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El horizonte de Cesarea se hilvanó en su corazón después de noches muy frías. No había tierra sin un mar, ni regreso sin una despedida, y para Eitana, aquel momento no fue solo una línea áspera y ocre contorneada de verdes, para ella aquel limen fue un recuerdo y un reencuentro enredados en su alma. Entonces el tiempo se detuvo, y como si la brisa fresca de la mañana arrasara los años, la joven evocó aquel día en que el padre de Valerius la embarcó hacia otro mundo y ella añoró una mañana imposible como aquélla, en la que pudiese volver.

Casi finalizaba el mes de october del año 64. Habían sido cerca de tres semanas de vaivenes, pero esta vez no había surcado el Mediterráneo entre ánforas de aceites, salazones y sombras, sino en la comodidad de los camastros del naviculator, junto a Tito Galus, el ordenanza del prefecto, quien se había unido a él antes de embarcar.

—¡Jamás creí que volvería! —exclamó ella.

Valerius no le contestó. Solo la repasó de reojo, recostando sus antebrazos sobre el asidero, como si apenas le importase su comentario. Pero ella había aprendido a percibir aquel latiguillo de su mirada, aquel husmeo disimulado de sus ojos negros y blandos. Lo había descubierto haciéndolo cuando ella encendía el brasero por las noches, agachando la cabeza para calentar el habitáculo y asar el pescado y las verduras; o bien cuando deambulaba sola sobre cubierta, esquivando los bultos amarrados a la madera negruzca y corroída con gruesas sogas; o cuando dormitaba en su lecho, dejando pasar las horas sobre el vaivén de las aguas revueltas. Él entonces la observaba quedamente, y ella disimulaba no saberlo. Pero en otras ocasiones Eitana se acercaba a él y le hablaba de sus recuerdos. Entonces ella estaba segura de que en su mirada tintineaba la conmiseración. Aunque no le dijese nada.

—Muchas veces he deseado olvidar, ¿sabes?

Esta vez, él apenas se volvió levemente, y la joven acabó por interpretarlo como una respuesta.

—Ojalá hubiese podido arrancarme a Julias de la memoria, pero sin Lucio ahora la siento cada vez con más fuerza. Como si ya fuese lo único que me pertenece en la vida.

Valerius continuó callado y volvió a otear el mar.

El velamen henchido sobre el mástil empujaba el navío hacia la ciudad. El enorme circo dormido frente al mar le evocaba al Lupus y al desdichado destino de Efren, y, más allá, pudo recorrer la espigada escollera rocosa salpicada por el oleaje, con el palacio del gobernador romano construido como una fortaleza. Luego imaginó la rectitud de las callejuelas en la ciudad, su bullicio, el color de sus gentes. Y más allá, en el horizonte, divisó aquella vega fértil de viñedos, olivares y casas de campo.

El navío iba acercándose lentamente hacia el puerto, y la muchacha comenzó a estrujarse las manos nerviosa.

—¿Qué te sucede? —le preguntó el prefecto, rompiendo su mutismo por primera vez.

Ella se giró y buscó aquel rostro hermoso, pero de acero. La brisa fresca desordenaba su cabello oscuro, como si temblara.

—Sé que ya nada será lo mismo, porque yo tampoco soy la misma. No soy tan cándida. Sé que ya no podré vivir como me crio mi madre, entre redes, harinas y penas. Sé que ya no podré ser la mujer de un pobre jornalero que se duele de su vida dura.

—Eres demasiado despierta como para no haberte dado cuenta de ello. Pero tu sangre ha sido más fuerte que tú.

—Creo que es lo que debo hacer.

El hombre volvió a callar y se quedó meditando mientras observaba un azur encrespado batiendo contra la nave. Luego le dijo sin mirarla:

—Debes volver a Capua, suceda lo que suceda, Eitana. Tendrás que dejar que pase el invierno, pero debes volver. Es lo mejor para ti, recuérdalo.

Fue ella la que esta vez no respondió.

—Yo no podré ayudarte. En este momento apenas sé qué será de mí. Quizá esté en Cesarea, quizá en Jerusalén, en Damasco o acampado en cualquier otra parte. ¡Ésta es la vida de un legionario! Y no podría arrastrarte conmigo como hacemos con las esclavas o las meretrices. ¡No quiero hacerlo!

—¡No debes preocuparte por mí! —dijo ella asombrada—. Yo jamás esperé nada más que esto, que me ayudases a llegar a Cesarea. Nada más. ¡Yo puedo arreglarme sola!

—Tu memoria te engaña, muchacha. ¡Y mucho!

—¿Por qué dices eso?

—Palestina no es Roma. Es un lugar muy difícil para una mujer, te lo intenté explicar hace semanas. Es como si ya no lo recordaras.

Eitana clavó la mirada en el puerto y asintió como una autómata.

—Lo sé. Pero también sé que allí nací libre.

—Dudo que encuentres algo de lo que esperas encontrar.

Un torbellino de dudas azotó su mente y, pasados unos instantes, sus labios suspiraron.

—¿Quién sabe? Quizá tengas razón y Julias sea solo un recuerdo que debo olvidar. Pero voy a comprobarlo. Ahora ya no hay vuelta atrás.

El mercante se fue acercando lentamente a su amarre. El puerto era un enjambre de trirremes, navíos y estibadores. Una muchedumbre ruidosa pululaba por el atracadero, entre tenderos de piel mate que intentaban atraer a los marinos para sus negocios. Algunas jóvenes ricamente ataviadas, con vestidos claros y bordados con cenefas púrpura, resaltaban entre un gentío que parloteaba griego, arameo y latinum.

La tripulación lanzó las amarras al muelle y unos hombres de piel cetrina sujetaron la embarcación. Eitana y Valerius continuaban en la proa, mientras la muchacha se removía por dentro.

—¡Es increíble! —dijo al fin.

—¿El qué?

—¡Tantos años ansiando este instante y ahora tenerle tanto miedo!

—Es momento de que seas fuerte —le susurró muy cerca de ella, como si desease abrazarla—. Como lo has sido hasta ahora en toda tu vida.

Valerius vestía con su uniforme militar. La cota de hierro realzaba su porte cubriendo una larga túnica roja, la cual se extendía hasta las rodillas, casi ocultando sus pantaloncillos de cuero. Pendiendo del cinturón, su espada, y sobre sus hombros, un manto blanco sujeto con una hebilla plateada bajo su cuello. El casco lo sostenía con la mano derecha.

Tito Galus, el ordenanza, bajó los escasos bultos que portaban por el terraplén, mientras algunos estibadores se arracimaban para ganarse unos ases de cobre. El prefecto contrató a un muchacho joven que observó a Eitana con admiración, quizá codiciando su belleza oriental bajo aquel atuendo de domina. Pero Valerius, que notó su distracción, pronto le reprendió su lentitud y lo empujó para que avanzara. Él lo hizo detrás del muchacho, junto a Eitana, seguidos del ordenanza Tito, mientras el gentío se abría a su paso por la dársena clavando sus miradas en sus insignias.

Antes de salir del puerto, se detuvo frente a un recaudador de impuestos sentado ante su mesa de cedro y escoltado por un soldado erguido. Éste, al verlo, se llevó su mano al pecho y lo saludó con respeto. El funcionario calvo y regordete se inquietó ante la mirada del prefecto, pero se tranquilizó cuando Valerius se dirigió a él.

—No tengo nada que declarar. Solo traigo ropa y algunas pertenencias.

—¡Por supuesto, prefecto! Es de suponer —contestó el recaudador sonriendo forzadamente.

—Que tenga un buen día —le dijo continuando su camino.

Rápidamente dejaron atrás al funcionario y al puerto. El rostro del prefecto, sereno hasta entonces, pareció transformarse y, mientras tomaban rumbo hacia el palacio del gobernador, se tornó soberbio y duro. Entonces Eitana no se atrevió a decirle absolutamente nada, y se limitó a seguirlo bien dispuesta, desandando un camino que ya había recorrido siendo una niña.

Su corazón se conmovía en silencio.

Anduvieron hacia el sur, a través de una calle de casas prósperas, blancas y apretadas, de ventanas pequeñas en la primera planta y azoteas diáfanas. De ellas, se asomaban el verdor de algunas plantas y el colorido de los maceteros todavía floreados. Frente al circo, a la sombra de palmeras y sicomoros, algunos bazares mostraban sus comestibles o sus vestidos, y sastres, barberos, sangradores o médicos ofrecían sus servicios. Pero Valerius apretó el paso y azuzó al muchacho que cargaba los bultos para que caminase más rápido, y en un gesto inesperado, sin mirar a Eitana siquiera, rozó sus dedos con la mano derecha, justo antes de avanzar a zancadas, como si hubiese sucedido por casualidad.

Al final de la calle, el circo desaparecía. Giraron a la derecha y divisaron la entrada al jardín del palacio, del que se asomaban mangos, bananos, palmeras y sicomoros, y entonces las imágenes le relampaguearon como en una tormenta. Le era imposible borrar aquellos recuerdos de crueldad, arrastrada como un bulto hasta aquella puerta custodiada por dos soldados.

—¡Prefecto Julius! —saludaron al unísono, con el puño cerrado sobre el pecho.

Valerius los saludó y luego se abrieron las pesadas puertas de madera. Despachó al estibador y se introdujeron en el jardín que conducía a la entrada del palacio. Estaba prolijamente arreglado, adornado con una gran fuente, flores y la sombra de unos álamos. Algunos hombres paseaban por el lugar simplemente con sus túnicas rojas, otros hacían ejercicios con el torso desnudo, mientras un grupo de soldados custodiaba el lugar.

—¡Valerius! —se acercó un hombre vestido simplemente con una túnica.

—Buenos días, Servius.

—¿Cuándo has llegado?

—Ahora mismo acabo de desembarcar. ¿Dónde está el nuevo gobernador?

—Gesio Floro está en la Fortaleza Antonia, Valerius.

—Lo imaginé. ¿Y la legión?

—La mayoría de las cohortes acamparon hace dos semanas cerca de Jerusalén. Aquí en Cesarea solo encontrarás unas tres centurias a mi cargo.

—Está el general Cayo Mario a cargo, ¿verdad?

—Tal como quedó establecido a tu partida.

—¿Ha habido algún problema durante estas últimas semanas?

—Es mejor que te informe Gesio Floro, pero debo decirte que el ambiente está muy inestable.

De pronto, el tribuno Servius Tulius se detuvo y llamó dando palmadas a un criado que descendía las escalinatas que conducían a un pórtico que se proyectaba frente al mar.

—Aarón, trae una limonada al prefecto, deprisa.

Entonces advirtió la presencia de Eitana apenas unos pasos más atrás, y la observó con curiosidad junto al ordenanza. Valerius comprendió rápidamente sus dudas y se anticipó:

—Viene conmigo. Es una amanuense proveniente de Roma.

—¡Oh, vaya! ¡Una amanuense! —se sorprendió.

—Trabajaba para mi madre, pero ha querido venir a resolver unos asuntos. Es judía.

—Y muy hermosa, por cierto —le dijo casi susurrando.

Pero el prefecto Julius no hizo ningún comentario.

—Aarón, tráenos cuatro limonadas.

—Déjalo, no es necesario —se adelantó Valerius—. Ahora nos acomodaremos en una de las estancias que dan al patio. Allí pediremos algo fresco.

—Como prefieras.

El siervo asintió con una reverencia y se perdió bajo los soportales.

—Como te decía, la situación en Judea está muy enrarecida, pero está como la dejaste. Gesio Floro cree que es lo de siempre, pero no es así, Valerius.

—¿Por qué lo dices?

—Tú ya lo sabes, no hay nada nuevo bajo este sol, pero…

De pronto, se interrumpió abruptamente.

—Perdona que no te lo haya preguntado primero. Supe que tu esposa estaba grave. De hecho, ésa fue la causa de tu partida, no el cambio de gobernador, ¿verdad?

—Así es —contestó Julius—. Mi esposa murió antes de que yo llegara.

El rostro del tribuno se volvió circunspecto y, mecánicamente, se irguió incómodo.

—Lo siento, de verdad.

—Lo sé. No te preocupes —le dijo con aridez—. Continúa con lo que me decías.

—Sí, disculpa. Como te decía, Gesio Floro cree que las revueltas en la provincia no irán a más, pero los que llevan años en Judea no se cansan de repetir que algo gordo se está cociendo. Y el general Cayo Mario piensa lo mismo.

—¿Por eso la legión está acampada cerca de Jerusalén?

—En fin, el general no lo dice. Pero puede que sí. Lo cierto es que el general Cayo Mario no se fía nada de Gesio Floro, y cuando asumas nuevamente el mando, tú tampoco deberías hacerlo.

El prefecto miró hacia atrás y observó que Eitana estaba atenta a la conversación. Y prefirió cortarla.

—Bien, Servius. Ya me pondré al día. Ahora encarga que me ensillen un caballo y organiza todos los hombres que pueda llevar conmigo. Hoy mismo debo llegar a Jerusalén.

—De acuerdo.

Luego se volvió y se dirigió a su ordenanza:

—Tito, acompáñanos. Vámonos dentro.

Buscó los ojos de Eitana y le hizo una señal para que le siguiese.

Y la muchacha lo hizo inquieta, demasiado recelosa del lugar, todavía como en un sueño.