobreza, ni en la rusticidad, sino que ha sido acostumbrada a la abundancia, a la riqueza, a los honores y a la generosidad de bienes. Ahora os pido, como a señores y a amigos que no preguntéis nada más, pues no os diré ninguna otra cosa. Tal como es, me gusta. Debéis saber también que ella es el principio de todos mis bienes de este mundo y creo que será el principal medio para la salvación de mi alma.
El conde de Poitiers respondió:
—Buen primo, por mi parte no os pienso seguir preguntando, pues ya nos habéis llevado a conocer los extremos del alto honor, la riqueza y el noble comportamiento de mi prima, vuestra mujer; nosotros deducimos que es de origen noble y poderoso.
—Tenéis razón —añade el conde de Forez—, y por mi parte, como vos, no voy a seguir haciendo preguntas, aunque sea mi hermano; pienso que está bien situado, a mi parecer.
¡Ay! Después no cumpliría lo dicho y por ello Remondín perdió a su mujer y el conde de Forez fue muerto por Jofré el del Gran Diente, como contará más adelante la historia.
Como ya era tarde, Remondín se despidió del conde, de su hermano y de los nobles, y volvió a la Fuente de la Sed. Cada uno de ellos también se fue a sus tierras: el conde de Forez, tras despedirse de todos y agradecerles los honores que le habían hecho en la boda de su hermano, se dirigió a sus dominios; el conde de Poitou emprendió el regreso con su madre, con su hermana y con otros familiares y servidores de la casa de Poitiers; y cada noble marchó también a sus tierras. Todos pensaban en las maravillas que habían visto durante las bodas, en las zanjas y en el río, y estaban seguros de que otros hechos extraordinarios seguirían a este principio.
La historia deja ahora de hablar de ellos, y habla de Remondín y de su mujer, y de lo que hicieron después de la fiesta.
Cuando Remondín volvió con su dama, encontró una fiesta mucho mayor que la de antes, con gentes muy nobles a las que no había visto en ningún lugar, que le dijeron:
—Señor, sed bienvenido; todos os debemos obedecer.
Y esto lo decían tanto las damas como los caballeros.
—Muchas gracias por el honor que me hacéis —respondió Remondín.
En esto, llegó Melusina que hizo que le contara, palabra por palabra, todo lo que había hablado con el conde de Poitiers y con su hermano; cuando Remondín concluyó, le dijo la dama:
—Remondín, mientras os mantengáis en ese camino, iréis sobrado de bienes. Buen amigo, mañana despediré a la mayor parte de los que han venido a la fiesta, pues hay que empezar ya con otros asuntos.
—Como os plazca.
A la mañana siguiente, Melusina dio licencia a los suyos para que se fueran si querían. Aquí deja la historia de hablar de las cosas dichas arriba y se ocupa de cómo la dama construyó la noble fortaleza de Lusignan, de la que os he hablado antes.
La historia cuenta en esta parte que después de que terminara la fiesta, cuando Melusina ya había despedido a parte de su gente, llamó a numerosos leñadores y cavadores; ordenó talar y arrancar los grandes árboles e hizo limpiar de piedras el fondo de las zanjas que antes cercó con la piel del ciervo; después hizo que acudieran albañiles y picapedreros, y empezó la construcción de los cimientos sobre roca firme. Los obreros trabajaron tanto y tan rápidamente que todos los que pasaban por allí se sorprendían. Melusina les pagaba los sábados, sin dejar nada a deber, y les daba abundante pan, vino, carne y todo cuanto deseaban; nadie sabía de dónde venían los obreros, ni dónde residían. En poco tiempo se terminó la construcción de la fortaleza, que tenía no uno, sino dos recintos amurallados antes de llegar a la torre del homenaje. Las tres construcciones estaban rodeadas de fuertes torreones con barbacanas y bóvedas ojivales; los muros eran altos y bien almenados. Había, también, poternas extraordinariamente fuertes. A un lado, en lo alto del bosque, sobre la pradera estaba el castillo, construido en una roca tan escarpada y abrupta que nadie podría vivir en ella. Alrededor del castillo había fuertes murallas talladas en la misma roca.
La fortaleza era digna de admiración por su tamaño y por lo resistente que parecía: el conde de Poitiers, los nobles y el pueblo quedaron atónitos de que una obra de tal magnitud hubiese podido realizarse en tan poco tiempo. Cuando la construcción se acabó, la dama se instaló en el interior de la fortaleza e hizo que Remondín anunciara que se iba a celebrar una gran fiesta. A la fiesta acudieron el conde de Poitiers, la condesa y su hija, muchos nobles del país y de otras tierras, y numerosas damas y doncellas; hubo bailes y justas y todos estuvieron contentos. Llegado el momento, Melusina se dirigió a los invitados para decirles con gran amabilidad:
—Mis espléndidos señores, os agradecemos el alto honor que nos habéis hecho al asistir a nuestra fiesta. Ahora me gustaría revelaros el motivo por el que os hemos rogado que vinierais. Señores, os he reunido aquí para que me aconsejéis cómo ha de llamarse esta fortaleza, para que se recuerde siempre que ha sido fundada de forma maravillosa.
—Bella prima —dice el conde de Poitiers—, en opinión de todos debéis ser vos misma quien le dé nombre, pues en nosotros no existe la inteligencia que reside en vos, y sabed que ninguno de nosotros se atrevería a ponerse por delante de vos.
—Querido señor —responde Melusina—, habéis pensado tal respuesta para que me ruborice. Pero sea como sea, os pido que me digáis vuestra opinión.
—Bella prima —contesta el conde—, nadie hará que nos pongamos por delante de vos, pues, ya que vos habéis hecho tan bella construcción, que por ahora es la más bella y la más fuerte que yo he visto, a vos os corresponde darle el nombre que más os agrade.
—Mi señor —dijo Melusina—, ya que no puede ser de otro modo, y que así lo queréis, se llamará Lusignan.
—Este nombre —dijo el conde— le está muy bien por dos cosas pues vos os llamáis Melusina de Albión, y Albión en griego significa «nada le falta», y Melusina equivale a «cosas maravillosas».
Y de este modo se fundó la plaza, y no creo que, mientras dure, se encuentren cosas tan admirables.
—Señor —dijeron todos a la vez—, no se le habría podido dar un nombre que correspondiera mejor a su condición.
Y todos estuvieron de acuerdo. El nombre fue tan famoso en tan poco tiempo que fue conocido por todos los países, y aún hoy es renombrado. En seguida se terminó la fiesta con grandes muestras de afecto por parte de todos. Y aquí deja la historia de hablar de ellos y vuelve a Melusina y a Remondín, y cuenta cómo gobernaron luego poderosamente.
Después de terminada la fiesta, Melusina, que estaba encinta, llegó al fin del embarazo y dio a luz un varón, físicamente bien proporcionado, a excepción de la cara que era pequeña y ancha, y tenía un ojo rojo y el otro azul pálido. Fue bautizado con el nombre de Urién. Tenía las orejas más grandes que nunca tuvo un niño, y cuando creció se le hicieron tan grandes como las aspas de un molino de viento.
Entonces Melusina llamó a Remondín y le dijo:
—Remondín, no quiero que dejes perder la herencia que te corresponde por tus antecesores en Inglaterra, pues Guerrandia y Pointievre son vuestros y de vuestro hermano. Id y pedid al rey de los ingleses que os reciba justamente, y decidle que si vuestro padre mató a su sobrino fue en defensa propia, y que, por miedo al poder del rey, no osó quedarse en el país, y marchó al extranjero. Y no temáis que no os vaya a hacer justicia, antes al contrario, se alegrará mucho de poderla hacer.
—Señora mía —dijo Remondín—, no hay nada que vos me mandéis que yo no lo lleve a término según mis posibilidades, pues veo que todas vuestras obras buscan el honor y son razonables.
—Amigo mío, decid verdad. Vuestro padre heredó de sus antepasados una gran posesión en Gran Bretaña, que os corresponde en parte. Iréis directamente desde aquí a una fortaleza llamada Quemeniguigap, y encontraréis a un viejo caballero que se llama Alain, que era hermano de vuestro padre, Hervy de León, hombre que en su juventud fue muy hospitalario; no temía ni temblaba por nada que un hombre preciado y noble, en la flor de su juventud, debiese temer, si se trataba de defender su honor. Como era muy hábil, el rey de los ingleses lo apreciaba mucho y lo nombró senescal suyo. Aquel rey tenía un sobrino, que, bajo la influencia de algunos envidiosos guardaba gran rencor a vuestro padre, pues le hicieron creer que el rey, su tío, nombraría heredero a Hervy, y los consejeros envidiosos le decían cosas como las siguientes:
—Tú eres el heredero legítimo de Gran Bretaña y de Gales. Ahora habéis sido desposeído de la noble región de Inglaterra. En verdad, si os dejáis desheredar por indolencia de vuestro corazón, todo el mundo se reirá de vos diciendo: Ved por dónde va el loco que, por fantasías de su corazón, se ha dejado arrebatar un país y una región tan noble como es el reino de Inglaterra.
Al oír estas palabras, les respondió:
—¿Cómo, quién me podría hacer tal injusticia? A no ser que Dios me quiera perjudicar, no hay hombre en el mundo, que yo sepa, que me lo pueda disputar, pues sé bien que mi señor el rey no desea tener otro heredero que yo.
—Estáis mal informado en este asunto —dijo uno—, pues vuestro tío ha nombrado heredero a Hervy de León, y ya ha dado órdenes al respecto.
Cuando el joven, que era hijo de la hermana del rey de los ingleses, oyó estas palabras, se afligió mucho y respondió:
—Sabed, en verdad que, si son ciertas estas palabras, pondré remedio a ello con tal fuerza que jamás tendrá ninguna tierra ni posesión.
Entonces le respondió un caballero que se llamaba Josse de Puente del León:
—Así es, y os lo hemos dicho porque no queremos a otro señor sino a vos cuando muera el rey de Inglaterra; vuestro tío ha hecho esto en secreto, para que vos no lo supierais, pero nosotros y muchos otros estuvimos presentes. Preguntad a mis compañeros si digo la verdad.
Él lo hizo y ellos le contestaron a una sola voz:
—De todo corazón, señor, os ha dicho la pura verdad. Ved qué vais a hacer.
—Eso es una gran humillación —dijo el joven—, más por parte de mi tío que por parte de Hervy de León, aunque será muy bien pagado. Id a vuestros asuntos y sabed que haré las diligencias necesarias para que no me arrebate mi herencia.
Se despiden y se van contentos, pues tenían tal envidia a vuestro padre por el amor que le profesaba el rey, que le creía, escuchaba y seguía su consejo en numerosos asuntos, que no deseaban recuperar los privilegios perdidos, sino destruir a Hervy.
El día siguiente, por la mañana, se armó el sobrino del rey y acechó a vuestro padre en un bosquecillo, donde acostumbraban a batirse, cerca de León. Al verlo, gritó:
—¡A muerte, malvado traidor! ¿Me quieres arrebatar mi herencia?
Mientras decía estas palabras, sacó la espada e intentó herir a vuestro padre, pero él consiguió evitarlo, y sin saber que era el sobrino del rey, le quitó la espada de las manos. Éste le arrojó un puñal afilado y puntiagudo con la intención de clavárselo, pero vuestro padre se apartó y golpeó al joven con tanta fuerza en la sien con el pomo de la espada que le había quitado, que, como la cofia de acero que llevaba no era muy resistente, rodó muerto por el suelo. Cuando lo vio y lo reconoció, se afligió mucho; entonces, cogiendo toda su fortuna, vino a la región que ahora se llama Forez. Le ayudó mucho una dama de la que no os quiero hablar. Después de la muerte de esta dama que le ayudó al principio a construir fortalezas y ciudades y a poblar el país, tomó por esposa a la hermana de un señor que gobernaba el condado de Poitiers, y de este matrimonio tuvo varios hijos, de los que vos sois uno.
—Amigo —continuó Melusina—, ahora que os he revelado cómo vuestro padre abandonó su país y dejó las heredades que debían ser vuestras, pienso que no debéis dejar que se pierdan. Sabed que Josse de Puente del León vive todavía y tiene un hijo que gobierna ahora todo el leonís, tierra que debería ser vuestra. Iréis directamente a ver a vuestro tío Alain de Quemeniguigamp, y os daréis a conocer a él, que os creerá en todo lo que le digáis. Sabed, además, que tiene dos hijos, valientes e inteligentes, que son primos hermanos vuestros, y a quienes el rey de los ingleses guarda gran afecto; con la ayuda y el reconocimiento de los dos, haréis comparecer a Josse de Puente del León ante el rey y pondréis en su conocimiento la traición de que fue objeto el sobrino del rey, por la que se vio impulsado a atacar a vuestro padre. Sabed que el hijo de Josse, Olivier de Puente del León, combatirá contra vos, pero lo venceréis en seguida y padre e hijo serán condenados a la horca. El padre confesará toda la traición, y os será restituida vuestra tierra. Ahora, id rápidamente sin temor, pues Dios os ayudará en todos vuestros asuntos.
—Señora —respondió Remondín—, haré todo lo posible para cumplir vuestras órdenes.
Remondín preparó de inmediato su viaje, se despidió de Melusina y se marchó con noble compañía de caballeros y escuderos, unos doscientos en total que llevaban cota de acero y todas las protecciones de brazos y de piernas, y las armas, y llevaban en fardos las cubiertas de los caballos: los pajes llevaban las lanzas y los yelmos.
Cabalgaban todos juntos, y así llegaron a Gran Bretaña. El pueblo se asustó mucho al ver a toda aquella gente, pero como en todas partes pagaban generosamente, les pareció que no querían ningún mal, pues además, el viejo caballero, que pertenecía a la mesnada de Melusina, vigilaba los actos de Remondín.
Cuando el rey de Inglaterra supo que aquellas gentes iban armadas por su país, no supo qué pensar, pues no esperaba el ataque de nadie. Entonces, envió a dos caballeros de alta condición a Remondín, para saber qué quería, y por qué iba armado por el país de Inglaterra, y si quería algún mal a su rey o a la tierra. Se presentaron a Remondín y le preguntaron muy discretamente qué quería, y le dijeron que los enviaba el rey de los ingleses. Entonces, le respondió Remondín con humildad:
—Buenos señores, decidle al rey que no vengo aquí sino por bien, para obtener justicia en su corte por un asunto que le voy a exponer y en el que tengo la razón, como verán el rey y su consejo. En breve me presentaré a él.
—Sed muy bienvenido, y sabed que el rey os hará justicia. Pero decidnos, si os place, ¿a dónde vais por aquí?
—Me dirijo a Quemeniguigamp —dijo Remondín.
—Señor —contestó uno—, vais por buen camino; no hay más de cinco leguas desde aquí. Allí encontraréis a Alain de León, que os acogerá amablemente, y con él encontraréis a dos caballeros, hijos suyos, que son muy respetados, gente de bien y de honor. Seguid este camino, no os podéis perder; nosotros nos retiramos, con vuestro permiso.
—Buenos señores —dijo Remondín—, id bajo la mirada de Dios, que os guíe, y encomendadme a vuestro rey muy humildemente.
Cuando los dos caballeros se habían alejado tanto de Remondín que los había perdido de vista, le dijo uno al otro:
—Que gente tan honorable. En verdad que no vienen al país por un pequeño asunto. Vayamos a Quemeniguigamp, y anunciémosle su llegada a Alain.
—No se podría hacer nada mejor —contestó el otro.
Entonces emprendieron el camino hasta que llegaron y anunciaron la llegada de Remondín y de su gente a Alain, que se quedó sorprendido. Llamó a sus dos nobles hijos, de los que el mayor se llamaba Alain, y el otro Hervy, y les dijo:
—Hijos míos, montad a caballo e id a buscar a esos extranjeros, recibidlos con grandes honores y alojadlos bien, pues me han dicho que son más de seiscientos o setecientos caballeros.
Pero hablaba en vano, pues el viejo caballero de Melusina ya había ido y había visto que no se podrían albergar todos cómodamente en la villa; entonces hizo extender en el prado cercano al río, gran cantidad de tiendas y pabellones, y envió a buscar por todo el país víveres, heno, avena y gran provisión de alimentos y de vinos, y pagaba tan generosamente que le suministraban más cantidad de la que necesitaba. Alain se admiró cuando le contaron la abundancia de preparativos y aparejos que esta gente hacía y llevaba, y no supo qué pensar.
Ahora cuenta la historia que los dos hermanos cabalgaron juntos hasta que encontraron a Remondín, y cortésmente le dieron la bienvenida, y le rogaron, de parte de su padre Alain, que se alojara en el castillo, donde tendría muy buena acogida.
—Buenos señores —dijo Remondín—, muchas gracias a vuestro padre y a vosotros por la cortesía que me hacéis; iré con algunos de mis privados ante vuestro padre para testimoniarle mi respeto, pues tengo muchas ganas de verlo, por lo bien que he oído hablar de él.
Tras hablar así, cabalgaron hasta que llegaron a la ciudad. Entonces el viejo caballero se acercó a Remondín y le dijo:
—Señor, he hecho que planten vuestro pabellón y otros muchos para alojaros, pues en la ciudad no había suficientes aposentos, y estamos bien aprovisionados, gracias a Dios.
—Habéis hecho bien —dijo Remondín—, ahora ocuparos de vuestra gente y no me esperéis por hoy, pues voy al castillo con estos dos gentilhombres.
Dicho esto se separó del anciano y marchó al castillo. Alain, que sabía que llegaba, salió a la puerta. Cuando Remondín lo vio, supo que era el señor del castillo, descabalgó y fue a saludarlo muy amablemente.
¿Para qué os voy a contar con muchas palabras el encuentro, sin hablaros de lo que os tengo que hablar? Después de cenar y de lavarse, y tras dar gracias, el señor del castillo tomó a Remondín por la mano y lo llevó a un asiento para contemplar a los que terminaban de cenar, mientras que sus dos hijos hacían todo tipo de honores a los compañeros de Remondín.
Entonces, el señor del castillo empezó a hablar como hombre de gran inteligencia, sabiduría y honor, diciéndole:
—Señor caballero, sabed que estoy muy contento con vuestra llegada, pues os parecéis a un hermano mío que era muy ágil y bien dotado y que marchó de este país hace sesenta años por una disputa que tuvo con el sobrino del rey que por aquel entonces reinaba aquí, aunque no sé ni la causa ni el porqué. Sabed que ahora reina el cuarto monarca desde que sucedió esto de lo que os he hablado. Y ya que os parecéis tanto a mi hermano, os aprecio más.
—Señor —dijo Remondfn—, os lo agradezco mucho y creo que antes de separarme de vos haré todo lo posible para esclarecer la causa y los motivos que hubo entre el sobrino del rey y vuestro hermano, pues no he venido hasta aquí con otro propósito que el de comprobar y saber la verdad.
Cuando Alain oyó estas palabras, se admiró, y empezó a observar a Remondín con gran atención, y cuando ya lo había mirado bien, le dijo:
—¿Cómo podría ser eso? Vos aún no tenéis treinta años y ¿me vais a revelar una verdad que nadie ha conocido antes en este país? Cuando la mala fortuna alcanzó a mi hermano, se marchó tan rápidamente que ni yo ni nadie volvimos a saber nada de él, y de esto hace alrededor de sesenta años.
—Señor —le contestó Remondín—, decidme, si os place, ¿hay algún hombre en estas tierras que, en el tiempo en que vivió vuestro hermano, tuviera alguna autoridad en la corte?
—Hay uno —respondió Alain—, y es el que tiene toda la herencia de mi hermano, a quien se la quitaron como castigo, y el rey se la concedió a él. Este caballero tiene un hijo, de la misma edad que mi hijo mayor.
—Ya sé quién es —dijo Remondín.
—¿Y cómo sabéis su nombre? —preguntó Alain.
—Señor, lo sé bien. Se llama Josse de Puente del León y su hijo es un caballero que se llama Olivier.
—Señor caballero —dice Alain—, así es. Pero, decidme ¿cómo lo habéis sabido?
—Señor, por ahora no sabréis nada más. Pero, si queréis, venid a acompañarme con vuestros hijos a la corte del rey. Sabed que allí esclareceré esta querella de forma que os alegraréis mucho, si es que alguna vez amasteis a Hervy de León, vuestro hermano.
Cuando Alain lo oye, se admira más que antes, pues pensaba que su hermano había muerto, y hacía mucho que nadie se acordaba de él. Entonces, se quedó pensativo y sin decir nada; al cabo del rato, respondió:
—Señor caballero, estoy de acuerdo con vuestra propuesta, aunque no sé ni la causa ni el por qué. Sabed que ahora reina el del rey.
—Muchas gracias —dijo Remondín—; os protegeré de cualquier peligro.
¿Para qué os voy a contar más? Alain avisó a gran número de amigos suyos, y se prepararon convenientemente para acudir a la corte del rey, y el martes antes de la vigilia de Pentecostés se pusieron en camino.
El rey, que sabía de su llegada, marchó de Senselio donde se encontraba, y se dirigió a Nantes, pues los dos caballeros a quienes había enviado al encuentro de Remondín habían vuelto y le habían contado su respuesta y la riqueza que llevaba.
Por ello, el rey se dirigió a Nantes, y mandó que toda su nobleza se dirigiera allí, pues no quería que lo encontrara sin gente. Y entre otros avisó a Josse de Puente del León para que le aconsejara en el pleito que iba a plantear Remondín, pues era muy inteligente. El anciano caballero llegó con todos los bagajes, hizo plantar tiendas y pabellones, y aparejarlos con gran riqueza. Sabed que toda la gente de la ciudad se admiraba de la abundancia de provisiones que llevaban.
Entonces, llegaron Remondín, Alain y sus dos hijos, y descabalgaron junto al pabellón principal y se ataviaron ricamente para ir a hacer la reverencia ante el rey; salieron de las tiendas con unos sesenta caballeros, a cual mejor vestido.
El rey, que sabía que iban a llegar, hizo preparar y acondicionar todo, y se acompañó de sus más altos nobles; sin embargo, cuando entraron Remondín y sus familiares, la sala se llenó de nobleza; los recién llegados se adelantaron a hacer la reverencia al rey: primero iba Remondín y le seguían Alain y sus hijos y, después, todos los demás. El rey los recibió con gran alegría. Hizo que se acercara Alain y le habló así:
—Alain, estoy admirado de este caballero extranjero que habéis conocido, ¿qué busca en nuestro país?
—Señor —respondió Alain—, estoy cien veces más maravillado de sus palabras que vos con su llegada; muy pronto se nos desvelará a vos y a mí algo que deseamos saber.
Entonces Remondín se adelanta y llama al hijo mayor de Alain, y le dice:
—Señor caballero, por vuestra cortesía, decidme si Josse de Puente del León está ahora en compañía del rey.
—Sí, señor —le responde—. Ojalá quisiera Dios que el rey no se enfadara si yo lo matara de algún modo, pues tiene la herencia de mi tío, que debería pertenecemos. Miradle allí; es aquel anciano que hay detrás del rey; es la persona más llena de maldad que hay en diez reinos; y ved allí también a Olivier, su hijo, que no le va a la zaga en maldad a su padre.
—Señor caballero —dijo Remondfn—, pronto seréis vengados, si Dios quiere.
Entonces, deja de hablar y se adelanta hacia el rey, diciendo estas palabras:
—Señor, alto y poderoso rey, es muy cierto que vuestra corte tiene fama en todos los países de ser la más noble y justa, y que no hay nadie que venga sin que vos le hagáis justicia y le deis la razón en lo que pide, según el derecho que tenga.
—Señor caballero, así es, pero ¿por qué lo decís? Nos gustaría saberlo.
—He venido a decíroslo, pero prometedme que me haréis justicia y defenderéis mi derecho. Lo que tengo que decir es, en parte, por vuestro provecho, pues rey que se acompaña de traidor nunca está bien protegido, ni debe encontrarse muy seguro.
—Tenéis razón —contestó el rey—. Ahora hablad sin miedo, pues os juro por mi amor a Dios que os daré razón y haré justicia, aunque fuera en contra de mi hermano, si lo tuviera.
—Señor, cien mil gracias. Habláis como rey noble y valiente, que para esto fue creada la realeza, para mantener la justicia y la verdad. Noble y poderoso rey —añadió Remondín—, hace mucho tiempo reinó un predecesor vuestro; fue cuando Josse de Puente del León era joven, y también lo era Alain de Quemeniguigamp; ambos están ahora en vuestra presencia; y el rey del que os hablo tenía un joven sobrino. Por aquel entonces había en este país un noble llamado Hervy de León, que era hermano de Alain.
—Es verdad —dijo Josse—, y además Hervy mató a traición al sobrino del rey, huyó fuera del país y nunca se volvió a saber nada de él. Entonces, el rey me entregó todas sus tierras.
—Ya hemos oído hablar demasiado de ese asunto —interrumpió el rey—; dejad que este caballero acabe el relato que ha empezado.
—Josse tiene motivos para hablar —respondió Remondín—, pues más adelante le convendrá decir por qué ha mentido al decir que Hervy de León mató a traición al sobrino del rey: conoce muy bien la disputa que dio lugar a ello, y ya no vive nadie, excepto él mismo, de los que sabían el asunto, pues todos los que se pusieron de acuerdo en aquella ocasión han muerto; haced que lo diga.
Cuando Josse oyó estas palabras se asustó; sin embargo, respondió:
—Señor caballero, ¿habéis venido a este país para adivinar cosas sobre mí?
—Falso traidor —respondió Remondín abiertamente—, no adivina el que dice la verdad.
Y dirigiéndose al rey añadió:
—Señor, Hervy de León fue un buen caballero, cortés, inteligente, bien educado, que amó mucho al rey y a su sobrino; el rey actuó muchas veces según su consejo, y era de Hervy del que más se fiaba. Numerosos traidores que había en aquel tiempo en la corte del rey —guiados por Josse, que ahí veis, que fue la cabeza de todo el mal que por entonces llevaron a cabo—, fueron al sobrino del rey y le dijeron:
—Doncel, estamos muy apenados por vuestra desgracia y por vuestra vergonzosa pérdida, pues vais a ser desheredado de un país tan noble como es Inglaterra.
—¿Cómo puede ser? —les preguntó—. El rey no tiene otro heredero.
—En nombre de Dios —exclamó el mismo Josse, a quien veo ahora ahí— sabed que el rey ha nombrado a Hervy de León heredero suyo y creo que tiene hechizado al rey, y a los nobles, pues ya han dado cartas con los sellos de todos colgando junto al sello real.
—Esto es muy grave, si es verdad —dijo el joven.
Josse y los demás que estaban de acuerdo con él, le juraron al sobrino del rey que era cierto, por lo cual se apenó mucho, y cuando Josse vio que éste meditaba tanto, le dijo:
—Si tenéis el valor de vengaros de esta afrenta que os han hecho, os ayudaremos en todo.
Él le respondió que lo deseaba en el corazón y que ésa era su voluntad. Entonces, dijo Josse:
—Id ahora a armaros y a ataviaros de tal modo que nadie os pueda reconocer; nosotros os esperaremos fuera de la ciudad y os conduciremos a un lugar donde os podáis vengar.
Así lo hizo; cuando ya se había armado volvió con ellos. Muy noble y poderoso rey, ya no quiero ocultarme por más tiempo, pues estoy en corte de derecho y justicia y tengo a mi enemigo delante de mí. Señor, soy hijo de Hervy de León.
A estas palabras todos quedaron perplejos, pero se callaron, y Remondín tomó de nuevo la palabra diciendo:
—Señor rey, en aquellos días mi padre había pedido permiso al rey y se había ido a su tierra; tenía por costumbre ir todas las mañanas al bosque que rodea su castillo, a decir las oraciones completamente solo. Ese falso traidor y sus cómplices guiaron al sobrino del rey y se emboscaron. Mi padre, que no llevaba escolta, llegó entonces. Cuando Josse lo vio, le dijo al joven:
—Ahora es tiempo de que os venguéis, va desarmado, sin puñal ni espada; no se os puede escapar; si vemos que os hace falta, acudiremos todos en vuestra ayuda.
El sobrino del rey se separó de ellos, poco seguro, y se acercó con la espada desenvainada, cogiéndola por la empuñadura con una mano y con la otra por la hoja, y gritando: «¡A muerte, a muerte, falso y traidor!», e intentó herir a mi padre con la punta de la espada en medio del cuerpo, pero él lo esquivó; y aquél, que iba encolerizado y lleno de ira, falló su golpe; mi padre saltó y le arrebató la espada de la mano. El sobrino del rey retrocedió y le arrojó un puñal, hiriendo a mi padre en el muslo, cuando su intención era herirlo en el pecho. Entonces, mi padre le golpeó con fuerza en la sien con la empuñadura de la espada. Como era caballero fuerte, y la cofia de acero era débil y estaba mal sujeta, y la empuñadura de la espada era muy pesada, lo dejó muerto, tumbado en el suelo. Cuando mi padre lo vio y se dio cuenta de que no se movía, le descubrió la cara y lo reconoció; entonces empezó a lamentarse amargamente y no se atrevió a quedarse, por miedo al rey o a la gente. Dejó sus posesiones y se fue a un lugar donde conquistó muchas tierras. Entonces, Josse, el falso y traidor, dijo a sus compañeros:
—Hemos llegado al fin de nuestro propósito. El sobrino del rey ha muerto y Hervy, si se le atrapa, no podrá escapar a la muerte. Ahora haremos lo que queramos con el rey. No nos movamos hasta que Hervy se haya alejado; luego, haremos unas parihuelas con palos y la cubriremos de ramas; llevaremos el cuerpo al rey, y le diremos que Hervy de León ha asesinado a traición a su sobrino.
Noble rey, así actuó ese traidor que está ahí. Y si él lo niega, os presento mi promesa para hacerle confesar por su falsa garganta. Como quiero que todos sepan que no hago esto por avaricia, sino para guardar mi derecho a la heredad y aclarar la villanía y la felona traición que los falsos y traidores hicieron a mi padre para atraparlo, que tome a su hijo Olivier y a uno de sus hombres de más confianza; combatiré contra ellos, uno tras otro, bajo la mirada del noble y justo juicio de vuestra corte.
Y diciendo esto, arroja el guante al suelo, pero no hay nadie que diga una sola palabra. Cuando Alain y sus hijos lo oyen, corren a abrazarlo y besarlo, y lloran de alegría y de gratitud.
El rey de los ingleses, al ver que nadie responde a aquel reto, dice en voz alta:
—Josse, Josse, ¿estáis sordo? Ya veo que es verdad el proverbio que dice «El viejo pecado hace nueva la vergüenza». Este caballero extranjero os trae una extrañísima medicina. Disponeos a responder, pues os hace mucha falta.
Josse le contesta:
—Señor rey, no soy yo quien debe responder a tal asunto, y creo que este caballero no hace más que presumir.
—Falso y traidor —le respondió Remondín entonces—, la presunción caerá sobre vos. Yo os apelo, noble rey, para que me tengáis con pleno derecho en vuestra corte y me hagáis verdadera justicia.
—No lo dudéis —dijo el rey—, que así lo haré. Josse, es necesario que respondáis en esta querella.
Cuando Olivier, su hijo, oyó lo que decía el rey, contestó en voz alta:
—Señor, tiene mucho miedo el que tiembla. Creo que este caballero piensa cazar grullas al vuelo. A fe mía tendrá que pensárselo. No se pueden oír sus acusaciones sin reírse. Señor rey, os digo que miente en todo lo que ha contado, pues mi padre es noble y leal. Acepto la batalla, tal como propone: he aquí mi guante. Seré muy desafortunado si nos deja por perjuros a mí y a alguno de mi linaje a quien yo conozca.
Cuando el rey oyó estas palabras, se enfadó mucho y dijo en voz alta:
—Por Dios, Olivier, no sucederá en mi corte mientras yo viva, que un solo caballero combata contra otros dos por un reto único. Es gran vergüenza para vos haber pensado en vuestro corazón tal maldad. Sabed que no parece así que vuestro padre tenga razón. Ahora y aquí os ordeno que combatáis por la reclamación de este caballero, el día que le plazca asignar.
—Ahora mismo —respondió Remondín—, tengo mi arnés listo. Que Dios os pague vuestro buen y leal juicio.
Entonces se oyó un gran murmullo entre los ingleses, pues se decían:
—Ved al más valiente caballero que hasta ahora hemos visto, reclamando su derecho.
Y aunque había quien tenía dolor, Alain de Quemeniguigamp y sus dos hijos estaban contentos y decían a Remondín:
—Buen primo, no os asustéis en absoluto y emprended valientemente la batalla contra cinco traidores, por vos y por nosotros dos, pues por la gracia de Dios venceremos.
—Buenos señores —contestó Remondín—, que emprenda batalla para sí quien la quiera; yo tendré ésta por mi parte, y no temáis en absoluto que no la lleve a buen término con la ayuda de Dios y el derecho que tengo, y con la recta justicia que el rey me haga en su corte. Ruego a Dios que se lo recompense en el paraíso.
Mientras se oía el murmullo, el rey de los ingleses, que era inteligente y sagaz, por miedo a que entre las partes que eran de gran linaje no fuera a promoverse algún incidente, mandó cerrar las puertas y guardarlas por gente bien armada, para que nadie pudiera salir. Reunió a su consejo y expuso el pleito, y le aconsejaron lo que convenía. Entonces, el rey volvió a la sala y se ordenó de su parte, bajo pena de horca, que nadie dijera una palabra; cuando se hizo el silencio, dijo:
—Mirad ahora, buenos señores, y escuchad. Esta querella no es pequeña, pues en ella van la vida y el deshonor perpetuo de una de las dos partes. No debo, ni quiero, rehusar a hacer justicia en mi corte. Olivier —añadió el rey—, ¿queréis defender a vuestro padre de esta acusación?
—Señor —dijo Olivier—, sí, ciertamente.
—Pues las lizas están preparadas —dijo el rey—. Os emplazo a la batalla para mañana; si sois vencido, vos y vuestro padre seréis colgados; y a vuestro adversario le ocurrirá lo mismo si es derrotado. Retiraos, quedáis bajo mi custodia.
Y entonces hace que cuatro caballeros lo conduzcan a una torre bien fortificada. Luego, dice a Remondín:
—Señor caballero, vos también quedáis bajo mi custodia. Entonces se adelantan Alain y sus dos hijos, con unos cuarenta caballeros que dijeron a la vez:
—Señor, nosotros respondemos por él.
—Eso basta —dijo el rey—. No hace falta que guardéis prisión, pues sé bien que este caballero no hubiera emprendido tal acción si no quisiera cumplirla.
Así se separaron las partes delante del rey. Remondín se fue con sus gentes, su tío y sus primos a los pabellones. Por la tarde velaron en la iglesia mayor, y allí estuvieron con devoción durante largo tiempo. Olivier marchó a su aposento con gran cantidad de gente de su linaje, e hizo que le prepararan el arnés y el caballo. Al día siguiente, temprano, oyeron misa y luego fueron a armarse. El rey y los grandes nobles se colocaron sobre altas graderías construidas alrededor de las lizas. Se dispusieron los heraldos y reyes de armas, se colocaron los asientos, y el sol salió completamente.
Alrededor de la hora prima, llegó Remondín muy bien armado, con el escudo al cuello, la lanza en el fieltro del arzón, la cota de mallas puesta, engastada en plata y lapislázuli; entró en el campo montando un caballo gris, perfectamente armado, e hizo la reverencia al rey y a los nobles.
—Hace mucho tiempo, que no habíamos visto hombre de armas tan bello, ni de mejor porte, decían todos.
Mientras, Remondín descabalgó tan ligeramente como si estuviera desarmado, y se sentó en su silla.
Bastante tiempo después llegó Olivier, muy noblemente armado, en un caballo muy fuerte, parecía hombre de gran dignidad, y lo era. Delante de él iba Josse, sobre un palafrén gris; hicieron la reverencia al rey. Josse parecía muy asustado, por lo que algunos pensaron que no tenía razón en el pleito. Olivier descabalgó rápidamente. ¿Para qué os voy a alargar mi cuento? Llevaron los Santos Evangelios y Remondín juró que Josse había cometido traición, se arrodilló y besó las Escrituras; luego volvió a sentarse. Josse juró después, pero al bajar a besar los Santos Evangelios se puso de forma que no los podía tocar. Olivier también juró de forma vil y se volvió a sentar. Entonces el heraldo hizo saber, de parte del rey, que nadie debía atreverse a decir una palabra o a hacer señales que pudieran ser oídas o vistas por los combatientes, bajo pena de horca. A continuación abandonaron todos el sitio en el que estaban, menos los encargados de guardar el campo y Josse. Remondín montó con gran ligereza y tomó la lanza. Al otro lado, Olivier también montó rápidamente y cogió la lanza de cortante acero. Entonces un heraldo gritó por tres veces: «Dejad que los caballos corran, cumplid con vuestro deber, cumplid con vuestro deber».
Ahora cuenta la historia verdadera que, después del grito del heraldo, Remondín bajó la punta de la lanza hacia el suelo, apoyando el asta en el cuello del caballo, y se santiguó por tres veces; mientras hacía esto, su enemigo se dio cuenta, picó el caballo con las espuelas, bajó la lanza y fue a golpearle en medio del pecho, con toda su fuerza, antes de que pudiera ponerse en guardia; Remondín no pudo esquivarlo y la lanza de Olivier le alcanzó de tal modo que le dio de lleno, y por la fuerza del golpe, la lanza de Remondín cayó al suelo.
—¡Ah! traidor —dijo Remondín—, haces honor a tu falsa familia, de la que has salido, pero esto no te servirá de nada.
Entonces toma el estribo, que colgaba del arzón de la silla, y que tenía tres puntas de acero, de siete pulgadas de largo cada una de ellas, y cuando Olivier vuelve, le da un golpe con el estribo en el yelmo, que era fuerte y bien templado; una de las puntas penetró hacia abajo por la ranura que hay entre el yelmo y la visera; le da el golpe con tal rabia y con toda la fuerza de su brazo, de forma que le rompe uno de los remaches del yelmo; Remondín tira fuerte, y la visera se suelta de un lado, de tal manera que la cara de Olivier queda al descubierto; éste se asusta, pero desenvaina la espada y resiste como caballero que teme poco a su enemigo.
Así combatieron durante largo tiempo, intercambiando gran cantidad de horribles golpes. Al fin, Remondín descabalgó y tomó su lanza que estaba en el suelo; después volvió a montar y fue velozmente hacia su enemigo que huía de él, y le obligaba a perseguirle por todo el campo, pues tenía un caballo tan bueno que no podía darle alcance. Olivier pensaba mantener así a Remondín hasta que acabara el día; pero éste se dio cuenta y tomando el estribo en una mano y en otra la lanza, va contra su enemigo, que al verlo llegar no sabía cómo protegerse, pues veía claro por dónde le iba a atacar; entonces espolea rápidamente el caballo y al mismo tiempo intenta golpear a Remondín en medio del pecho, pero éste le arroja el estribo, golpeando al caballo en la frente con tanta fuerza que le hunde la protección de acero, y hace que el caballo se siente sobre sus cuartos traseros. Olivier le suelta el freno y pica espuelas; cuando el caballo se incorporaba, Remondín golpeó a Olivier en el costado con la lanza, de forma que lo derribó al otro lado del animal, con medio pie del hierro de la lanza dentro del cuerpo; antes de que se pudiera incorporar, Remondín empezó a darle golpes, sin dejar que se moviera; le arrancó a la fuerza el yelmo de la cabeza, y le puso la rodilla en el hombro y la mano izquierda en el cuello, con tanta destreza que lo inmovilizó.
En esta parte que estáis oyendo, Remondín mantuvo así a Olivier durante mucho tiempo; cuando vio que lo tenía completamente dominado, desenvainó el corto puñal que le colgaba del lado derecho y le dijo:
—Falso, traidor, ríndete o date por muerto.
—Prefiero que me mates —respondió—, pues rindiéndome no voy a lograr nada. Ya que así ha de ser, prefiero morir a manos de un caballero valiente, como vos, que a manos de otro.
Entonces Remondín sintió una gran compasión por él y le preguntó, por la salvación de su alma, si sabía algo de la traición que había cometido su padre. Olivier contestó que no, que él aún no había nacido en aquel tiempo, y que, aunque ahora había querido Dios que la fortuna fuera adversa, tenía a su padre por noble y leal, e inocente en ese asunto. Cuando Remondín, que estaba seguro de lo contrario lo oyó, se disgustó tanto que le golpeó en las sienes con el guantelete, con tanta fuerza que lo aturdió de manera que ni veía, ni oía, ni entendía, ni sentía nada que se le hiciera.
Se levantó Remondín, lo tomó por los pies y lo llevó fuera del campo; luego, dirigiéndose a la tribuna del rey, con la visera levantada, dice:
—Señor, ¿he cumplido ya con mi deber? Si tengo que hacer alguna cosa más, estoy dispuesto a hacerla, bajo la mirada de vuestra noble corte.
—Señor caballero —dijo el rey—, bien os habéis desquitado.
Entonces, el rey manda que Josse y su hijo sean colgados. Aquéllos a quienes se lo mandó, cogieron en seguida a Josse, que pedía merced muy piadosamente. El rey le dijo que confesara la verdad y, quizás, así podría obtener perdón. Josse empezó a hablar diciendo:
—Señor, esconderlo no sirve de nada; tened piedad de mí, pues, verdaderamente sucedió tal como lo ha contado el caballero; tened presente que Olivier, mi hijo, aún no había nacido.
—Cometisteis gran maldad; si no hubiera querido que recibierais castigo en este mundo, Dios no os habría dejado vivir tanto; no escaparéis a la pena dictada.
Ordena en voz alta que padre e hijo sean ahorcados; pero Remondín se adelantó y le dijo al rey:
—Señor rey, os agradezco vuestra recta justicia y el derecho que me habéis hecho en vuestra corte, pero ruego, por piedad y misericordia, que aceptéis otorgarme la vida de Olivier, pues en vista de su valentía, y ya que no tiene culpa en la traición, su muerte sería una gran desgracia, pues aún podría hacer mucho bien. En cuanto al padre, como lo veo viejo y débil, señor rey, os pido que lo perdonéis, pues yo ya he recuperado su heredad. Que se construya un priorato con la riqueza y los frutos que ha obtenido de mis posesiones; que en él se instalen tantos monjes como puedan vivir con sus bienes, y que canten perpetuamente por el alma del sobrino del rey.
Entonces el rey dijo a sus nobles:
—Señores, ved la gran generosidad de este caballero que ruega que se salve de la muerte a sus enemigos; pero, por la fe que debo al alma de mi padre, ni Josse ni su hijo volverán a hacer traición, ni perseguirán a ningún noble de mí país.
Los hizo ahorcar y devolvió a Remondín su tierra, y le dio la de Josse, además. Remondín se lo agradeció y rindió homenaje.
Allí empezó una gran fiesta; el rey tenía una corte grande y noble, y estaba muy alegre de haber recuperado un hombre tan digno de honra. Pero en vano se alegra, pues Remondín no tiene intención de quedarse en Inglaterra, porque tenía muchas ganas de volver a ver a Melusina…
En esta parte la historia cuenta que Remondín fue muy bien festejado por el afecto que le tenía el rey; todos se alegraron mucho, y especialmente su tío Alain y sus dos hijos y los de su linaje.
Entonces fue Remondín al rey y le dijo:
—Señor, os suplico que me concedáis el poder dar la baronía de León, que perteneció a mi padre Hervy, que Dios lo tenga en su gracia, a mi primo Hervy, y así la tierra recuperará el nombre de su verdadero señor y vos el nombre de vuestro vasallo, pues él es del linaje legítimo.
—Ya que vos lo queréis, nosotros también —contestó el rey.
Entonces, llamó a Hervy, pues lo estimaba mucho, y le dijo:
—Hervy, recibid la baronía de León, que os concede vuestro primo; rendidme homenaje.
Así lo hizo, y dio las gracias al rey y a Remondín; éste llamó a su primo Alain y le dijo:
—Buen primo, os doy la tierra que el rey me ha dado, que perteneció a Josse del Puente del León; rendid homenaje al rey.
Éste le dio las gracias de rodillas, y rindió homenaje al rey, que lo recibió como vasallo.
Los nobles empezaron a hablar entre ellos, diciéndose:
—En verdad, que este caballero no ha venido movido por avaricia. Ha puesto su vida en peligro para conquistar su heredad; si se desprende de ella tan deprisa es porque debe tener gran riqueza en otra parte.
El anciano caballero se acercó a Remondín, y cuando éste lo vio, le dijo que se dispusiera a hacer lo que su dama le había encomendado. Y él respondió:
—Mi señor, a eso he venido.
Entonces le presenta al rey, de parte de su dama, una copa de oro muy rica, que tenía muchas piedras preciosas, y regala a todos los nobles gran cantidad de joyas; cada cual se preguntaba maravillado de dónde podría venir tanta riqueza y todos coincidían en que, sin duda, Remondín debía ser muy poderoso y extraordinariamente rico. Recomenzó la fiesta; Alain de Quemeniguigamp y sus dos hijos estaban tan contentos como nadie podía pensar; pero frente a su alegría hubo duelo por parte de los del linaje de Josse de Puente del León, pues no olvidaron en ningún momento la muerte de su primo y su hijo, tal como oiréis más adelante. Y aquí se calla la historia en cuanto a la fiesta, y empieza a hablar de Melusina, y cómo gobernaba mientras Remondín estuvo de viaje.
La historia dice que en el tiempo en que Remondín estuvo en Inglaterra, Melusina hizo construir la villa de Lusignan, levantar los muros sobre la roca viva y fortificar el recinto con torres resistentes; ordenó hacer muros con barbacanas y voladizos cubiertos dentro de la muralla para que los arqueros pudieran defender la fortaleza tan bien por fuera como por dentro, y mandó cavar profundos fosos.
Entre el burgo y el castillo hizo levantar una fuerte torre, grande, con tejado sarraceno y grandes cimientos. Los muros de la torre tenían de dieciséis a veinte pies de grosor, y era tan alta que los vigías podían ver desde cualquier lado a quien fuera del castillo a la villa. Mandó que se colocaran trompeteros que hacían sonar sus trompas cuando alguien se aproximaba. Las zanjas de alrededor del burgo fueron cegadas donde hizo falta, como aún hoy es evidente. Y la dama hizo llamar a aquella torre Torre de las Trompas. Ahora vuelve la historia a hablar del rey y de Remondín, y la fiesta que le hicieron.
En esta parte cuenta la historia que la fiesta fue muy grande en Nantes, y que el rey honró mucho a Remondín, y hubo allí justas y torneos en los que éste se comportó con gran valentía; asistieron a la fiesta las damas más nobles del país, que apreciaron mucho su conducta, y decían que era muy digno de tener un gran país, a la vez que admiraban su riqueza.
Pero así como hubo quien festejó a Remondín, el castellano de Derval, sobrino de Josse de Puente del León, hizo todo lo contrario, pues envió recado a toda prisa a sus parientes y a los de Josse, con noticias de lo sucedido a su tío, para que acudieran un día determinado a un refugio que tenía en el bosque de Guerrandia —la mayor parte del país de Guerrandia era suya—, pues sabía que, cuando Remondín regresara, pasaría cerca de allí; cuando oyeron las noticias, se apenaron mucho, y se reunieron unos doscientos hombres completamente armados, y acudieron al refugio que el castellano les había indicado. El castellano se marchó de la corte sin despedirse del rey, ni de ninguno de los nobles, pero dejó en ella a tres escuderos para saber el camino que tomaría Remondín, y para que se lo hicieran saber en el refugio del que antes hemos hablado. Ellos le prometieron que así lo harían.
El castellano se marchó y cabalgó hasta que llegó al refugio donde encontró a los de su linaje que había mandado buscar, y les contó todos los hechos, y cómo Josse y su hijo habían sido ahorcados; después les preguntó qué habían pensado hacer, si vengarse de Remondín que le había causado tal desgracia, y a ellos tal afrenta y tan gran desgracia, o dejarle vivir allí. Entonces, respondió un insensato caballero, hijo de un primo hermano de Josse:
—Castellano, sabed que nuestra voluntad es que esto no quede así, pues estamos dispuestos a matar al que nos ha insultado de tal manera.
—A fe mía —dijo el castellano—, ahora tengo por bien empleado el honor y el bien que Josse, mi tío, os hizo antaño. Pronto os indicaré el lugar en el que podremos llevar a cabo nuestras intenciones contra el que nos ha infringido tal vergüenza, pues, dondequiera que esté de Inglaterra, no se nos puede escapar, porque tenemos buenos espías que nos avisarán cuando sea la hora.
—Bendito seáis —le respondieron todos a la vez—, y sabed que, al precio que sea, esta empresa se llevará a cabo, y mataremos al falso caballero que nos ha hecho tal daño y vergüenza.
Aquí deja la historia de hablar de ellos, y empieza de nuevo a hablar del rey y de Remondfn, cómo se despidió del rey y de la nobleza, y se fue a León, al castillo que fue de Hervy de León, su padre, y que él había entregado a su primo Hervy.
La historia dice que la fiesta duró en Nantes quince días o más; yo no os sabría contar todo el honor que el rey inglés y toda su nobleza hicieron a Remondín. Me callaré por razones de brevedad. Remondín se despidió del rey y de sus nobles, agradeciendo repetidamente la justicia que había hecho en su corte; muchos se apenaron por su partida. Así se fue Remondín, con su tío Alain y sus dos hijos, y con los de su linaje, y cabalgaron hacia León; el anciano caballero se había adelantado y había hecho plantar las tiendas y los pabellones, e hizo preparar todo como era preciso. Remondín, su tío y sus hijos, y los más allegados de su linaje se alojaron en el castillo, y los demás en el burgo.
La fiesta fue muy grande, y Remondín dio gran cantidad de ricos regalos a todos los nobles que acudieron. Cuando la gente del país supo que había llegado el hijo de su verdadero señor, se pusieron muy contentos, y le hicieron muchos presentes, según era costumbre del país: vino, animales, peces, pollos, heno y avena, y gran cantidad de cosas. Todos estaban muy contentos —aunque Remondín no quería quedarse, ni tener la tierra— porque volvían a la legítima línea de su señorío, y salían de la línea de Josse. Remondín les agradeció sus presentes, y les rogó y encomendó que fuesen súbditos buenos y leales con Hervy, al que había dado la tierra. Y ellos le respondieron que así lo harían.
Aquí deja la historia de hablar de ellos y vuelve a los espías que estaban allí mismo, uno de los cuales se marchó y fue hacia el refugio en el que estaban el castellano y la familia de Josse; los otros se quedaron para saber qué camino tomaría Remondín.
En esta parte cuenta la historia que Remondín se marchó con los de su linaje de León, y se dirigió a Quemeniguigamp, donde empezó de nuevo una gran fiesta. Y allí se despidió de su familia, pero le pusieron tantos impedimentos como pudieron para que se quedara aún, y consiguieron retenerlo contra su voluntad durante ocho días; él lo hacía lo mejor que podía para complacerlos. Por aquel entonces llegó un vagabundo que iba de paso, que venía de Guerrandia, y había pasado por el refugio en el que estaba el castellano y había oído decir a algunos criados que esperaban gente a la que no querían bien, pero no había podido descubrir a quién esperaban. Y le contó este asunto a Hervy. Cuando Hervy lo oyó, tomó rápidamente a uno de sus escuderos y lo envió hacia dicho lugar para saber quiénes eran. El criado, que era diligente, consiguió reconocer a la mayoría de los que estaban allí, y saber cuántos eran; después volvió con Hervy y le contó lo que había visto y que había de quinientos a seiscientos combatientes. Cuando Hervy lo oyó le prohibió que se lo dijera a nadie; llamó a su hermano Alain y a alguno de los más notables de su linaje y les contó el asunto.
—No sabemos qué pensar de sus intenciones —dijeron aquéllos—, a no ser que se quieran vengar de Remondín, nuestro primo, o que quieran hacernos la guerra por el pleito. Sea lo que sea, bueno será que veamos cómo remediarlo. Mandemos allí amigos nuestros y mantengámonos ocultos; así veremos qué decisión toman, y si quieren atacarnos, no nos encontrarán desprevenidos; si Remondín se va, no será sorprendido por ellos, pues si tienen intención de hacerle daño, pretenderán arrebatarle la vida.
—Ésa es la verdad —dijo otro—. Ahora dispongámonos a cumplir nuestros planes tan breve y secretamente como podamos; que lo sepa el menor número de gente posible.
Y así lo hicieron, y consiguieron al segundo día hasta cuatrocientos hombres de armas, de su linaje y aliados; los alojaron en el bosque y lo sabía muy poca gente.
Remondín no quiso demorarse más, y se despidió de Alain, su tío, que se quedó en Quemeniguigamp, muy afligido por su partida. Sus dos hijos y gran cantidad de los de su linaje le acompañaron, y aunque él no hubiese querido, no lo habrían dejado solo; mientras tanto, hacían avanzar a la escolta por los lados, hasta que se aproximaron a una legua del bosque donde estaba el refugio del castellano, que por sus espías sabía que llegaban, y les dijo a sus parientes:
—Ahora verá el que nunca estimó a Josse, mi tío, ni a su hijo Olivier. Tendrá que esforzarse aquí para evitar su muerte. A la vez vamos a tener a todo el linaje, y al que nos ha causado tal vergüenza.
Los otros dos responden que los matarán a todos, pero como dice el proverbio, «tal piensa vengar su vergüenza, y la acrecienta», así sucedió al castellano y a sus parientes.
En esto, el anciano caballero se acercó a Remondín y le dijo:
—Señor, es necesario que cabalguéis por el bosque completamente armado, vos y vuestra gente, en orden, pues los del linaje de Josse a quienes habéis vencido, no os aman; pronto os pueden hacer daño si os encuentran desprevenido; el corazón me dice que nos lo encontraremos en breve.
Hervy, Alain y los de su linaje ya iban armados, y habían mandado a su gente por delante en emboscada, a menos de media legua del refugio. Cuando Remondín vio que sus primos estaban armados no supo qué pensar, y ellos tampoco se explicaban por qué Remondín y su gente se habían armado y llevaban el pendón al viento; entonces se acercaron a su primo y le contaron la verdad del asunto, y cómo ya habían enviado por delante a cuatrocientos hombres de armas para que los protegieran de sus enemigos.
—Esta cortesía —dijo Remondín— no la olvidaré, si alguna vez me necesitáis.
Así, entraron en el bosque: resultaba hermoso ver a Remondín cabalgando delante con el bastón en la mano y ordenando a su gente. Aquí deja la historia de hablar de él, y cuenta lo que hicieron el castellano y sus parientes.
El espía volvió al refugio cuando vio que ya se acercaban los hombres de Remondín, y dijo al castellano:
—Señor, ya vienen hacia aquí.
Cuando el castellano lo oyó, gritó en voz alta:
—¡A caballo, a caballo! El que alguna vez amó a Josse de Puente del León o a Olivier, que me siga.
Montaron a caballo confiados, porque eran más de ochocientos, y se pusieron en marcha por el bosque, yendo al encuentro de Remondín; pasaron por delante del lugar en el que estaban emboscados los hombres que Hervy y sus parientes habían mandado por delante, y después los siguieron de cerca.
Cuando vieron a Remondín y a su compañía que iban bien armados y que cabalgaban en orden, se quedaron sorprendidos, aunque en aquel primer grupo no había más que criados y alrededor de cien hombres de armas. Entonces gritaron:
—¡A muerte! ¡En mala hora conocisteis al que nos ha causado tanta vergüenza y tanto daño, con la muerte de nuestro primo Josse!
Al oírlos, se separaron un poco e hicieron sonar la trompeta; pero los enemigos no pierden el tiempo, caen sobre ellos y les producen numerosas bajas antes de que pudieran llegar los demás; cuando Remondín oye la trompeta, acude a galope tendido y ataca a los enemigos con la lanza bajada, derribando al primero que encuentra; luego, desenvaina la espada y golpea a diestro y siniestro, causando mucho daño. Al verlo el castellano, se lo muestra afligido a tres primos hermanos suyos, diciéndoles:
—Ése es el caballero por el que la vergüenza ha llegado a nuestro linaje. Si nos libramos de él, los demás no resistirán mucho.
Entonces, pican espuelas los tres, bajan las lanzas y se dirigen contra él: dos le golpean en el cerco superior del escudo, y el otro en lo alto del yelmo. Todos ellos le alcanzan con tanta fuerza que el caballo y él mismo caen juntos al suelo, y los otros pasan de largo. Remondín aguija a su animal, que era resistente y veloz, se pone de rodillas primero y luego salta sobre las cuatro patas; su dueño no perdió en ningún momento ni la espada ni los estribos; rápidamente se vuelve contra el castellano y le asesta un duro golpe sobre el yelmo —su brazo era fuerte y la espada pesada—, que lo deja aturdido, se le salen ambos estribos y le vuela de la mano el arma; al pasar junto a él, le empuja y lo derriba al suelo. Había tantos combatientes que fue pisoteado por los caballos.
Ahí empezó la gran batalla, en la que abundaron las pérdidas por ambas partes; entonces llegaron el anciano caballero, Hervy y Alain: el choque fue duro y decisivo. Pero el castellano consiguió salir de entre la muchedumbre, le dieron un buen caballo y volvió a montar, y se reavivó la batalla, pues cuando lo vieron los suyos, recobraron el coraje y combatieron sin descanso. Los muertos y heridos fueron incontables. Remondín y su gente lucharon con valor, pues sus adversarios eran fuertes y hábiles con las armas.
Los hombres que se habían emboscado por orden de Hervy, llegaron por detrás y sorprendieron a los parientes de Josse, que no sabían qué hacer, pues ni podían defenderse, ni huir. Allí apresaron al castellano y se lo entregaron a Remondín, que mandó que lo custodiaran el anciano caballero y otros cuatro hombres. Hicieron prisioneros a los demás, y los condenaron a muerte; terminado el combate, fueron al refugio y Remondín se dirigió a sus familiares:
—Señores, bien he de agradeceros el noble auxilio que me habéis prestado en el día de hoy, pues de no haber sido por vosotros, y por la ayuda de Dios, estos traidores me habrían matado vilmente. Veamos ahora qué es lo mejor que se puede hacer.
—Señor —dijo Hervy—, haced vuestra voluntad.
—Os diré qué vamos a hacer. Colgaremos alrededor del refugio a todos los del linaje de Josse; al castellano y demás familiares los enviaremos al rey de Inglaterra como prueba de la traición que nos han movido. Que él los castigue a su gusto.
—Nos parece bien, contestaron todos.
Encerraron a los prisioneros; colgaron en las puertas y ventanas a los del linaje de Josse; ataron al castellano y a los demás, y Alain se los llevó escoltado por trescientos hombres de armas a Vennes, en donde estaba el rey, a quien se los presentó explicándole lo ocurrido; después, le dijo que Remondín se encomendaba a su gracia y que no pretendía ofenderle al tomar venganza de los traidores que habían querido asesinarle vilmente; que por eso le enviaba el castellano y los demás, para que supiera la verdad de lo ocurrido y para que les impusiera el castigo que considerara oportuno.
—¿Cómo —dijo el rey—, señor castellano, cómo fuisteis tan audaz para cometer un ultraje y una traición semejantes por la justicia que nosotros hicimos en nuestro reino teniendo presente la traición reconocida de vuestro tío Josse? Por Dios, habéis sido muy osado, y es justo que caigáis en desgracia.
—Noble rey —respondió el castellano—, tened piedad de mí, pues me impulsó a obrar así la gran cólera que yo tenía por la deshonra que Remondín ha producido a nuestro linaje.
—¡Por mi cabeza! —exclamó el rey—, no hay peor compañía que la de los traidores. Es mejor cerrar la cuadra antes de perder el caballo; nunca más volveréis a tener oportunidad de matar a traición a ningún hombre noble, pues no he de comer hasta que seáis colgado, con los demás, junto a vuestro tío.
El rey hizo que ahorcaran a todos, menos al castellano, que lo envió a Nantes, y ordenó que lo colgaran junto a Josse y a Olivier. Así mantenía el rey de los ingleses la justicia en aquel tiempo. Aquí deja la historia de hablar de él y vuelve a Remondín y a sus parientes.
Ahora cuenta la historia que cuando Alain volvió al refugio y contó a Remondín y a los otros lo que el rey de Inglaterra había hecho respondieron que había actuado como valeroso rey y leal justiciero. Entonces, Remondín llamó a Hervy, a Alain y a los de su linaje, y les dijo:
—Buenos primos, os pido que fundéis y dotéis un priorato bajo la advocación de la Trinidad, con ocho monjas, para que canten todos los días por el alma de mi padre, por el sobrino del rey y por todos aquellos que han muerto en esta loca empresa.
Le respondieron que así lo harían; y Remondín les rogó que saludaran de su parte al rey, a los nobles y a su tío Alain; después, se despidió a pesar de que sus primos intentaron seguir un trecho con él, y sintieron mucho la separación; así, tuvieron que marcharse y fueron hacia Quemeniguigamp; Remondín tomó el camino de Guerrandia, donde fue muy bien recibido. Y aquí deja la historia de hablar de él y vuelve a contar cómo Hervy y Alain se despidieron de su linaje y regresaron junto a su padre.
La historia dice que Hervy y Alain le contaron a su padre todos los hechos del castellano, cómo se habían despedido de su primo y cómo les había encargado dotar un priorato.
—Bien se ha librado Inglaterra —dijo Alain— de la familia de Josse. Que Dios tenga piedad de sus almas, aunque ellos no nos amaron nunca. Buenos hijos, os diré lo que debéis hacer: id al rey y pedidle un lugar para edificar el priorato, tal como vuestro primo os ha encargado; estoy seguro de que os dará una buena respuesta.
Le respondieron que así lo harían. Entonces, se despidieron de su padre y cabalgaron hasta llegar a Vennes, pero el rey se había marchado a cazar a Senselio; montaron de nuevo a caballo y llegaron al puerto, lo pasaron y entraron en el bosque, por el que caminaron hasta llegar al castillo, donde les dijeron que el rey había ido a cazar al parque. Los dos hermanos dieron al fin con el rey, que estaba bajo un árbol, junto a un estanque, esperando al ciervo al que seguían los perros; se quedaron un poco alejados, pues no querían molestar al rey al ver su delectación; éste se dio cuenta y se lo agradeció. Mientras, llegó el ciervo, que se precipitó al estanque, y allí fue acosado y sacado fuera del agua por los perros; lo desollaron y se dio su parte a los animales.
Entonces, Hervy y Alain se adelantaron, saludaron al rey y le dieron el mensaje que su primo Remondín les había encargado. El rey les dio la bienvenida y les preguntó por él, a lo que respondieron lo que habían visto, y cómo les había encomendado hacer un priorato para cantar por el alma del sobrino de su antepasado, por la de Hervy, y por todos los que habían muerto en esta querella; y que les había pedido que rogasen al rey de su parte que les diera un lugar para fundar dicho priorato.
—La petición es razonable —dijo el rey—, y ahora mismo os llevaré al lugar donde quiero que sea construido.
Entonces, salieron del vado y siguiendo el muro llegaron al final del recinto, y les dijo el rey:
—Buenos señores, haced que se funde aquí vuestro priorato; tomad todo el terreno que queráis. Os cedo el bosque para que se coja madera para la carpintería y, cuando los monjes ya estén instalados, les concedo la madera para que se calienten ellos, sus servidores y sus huéspedes. Les cedo también la pesca del mar que hay cerca de aquí, a un cuarto de legua, y les doy permiso para disparar en el bosque a los pájaros y a todo animal silvestre para su despensa.
Mandó que se redactaran documentos legales; los dos hermanos se lo agradecieron y pronto reunieron albañiles, cavadores y carpinteros; en poco tiempo la iglesia y el priorato estuvieron acabados, y en él se instalaron siete monjes blancos, de los que llevan sobre el hábito una cruz azul; les dieron rentas para que pudieran vivir cómodamente, y el priorato aún existe. Ahora la historia deja de hablar del rey de los ingleses y de los dos hermanos y vuelve a hablar de Remondín y cómo gobernó luego.
En esta parte la historia nos da testimonio de que Remondín estuvo tanto tiempo en la tierra de Guerrandia que reconcilió entre sí a algunos ingleses que estaban en discordia y consiguió que el país quedara en paz. Llegado el momento, se despidió de los nobles y del pueblo, y todos se afligieron mucho por su partida. Luego cabalgó hasta que entró en la tierra del Poitou, donde encontró gran cantidad de espesos bosques sin habitar, y abundantes animales salvajes en algunos lugares: ciervos, corzos, gamos, cabras, jabalíes y otras bestias silvestres; en muchos otros lugares encontró bellas llanuras, hermosos prados y claros nos.
—Es una gran lástima —exclamó Remondín— que este país no esté ni habitado, ni poblado, pues es tierra muy rica.
En muchos sitios, cerca del mar, ve buenos emplazamientos no habitados, que a su parecer, sería de gran provecho que fueran poblados.
Cabalgó hasta una antigua abadía, grande y muy poderosa, que se llamaba Maillezais, y tenía cien monjes sin contar a los novicios. Allí se albergó Remondín, y por la complacencia que le produjo el lugar, estuvo tres días y tres noches, e hizo regalos de ricas joyas; luego, se marchó a Lusignan; cuando ya estaba cerca, vio la Torre de las Trompas y el burgo; entonces no pensó que fuera el lugar que él gobernaba, pues no lo reconocía porque la torre y el burgo fueron construidos después de su marcha. Se sorprendió cuando oyó que el vigía de la torre tocaba la trompa.
En esta parte dice la historia que cuando Remondín estaba cerca de Lusignan vio el burgo, rodeado de altos muros, con grandes torres, fortificaciones y fosos profundos, hechos todos de piedra tallada, y vio la torre alta y grande entre el burgo y las fortificaciones, que sobrepasaba en altura más de un largo de lanza, y oyó a los trompeteros que tocaban más y más según veían la aglomeración de gente que venía con Remondín.
—¿Cómo? —preguntó Remondín al anciano caballero—, ¿qué es esto? Creía que estábamos muy cerca de Lusignan, pero me parece que me equivoco mucho.
Entonces, el anciano caballero empezó a reír.
—¿Cómo, señor caballero —dijo Remondín—, os burláis de mí? Os digo de veras que si no fuese por la torre y el burgo que veo, pensaría que estoy en Lusignan.
—Pronto os encontraréis ahí —respondió el anciano caballero—, con gran alegría, si Dios quiere.
Ahora os hablaré de los cocineros y de los criados encargados de las acémilas, que habían ido por delante y habían anunciado la llegada de Remondín; aunque Melusina ya lo sabía, disimuló y, apenas llegaron los servidores, hizo embellecer todo el pueblo, e ir al encuentro de su señor, y ella misma acudió con gran número de damas, doncellas, caballeros y escuderos montados y vestidos con riqueza. Remondín los vio aparecer al fondo del valle, que venían en orden, de dos en dos, y se admira mucho; cuando ya estaban cerca, gritaron todos a la vez:
—Sed bienvenido, señor.
Entonces, Remondín reconoció a algunos de los que le daban la bienvenida y les preguntó:
—Buenos señores, ¿de dónde venís?
—Señor, venimos de Lusignan —le respondieron.
—¿De Lusignan? —preguntó Remondín— ¿queda mucho desde aquí?
—Señor —le contestaron, dándose cuenta de que no reconocía la ciudad— ésa es Lusignan. Nuestra señora hizo construir el burgo y la bella torre después de que vos os marcharais; miradla allí, que viene a vuestro encuentro.
Remondín se quedó muy sorprendido, y no dijo lo que pensaba, pero recordando cómo había construido Melusina la fortaleza de Lusignan y el castillo en tan poco tiempo, dejó de maravillarse.
Mientras, llegó la dama, que le dio la bienvenida con gran dulzura y lo recibió muy amablemente diciendo:
—Mi señor, estoy muy contenta de que hayáis actuado tan bien en vuestro viaje. Me lo han contado y dicho todo con detalle.
—Gracias a Dios y a vos —contesta Remondín.
Con estas palabras, llegaron a la ciudad y descabalgaron. Hubo una fiesta muy grande, que duró ocho días, y a la que acudió el conde de Forez. Después, marcharon de Lusignan y fueron a. Poitou a ver al conde, que les acogió muy bien; le preguntó a Remondín dónde había estado. Él les contó toda su aventura. A poco de hablar, el conde Beltrán se puso muy contento, y acabada la narración, los hermanos se despidieron de él: uno, se fue a Forez; el otro a Lusignan, donde Melusina lo recibió muy alegre.
La dama por aquel entonces estaba encinta, y una vez cumplido el tiempo, dio a luz su segundo hijo, que fue un niño al que le pusieron el nombre de Eudes; tenía una oreja incomparablemente más grande que la otra, pero en todos sus miembros era bello, proporcionado y bien formado. Tomó con el tiempo por esposa a la hija del conde de la Marche y más tarde, él mismo fue conde. Y ahora la historia deja de hablar del niño y habla de Remondín y Melusina.
La historia asegura que, después de que la dama descansara el debido tiempo, se levantó y hubo una fiesta muy grande, con muchos nobles. El mismo año la dama hizo construir el castillo y el burgo de Ainelle, y mandó hacer Vouvant y Mrvent; y, luego, el burgo y la torre de San Magencio, y se comenzó la abadía, e hizo mucho bien a los pobres.
Dos años más tarde, tuvo un hijo que fue llamado Guyón; era un niño bellísimo, pero tenía un ojo más alto que otro.
Melusina tenía tres buenas nodrizas, pero estaba tan pendiente de sus hijos que éstos crecieron tanto que todo el que los veía quedaba maravillado.
En este tiempo hizo fundar por el país muchos nobles lugares, en las posesiones que tenía en el condado de Poitou y en el ducado de Guyena. Hizo construir el castillo y el burgo de Partenay, que eran tan fuertes y hermosos que no tenían posible comparación. Luego, fundó en La Rochelle los torreones de vigilancia del mar y del castillo y empezó una parte de la ciudad, en donde aún se conservaba a unas tres leguas una gran torre que mandó construir Julio César, y que en aquel entonces se llamaba Torre del Águila, por el águila que Julio César llevaba en el estandarte como emperador. La dama hizo que rodearan aquella torre con fuertes construcciones y muros, y la llamó Castillo del Aguilucho. Luego, edificó Pors en Poitou, y Saintes, que entonces fue llamado Ligne. Después, hizo Talmont en Tallemondoiz, y muchas otras villas y fortalezas. Remondín prosperó tanto que no había ningún príncipe que rivalizara con él ni en Inglaterra, ni en Guyena, ni en Gascuña.
La historia da noticias de que al quinto año, Melusina tuvo un hijo que se llamó Antonio. Fue grande y bien formado en todos sus miembros, pero en la mejilla izquierda tenía una pata de león, y antes de que el niño tuviera ocho años, la pata ya era velluda y de cortantes uñas; con el paso del tiempo, Antonio fue temido, y llegó a ser conde de Luxemburgo, tal como más adelante oiréis en la historia. Melusina hizo fundar muchas iglesias, con buenas rentas y con otros bienes que no merecen caer en el olvido.
Aquí nos dice la historia que el séptimo año, Melusina dio a luz a su debido tiempo, un niño que se llamó Reinaldo. No se podía ver niño más bello, pero vino al mundo con un solo ojo, aunque veía con tanta claridad que divisaba las naves en el mar, y otras cosas en la tierra a una distancia de unas veinte leguas. Era hermoso, dulce y cortés, tal como oiréis más adelante en la historia.
El octavo año, Melusina tuvo su sexto hijo, que se llamó Jofré. Vino a este mundo con un diente que le salía de la boca más de una pulgada, por lo que fue conocido como Jofré el del Gran Diente; era alto y fornido, fuerte, valiente y cruel. Todo el que le oía hablar, le temía. E hizo tantas maravillas como oiréis en la historia.
El año siguiente, nació otro hijo, el séptimo, que recibió el nombre de Fromonte; era bastante hermoso, pero tenía sobre la nariz una mancha velluda, como la piel de un topo o de una comadreja. Fue muy devoto y, con autorización de sus padres, fue monje de Maillezais; más adelante oiréis una aventura que le ocurrió, digna de compasión.
Melusina estuvo después cerca de diez años sin tener hijos, pero en el onceavo tuvo el octavo, extraordinariamente grande. Vino al mundo con tres ojos, uno de los cuales estaba en la frente; y fue tan cruel y tan malvado que antes de llegar a los cuatro años mató a dos de sus nodrizas. Ya veréis más adelante cómo murió; lo enterraron en Poitiers, en el Monasterio Nuevo.
Ahora nos cuenta la verdadera historia que Melusina crió a sus hijos hasta que Urién, el mayor, tuvo diecisiete años y ya era grande y fuerte y realizaba extraordinarias hazañas. Eudes tenía dieciséis años, y Guyón quince y era tan hábil, tan rápido y tan despierto que todo el mundo se quedaba sorprendido. Urién y Guyón se querían mucho y se entretenían siempre juntos; los nobles jóvenes los apreciaban, igual que ellos a los nobles y combatían muy a menudo en justas, torneos y en otros encuentros con lanza.
Por aquel tiempo, dos caballeros pictavinos acababan de regresar de Jerusalén y contaban que el sultán de Damasco había asediado al rey de Chipre en la ciudad de Famagusta y que lo tenía en grave aprieto, pero el rey no podía esperar auxilios, pues sólo tenía una hija, que, por cierto, era muy bella. Tanto corrió la noticia por el país, que Urién se enteró, y entonces le dijo a Guyón:
—Buen hermano, sería una gran obra de caridad socorrer a ese rey contra los sarracenos. Nosotros somos ocho hijos varones, la tierra de nuestro padre no quedará sin herederos, suponiendo que faltemos; por eso nos debemos esforzar en viajar para adquirir honor.
—Decís verdad —respondió Guyón—, pero ¿por qué lo decís? Estoy dispuesto a hacer lo que os plazca.
—Hermano mío —contestó Urién— decís bien. Enviemos ahora por los dos caballeros que han llegado del santo viaje de Ultramar, y les pediremos más noticias sobre ese asunto.
Entonces llamaron a los dos caballeros, que acudieron muy alegres. Cuando llegaron, los muchachos les dieron amablemente la bienvenida y les empezaron a preguntar por su viaje, y sobre las costumbres y modos del país en el que habían estado; ellos les dijeron la verdad.
—Hemos oído —dijo Urién—, que habéis pasado por una isla en la que hay un rey cristiano oprimido por un sultán sarraceno. Nos maravillamos de que no permanecierais en la guerra al lado del rey cristiano, vosotros que tenéis fama de ser dos caballeros tan valientes, ayudándole y reconfortándole, como nos parece que deberían hacer los buenos cristianos, y también creemos que habría sido una gran obra de caridad auxiliarle en esa situación.
A esto respondieron los dos caballeros:
—Muchachos, queremos que sepáis que, si hubiésemos visto el modo de entrar en la ciudad sin morir o ser hechos prisioneros, habríamos ido de buen grado y hubiéramos esperado la ventura que Dios nos hubiese querido enviar, al lado del rey de Chipre. Y sabed que el esfuerzo de dos caballeros no puede cambiar los hechos de sesenta u ochenta mil sarracenos; y ésta fue la causa que nos impidió ir; es muy loco el que sopla contra el viento para oponerse a él o para vencerlo.
—Vuestra excusa —dijo Urién— es buena y justa, pero decidme si alguien que pudiera llevar dos mil o dos mil quinientos hombres de armas podría llegar a tiempo de socorrer a aquel rey.
Entonces respondió uno de los dos caballeros:
—A fe mía que sí, teniendo en cuenta que la ciudad es fuerte y el rey es valiente y es hombre de guerra, y tiene gran cantidad de víveres y muy buenas gentes para guardar la ciudad; y que hay numerosas fortalezas a las que van a menudo de refresco los de Rodas y los armenios, con lo que el rey de Chipre y los de la ciudad tienen gran consuelo. Habéis de saber que tanto mi compañero como yo hubiésemos querido encontrar a alguien que fuera allí para ir con él, como vos decís, y nosotros mismos hubiéramos emprendido la aventura con él.
—Mi hermano y yo —dijo Urién— os retendremos y os llevaremos sin tardar mucho.
Cuando aquéllos lo oyeron, se alegraron y dijeron que, si iban, sería señal de gran nobleza y valentía. Ahora deja la historia de hablar de los dos caballeros y cuenta cómo Urién y Guyón pidieron permiso a sus padres y la ayuda que Melusina les prestó.
Urién y Guyón se presentaron a Melusina y le dijeron muy inteligentemente:
—Señora, ya es hora de que viajemos para conocer tierras y países, y para adquirir honor y buen nombre en lugares extraños, e instrucción para hablar con los buenos de las cosas que hay en otras marcas y que son poco comunes por aquí. Y también, si la fortuna y la buena ventura nos son amigas, tenemos intención de conquistar tierras, pues hemos visto que somos ya ocho hermanos, y estamos convencidos de que aún seremos más, y si vuestra tierra es dividida en tantas partes, el que fuera señor de todo apenas tendría una pequeña porción de los dominios que mi señor padre y vos tenéis; mi hermano Guyón y yo —continuó Urién— renunciamos a la parte que nos pudiera corresponder de lo vuestro, a excepción de lo que nos queráis dar ahora como ayuda para nuestro viaje.
—Hijos —respondió Melusina—, esta petición os honra y no os debe ser negada. Debo hablar con vuestro padre, pues sin su consejo no os debo otorgar lo que pedís.
Entonces Melusina se va de allí y se dirige a Remondín, al que le cuenta la petición de sus dos hijos.
—Señora —le contestó— si os parece que eso es bueno, hacedlo según vuestra voluntad.
—Decís bien —responde Melusina—; sabed que no harán nada en este viaje que no les sea de gran provecho y de muy gran honor.
Entonces volvió junto a sus hijos para decirles:
—Buenos hijos, pensad en actuar correctamente; vuestro padre está de acuerdo con lo que pedís, y yo también lo apruebo. No os preocupéis, pues en breve lo habré dispuesto todo de tal forma que sea de vuestro agrado; ahora, decidme a dónde queréis ir, para preveer lo que os hará falta.
—Señora —respondió Urién—, hemos oído decir que el rey de Chipre ha sido asediado por el sultán de Damasco en la ciudad de Famagusta y es ahí donde tenemos intención de ir para socorrerlo de los malvados sarracenos.
—Hijos míos —contestó Melusina—, hay que preparar las cosas tanto para el trayecto por mar como para cuando estéis en tierra; lo haré de modo que os guste, y será de inmediato.
Entonces, los dos muchachos se arrodillan y se lo agradecen humildemente. La madre los levantó y los besó en la boca mientras lloraba, pues sentía gran dolor en el corazón por su partida, porque los amaba con amor de madre, no con cariño de falsa nodriza. La historia cuenta que Melusina se esforzó en preparar las cosas para sus hijos; hizo llegar al puerto de La Rochelle una gran flota, con galeras grandes y pequeñas, y grandes navíos: la menor tenía dos cubiertas, y las demás, tres; era una flota tan grande que podía transportar tres mil combatientes. Mientras, los dos muchachos mandaron buscar a los caballeros que les habían hablado del viaje, y les dijeron que se dispusieran a ponerse en camino, tal como habían prometido.
—Señores —respondieron—, estamos dispuestos; hemos contado el asunto a muchos nobles que se preparan a ir en vuestra compañía, y todos están deseando serviros.
—Muchas gracias —dijo Urién—; nosotros se lo agradecemos y aceptamos, si le place a Dios y a vosotros también.
Melusina, que lo había preparado todo, buscó cuatro nobles, unos de Poitou y los otros de Guyena, a los que encomendó la tutela de sus hijos. Acudieron gran cantidad de caballeros, escuderos y nobles, en total unos dos mil quinientos hombres de armas y quinientos ballesteros. Embarcaron los víveres, la artillería, los arneses y los caballos y después entró la gente en los navíos: allí veríais banderas, pendones y estandartes al viento sobre los barcos, oiríais sonar las trompetas y los instrumentos, y también oiríais relinchar y gritar a los caballos. Entonces los dos jóvenes se despidieron de sus padres y de la gente que lloraba entristecida. Melusina y Remondín acompañaron a sus hijos hasta la orilla; cuando llegaron al mar, Melusina los cogió aparte y les dijo:
—Hijos, escuchad lo que os voy a decir y a encomendar. Mirad estos dos anillos que os doy, cuyas piedras poseen un mismo poder: mientras seáis leales, sin pensar ni cometer desatinos o maldad, y los llevéis puestos, no seréis derrotados por las armas, sino que venceréis; no os podrán perjudicar ni hechizos, ni encantamientos de arte de magia, pues os protegerán sus joyas.
Entonces da un anillo a cada uno y ellos, de rodillas en el suelo, le dan las gracias. Seguidamente Melusina vuelve a tomar la palabra diciendo así:
—Hijos, dondequiera que estéis os recomiendo que todos los días oigáis el servicio divino antes de hacer ninguna otra cosa; y en todos vuestros asuntos pedid la ayuda de vuestro Creador, y servidle diligentemente: amad y actuad como hizo vuestro Dios y Creador. Defended a nuestra santa Madre Iglesia, y sed verdaderos combatientes contra todos sus enemigos. Ayudad a las viudas y a los huérfanos, honrad a todas las damas, auxiliad a las doncellas a las que se quiera desheredar injustamente. Amad a los hombres gentiles y estad en su compañía. Sed humildes y humanos tanto con el grande como con el pequeño, y si veis a un buen hombre de armas que sea pobre y se encuentre en estado de necesidad de ropa o de montura, dadle de lo vuestro según su mérito. Sed generosos con los buenos. Y cuando otorguéis algo, no hagáis esperar mucho, pero mirad cuánto dais, cómo, por qué, y si la persona lo merece; si es para su señor, mirad si su señor lo merece. Si dais por placer, guardaos de que el necio despilfarro no os sorprenda hasta el punto de que se puedan burlar de vos, pues los que habrían deseado que les hicierais bien, estarían descontentos, y los extranjeros os insultarían a vuestra espalda. Guardaos de prometer lo que no podáis mantener, y si prometéis alguna cosa, no la hagáis esperar mucho, pues una larga espera atenúa la virtud del don.
Guardaos de codiciar la mujer de nadie del que queráis ser amado. No escuchéis el consejo de ningún muchacho, ni tengáis como hombre de confianza a nadie del que no conozcáis con certeza sus costumbres y condición. No creáis a ningún hombre que sea avaricioso, ni lo pongáis a vuestro servicio, pues os podría deshonrar en una hora lo que no os podría aprovechar en toda su vida. Guardaos de tomar a crédito lo que buenamente podáis pagar, si por necesidad tenéis que dejar a deber, tan pronto como tengáis suficiente, satisfacedlo. Así podréis estar sin peligro y vivir honorablemente.
Si Dios os otorga la ventura de que conquistéis algún país, gobernad según su naturaleza. Si son rebeldes, no os enseñoreéis, pero no abandonéis vuestro derecho. Estad siempre en guardia, mientras el poder sea vuestro, pues si os dejáis avasallar, tendréis que gobernar a su voluntad; guardaos siempre, sean como sean, rudos o gentiles, de imponerles un nuevo tributo, si no es razonable. Cobrad lo que sea justo, sin aumentar vuestros derechos, y no les carguéis con impuestos irracionales, porque si el pueblo es pobre, el señor será un mendigo, y si le hiciera falta para la guerra u otra necesidad, no sabría con quién ayudarse, por lo que podría caer en gran servidumbre y no se compadecerían de él ni amigos ni extraños, pues vale más una esquilada grande por años que tres pequeñas.
Hijos, además, os recomiendo que no creáis ni confiéis en juglar ni en adulador, ni en hombre que hable mal de otro a sus espaldas; no prestéis atención al consejo del desterrado, ni al del fugitivo de su pafs, pues os puede incitar a dañar a los que lo han exiliado, aunque tenga razón y vos una causa justa para ayudarle, porque ello os podría perjudicar mucho haciéndoos descender en honor.
Sobre todas las cosas os prevengo del orgullo. Os recomiendo que hagáis justicia y que actuéis razonablemente tanto con el grande como con el pequeño. No queráis vengar todas las afrentas de que hayáis sido objeto, pero exigid reparación. No despreciéis a ninguno de vuestros enemigos, aunque sea pequeño; estad en guardia a todas horas y procurad, mientras estéis en guerra, que vuestros compañeros, tanto grandes como pequeños, os consideren como señores; hablad y estad en compañía de cada uno según su calidad, pues esto hace inflamar de amor los corazones de los hombres que así se comportan. Y si Dios os otorga el bien, repartidlo con vuestros compañeros según la dignidad de cada uno.
En cuanto a la guerra, seguid el consejo de los valientes que han ejercido el oficio de las armas con honra. No hagáis tratados de paz para mucho tiempo con vuestros enemigos, pues en los tratados largos reside a veces un gran engaño y una gran pérdida para la parte más poderosa, pues los inteligentes retroceden para avanzar más tarde; y así, también el sabio, cuando ve que no es capaz de resistir la fuerza de su adversario, busca tratados largos para disimular, hasta que se encuentra con poder suficiente para hacer frente a su enemigo, y entonces en poco tiempo halla alguna excusa para que el tratado sea nulo. Por esto os recomiendo que llevéis a vuestro enemigo a donde lo podáis someter con honor; si lo hacéis cortésmente, él lo devolverá con gran honra; pero si vos le castigáis poco con el tratado, en caso de que se hubiese decidido por un bando u otro sin engaño, alguien podría decir o pensar que teníais miedo. Esto no quiere decir que se deba rehusar a un buen tratado, que puede haberlo, pero que sea por poco tiempo, o tan largo que sea para siempre, que desaparezca en la memoria de los vivos, y en provecho y honor del que crea tener el derecho mayor, y el que lo tenga por común acuerdo.
Melusina les dio a sus hijos estos consejos que habéis oído y ellos se lo agradecieron mucho. Luego añadió:
—Hijos, he enviado a vuestro barco suficiente oro y plata en moneda para mantener vuestra situación, y para pagar a la gente durante cuatro años. Tenéis suficiente galleta, agua dulce, vinagre, carne salada, salazón de pescado y buen vino para mucho tiempo. Id bajo la protección de Nuestro Señor, y que Él os conduzca; actuad correctamente y cumplid lo que yo os he recomendado.
Así se despidieron de su padre y de su madre, y entraron en el barco; las naves levaron anclas e izaron las velas. Los patrones, según su costumbre, se encomendaron a Dios para que les dejara hacer un buen viaje. Luego, se adentraron en el mar; el viento hinchaba las velas, e iban tan deprisa que en poco tiempo se perdieron de vista. Remondín, Melusina y su gente se volvieron al Castillo del Aguilucho.
La historia deja aquí de hablar de ellos, y vuelve a Urién, a su hermano Guyón, y a su gente, que se van navegando por el mar, y mantienen su camino lo más recto posible hacia Chipre.
La historia dice que después de salir de La Rochelle, navegaron por el mar durante mucho tiempo, pasaron por delante de muchas islas, y se detuvieron en muchos lugares; hasta que un día vieron por el mar que una gran cantidad de barcos perseguían de cerca a dos galeras; inmediatamente fue el patrón a los dos hermanos y se lo dijo. Ellos le respondieron, preguntándole, qué había que hacer.
—Hay que enviar —dijo el patrón— una galera para saber a quién sirven. Mientras, haremos que nuestra gente se arme, por lo que pueda suceder.
—Nos parece bien —respondió Urién. Y así lo hicieron.
La galera va al encuentro de las otras dos y sus tripulantes gritan:
—¿A quién servís?
A lo que los de las otras respondieron:
—Somos dos galeras de Rodas, que nos hemos encontrado a los sarracenos, que ahora nos están persiguiendo. Hemos visto que sois cristianos, ¿lo son todos aquellos que os siguen?
—Por mi fe que sí —responden ellos.
—Por mi cabeza —dice uno de los patrones de Rodas—, id ahora a perseguirlos, pues habéis encontrado una buena aventura, pues son gente del sultán de Damasco que van al asedio de Famagusta. El que los hunda habrá prestado gran ayuda al rey de Chipre, y habrá provocado una gran desgracia al sultán.
Cuando los de la galera pictavina lo oyeron, viraron en redondo y fueron a anunciarlo a los dos hermanos y a su gente. ¡Quién viera entonces subir refuerzos a los mástiles, con lanzas y jabalinas en las manos, proteger las naves y las galeras con grandes escudos, arrimar a la borda cañones y ballestas, tocar trompas y cuernos sarracenos, y hacer que las naves se movieran a fuerza de gente y de remos! Esto era muy hermoso de contemplar.
Cuando los sarracenos se dieron cuenta de que una flota tan grande iba hacia ellos, no supieron qué pensar, pues no se podían imaginar que tal poderío de cristianos estuviese tan cerca de allí. Inmediatamente viran, retrocediendo; pero nuestras galeras los rodean y empiezan a disparar sus cañones por todos los lados. Al ver que todo estaba perdido y que no podían huir, los sarracenos tomaron un barco que habían apresado a los de Rodas, arrojaron a la gente por la borda, lo llenaron de madera, aceite, grasa y azufre, y, cuando vieron que nuestra gente se aproximaba le prendieron fuego y lo dirigieron contra los nuestros, que se supieron proteger bien, pues saltaron por el otro lado y consiguieron meterse entre sus naves. Allí empezaron con gran violencia los tiros de ballestas y cañones. La gran flota de nuestra gente llegó a ellos, y las olas llevaron a la nave que ardía entre las embarcaciones sarracenas; los árabes no supieron defenderse, de modo que ardieron tres de sus naves, y los tripulantes se ahogaron o perecieron hundiéndose en el mar con todo lo que había dentro. Al final, los paganos fueron derrotados, todos resultaron muertos o presos, y los cristianos ganaron una gran fortuna, que los hermanos de Lusignan repartieron entre todos sus compañeros y con los de las dos galeras de Rodas. Después fueron a descansar a la isla de Rodas, donde dieron a los caballeros de la Orden las naves que habían capturado. Allí estuvieron cuatro días, durante los cuales repostaron agua fresca. El Maestre de Rodas rogó a los dos hermanos y a sus nobles que fueran a la ciudad; así lo hicieron, y fueron recibidos con muchos honores. El Maestre les preguntó el objeto de su viaje, y ellos le dijeron que iban a socorrer al rey de Chipre contra el sultán que lo había asediado; luego, les preguntó muy dulcemente quiénes eran, y ellos le dijeron la verdad. Entonces, el Maestre, que se puso muy contento, les dijo que reuniría a los caballeros de la orden y que iría con ellos a Chipre.
Ahora dice la historia que estuvieron tanto tiempo los hermanos en la isla de Rodas que el Maestre reunió cerca de seis galeras, armadas y con vituallas, en las que había mucha gente valerosa y gran cantidad de ballesteros. Navegaron por el mar hasta que se aproximaron a la isla de Coicos, en la que vieron una gran humareda. Entonces, el gran Maestre de Rodas, que estaba en la galera de Urién, le dijo:
—Señor, sería bueno que se enviaran a aquella isla una o dos galeras pequeñas para saber de forma cierta si hay gente. Si no hay nadie, no hará mucho tiempo que habrán marchado.
—Me parece bien —contestó Urién.
Entonces, enviaron una galera pequeña; al llegar a tierra desembarcaron casi todos los tripulantes y encontraron muchos restos de fuego y de acampada; por las apariencias, debían haberse refugiado allí unos treinta mil hombres, que debieron estar más de cuatro o cinco días, pues a alguna distancia había gran cantidad de pieles de animales muertos. Volvieron a embarcar y fueron al encuentro de nuestra gente, diciéndoles lo que habían encontrado.
—Creo que son los sarracenos —dijo el Maestre—, que van en apoyo del sultán; los que habéis derrotado, cuyas naves nos habéis dado, estaban en su compañía y los esperaban en la isla.
Entonces dejan de hablar y navegan por el mar a vela tendida hasta que ven una abadía que estaba en una montaña, junto al mar, y en la que se adoraba a San Andrés. Se dice que es ahí donde está la horca de la que fue colgado el buen ladrón, cuando Nuestro Señor, por su santa gracia, fue puesto en la santísima cruz para nuestra redención.
—Señor —dijo el Maestre de Rodas—, sería conveniente anclar en este pequeño puerto y, mientras, enviaremos por noticias a Limasol, para saber si nos recibirán y aceptarán poner nuestra flota a salvo en su puerto.
—Maestro —dijo Urién—, que se haga así, en nombre de Dios.
Entonces anclaron en el puerto y mandaron recado a la abadía, diciendo que no temieran, pues eran amigos y estaba con ellos el Maestre de Rodas.
Cuando los de la abadía supieron las noticias se alegraron mucho, y bajaron las reliquias de la cabeza de San Andrés, mostrando gran gozo por la llegada de nuestra gente; a la vez, enviaron a Limasol a uno de los monjes para que anunciara la llegada de los refuerzos que venían en socorro del rey y de su país.
Al oír la noticia un caballero muy valiente, que era el alcaide del lugar, hizo que armaran de inmediato una galera, embarcó y se presentó en poco tiempo ante nuestras gentes; preguntó por el señor de aquella flota y le llevaron a un rico pabellón que habían, hecho plantar a la orilla del puerto en el que estaban Urién, su hermano Guyón, el Maestre de Rodas y otros muchos nobles; le mostraron a Urién, que estaba sentado en una cama con su hermano y el Maestre de Rodas. Cuando el caballero lo vio se admiró mucho por la gallardía que vio en él; se acercó a saludarle amablemente y Urién lo recibió muy complacido.
—Señor —dijo el caballero—, sed bienvenido a este país.
—Buen señor —respondió Urién—, muchísimas gracias.
—Señor, se me ha dado a entender que habéis partido de vuestro país con la intención de ayudar al rey de Chipre.
—Es verdad.
—Pues es justo que os abra todos los lugares del reino de Chipre por los que paséis, todas las ciudades, castillos y fortalezas; por lo que respecta a Limasol, que está a mi cargo gracias a mi señor, el rey de Chipre, os será abierta y puesta a vuestra disposición cuando os plazca, igual que los muelles del puerto para poner vuestros barcos en lugar seguro.
—Caballero —dijo Urién—, muchas gracias. Ya es hora de que nos pongamos en marcha, pues tanto mi hermano como yo tenemos ganas de encontrarnos con los sarracenos, no para su provecho, sino para perjudicarles, si Dios quiere que lo podamos hacer.
—Señor, estaría bien, pues, que hicierais sacar de los barcos tantos caballeros como os parezca, y que toméis a vuestra gente, pues iremos por tierra.
—Decís bien —contestó Urién.
Y así se hizo; Urién mandó que se armaran cuatrocientos hombres de sus más altos nobles, caballeros y escuderos. Él mismo se armó, y su hermano también. Montaron a caballo y se fueron, con la bandera desplegada, bordada en plata y azur, con la figura de un león rampante. El Maestre de Rodas y los demás se equiparon para la navegación y se dirigieron al puerto. Urién, su gente y el caballero que les guiaba, cabalgan hasta llegar a la ciudad, en la que fueron muy bien alojados. La flota entró en el puerto, desembarcaron los caballos y todo lo que necesitaban y se alojaron en los campos de alrededor de la ciudad, en tiendas y pabellones; y los que no tenían donde dormir se instalaron y se construyeron alojamientos del mejor modo que pudieron. Era de gran belleza ver al ejército asentado; los más altos nobles se alojaron en la ciudad. Entonces hicieron conducir la flota a cubierto y pusieron buenos hombres de armas y buenos ballesteros para defender el lugar, por si los sarracenos iban dispuestos a hacer algún daño.
Ahora os dejaré de hablar de Urién y de su compañía, y os hablaré del alcaide de la ciudad, que está contemplando el ejército y las armas de aquella gente, y lo apreciaba mucho en su corazón, y se decía a sí mismo que eran gente decidida y de gran valor, pues a pesar de ser pocos se disponían a contrarrestar el poder del sultán que tenía más de cien mil sarracenos; en total, contando la gente del Maestre de Rodas, Urién no tenía más de cuatro mil combatientes.
—Esta gente es digna de conquistar todo el mundo, se exclamaba y no cesaba de repetirse que los había enviado Dios por su benigna misericordia, para socorrer al rey y para ensalzar la Santa Cristiandad, y que él mismo se lo iba a decir al rey de Chipre mediante un mensaje.
La historia cuenta que el caballero mandó escribir una carta en la que puso todo lo referente a la llegada de Urién, de Guyón y de su gente, el nombre de los dos hermanos y el país de donde eran. Luego llamó a su sobrino y le dijo:
—Es necesario que llevéis esta carta a Famagusta, al rey, suceda lo que suceda.
—Me impulsáis a una gran aventura, pues, si me apresan los sarracenos mi vida no valdrá nada. Pero por amor a vos y al rey, y para animarle y darle la esperanza de ser librado del peligro en que está me arriesgaré. Que Dios me otorgue regresar sano y salvo.
—Buen sobrino, esto es hablar con valentía, y, si Dios quiere, os será bien recompensado.
Aquél toma la carta, monta en un pequeño corcel de Berbería y se pone en camino. Aquí dejaré de hablar de él, pues ya habrá tiempo, y hablaré de Urién, de cómo se comportó mientras tanto, pues no sabía nada de esto.
La historia cuenta que Urién llamó al Maestre de Rodas y al alcaide del lugar y les preguntó:
—Buenos señores, ¿el sultán es hombre joven y de gran valor?
—Por cierto que sí, señor —le respondieron.
—Y ¿ha venido a hacer la guerra sin haber estado antes por aquí?
—Así es —respondieron—; no estuvo antes.
—¿Quién le ha impulsado ahora a pasar el mar? —preguntó Urién—. Me admira que se haya abstenido hasta ahora siendo él tan poderoso y estando vosotros tan cerca, tal como me han informado.
—Os lo diré —dijo el alcaide—. Nuestro rey tiene una hija muy bella, de veinticinco o veintiséis años de edad, a la que el sultán quiere tomar por esposa, pero nuestro rey no ha querido acceder si él no se bautizaba. Sabed que antes el sultán y nosotros siempre tuvimos tratados de paz, y sus antepasados con los nuestros, desde hace tanto tiempo que nadie se acuerda. Pero cuando el sultán vio que nuestro rey no le quería otorgar a su hija rompió las treguas con un desafío, y ya estaba listo con más de cuarenta mil sarracenos embarcados y fue a desembarcar en el puerto e hizo llevar todas sus armas a tierra firme, asediando súbitamente Famagusta, donde encontró al rey sin sus nobles. Pero después, a pesar suyo ha ido entrando mucha gente que ha mantenido la ciudad. De continuo se producen numerosas escaramuzas, con grandes pérdidas tanto por un bando como por el otro; los sarracenos han renovado a su gente por dos veces aunque son unos cien mil, pero esta última vez han perdido una parte de la flota y de la gente, a la que estaban esperando en la isla de Coicos: una galera nuestra, la de la Montaña Negra, que los perseguía, nos ha dicho que atraparon a dos galeras de la Orden del Hospital, pero no sabían qué pasó después, pues los esperaron durante seis días y como no llegaban, los nuestros levaron anclas y marcharon al asedio.
—Es fácil saber lo que ocurrió —dijo el Maestre—, mi señor Urién y su hermano os podrían responder adecuadamente, pues han acabado con ellos, y nos han dado los navíos que capturaron.
—Esto me agrada —dijo el caballero—; loado sea Dios.
—Mi señor —dijo el alcaide—, ahora ya os he contado cómo empezó la guerra y por qué el sultán ha pasado el mar.
—En nombre de Dios —dijo Urién—, el amor tiene fuerza suficiente para hacer que se inicie tal empresa. Si el sultán ha empezado esta guerra por amor, es aún más temible, pues el amor es tan poderoso que hace emprender a los cobardes grandes empresas, tales que no osarían ni imaginar. Así, es evidente que el sultán, que —normalmente y sin la fuerza del amor— es valiente y emprendedor, es ahora más temible, si cabe; pero, que se cumpla la voluntad de Dios, pues marcharemos de aquí mañana, después del servicio divino e iremos a visitar al sultán.
Entonces hace que toquen la trompeta, para que cada cual prepare sus armas, y ordena que salgan en orden por la mañana, al primer toque, cada uno bajo su estandarte, y detrás de la vanguardia. Y así lo hicieron. Allí podíais oír un gran martilleo al reclavar las distintas partes las placas, las lorigas, las grebas, afilar las lanzas de hierro, herrar los caballos, enrollar las armaduras de acero y las cotas de mallas, y todas las demás cosas necesarias. Aquella noche Urién mandó que montara guardia uno de sus nobles con quinientos hombres y cien ballesteros.
Ahora os dejaré de hablar de él, y me referiré al sobrino del alcaide que va rápidamente hacia Famagusta. Justo a medianoche llega a un bosque que hay sobre una colina; mira el valle y ve al ejército de los sarracenos, gracias a la claridad de las hogueras que hay en el campamento, y contempla la ciudad, tan rodeada de sarracenos que no sabe qué parte escoger para entrar en ella; y estuvo mucho tiempo pensándolo.
Al despuntar el día, salieron en completo silencio por una poterna unos ochenta hombres armados, extranjeros de varias naciones; la guardia se había retirado y casi todos estaban ya en sus alojamientos. Los de la ciudad entraron entre los enemigos sin que ningún guardia se diera cuenta, y llegaron casi hasta la tienda del sultán. Entonces empezaron a golpear con lanzas y espadas en todo lo que encontraron, cortaron las cuerdas de pabellones, de tiendas y de palios, e hicieron una gran matanza de paganos, a pesar del número que eran. Entonces, el ejército despertó y empezaron todos a gritar: «¡A las armas!». Empiezan a moverse y a armarse, y cuando los cristianos ven el grueso del ejército sarraceno, se van poco a poco hacia la ciudad, matando y tirando todo cuanto encuentran en su camino.
Cuando el mensajero oyó el ruido se lanzó a la ventura, espoleó al caballo para que corriera lo más posible, pasó por fuera del campamento y llegó al otro lado del ejército. No había corrido mucho cuando se encontró entre la ciudad y los que habían atacado al ejército pagano; conocía a bastantes de ellos que pertenecían a la guarnición de la ciudad, y les grita en voz alta:
—Señores, actuad con cuidado, os traigo buenas noticias. La flor de la cristiandad viene en vuestra ayuda. Son los dos jóvenes de Lusignan y traen consigo unos cuatro mil combatientes.
Cuando aquéllos lo oyeron, se alegraron mucho, y entraron en la ciudad sin perder tiempo, por lo que el sultán se enojó mucho y mandó que comenzara el contraataque junto a las defensas; hubo gran cantidad de muertos y heridos, tanto por una parte como por otra, y los cristianos hicieron que los sarracenos se retiraran a la fuerza. Cuando vio el sultán que no podía hacer nada más mandó tocar a retirada.
El mensajero llegó hasta el rey y le hizo la reverencia de parte de su tío. El rey le dio, alegre, la bienvenida; entonces el mensajero le presentó la carta. El rey rompió la cera y leyó la carta en la que el alcaide le escribía que nobles fuerzas iban en su ayuda; entonces, tiende sus manos hacia el cielo diciendo:
—Glorioso Padre Jesucristo, te agradeceré humildemente el que no te hayas olvidado de mí, que soy tu pobre criatura, ni de tu pobre pueblo, que tanto tiempo ha vivido aquí dentro con miedo y miseria.
Entonces ordena que todas las iglesias hagan sonar las campanas y hagan procesiones con cruces y banderas, loando y dando gracias al Creador de las criaturas y rogando que les dé fuerzas en su lucha contra los sarracenos. Allí comenzó la música y hubo una gran alegría cuando la noticia se extendió por la ciudad. Cuando los sarracenos oyeron el ruido y el tumulto que había en la ciudad quedaron perplejos de que los otros hicieran tan gran fiesta.
—O tienen alguna noticia que nosotros no sabemos, o lo hacen para que sepamos que tienen gente y víveres para defenderse contra nosotros —dijo el sultán.
Ahora deja la historia de hablar del sultán y empieza a hablar de Herminia, la hija del rey de Chipre, a la que han contado en su habitación las nuevas de la ayuda que traían los donceles de Lusignan: tuvo gran deseo de saber la verdad, y por eso ordenó que se le presentara el mensajero que fue a su habitación y la saludó con respeto.
—Amigo —dijo Herminia—, sed bienvenido. Contadme vuestras noticias.
Y éste le dijo lo que había.
—Amigo —dijo la doncella—, ¿habéis visto a la gente que nos viene a socorrer?
—A fe mía que sí, doncella.
—¿Quiénes son? —preguntó Herminia.
—Doncella mía, son la gente más hábil que conozco en las armas, los más bellos hombres que nunca vinieron a este país, y los mejor ataviados.
—Ahora decidme de qué país son y quién los guía.
—Doncella, son pictavinos, y los guían dos jóvenes que se llaman, el mayor Urién, y el menor Guyón, y aún no tienen barba ni bigote.
—Amigo, ¿son bellos estos jóvenes?
—El mayor es grande, robusto y alto, y enormemente fuerte, pero tiene la cara pequeña y ancha, un ojo rojo y otro azul, y las orejas demasiado grandes; de cuerpo y extremidades es uno de los donceles más bellos que conozco. El menor no es tan grande, pero es muy bello en todo, y tiene un hermoso rostro aunque tiene un ojo un poco más alto que el otro, pero esto no le sienta demasiado mal. Todos los que los ven dicen que son dignos de conquistar el mundo entero.
—Amigo, ¿volveréis inmediatamente a su lado?
—Señora, tan pronto como pueda salir de la ciudad y vea que puedo escapar de los sarracenos.
—Amigo, saludad de mi parte a los donceles, y dadle al mayor de mi parte este broche, diciéndole que lo lleve por mi amor. Este alfiler con este diamante se lo daréis al menor; saludadlos afectuosamente de mi parte.
—Doncella mía, lo haré de buen grado.
Entonces se despide de ella y va al rey, que había escrito la respuesta, y había hecho que se armara mucha gente para que salieran en secreto de la ciudad, y se enfrentaran al ejército enemigo, al que le causaron numerosas pérdidas aunque estaban alerta. He aquí a los sarracenos en gran desorden perseguidos hasta sus mismas defensas. Hubo allí un cruel encuentro, con muchos muertos y numerosos heridos, tanto por una parte como por otra. Todo el ejército acudió al lugar del combate y el mensajero salió por otra puerta, y pasó por detrás del ejército, a la distancia de un tiro de arco, de tal modo que nadie pudo verlo, y cabalgó veloz hacia su tío, pues le apremiaba mucho poder llegar para contar las noticias. El sultán mandó que abandonaran el combate, pues veía que podía perder más que ganar.
Ahora dejaré de hablar de ellos y os hablaré de lo que dispusieron Urién y su hermano.
En esta parte cuenta la historia que Urién mandó que tocaran la trompeta al alba, al clarear el día, cuando amanece. Luego, hizo que tocaran para cargar los caballos y ensillarlos. Después los dos hermanos oyeron misa, y con ellos los altos príncipes y nobles. Más tarde Urién ordenó que quien quisiera beber que bebiera y diese avena a los caballos, y que al toque de la trompeta se pusieran en marcha, tras la vanguardia; inmediatamente, empezaron a desayunar todos. Mientras, llegó el sobrino del alcaide, que entregó a su tío la carta que le había dado el rey. El alcaide rompe la cera, y ve que el rey le dice que pone toda la ciudad a disposición de los dos hermanos, y que manda a todas las fortalezas, villas, burgos, castillos, puentes y puertos, que dejen pasar a los dos hermanos y a su gente, y que les obedezcan en todo.
Cuando el alcaide ve todo esto, muestra la carta a Urién y a su hermano Guyón para que la lean; después de leerla, llamaron al alcaide, al Maestre de Rodas y a los dos caballeros que les contaron la aventura del asedio y les leyeron la carta en voz alta. Entonces, dice Urién:
—Agradecemos el honor que el rey nos ha hecho, pero no tenemos ninguna intención de entrar en fuerte, villa o castillo, mientras podamos pasar por cualquier otra parte; nuestra idea es —si Dios quiere— atravesar los campos, y hacer la guerra a nuestros enemigos. Pero decidnos, ¿cuánta gente podría salir de vuestras guarniciones, manteniéndolas protegidas? Tenemos que saberlo, necesitamos estar seguros de si son gente de la que nos podamos fiar, pues —si Dios quiere— tenemos intención de combatir al sultán y poner fin a esta guerra, porque a eso hemos venido.
—Señor —dijo el alcaide—, será muy difícil vencer, pues los sarracenos son más de cien mil.
—No os importe —dijo Urién—, nosotros tenemos la razón en todo y ellos han venido a provocarnos sin causa justa; aunque los persiguiéramos en su país, lo haríamos porque son enemigos de Dios. No temáis, Dios nos ayudará. Si son muchos y nosotros pocos, más hiere un grano de pimiento que diez medidas de trigo. La victoria no depende de la cantidad de gente sino del buen gobierno. Alejandro, que conquistó tantas tierras, nunca llevó más de diez mil hombres en sus campañas.
Cuando el alcaide lo oye hablar con tanta valentía, lo aprecia mucho, y piensa que Urién llegará a conquistar muchos países; entonces le responde:
—Yo os encontraré más de cuatro mil combatientes, y dos mil más entre arqueros y ballesteros.
—Con ésos me basta —dijo Urién—. Ahora procurad que se nos reúnan a media jornada de los enemigos. Y él le responde que lo hará sin falta.
Mientras, el sobrino del alcaide ha vuelto a ellos, se arrodilla delante de Urién y Guyón, y les dice:
—Nobles donceles, la más bella y noble joven de este reino os saluda y os envía dos de sus joyas.
Entonces toma el broche de oro engastado con ricas piedras preciosas y se lo entrega a Urién, diciéndole:
—Tomad, señor, recibid este broche de parte de Herminia, hija de nuestro rey, que os ruega que lo llevéis por su amor.
Urién lo coge muy contento, hace que lo coloquen en su cota de mallas y le responde:
—Amigo mío, dadle muchas gracias a la doncella que me ha hecho tanto honor. Sabed que lo tendré en mucha estima por amor a ella. Muchas gracias a vos también, mensajero.
Entonces el mensajero presenta el otro regalo de parte de la doncella, y le dice a Guyón que le ruega que lo lleve por su amor. Él contesta que así lo hará y se lo pone en el dedo, dando muchas gracias a la doncella y al mensajero, al que los dos hermanos le hicieron muy ricos dones.
En esto, sonó la trompeta y todo el mundo se pone en marcha. Allí se veía muy noble compañía. El alcaide envió a buscar por todas las plazas fuertes e hizo que se reunieran los hombres de armas, y acudieron quinientos más de los prometidos por el alcaide a los dos hermanos. La hueste de Urién acampó al lado de un riachuelo, y al día siguiente por la mañana levantaron el campamento y caminaron hasta mediodía, llegando a una pradera muy bella, con un gran río y abundancia de árboles; a un cuarto de legua —más o menos— había un gran puente por donde había que pasar, y desde el puente hasta Famagusta no había más de siete leguas. Allí hizo Urién que acampara su gente, y dijo que en aquel lugar esperarían al alcaide y a la gente que éste iba a reunir.
En esta pradera pasaron la noche y el día siguiente hasta la hora de tercia. Y durante aquel tiempo, algunos caballeros y escuderos del ejército se habían ido al puente a distraerse, y vieron alrededor de quince hombres que habían bajado allí con lanzas en las manos, armados al modo del país; por otro lado vieron unos cuatrocientos hombres que se esforzaban en pasar a la otra parte para atacar al grupo de los quince. Entonces fue uno de nuestros caballeros hacia ellos y les gritó:
—¿Quiénes sois?
Y uno responde:
—Somos cristianos, gente del rey de Chipre; aquellos de allí son sarracenos; les siguen más de seiscientos que vienen de devastar el país; nos han encontrado y han matado a cien de los nuestros.
—Buenos señores —dijo el caballero—, si los podéis contener un poco os socorreremos a tiempo.
—Nos haría mucha falta —respondió aquél—. Id, nosotros los mantendremos a raya hasta que podamos.
Entonces el caballero espolea el caballo y se dirige hacia sus compañeros y les cuenta la aventura; se apresuran a reunirse con el ejército, encuentran alrededor de veinte ballesteros, y les ordenan que vayan a ayudar a guardar el puente junto a los quince combatientes de Chipre contra los sarracenos. Al oírlo los soldados, van rápidamente al puente; cuando ya estaban cerca, vieron que sobre el puente había tres cristianos abatidos por golpes de lanza.
—Adelante —dice uno—, nos hemos entretenido mucho. Esos mastines se están aproximando demasiado.
Tensan las ballestas, colocan en ellas buenos cuadrillos y los disparan todos a la vez: con esta carga mataron a doce que estaban sobre el puente; cuando los sarracenos los vieron, se asustaron mucho y se retiraron del puente; los cristianos fueron a buscar a sus tres compañeros, que ponen mejor cara y se animan. Los ballesteros tiran con tanta fuerza que no hubo ningún sarraceno, por valiente que fuera, que osara poner el pie en el puente. Pero los enemigos hicieron venir pronto a sus arqueros, y el encuentro empezó de nuevo: mejor hubiese sido para los sarracenos la retirada, pues los caballeros fueron al ejército y contaron las nuevas.
Se armó Urién y mandó que se prepararan mil hombres y cien ballesteros, y ordenó que otros tantos estuvieran dispuestos para seguirle si hacía falta más ayuda, y los encomendó a las órdenes de un noble pictavino; dispuso, además, que toda la hueste se armara para luchar en batalla, bajo el mando de Guyón, su hermano, y del Maestre de Rodas. Entonces hace que se coloque en cabeza el estandarte, y cabalga en orden de batalla. Urién iba delante, con la lanza en la mano, y van todos tan juntos que entre uno y otro no había ni una pulgada; pero antes de que llegaran al puente aparecieron cinco mil sarracenos que estaban demasiado cerca de nuestra gente y les obligaban a retirarse del puente. Urién echa pie a tierra con la lanza en la mano; los ballesteros se ponen a un lado y a otro del puente y empiezan a disparar contra los sarracenos haciéndoles retroceder. Entonces Urién grita en voz alta: «¡Lusignan!», y sube al puente, con la lanza en la mano, y el estandarte ante él; y su gente los sigue frente a los sarracenos, que permanecen al otro lado.
Allí empieza una fuerte batalla de lanzas. Urién embiste a un sarraceno con la lanza de tal modo que le perfora el pecho y el pulmón. Allí podíais ver gran confusión de golpes, pero al fin los sarracenos perdieron el puente y muchos cayeron al río. Entonces, los cristianos pasaron al otro lado muy deprisa y volvió a empezar la dura batalla en la que hubo gran cantidad de muertos y heridos; los sarracenos retrocedieron y perdieron terreno rápidamente. Urién mandó que pasaran los caballos, pues los enemigos se retiraban y volvían a montar. Mientras, la retaguardia empieza a pasar el puente; cuando los sarracenos se dieron cuenta, montan todos a la vez y emprenden la huida detrás de los que llevaban el botín de bueyes, vacas, corderos y mucha impedimenta. Entonces Urién monta y manda montar a su gente, y ordena a la retaguardia que pase el puente y que los sigan en buen orden de batalla, y así lo hicieron; persiguen a los paganos, que iban en desorden y deprisa a lo largo de cinco leguas, y matan a los que son alcanzados.
Los sarracenos repliegan a su gente y les hacen abandonar todo el botín, para refugiarse en una gran montaña al lado de Famagusta, y allí se pusieron en orden de batalla. Mientras, llegan Urién y su gente con las lanzas bajadas. En el encontronazo muchos paganos murieron y hubo heridos tanto de una parte como de la otra. Los sarracenos se mantuvieron firmes, pues eran muchos, pero Urién los atacó con fuerza y combatió tanto que todos quedaron perplejos. En esto, llegó la retaguardia con mil hombres armados y cien ballesteros: los sarracenos perdieron terreno y volvieron a huir, y hubo en el lugar más de cuatro mil muertos, sin contar los que habían muerto en el puente, y la persecución llegó hasta el mismo campamento de los sarracenos. Urién ordenó retirada, y, volviendo al trote, hace recoger el botín delante de él, y en poco tiempo están muy lejos de allí.
Los que huían llegaron al ejército sarraceno gritando: «¡A las armas!». Allí podíais ver a los sarracenos armarse fuera de los alojamientos y disponerse a combatir. Uno de los que huían le contó al sultán lo que había ocurrido, por lo que éste se disgustó mucho y se admiró de que aquella gente le hubiera perjudicado tanto. Fue grande el ruido de trompetas e instrumentos, por lo que los de la ciudad se preguntaban qué podía haber sucedido en la hueste sarracena. Entonces se armaron y se pusieron en guardia, pero en aquel momento llegó uno de los caballeros perseguidos por los sarracenos, testigo de los hechos que había conseguido pasar el ejército enemigo, y gritó en voz alta: «¡Abrid la puerta, pues os traigo buenas noticias!».
—¿Quién sois vos?
—Soy uno de los caballeros de la fortaleza de la Montaña Negra.
Entonces le abrieron la puerta y él entró. Los otros lo condujeron ante el rey, que lo conocía bien, pues lo había visto en otras ocasiones. El caballero se dirigió al rey y le hizo la reverencia. El rey le dio la bienvenida y le pidió noticias; él se lo contó todo, palabra por palabra: cómo Urién había rescatado el botín, la aventura del puente, y la intención de Urién de entablar combate con el sultán en breve.
—Este hombre —dijo el rey— me lo ha debido enviar Dios para socorrer a mi pafs de los felones sarracenos, y para mantener y ensalzar la santa cristiandad. Por Dios, mañana haré que el sultán sepa que el socorro está cerca y que no le temo nada. Amigo mío —dijo al caballero—, id a contar vuestras buenas noticias a mi hija.
—Señor —le contestó—, de muy buen grado.
Entonces el caballero va a la habitación de la doncella, la saluda muy humildemente y le cuenta todo lo ocurrido.
—¿Cómo —preguntó Herminia—, señor caballero, estuvisteis vos en la batalla?
—A fe mía que sí, doncella.
—El doncel que tiene tan extraña fisonomía, ¿es tan valiente como se dice?
—Doncella, cien veces más; sabed que, sea quien sea el que os lo ha dicho, es uno de los hombres más nobles que conozco.
—Si os ha pagado para que lo alabéis y le deis mérito, ha empleado bien su dinero.
—Doncella, nunca he hablado de parte suya; vale más de lo que yo digo.
—Amigo, bondad vale más que belleza.
Ahora dejaré de hablar de ellos y hablaré de Urién, que volvió al puente, donde ya había tomado posiciones todo el ejército. Allí encontró al alcaide con la gente que había podido reunir; eran valientes e iban bien armados; había unos cuatro mil quinientos hombres de armas y unos dos mil quinientos entre ballesteros y soldados de a pie. La hueste acampó a lo largo del río; Urién encontró su pabellón plantado, y los demás que habían ido con él en la persecución también encontraron sus alojamientos listos; se acomodaron lo mejor que pudieron aquella noche y dispusieron una buena guardia.
Aquí deja la historia de hablar de ellos y habla del rey de Chipre, que estaba muy contento con la ayuda que le había venido inesperadamente y daba gracias a Nuestro Señor. Así pasó la noche; pero la que no descansó fue Herminia, pues no se podía sacar de la cabeza a Urién, y deseaba tanto verlo, por lo bien que le habían hablado de él, que se dice a sí misma que, aunque tuviera la cara cien veces más contrahecha de lo que la tiene, o si estuviera tullido, por su bondad y su valor sería digno de tener como amiga a la hija del rey más grande del mundo. Y así piensa la doncella durante toda la noche en Urién, pues el Amor por su gran poder le hace pensar en él. Y aquí deja la historia de hablar de ella y cuenta lo que hizo el rey el día siguiente.
La historia dice que el día siguiente, al amanecer, el rey dispuso a su gente, y salió de la ciudad con unos mil hombres de armas, y unos mil soldados de a pie y ballesteros, que le esperaban escondidos a los dos lados de las defensas para protegerle si era demasiado hostigado por los sarracenos. El rey atacó al ejército enemigo y causó numerosas pérdidas, pues había ordenado a su gente, bajo pena de horca, que no hicieran prisioneros y que lucharan a muerte. Lo hizo para que éstos no combatieran por avaricia y con el fin de tenerlos a todos juntos para poder retirarse sin pérdida de tiempo. El ejército sarraceno empezó a recuperarse, y acudieron a la batalla los paganos en gran número. Cuando el rey se dio cuenta de que llegaban refuerzos, reagrupó a su gente e hizo que se retiraran poco a poco, y él se colocó detrás de todos con la espada en la mano: cuando ve que algún enemigo se aproxima, le ataca y hace que vuelva junto a los sarracenos, y, si resisten, los castiga de tal modo que consigue que abandonen la persecución; al rato nadie se atrevía a entablar combate con ellos.
Mientras, llegó el sultán en un gran caballo, con abundante compañía, completamente armado y con un venablo envenenado. Cuando vio al rey y el gran daño que causaba a su gente le lanza el venablo por el aire, hiriéndole en el costado izquierdo con tanta fuerza que lo atraviesa; la armadura que llevaba le sirvió de muy poco, y el rey sintió una gran angustia; se arrancó el venablo e intentó lanzarlo contra el sultán, pero éste hizo que su caballo diera la vuelta tan hábilmente que lo esquivó, aunque hirió a un sarraceno en medio del cuerpo, de forma que cayó muerto a tierra, pues no iba bien armado. Y antes de que el sultán, que estaba demasiado adelantado, se pudiera retirar, el rey le golpeó con la espada en la cabeza y lo derribó sin sentido. Entonces, atacaron los paganos con tal fuerza que fue necesario, para evitar un mal mayor, que el rey se refugiara entre su gente; levantaron al sultán y lo volvieron a montar en un alto caballo. La batalla fue dura, y los paganos eran tan fuertes que obligaron al rey y a su gente a replegarse al otro lado de las defensas; entonces, los chipriotas que guardaban el paso empezaron a tirar y a disparar de tal manera que hubo gran cantidad de sarracenos muertos y heridos.
El rey se debilitó mucho, pues había perdido mucha sangre, y esto asustó a su gente; sin embargo, y aunque sufría gran dolor reanimó a los suyos, para que los sarracenos no pudieran avanzar más y que ellos, a su vez, no siguieran perdiendo terreno. El encuentro fue muy fiero y peligroso; el rey se mantenía a caballo a duras penas, pues sabía que estaba herido de muerte, y por el veneno del venablo pereció al poco tiempo, pues murió de aquella herida; pero tenía un corazón tan valeroso que no se le mostró a su gente hasta que uno de sus nobles se dio cuenta de que el rey estaba completamente ensangrentado en el lado izquierdo, desde la cadera hasta el talón, de forma que, cuando se tumbó, el lugar quedó teñido de rojo por la sangre de su cuerpo. Entonces le dijo un caballero:
—Señor, habéis resistido demasiado tiempo; venid y haced que se retire vuestra gente al interior de la ciudad antes de que sea demasiado tarde, para que los sarracenos no se lancen al combate contra nosotros.
Y el rey, que sentía gran dolor, le respondió:
—Haced como queráis.
Entonces, el caballero mandó que cien hombres de refresco se situaran delante de las defensas y que combatieran con fuerza, junto a cien ballesteros. Obligaron a los sarracenos a retroceder, por lo que el sultán se disgustó, y gritaba:
—¡Adelante, mis nobles! ¡Preocupaos dé hacerlo bien! ¡Esta noche la ciudad será nuestra!
El combate tomó nuevo vigor. Allí podíais ver asaltar y defender con valor, tanto por una parte como por otra; cuando el rey de Chipre vio que los sarracenos se esforzaban de tal manera, se reanimó y les atacó de nuevo, pero sufrió tantos golpes que se rompieron muchas venas de su cuerpo, por lo que algunos creen que su vida se abrevió. Los paganos se retiraron en este contraataque, y hubo gran cantidad de muertos y heridos. Llegó la noche y se contaron numerosas pérdidas en ambos bandos. De todos modos, los sarracenos se retiraron porque el rey de Chipre había animado tanto a su gente que ya no temían los golpes.
Al marcharse los sarracenos, el rey y su gente regresaron a la ciudad; cuando los habitantes de Chipre se enteraron de la herida del rey mostraron un gran dolor.
—Mi buena gente —decía el rey— no sufráis tanto, pensad en defenderos del sultán, pues, si Dios quiere, pronto me curaré.
Entonces, el pueblo se calmó un poco, aunque el rey, que decía estas palabras para animar a su pueblo, sentía que no podría escapar de la muerte. Mandó a sus hombres que organizaran una buena guardia, y se despidió de ellos; llegó al palacio, descabalgó y se fue a su habitación. Entonces acudió Herminia a desarmarlo, pero al ver que su arnés estaba rojo de sangre cayó desmayada al suelo; su padre ordenó que la llevaran a la habitación, y así lo hicieron. Los médicos curaron al rey, lo acostaron y le dijeron que no había por qué preocuparse.
—Bien sé qué es lo que tengo. Que se haga la voluntad de Dios.
Pronto se supo en la ciudad que el rey estaba herido, y entonces empezó un duelo muy grande.
Aquí deja la historia de hablar del rey y del asedio y empieza a hablar de Urién y de su hermano, contando lo que hicieron al llegar al campamento que había junto al puente. Urién estaba muy contento por la gente que le había llevado el alcaide; el día siguiente por la mañana, envió a buscar a todos los capitanes que tenían gente bajo su mando, para pasar revista.
Urién se puso delante de su tienda, e hizo que vinieran, uno tras otro, todos los capitanes, con los pendones y los estandartes al viento, y con los hombres armados con todas las armas; pasó revista, vio si faltaba alguna pieza del arnés, y calculó cuántos hombres eran. Después, hizo que formaran en la pradera para verlos a todos, tanto a los extranjeros como a los suyos; así pudo contemplar el porte de aquellos que parecían ser los más aguerridos, y guardó su imagen en la memoria; luego, hizo que contaran a su gente y a la de los demás, a la del Maestre de Rodas y a la del alcaide, encontrando que entre todos podían ser de nueve a diez mil combatientes. Entonces, Urién les dijo para que lo oyeran todos:
—Bellos señores, estamos aquí reunidos para mantener la fe de Jesucristo con la que nos ha regenerado. Él sufrió primero muerte cruel para liberarnos de las penas del infierno; así, ya que Él nos hizo esta gracia, nosotros no debemos temer la muerte o la aventura que le plazca mandarnos, si con ello perpetuamos los santos sacramentos que se nos han administrado para la salvación de nuestras almas; obremos bien, pues por cada uno de nosotros hay diez enemigos, aunque no importa, porque llevamos la razón y son ellos los que han venido a asediarnos, sin motivo, a nuestra justa heredad, y por eso no debemos temer, pues Jesucristo luchó solo por nuestra salvación, con su digna muerte; todos los cristianos que respeten sus mandamientos se salvarán. Así, debéis saber que todos los que tengan que morir se salvarán y alcanzarán la gloria y el paraíso; por tanto, os digo que tengo la intención de ponerme ahora mismo en camino para aproximarme a nuestros enemigos y combatirles lo antes posible; por eso os ruego que, si aquí hay alguien que no se sienta con coraje suficiente para emprender la aventura, a Jesucristo le plazca enviarnos que se retire ahora, pues a veces un solo cobarde es el responsable de la pérdida de una causa. A todos aquellos que vengan de buena voluntad, tanto de los míos como de los otros, les daré suficiente oro y plata y navíos avituallados para pasar el mar.
Entonces, hace levantar su bandera la medida de un arco, y se la entregó a su hermano para que la llevara; luego, dijo en voz alta:
—Los que tengan intención de vengar la muerte de Nuestro Creador y de ensalzar su ley y ayudar al rey de Chipre que se coloquen bajo mi bandera, y los que no la tengan que pasen al otro lado del puente.
Cuando aquellos nobles corazones oyeron sus palabras, consideraron a Urién como hombre audaz y con gran valentía, yi fueron todos en masa a rendirse bajo su bandera, llorando de gozo y de piedad por las palabras que Urién había pronunciado, y no hubo nadie que pasara al otro lado del puente.
Urién se puso muy contento, y mandó que tocaran las trompetas; cargaron todo y emprendieron la marcha. El Maestre de Rodas, el alcaide de Limasol y su gente se pusieron juntos, y cabalgaron en orden de batalla, comentando que contra Urién y su ejército no habrá ningún hombre, ni ningún pueblo que resista. Así caminaron hasta llegar, un poco después del mediodía, a la montaña en la que había tenido lugar el combate del día anterior.
—Este lugar es adecuado —dijo Urién— para que acampemos y descansemos; entretanto, miraremos el modo mejor y más seguro para acabar con nuestros enemigos.
Los otros le responden que están de acuerdo. Entonces, se instalan todos juntos para que no los puedan sorprender. Aquí la historia deja de hablar un poco de ellos, y habla de lo que hizo el sultán.
La historia cuenta que el sultán tenía espías en la ciudad, por los que sabía que habían llegado tropas en auxilio del rey, y que la gente se sentía muy aliviada, y también sabía que el rey estaba herido, por lo que la ciudad tenía cierta inquietud. Entonces, el sultán pensó en asaltar la ciudad, y cuando el sol estuvo alto mandó que tocaran las trompetas y que sus combatientes, ballesteros y paveseros se pusieran en orden de combate, y que fueran a los fosos y a las defensas. Se inició una gran maniobra; los catapulteros empezaron a lanzar grandes bolas de plomo, a la vez que el sultán gritaba en voz alta:
—¡Adelante, señores caballeros! ¡Intentad tomar la ciudad antes de que lleguen las tropas de auxilio! ¡Al primero que entre, le daré su peso en plata, por Mahoma!
Entonces, se vio a los sarracenos pasar los fosos llevando picas y mazas, escaleras y arietes; pero los de arriba les tiran fardos llenos de piedras, vigas, palos afilados, aceite hirviendo, plomo fundido, recipientes llenos de cal viva, y toneles repletos de estopa con grasa y azufre ardiendo; y aunque no quieren, les hacen abandonar el lugar y les obligan a intentar el asalto por otra parte. Allí hubo muchos quemados, numerosos muertos y gran número de heridos, por lo que el sultán hace reforzar el ataque con nuevas gentes; pero los de dentro se defendían como valientes, y confiando en el auxilio que estaba cerca.
Aquí dejaré de hablaros del asalto y os hablaré de los espías que Urién y los suyos habían enviado al ejército enemigo, que al volver dijeron que el sultán había dado orden de asaltar la ciudad, y que estaban a punto de tomarla, si no era socorrida de inmediato, y que el rey estaba herido. Cuando Urién y Guyón oyeron estas noticias se inquietaron mucho. Urién mandó que tocaran las trompetas y que se armara el ejército, lo dispuso en cuatro cuerpos de los que él mandó el primero; su hermano Guyón, el segundo; el Maestre de Rodas, el tercero; y el alcaide, el cuarto. Ordenó que toda la impedimenta se quedara en la cima de la montaña, y que fuera vigilada por cien hombres de armas y cincuenta ballesteros. Luego, suben la montaña y ven el ejército de los sarracenos y la ciudad que estaban asaltando.
—Nobles señores —dijo Urién—, son muchos, pero con la ayuda de Dios los venceremos. Vamos, pues, a cercar el ejército enemigo sin que se den cuenta, y atacaremos a los que están asaltando la ciudad; creo que, si Dios nos ayuda, no podrán con nosotros.
Los otros le responden que les parece bien hacerlo así.
Entonces, bajaron de la montaña y pasaron por detrás del ejército; pero al pasar, un vigía sarraceno los avistó, dándose cuenta que no eran de los suyos, y empezó a gritar: «¡A las armas!». Cuando Urién lo oye, manda al alcaide que vuelva su gente contra la guardia y que luche con ella, y así lo hizo, en un encuentro en el que hubo grandes pérdidas. Mientras, Urién y los otros tres cuerpos del ejército se colocaron entre la guardia y los asaltantes de la ciudad; todos los que guardaban el campamento fueron muertos y derrotados.
Dejaron gente vigilando el lugar, y se dirigieron hacia el recinto amurallado, pero en ese momento hubo un sarraceno que fue a decirle al sultán:
—Señor, todas tus tiendas y tus pabellones han sido tomados; tus guardias han muerto, y viene al galope contra ti la gente más malvada que he visto jamás.
El sultán se vuelve y ve avanzar banderas y pendones, y ve llegar un grupo de gente tan junta que no parece que sean la mitad de los que son en realidad: el sarraceno se inquietó mucho e hizo tocar retirada, y puso a su gente en orden; pero antes de que hubiera reunido y ordenado a la mitad, llegaron Urién y los suyos y les atacaron violentamente. Allí empezó una gran matanza y una gran pérdida, pero la peor parte cayó sobre los paganos, pues no tuvieron tiempo de ordenarse, estaban agotados por el asalto, y no llegaron a reunirse bajo su bandera; fueron atacados por gente valerosa, hábil en el manejo de armas, y que en poco tiempo consiguieron ponerlos en fuga.
El sultán, lleno de coraje y valentía, reagrupó a su gente, y atajó a los nuestros con furia: allí hubo muchos hombres muertos y heridos. El sarraceno se hace temer, lleva un hacha en las manos y golpea a diestro y siniestro, produciendo una gran matanza entre nuestra gente, pues en mala hora nació el que no se desvía del camino del sultán. Cuando Urién lo ve se aflige mucho, y se dice a sí mismo:
—Por mi fe, es una lástima que este turco no crea en Dios, pues es muy valiente. Pero por el mal que veo que ha hecho a mi gente no tengo ninguna razón para compadecerme de él y no estamos aquí para intercambiar muchas palabras.
Empuña la espada y espolea el caballo, dirigiéndose rápidamente hacia el sultán; cuando éste lo ve venir, no lo esquiva, blande el hacha e intenta herir a Urién en la cabeza, pero éste evita el golpe. El hacha era pesada y, al bajar, le vuela de las manos; Urién aprovecha para asestarle un tajo con la espada encima del yelmo, con todas sus fuerzas; el sultán recibió tal golpe que quedó aturdido, no veía ni oía, y soltó el freno y los estribos, de forma que el caballo se lo llevó por donde quiso. Urién vuelve a golpearle con su buena espada entre la cabeza y los hombros: el sultán estaba inclinado, y el yelmo era corto por detrás; el filo encontró el cuello desnudo, cubierto sólo por el gámbax acolchado; la espada se lo cortó a la vez que las dos venas principales y los tendones, hasta la garganta; el sultán cayó al suelo, y como había cantidad de caballos por ambas partes y el combate era encarnizado, ninguno de los suyos pudo ayudarle y sangró hasta morir. Cuando los sarracenos se dieron cuenta de que el sultán había muerto se asustaron y ya no pudieron combatir con buen coraje.
Urién y Guyón se esforzaban tanto que nadie que los viera podía dejar de apreciarlos. Los pictavinos y todos los demás nobles combatieron valientemente, y en poco tiempo los sarracenos fueron muertos; y pobre del que huía, porque pronto era muerto o apresado. Los nuestros se instalaron en el campamento sarraceno y enviaron a buscar la impedimenta; los guardianes se alegraron con la victoria, se unieron contentos al resto del ejército cristiano, y se alojaron cómodamente. Los dos hermanos hicieron repartir el botín, y todos se tuvieron por bien pagados. Aquí deja la historia de hablar de Urién y habla del alcaide de Limasol, que se dirigió a Famagusta.