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Pero ni la seguridad de Paulina, ni las hermosas colinas que rodeaban verdes y doradas toda la villa, fueron suficientes para retenerla en Capua. Había estado varias jornadas sopesándolo, luchando contra sí misma y sus espectros, pero no fue capaz de acallar su pasado, y apenas un día antes de que el prefecto tuviese que emprender su viaje hacia Ostia, Eitana tomó una decisión que, con el pasar de las semanas, llegaría a valorar tan estúpida como inevitable.

Su atormentada libertad había agitado su nostalgia, aunque fuese de lo que nunca sucedió y probablemente de lo que nunca jamás sucedería, y su corazón temblaba con fuerza, con un frenesí que no podía dominar. De nada le sirvieron sus cavilaciones, ni el juicio prudente de aquellos años de infausta esclavitud. La esposa del tribuno Marcius le había cambiado la vida, y le ofrecía un reposo que Doma, Dolcina o cualquier otra esclava jamás podrían haber soñado, y aquel sosiego inimaginable le debería haber sido suficiente.

Pero no lo fue.

Una idea imprudente e insensata comenzó a rondar su cabeza. La incertidumbre del regreso chispeaba en su interior de una manera insoportable, y como si aquel anhelo hubiese estado sumergido en lo más profundo de su alma, como si aquel deseo hubiese sido sepultado por una vida de esclavitud y escamoteo entre libros, de pronto emergió con fuerza, como los cuerpos de los reos que caían de los barcos y se sumergían como piedras, pero que acababan siendo vomitados muchas horas después a la superficie azur. Pero ya muertos.

Y como había sucedido otras muchas veces a lo largo de los últimos años, tuvo añoranza de una madre y de unos hermanos que ya solo existían en su memoria. Sin embargo, aquella vez, el relumbrón del recuerdo fue mucho más vivido e intenso, y como siempre, se imaginó allí, junto al Genesaret, limpiando la pesca, cosiendo las redes y remendando las velas de las barcas, mientras aquel pequeño mar se punteaba de embarcaciones que relampagueaban blancas sobre un horizonte montañoso. Allí, Eitana se reconocía feliz, mientras su padre, su tío y su hermano Joel faenaban aguas adentro, remando sus ásperas vidas para garantizar un sustento que les permitiese vivir en aquella Betsaida que pocos años atrás habían llamado Julias.

—Puedes negarte si quieres —le dijo al prefecto la tarde antes de su partida—. Pero he tomado una decisión.

Valerius Julius había sacudido sus sandalias y se preparaba para calzarse unas nuevas en el vestíbulo. Había cabalgado sus tierras por última vez y una esclava le aliviaba los pies arrodillada con una jofaina. Eitana lo había estado esperando. Parecía nerviosa.

—No te entiendo.

—Quiero volver a Galilea.

Él ni se inmutó, y continuó distraído con las caricias húmedas que le proporcionaba la ilota.

—No sabes lo que dices.

—Sí lo sé. Quiero volver. Lo he pensado demasiado, y quiero hacerlo.

—No puedes haberlo pensado demasiado. De ser así no dirías tamaña sandez. Tú ya no eres una de ellos. Han pasado muchos años para ti, y para ellos también.

—¿Ya no soy como quién?

—Como los de tu pueblo. Han pasado muchos años, y tú ya no sabrías qué hacer en Julias. Una amanuense como tú, con tu capacidad y tu trazo, y que además ha contado con el extraño beneplácito de los dioses para conseguirlo, podría llegar a abrir un taller en Capua, en Roma o en cualquier lugar que quisieses. Con lo que mi madre te puede pagar, en pocos años puedes conseguirlo. ¡Aquí, en Roma una mujer puede conseguirlo! Pero en Palestina no. Allí solo podrás ocuparte de tu chamizo, ayudar en el campo o en la pesca, y no sé si algo de esto podrías hacerlo sin un marido. Poco te conozco, Eitana, pero tú ya no eres así.

La joven lo escuchó con atención y entrecerró los ojos durante unos instantes, quizá intentando buscar la salida de aquel laberinto.

Valerius se calzó unas nuevas sandalias, se puso en pie y se dirigió hacia ella.

—Hazme caso, domina tus sentimientos —le dijo frente a ella, mirándola a los ojos—. Si fueses hombre, lo entenderías mucho mejor.

—Necesito volver. Quiero saber qué fue de los míos e irme a dormir sin recordarlos.

—Los tuyos ya te han olvidado —sentenció bajando la cabeza—. Ellos te dan por muerta… Y quizá ellos también ya estén muertos.

—Quiero saberlo —pronunció con rabia.

—¡Mira que eres terca, muchacha! ¡Conozco muy bien la provincia y sus penalidades! Te arrepentirás. Una mujer allí no tiene nada que hacer sin su padre, su hermano, su marido o su hijo.

—¡Tengo hermanos!

—¡Quién sabe dónde estarán tus hermanos, mujer!

Le dio la espalda y se dirigió hacia el triclinium oscurecido por los cortinajes bermellón que ocultaban los ventanales. Ella lo siguió, e insistió.

—Quería pedirte hacer el viaje contigo. Si no quieres, lo entenderé. Pero lo haré sola.

—¡No sabes lo que dices! —exclamó él—. Una mujer ni debe ni puede hacer ese viaje sola.

—¡Pues yo lo haré!

Valerius Julius negaba con la cabeza. De pronto, recordó que la esclava que lo había calzado continuaba arrodillada, esperando algún mandato, y con un par de palmaditas con las manos la despidió.

—¿Sabe esto mi madre?

—No quise decirle nada hasta no saber tu opinión.

—Ya la sabes.

—No, no la sé. Quiero saber si puedo acompañarte hasta Cesarea.

El muchacho decidió avanzar y darle la espalda. Luego se sentó en unos sillones color ámbar, observando el jardín. Eitana no se dio por vencida y lo siguió. Como si todavía continuase siendo una esclava, se situó delante de él, con sus manos juntas sobre su vientre. No esperaba ninguna orden, sino una respuesta. El hombre la repasó con la mirada y luego dejó que los ojos buscaran el trozo de ventanal libre de cortinaje.

—En Cesarea se separarán nuestros caminos. ¡Poco más podré hacer por ti!

—Será suficiente ayuda. ¿Qué me dices?

—Que estás cometiendo un grave error. Estás tentando a los dioses. Eres una buena muchacha, Eitana. Y yo… Yo quisiera… —titubeaba nervioso, inexplicablemente para un legionario de su rango—. No sé, es tu vida, y no puedo cambiarla, pero…

Y se interrumpió.

—Habéis hecho mucho más de lo que nadie podía esperar —dijo ella con suavidad—. No te preocupes por lo que me suceda. A partir de ahora será solo responsabilidad mía.

Sus ojos se llenaron de una luz canela y luego se encontraron con los de Valerius. Los dos callaron licuando sus miradas.

—Es tu voluntad —dijo finalmente él—. Si quieres seguirme a aquel infierno, yo no me opondré.

—Gracias —le contestó.

—Ahora explícaselo a mi madre. Ella difícilmente lo entenderá.

Se acercó a la domina aquel mismo día al atardecer. Paulina podaba de pie unos inmensos rosales color sangre elevándose sobre un pretil que enmarcaba un camino. Más allá, en la misma parcela, los árboles frutales se extendían hacia el huerto.

—¡Oh! —dijo volviéndose sorprendida—. ¡Eres tú!

—Sí, Paulina. Necesito hablarle.

—¿Cómo va la Eneida?

—Bien. Creo que muy bien.

—He estado pensando que puedes ayudarme en otras muchas cosas, ¿qué te parece?

La domina se había girado y, nuevamente, manipulaba con sus tenazas de hierro el arbusto todavía florecido.

—Me gustaría ayudar, pero…

—Creo que podrías servirme como secretaria, y ayudarme con los asuntos de la villa —se apresuró a decir.

Eitana se mordió el labio inferior y midió sus próximas palabras en silencio.

—Necesito pedirle un favor, Paulina —dijo de pronto con un tono amedrentado.

La domina se volvió, la miró y le sonrió.

—Por supuesto. ¿Qué necesitas?

La joven juntó las manos sobre su túnica, irguió la cabeza y se lo dijo:

—Me gustaría volver a Palestina. Quiero saber qué fue de los míos.

La mujer esta vez no se volvió. Continuó mutilando el rosal, lanzando las ramas sobre el empedrado, como si apenas la hubiesen inquietado las noticias.

—Para eso no tienes que pedirme permiso.

Eitana calló.

—¿Lo has pensado bien?

—Sí, Paulina. Y podré hacerlo gracias a usted, y a su hijo.

—A nadie —la interrumpió la domina—. En todo caso a tu destino. No debes agradecerme nada.

—¡Eso no es verdad! —le dijo arrodillándose a sus pies—. Si no fuera por su generosidad, habría muerto. ¡Nadie ofrece tanto por tan poco!

—Levántate —le dijo girándose definitivamente—. Ya te he dicho que debes dejar de hacer eso.

Eitana volvió a incorporarse.

—Eres una mujer libre. Probablemente, tal como mi marido hubiese deseado aquel día que te compró a un tribuno en Cesarea. ¡Jamás haré nada para retenerte! Pero debes ser prudente.

—Lo sé.

La domina frunció el ceño, desmoronó sus ojos y negó con la cabeza.

—Ven, acerca tu mano —le dijo la mujer.

Eitana extendió el brazo y dejó que fuese conducido hacia el rosal, hasta que el contacto con una espina lo retrajo hacia atrás nuevamente. La muchacha observó que su dedo se teñía de carmesí rápidamente.

—Las rosas son hermosas, Eitana. Quizá, unas de las flores más perfectas del jardín. Pero si te acercas demasiado, si te equivocas al cogerlas, te pueden lastimar. ¿Entiendes?

Ella asintió sin atreverse a levantar la cabeza.

—La prudencia no está en cogerla o no. La prudencia está en cómo hacerlo.

Continuó callada, observando el oscuro punto de sangre.

—Piénsalo muy bien, Eitana. El mundo es muy difícil para una mujer sola. Tú y solo tú sabes lo que has vivido.

—Le he pedido a Valerius que me deje llegar con él. Allí me las arreglaré para llegar a Julias.

—¡Es muy peligroso! Créeme. Y él lo sabe mejor que nadie.

—Ha hecho todo lo que ha podido por mí, Paulina. Si Yahvé lo permite, pronto volveré para acabar con mi trabajo. Pero si no lo hago, será porque mi destino es otro, más allá de lo que yo quiera.

—¿Tan importante es para ti?

—Sin mi hijo, ya no hay nada que me importe más. No puedo evitar pensar que pude hacerlo y no lo hice.

La domina la miró con compasión y luego le dijo:

—Acércate.

Eitana avanzó hacia ella y se dejó abrazar.

—He hecho todo lo que he podido por ti, y Marcius lo sabe. Ojalá encuentres la felicidad. Pero no olvides lo que te digo: los recuerdos son como espectros, y nunca son lo que parecen. Nunca olvides esto.

El filo de su niñez presionaba su corazón, y ya no sabía si su rastro la conduciría hacia la felicidad o simplemente la apartaría para siempre de la suerte de aquella villa. Solo sabía que necesitaba volver. E iba a hacerlo.