EL PARIAH
Seis días después de los acontecimientos recién narrados, una hermosa nave recorría el curso del Hugly[4] con viento a favor, aprovechando la marea baja, dejando a popa la capital de Bengala que comenzaba a dorarse con los primeros rayos del astro diurno.
Era uno de esos navíos que los hindúes llaman pariah, con dos mástiles, proa muy perfilada, y líneas sutiles, que no tenía los adornos habituales en las embarcaciones construidas en las costas de Coromandel y Malabar.
Aunque tenía la arboladura de los pariah; el casco era semejante al de los grab, construido en gran parte con troncos de tek, madera reconocida por su extrema dureza. La parte inferior del casco era de sauce hindú, pesadísimo, y prácticamente de resistencia ilimitada a la corrupción y al desgaste provocado por la acción del agua de mar.
Doce hindúes semidesnudos, bronceados y de alta estatura, permanecían inmóviles, sosteniendo los cabos de las velas, listos para maniobrar en el momento oportuno, mientras a popa, un viejo de piel blanca, barba grisácea, sostenía la caña del largo timón.
En proa un joven vestido de blanco, conversaba con un muchachito de trece o catorce años.
No sería necesario recordar que el viejo timonel era Harry, el joven de blanco, Oliverio y su compañero, el hermano del desdichado comandante de la Djumna.
El pariah, hábilmente dirigido, con sus velas hinchadas, navegaba a razón de siete u ocho nudos por hora, favorecido por una corriente que descendía con la marea, pasando frente a una interminable fila de bungalows, camañas, jardines, plantaciones y arrozales, sorteando centenares de barcas y navíos que se dirigían hacia la Reina de Bengala.
Al salir el sol el gigantesco río despertaba. Sus costas se poblaban de hombres y animales, los unos para realizar sus baños rituales y recitar sus plegarias, con los pies sumergidos en las aguas sagradas, en tanto que los otros lo hacían simplemente para abrevarse.
Las barcas fluviales reiniciaban sus interrumpidos viajes, levando anclas para buscar sus cargas en los pueblos suburbanos o en los grandes almacenes de los ricos comerciantes nativos y europeos.
La arquitectura naval de toda la India tenía diversos representantes. Se veían centenares de bangle, grandes barcas fluviales, que pueden cargar hasta cincuenta mil mond de arroz, con larguísimos mástiles de bambú unidos, y con una cabina de follaje para proteger a la tripulación del sol; gran número de poluar, pequeños navíos bien construidos, adaptados a la navegación internó, con popa y proa muy alta y mástil bajo, dotado de una gran vela cuadrada; grandes pinasas, divididas en tres cabinas, con una galería en derredor, que se utilizaban para transportar viajeros entre las poblaciones de la ribera; además había infinidad de minúsculos bajeles, murpunki, balleneras de proa delgada en forma de cabeza de pavo real, y ponga, barcazas excavadas hábilmente en los troncos de árboles gigantescos.
Tampoco faltaban algunas de esas bellísimas barcas usadas por los príncipes hindúes, llamadas Fylt scierra[5] que llevan en la proa una cabeza de elefante tallada, de más de treinta metros de largo, tripuladas por gran número de bateleros vestidos lujosamente.
El pariah, que recorría las aguas con creciente rapidez, bien pronto sobrepasó los últimos suburbios de la gran ciudad y se encontró casi solo en el cauce del río. Solamente cada tanto se veía algún grab pasar a distancia.
A las ocho de la mañana, Calcuta ya no era visible en el horizonte septentrional; la imponente línea de sus palacios y su maciza fortaleza parecían haberse esfumado.
El pariah se había alejado de las costas pues no era prudente bordear los pantanosos Sunderbounns, que están rodeados de bancos de arena en los que a menudo se ocultan tigres y animales salvajes que llegan a saltar sobre los navíos que por allí pasan.
Harry, tras haberse asegurado que el velamen estaba bien tendido cedió la barra del timón a un hindú, uniéndose a Oliverio y Eduardo, que aún estaban en la proa.
—Todo va bien —dijo—, a mediodía podremos dejar Diamond-Harbour y por la tarde navegaremos en el Golfo.
—¿Y cuándo esperas avistar las Andamanas? —inquirió Oliverio.
—Si el diablo no mete la cola, aprovecharemos el monzón y en dos semanas estaremos en el archipiélago.
Naturalmente vosotros sabéis que el hombre propone y Dios dispone, y esto siempre es exacto en alta mar.
—¿Crees que nuestros hombres son hábiles?
—Os aseguro que sí.
—Te creo, Harry, pero cuida que ninguno de ellos entre en contacto con nuestro prisionero… No siempre se puede uno fiar de estos nativos.
—No tengáis miedo, señor Oliverio. Ninguno de ellos es un malhechor; por otra parte guardo en el bolsillo la llave del calabozo y Garrovi no podrá sobornar a nadie.
—¿Está siempre tranquilo el prisionero? —Cuando lo encerramos, así parecía, si bien muy descorazonado.
—Comprenderás que a ese bellaco no le resultará muy agradable pensar que está a punto de enfrentarse con su víctima.
—Puede ser, pero creo que lo que más le duele es haber abandonado tan bruscamente su vida señorial y todo por culpa de una oca emigrante. Está tan envilecido que no se conmoverá aunque vuelva a ver a su antiguo capitán.
—Empero, temo que mi hermano no le perdone su infame traición —terció Eduardo—. Cuando lo vea, lo matará.
—Habrá un canalla menos en el mundo… No seré yo quien trate de salvarlo.
—Le hemos prometido perdonarle la vida —exclamó Oliverio.
—¿Y creés, señor Oliverio, que se mantendrá fiel?
—En caso contrario peor para él, Harry… ¡Pero mirad hacia la costa!… ¿Qué es ese humo que se eleva entre los árboles?
Harry y Eduardo se volvieron, viendo entre las plantaciones de bambú que cubría las fangosas islas de Hugly, elevarse numerosas columnas de humo que lanzaban multitud de chispas.
—Debe ser alguna aldea de Molangos oculta a nuestra vista por el cañaveral —explicó Harry.
—¿Y la queman?
—No, señor Oliverio —contestó Eduardo— están incinerando cadáveres para arrojar sus cenizas a las sagradas aguas de Ganges.
—Que a su vez los llevarán al paraíso —agregó riendo el teniente.
—Tal es su creencia, señor.
—Oigo las taré —exclamó Harry— deben esta quemando el cadáver de algún jefe.
—¿Qué es una tare? —preguntó Oliverio.
—Son largas trompetas que se utilizan en los funerales de las personas notables. Escuchad.
Notas prolongadas, tristes, lúgubres, resonaban desde la costa, seguidas de un redoble de tambores fúnebres, y de cantos desentonados que por momentos se convertían en verdaderos aullidos.
—No he visto ninguna ceremonia fúnebre en el tiempo que llevo de guarnición en la India —exclamó Oliverio se dice que son espantosas, ¿verdad Harry?
—Por cierto, no son nada alegres —contestó el marinero— pero resultan realmente pintorescas. Dentro de poco, nuestro barco pasará frente a aquella hoguera y podréis asistir a la fúnebre ceremonia.
Efectivamente; la nave, para evitar un gran banco de arena señalado con una boya, se dirigía hacia la orilla, donde se levantaba aquella columna de humo. Del castillo de proa donde estaban Oliverio y sus compañeros se alcanzaba a distinguir lo que ocurría en la ribera, sin necesidad de munirse de catalejos.
La pira fúnebre se alzaba en un pequeño claro abierto entre los bambúes. A través del humo y las llamas que consumían el cadáver, se veían aparecer y desaparecer a numerosos Molangos, aquellos feos habitantes de los pantanos del Ganges, hombres de pequeña estatura, delgadísimos, de piel casi negra, que tiemblan constantemente por las fiebres palúdicas.
Algunos tocaban las tare, otros golpeaban pequeños tambores que hacían un ruido infernal, mientras los restantes entonaban loas al muerto.
Sobre una pared lateral se veían numerosos marabús, grandes pájaros de largo y robusto pico, y alas negras, que son notorios devoradores de cadáveres, junto a algunos arghilah y bozagros, que aguardaban pacientemente para devorar los restos.
De tanto en tanto, un hindú se acercaba a las llamas Y arrojaba recipientes llenos de óleos perfumados, para reavivar la combustión. Las aves de rapiña que merodeaban, no se preocupaban por las llamas, que por momentos amenazaban quemarles las plumas.
Cuando el pariah estuvo frente a la pequeña ensenada los aullidos de los Molangos redoblaron en intensidad, y las notas de las taré se hicieron más agudas, mientras un joven introduciéndose entre el humo y las chispas, golpeaba con una especie de martillo sobre el catafalco.
—Evidentemente el muerto era un personaje importante —exclamó Harry que miraba con interés la ceremonia-posiblemente un bramán.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Oliverio.
—¿Sabéis qué ha golpeado ese joven con aquel martillo de hierro?
—El catafalco, supongo.
—No; rompió el cráneo de su padre. Evidentemente ese jovencito era el hijo del muerto.
—¿Y por qué le golpeó la cabeza?
—Para que el alma del muerto pudiera salir…
—¡Tú te burlas de mí…!
—No, señor —intervino Eduardo—. Harry ha dicho la verdad. A los brahmanes debe rompérseles el cráneo en el momento en que el cadáver se pone incandescente.
—¿Y luego arrojan las cenizas al río?
—Sí, pero los huesos son recogidos y conservados para ser a su vez arrojados a las sagradas aguas del Ganges en alguna otra ocasión.
—Sin embargo me han dicho que los hindúes no siempre queman a sus muertos.
—Es cierto, señor. A veces arrojan el cadáver entero al río. Están convencidos que así irá directamente al cielo.
—O al vientre de los cocodrilos… —contestó riendo el teniente—. ¿Es cierto que a veces aceleran el fin de los moribundos?
—Ciertísimo, y para eso utilizan las sagradas aguas del Ganges, obligándolos a beber tanto líquido hasta que prácticamente revientan —dijo Harry—. ¡Eh, timonel!
¡Atención a los bancos!
El río, que comenzaba a ensanchar desmesuradamente su cauce, pues se acercaba a la desembocadura, estaba sembrado de grandes bancos de arena que entorpecían la navegación.
En las costas se veían de tanto en tanto tropillas de búfalos salvajes, animales de enorme talla, cuernos agudos, frente ancha y grupas formidables, que constituyen enemigos feroces, capaces de derrotar a un tigre.
Mientras bebían, seguían con sus ojos sanguinolentos el recorrido de la nave y luego volvían a internarse en la selva, en busca de la fangosa tierra.
A las dieciocho el pariah, que proseguía navegando a regular velocidad, pasó frente a Diamond-Harbour, pequeño puerto situado en la desembocadura del Hugly, donde las naves se detienen habitualmente para recibir los últimos despachos. Harry estaba en el timón y viró de borda, dejando a su izquierda la isla de Saubor, dirigiendo luego la nave más allá de las Sandheads, o sea «Cabezas de Arena» como se llaman los peligrosísimos bancos que el Ganges ha formado en él Golfo de Bengala.
Una hora más tarde mientras el sol desaparecía tras el horizonte, la expedición se encontraba en pleno mar.