39

Valerius cabalgó con la sombra de la mujer que lo había acompañado hacia Roma. Eitana simplemente se dejó llevar, abandonada a su suerte, como si ya no le importase que su esclavitud se hubiese diluido entre la tragedia. El fuego había purificado su destino con un dolor al que no sabía si podría acostumbrarse. Por eso, el legionario se dirigió hacia Capua con un bulto de acompañante, resignada a seguirlo, porque él la había obligado a reaccionar y a salir de aquella ciudad en la que ya no le quedaba nada más que cenizas.

—Sabes que mi madre te protegerá —le dijo—. No creas que es algo demasiado habitual en Roma, ¿entiendes? Tú ya lo sabes. Ya nada tienes que hacer aquí, y yo debo regresar pronto a la villa. Si quieres sentarte a llorar lo irrecuperable, puedes hacerlo. Pero yo me iré.

Eitana era un monigote maltrecho al que ya todo le daba igual, y se despidió de Tulio como la arena que se escurre entre las manos, casi sin darse cuenta, adormecida por la desesperación y la tristeza. Ya nada podía hacer por su amigo, ya nada podía hacer para que las cosas volviesen a ser como antes, cuando subía junto a Lucio a la azotea y pasaban las horas en su compañía. La joven judía no sabía cómo labraría su vida, ni cómo abriría los surcos en una tierra tan reseca, con su voluntad completamente vencida. Solo sabía que no sería junto a Tulio, y quizá tampoco en la villa Julius.

Su cabeza era un vaivén de dudas, tristezas y decepciones.

Por eso siguió al prefecto y se aferró a su propio instinto, a ese espíritu indómito que la había ayudado durante toda su existencia, aquél que había recibido antes de nacer. Pero antes, Valerius quiso confirmar él mismo que Claudio Ulpio había muerto y anduvo hacia la zona del Circus Maximus para preguntar por él.

—Quiero ver a Dolcina —le dijo Eitana—. Es una esclava que ha hecho mucho por mí. ¡Déjame despedirme de ella!

—Te lo vuelvo a repetir. Si quieres quedarte aquí, a mí no me importa. Puedes hacerlo. Incluso yo cabalgaré más rápido y no perderé más el tiempo contigo.

El filo de sus palabras fue pronunciado en un tono amable, pero rotundo.

—Pero si quieres cambiar de vida y enterrar tu pasado, no te acerques a esa domus. Todo lo que más querías te lo han quitado los dioses. Ahora solo te queda volver a nacer, y olvidar.

La muchacha asintió resignada y sin garra, y luego lo dejó merodear por las calles derruidas de su pasado hasta alcanzar la Via Apta, confiada en que Yahvé llenaría aquel vacío de su alma, y acabaría dándole sentido a todo.

Entonces acabó por dejarlo todo atrás.

Las siguientes jornadas en la villa fueron un oasis que alivió su pena, pero no la mitigó. Como había hecho hasta hacía apenas unas cuantas semanas, intentó sumergirse en su trabajo y dejó que el trazo de las palabras llenase su mente. Rodeada de rollos, papiros y tinteros, se entregó al copiado de una ajada Eneida que Paulina creía pertenecía a los tiempos de Virgilio. Inundada por la luz del jardín, la joven se volcó en la mesa de la biblioteca durante largas horas, dejando que las jornadas se deslizaran sin más, mientras los inicios de la patria romana se dibujaban en su memoria. Entonces fue constatando lo que había intuido: le era imposible olvidar. Los reflejos del rostro de Lucio titilaban en su cabeza como las centellas de una lumbre, y también el sufrimiento del médico frigio, la probidad de Servius y Verina, los recovecos de la librería y muchas sombras más. Todas ellas la asaltaban con sus recuerdos y aguijoneaban su tenso sosiego. Entonces Eitana se entregaba a su trabajo con mucho más ahínco, e intentaba perderse en el laberinto de las palabras, hasta apenas ya saber quién era.

—¿Qué pretendes, muchacha? —le dijo Paulina una semana después de su regreso a la villa.

El sol ya se había ocultado y el candil brillaba ante sus ojos cansados.

—Adelantar mi trabajo. Es como mejor paso las horas.

—Necesitas descansar, Eitana.

—Estoy bien, no se preocupe.

La domina acarició su cabello suave y castaño apenas recogido por una pinza, y luego agregó:

—Sé que no estás bien.

Entonces Eitana levantó la cabeza de su escritorio y la miró al fin.

—Olvidar, solo quiero olvidar. Y no sé cómo hacerlo.

—El tiempo todo lo cicatriza, Eitana.

—Yo necesitaré mucho —le dijo con un suspiro.

—Eres una mujer fuerte. Has sobrevivido a una gravísima enfermedad, y te he visto luchar como a nadie. ¡Date tiempo, y lo conseguirás!

—Prefiero que el tiempo transcurra escribiendo, Paulina. Me es más ligero. Ya es lo único que sé hacer bien.

De vez en cuando, la joven judía vagaba por la hacienda y se mezclaba entre los esclavos, como si todavía se reconociese en aquel mundo. La treintena de siervos de aquella villa eran muy diferentes a los que le habían bosquejado Doma y Dolcina algunos años atrás. Sus vidas no eran crueles como ellas le habían advertido, sino amables y apacibles, demasiado diferentes a la de muchos otros que vivían y morían bajo el peso del rigor del campo.

Sin embargo, ella sabía que las esclavas no le habían mentido. Ella sabía que en otras haciendas muchos hombres y mujeres trabajaban entrabados y, a los más díscolos, por la noche se los encadenaba en una ergástula. Pero en la villa Julius no era así. Allí, Eitana los observaba mansos, haciendo sonar los dulces tonos de la siringa por las noches, repicando los tímpanos, con el quejido de las caracolas y la estridencia de los címbalos. Eran siervos dignos, acostumbrados a su pobreza y a su monotonía, pero que vivían a salvo.

—¡Qué distinta hubiese sido mi vida si hubiese llegado aquí cuando todavía era una niña! —un día le dijo a la domina mientras paseaba por el hermoso parterre.

—¿Acaso crees que hubiese sido mucho mejor?

Eitana asintió sin mirarla, avanzando por las vías ensombrecidas por enormes cipreses.

—Mi vida ha sido muy difícil en Roma… Hay algunas cosas que no sabe todavía.

—Lo único que me importa es que mi marido te entregó su anillo, nada más. Los dioses han hecho lo demás.

—Sin embargo, yo quisiera contarle, quisiera que supiera toda la verdad.

—Si para ti es importante, te escucharé. Si no lo es, no necesito saberlo. El pasado, pasado está. Déjalo correr.

Paulina se detuvo y se sentó en un banco de madera junto al camino. Eitana hizo lo mismo e insistió.

—Solo ahora que ha muerto mi amo y Roma ha sucumbido en un caos, solo ahora soy libre, Paulina.

La domina la escuchaba paciente, mirándola a los ojos. Eitana sabía que la mujer sabía sin saber, incluso, muy probablemente, Valerius ya le hubiese informado de todos los detalles de su existencia.

—Yo no pasé hambre. Pero hubiera ansiado la vida de cualquiera de los esclavos de esta villa.

Eitana los veía moler el trigo y preparar con pobreza su pan y su polenta, con aceitunas, higos y, a veces, vino. Eran felices con poco y no necesitaban enredarse en las borracheras que acostumbraban otros cautivos. Eitana sabía que, en algunas granjas y villas, los esclavos necesitaban evadirse del mundo como fuese, y se entregaban a orgías cobijadas por el dios Baco. Entonces aquellos desgraciados olvidaban su condición y se enajenaban de sus tristezas, aunque luego la cizaña de las reyertas y la preñez de la miseria lo enturbiaban todo, hasta hacer más pesadas unas vidas que, tristemente, solo encontraban el desahogo de las efímeras explosiones de placer. Fue por ello por lo que, un par de siglos antes, el Senado se había manifestado firme en contra de ellas.

Pero en la villa Julius no era sí. Incluso los esclavos se casaban entre ellos.

—Imagino que tienes que haber sufrido mucho —le dijo Paulina—. Pero es inútil mirar hacia atrás, es inútil empeñarse en lamentar lo que nunca fue y, lo más importante, lo que ya nunca, jamás, será.

—Sin embargo, no lo puedo evitar. Me gustaría poder volver atrás.

—¿Y no haber tenido a tu hijo?

—Solo dos cosas me salvaron del infierno en que viví: la fe de un hombre que creía en la libertad y el nacimiento de Lucio. Es de lo único que no puedo arrepentirme de mi pasado.

—¿Y tu oficio? ¿Dónde crees que estarías ahora? ¿Quién crees que serías? Habrías crecido entre arneses, canastas, cañizos, carretas, leña y ropas de obreros. Tu vida sería hilar la lana de los vellones en invierno y esquilar en el verano; prensar la aceituna para el aceite o moler el grano. Probablemente, para sentirte mejor y más protegida, te habrías juntado con algún esclavo bueno, pero sin futuro, que araría los prados con la fuerza de los bueyes y cortaría los trigales suplicando a la diosa Ceres que cuidase la cosecha para que no os faltase el pan. Tu prosperidad sería la de esos pobres que yo cuido lo mejor que puedo, pero que no dejan de ser lo que son: mis esclavos.

—Pero ellos son felices y yo…

—¡Tú también lo serás, y ellos no lo son tanto! A veces las apariencias engañan. Date tiempo, todavía eres muy joven y hermosa. Veo cómo escribes y eres una excelente amanuense, y eso jamás habría sucedido si te hubiesen traído aquí diez años atrás. No sé qué dioses te han acompañado en tu dificultad, muchacha, pero te aseguro que has tenido una vida de provecho.

Eitana la miraba absorta, razonando aquel discurso que ella quizá no había sabido hacer durante aquellos días terriblemente nublados por la aflicción.

—La vida pasa muy rápido, muchacha. Pronto te reunirás con tu hijo, yo con mi marido y Valerius con la pobre Marcia. Pero durante el tiempo que estés en este mundo debes mirar hacia delante y valorar lo que tienes, lo que has conseguido y lo que conseguirás. Yo te pagaré por tu trabajo y, cuando lo desees, podrás partir libre donde tú quieras, y si lo quieres. ¡Esta vida es para disfrutarla! A ti se te han dado muchos más dones que a mis esclavos. ¡Aprovéchalos!

La joven judía sintió un escalofrío recorriendo todo su cuerpo y, sin poder evitarlo, abrazó a la domina como hubiera hecho con su madre si ella le hubiese hablado así. Su madre, aquella mujer que apenas le había demostrado su afecto y que había cerrado los ojos cuando la extirpaban de Julias.

—No me importa tu pasado, Eitana. Es algo que te pertenece solo a ti.

—Gracias, Paulina. Jamás imaginé que llegase a ser tan bondadosa.

—Recuerda lo que te digo: despréndete del peso de tu pasado y echa a volar. Es tu sino.

Eitana se separó de Paulina y echó un vistazo a un huerto cercano, reverdecido de legumbres que después proveerían la mesa. Detrás de él, el sol comenzaba a desahuciarse cada vez más pronto. Y aquel verano aciago terminaba.