Nada más verlo lo abrazó entrañablemente, como jamás pensó que volvería a hacer.
—¡Eres tú! —exclamó—. ¡Eres tú!
Tulio la estrechó atónito, quizá sin apenas poder asimilar que Eitana estaba bien, que Eitana estaba viva. Cuando se separaron la última vez, probablemente el copista jamás imaginó que la volvería a ver. Y Eitana tampoco pensó que el joven sobreviviese.
—¡Y Lucio! ¿Dónde está Lucio, Tulio? ¿Qué sabes de él?
El amanuense titubeó y bajó la cabeza silenciosamente.
—¡Tú eres el único que puede ayudarme, Tulio! Dime lo que sepas, pero dime la verdad.
—El niño…, el niño… —y se detuvo con un nudo en la garganta.
—Dímelo —le exigió enérgica—. Dime que ha muerto tú también, y te creeré.
Hizo una pausa y luego asintió. La judía cerró los ojos y comenzó a sacudir la cabeza nerviosamente, pero ya vencida por el llanto anterior.
—Se ha ido, Eitana. Me han asegurado que él también murió la misma noche del incendio. No creas que no lo he buscado, pero nadie sabe nada, y los que saben me han asegurado que el pequeño no se separó de Servius y Verina, y los cuerpos de ellos sí que han aparecido, Eitana. ¡Lo siento mucho! —Y la volvió a abrazar.
—Le he fallado, Tulio —ya sin fuerzas para volver a llorar—. ¡Cuánto tiene que haber sufrido mi pequeño! ¡Cuánto!
—No te castigues. Servius y Verina lo habrán protegido hasta el final. Él no murió solo. Además, sabía que tú ibas a volver, sabía que no lo habías abandonado. Acabarás reuniéndote con él algún día. Ahora él también velará por ti.
El aguijoneo del dolor ya no lastimó su corazón demasiado endurecido, pero sí la hundió en la entrada de la portería. Se dejó caer exhausta, resignada, ajena a su alrededor. La escena era contemplada por algunos vecinos que bajaban las escaleras y los miraban de reojo, cada uno cargando con sus muertes y sus penas.
—¿Dónde está Didico?
—Él también ha muerto, Eitana. Lo han matado como a un reo.
—¡No puede ser! —volvió a lamentarse quebrada.
—¡Fue terrible! Una verdadera locura. Y yo…, yo… podría haber muerto también aquel día. Pero increíblemente me salvó mi prisión. Estuve escondido hasta anteayer. He pasado la noche en casa de Didico porque no sabía dónde esconderme, y ahora me disponía a buscar sustento en algún lugar lejos de Roma.
—¡No puede ser! —temblaba Eitana—. ¡No puede ser! ¡Todo es terrible!
—Lo siento, Eitana. Lo siento. Es como si todo se hubiese derrumbado el día que huiste.
Dos lágrimas volvieron a rayar su rostro, pero esta vez serenas y apagadas, como si el dolor hubiese ido consumiendo sus fuerzas.
—Levántate, Eitana. Es muy peligroso que nos vean aquí. Subamos al cenaculum.
Ella elevó pesadamente la cabeza, se volvió a poner en pie, y miró al prefecto Julius sosteniendo las riendas de su alazán ahí fuera.
—Déjame avisar a quien me acompaña —le dijo a Tulio apuntándole con la mirada hacia la calle.
El copista lo observó sorprendido, casi sin entender, apenas sin imaginar quién era aquel hombre. Eitana volvió a asomarse fuera y le dijo:
—Voy a subir, Valerius. El médico ha muerto, pero hay alguien que puede aclararme algunas cosas. Si quieres, puedes acompañarme.
Su voz fue resignada y triste.
—No, mejor no. Esperaré aquí. No quiero dejar al caballo solo.
—Como quieras —contestó ella.
El cenaculum de Didico estaba revuelto. Los mosaicos del suelo acumulaban trozos de vasijas, el armario aparecía abierto y con signos de haber sido vaciado con brusquedad. Los cristales de la ventana estaban rotos y ya no había mesa ni sillas en el triclinium. Pero a ella no le importó. Se volvió a dejar caer en la entrada, sobre los pequeños mosaicos blancos, y se dispuso a escuchar al joven muy amargamente, aunque convencida de que ya nada podía afectarla.
Pero se equivocó. El relato del sacrificio de Didico atravesó su conciencia como una daga afilada, y la sentó ante su martirio, como una espectadora más.
Jamás podría haber imaginado lo que se disponía a escuchar. No estaba preparada, y mucho menos en aquel momento. Acababa de enterrar a su hijo en su memoria, y ahora debería hacer lo mismo con el médico. Debería haberse negado a escuchar, debería haber corrido sin saber, pero quería hacerlo, quería saber, porque no sabía si acaso aquélla sería la última vez que se viesen.
Él le contó que apenas llegó a estar dos semanas en prisión, donde lo habían conducido los vigiles empujados por la denuncia del juez Claudio Ulpio aquella misma noche en que se separaron, cuando ella escapó de la caupona de la zona del Emporium por un callejón trasero. Sin embargo, apenas llegó a estar unas horas en el Tullianum. El fuego había lamido tanto la prisión y había quedado tan deteriorada que los guardias recibieron la orden de trasladar a los reclusos a un reducto de la guardia pretoriana a las afueras de la urbe. La situación de hacinamiento y descontrol en la improvisada prisión había sido proporcional al caos de Roma, que continuaba consumiéndose con un fuego inexplicable e inextinguible. Sin embargo, una semana después de que las ascuas se hubieran apagado, el desdén de los legionarios ante aquella tarea carcelaria que les había impuesto el destino facilitó una oportunidad en la que Tulio y otros tantos se escabulleron de aquellas celdas desbordadas corriendo despavoridos y esperando que les diesen caza cabalgando tras ellos. Pero no fue así. El amanuense había escapado en medio de un gran tumulto vigilado por pocos soldados y su carrera entre la multitud revuelta lo consiguió sacar de la ciudad, hacia el norte.
Tulio se refugió con otros cientos entre los bosques, cuando los rescoldos de aquel infierno ya eran un recuerdo que había transformado a la ciudad. Habían pasado un par de semanas. El temor lo agazapó durante muchos días, hasta que pensó que debía correr el riesgo e intentar volver a la ciudad para saber de Eitana, Servius, Verina y el pequeño Lucio, deseando que el fuego no los hubiese consumido a ellos también. Sin embargo, como le sucedió a la muchacha, jamás pudo imaginar el Hades en que se había convertido la Suburra y, cuando acabó de saber el destino de la que consideraba su familia, corrió a casa del médico. Pero ya no estaba.
Por boca de un mendigo supo lo que había sucedido el día anterior. Aquel hombre lo conocía de algunos encuentros con los seguidores de Yeshua, aquel judío dios que consentía a los esclavos. Aquel harapiento había llegado a asistir a algunas de aquellas cenas clandestinas, pero aquel día vio el linchamiento mudo, retorcido en la acera, cubierto de sus vendas y harapos, paralizado por, el miedo.
Una jauría de salvajes se había arracimado sobre todos los transeúntes orientales de piel oscura, con garrotes y cuchillos. Al médico frigio lo fueron a buscar porque sabían muy bien dónde estaba y lo reconocieron como uno de ellos. Aquella plebe que demandaba sangre, judía, africana o frigia, parecía avanzar guiados por los delatores, empujados por la rabia y el instinto, solo necesitados de reconciliarse con los dioses e iniciar un holocausto que había jaleado el emperador. Él había sido el que había señalado a los seguidores de Yeshua como los causantes de un incendio del que algunos murmuraban se había iniciado por los súbditos de Nerón.
Con los años, Eitana sabría que, durante la primera noche del incendio, una leyenda popular situó al emperador en la torre Mecenas de los palacios imperiales cantando un poema de su cosecha, su Troiae Haiosis, comparando aquellas desgracias con otras de antaño, mientras se extasiaba con el fuego y sus quimeras de una ciudad mucho más bella y excelsa. Con el tiempo, Eitana sabría de los rumores de un pueblo que necesitaba culpables y que, tal como le contaría Valerius Julius, siempre imaginaba al emperador entre mujeres y jovencitos bien maquillados y depilados, con el rostro empolvado de blanco y grandes círculos negros alrededor de los ojos. La ciudad lo creía con sus labios rojo sangre, con el cabello azul y cubierto con lentejuelas doradas, y aunque Valerius le llegase a explicar que no todo era así, porque él había llegado a ser tribuno de una de las cohortes del emperador y había visto más de lo que hubiese querido, al pueblo nada le importaba la verdad, sino los rumores, como los que los habían empujado contra aquella secta judía.
Lo cierto es que había motivos para desconfiar. El veneno de la sospecha se había inoculado por toda la ciudad porque en el emperador destellaban odios y miserias que el pueblo no digería. Sobre todo después de haber abortado la conjura de Pisón, con penas capitales, exilios, incautación de bienes y crímenes execrables. La plebe sabía de la ejecución de su madre, Agripina, sabía del homicidio de su esposa Octavia, la hija del emperador Claudio, y del sospechoso suicidio de su preceptor, Séneca. El pueblo lo reconocía alejado en su Olimpo, entre canciones, sátiras y poemas líricos que malcomponía intentando imitar a Virgilio u Ovidio, mientras pensaba en dirigir a su ejército a los Cárpatos para abrir nuevas rutas hacia el lejano Oriente.
Sin embargo, aquel verano del año 64, cuando el emperador se aprovechó de la mala fama de esos judíos seguidores de aquel dios esclavo y crucificado en Jerusalén, a la turba le faltó tiempo para correr en su búsqueda, como si los indicios contra Nerón fuesen mucho más difíciles de ejecutar y, por supuesto, de demostrar. Aquellos judíos tenían sobrados motivos para haber iniciado el incendio, porque no respetaban ni al emperador ni a Roma, y su superstición, organizada por un condenado muerto como un ladrón, era demasiado extraña.
De costumbres religiosas variopintas, aquellos impíos se negaban a honrar sus estatuas con ofrendas y sacrificios, y hasta llegaban a reunirse en secreto para organizar orgías en las que acababan degollando niños de los que bebían su sangre. El novicio era el que hacía el sacrificio, mientras todos se saciaban con avidez compartiendo sus miembros todavía palpitantes. En aquellos encuentros nocturnos había complicidad y se comprometían al silencio absoluto, a una alianza capaz incluso de acabar con la mismísima Roma. Y lo habían conseguido.
Sin embargo, Eitana sabía muy bien que nada de aquello era cierto. Pero la plebe no. Por ello no tardaron en regar las calles de antorchas, tambores y timbales. No era suficiente con enviarlos a las minas de plomo, ni a los combates en la arena. Era necesario verlos convertidos en teas vivas, crucificados, ardiendo como antorchas de carne. Y todo aquello lo había visto el desgraciado mendigo a quien conocía Tulio, aterrorizado, incluso gritando desaforado él también, escupiendo al paso de los reos. Y de Didico también.
Un tropel guiado por soldados y un centurión se dirigió hacia el cenaculum del médico. Quienes lo buscaban sabían muy bien dónde estaba. Salió de la insula a empellones, con su túnica ya raída de golpes y manotazos, aturdido por las puñadas, y cuando lo apiñaron junto a otros devotos, muy probablemente debió imaginar que aquel tumulto le costaría la vida y que acabarían por matarlos como alimañas.
Sin embargo, mantuvo su entereza. No gritó, ni renegó de su fe. Simplemente se dejó llevar, mientras el río de odio se arremolinaba hacia el Tíber. El pordiosero que una vez lo había escuchado predicar en un calvero del bosque siguió a la multitud por las arterias de la ciudad, por esas calles heridas por las llamas y los derrumbes, hasta que alcanzaron la colina vaticana, donde se levantaba el único circo que quedaba en pie en la ciudad. Los fieles de Yeshua no cesaban de rezar a su dios en voz alta mientras la multitud se burlaba de ellos y agitaba sus palos.
Las gradas se atiborraron de gentes nerviosas, vociferando todo lo que no habían podido escupir y golpear durante el trayecto. El mendigo se fundió con ellos y observó toda la barbarie hasta que no pudo más, hasta que el espectáculo le resultó demasiado espantoso. Entonces ya no le hizo falta ver las crucifixiones en la arena, ya no le hizo falta ver cómo ardían untados de brea, mientras otros eran destrozados por leopardos y leones. Solo le bastó con el suplicio de Didico y de dos desgraciados más, con los que comenzaron aquellas ejecuciones.
Un guardia lo condujo del brazo cuando la reja que llevaba a la arena se abrió. El estruendo del público enfervorecido le habría llegado como un aliento ardiente y doloroso, mientras dejaba atrás el frío y oscuro corredor donde rezarían entre cánticos los reos de Yeshua. A Didico lo habían desnudado completamente, como a los demás, porque la humillación formaba parte de la condena. Pero el médico avanzó erguido, con su paso decidido, escondiendo a la muchedumbre toda aquella desesperación que probablemente golpease su pecho. El frigio, aunque se hubiese preparado para aquel tormento antes de ser empujado a la arena, habría sentido el titubeo del miedo.
Sus manos estaban atadas a su espalda y la luz del sol lo deslumhraba hasta hacerle bajar la cabeza. Pero aquello no le impidió verlo, aquello no lo cegó ante la muerte. Un enorme león de melena oscura esperaba en la arena y los verdugos, una vez cerca, lo empujaron hacia el animal liberando sus brazos.
Sus ojos eran avellanas transparentes encendidas en llamas. La fiera se acercó muy lentamente, pero luego fue veloz, cada vez más. Entonces, por primera vez, Didico gritó instintivamente, y el mendigo le vio cerrar los ojos y girar la cabeza mientras elevaba los brazos al cielo. El público enmudeció abruptamente cuando el león despegó del suelo con un gran salto, y Eitana no pudo esquivar aquellas imágenes que le transmitía Tulio, no pudo dejar de vislumbrar el aliento de las fauces y el león apretando los dientes entre la cara y el cuello de su amigo.
Según había narrado el pordiosero, el animal le arrancó de un tirón media cara, y le amputó la nariz, la mejilla, el pómulo y el ojo izquierdo. Didico era una máscara monstruosa de sangre, todavía vivo, todavía vociferando agonizante. El león lo mantenía en el suelo, con sus garras hundidas en el pecho y en el hombro, hasta que hundió los colmillos en su cuello y con el cuchillo de sus garras le excavó el tórax, destrozándolo.
Algunos espasmos en sus piernas marcaron su fin. Y el de muchos otros.
Eitana escuchó todo aquello con sus ojos inyectados de odio y de lágrimas. Tulio se había sentado junto a ella y le había sujetado la mano con cariño. Su vida se había consumido con Roma, y ya no sabía con qué fuerzas podría levantarse para seguir con su maltrecho sino. El destino de Didico había sido terrible, pero en aquel momento llegó a pensar que nada de aquello le hubiese importado si alguien le hubiese dicho que su hijo aún estaba vivo.
—Quizá esté en algún lugar —susurró con la mirada absorta, intentando imaginar un futuro—. Quizá Lucio haya conseguido esquivar su destino.
—No te atormentes más, Eitana. ¡Debes aceptarlo! Yahvé lo tendrá junto a él.
—¡Era demasiado joven todavía! No puedo aceptarlo, no puedo.
—Él una vez te lo dio cuando ya jamás pensaste que lo habrías de conocer, cuando creíste que nunca conocerías a aquella criatura que te arrebataron al nacer, y es Él quien ahora te lo quita. Debes aceptarlo.
—¡No puedo ni quiero! —pronunció ahogadamente, hipando nuevamente.
—Tú lo sabes mejor que yo, Eitana. —Y el amanuense le acarició la cabeza.
—No, no —pronunció llorando amargamente.
—Tú lo sabes mejor que yo. Si Lucio estuviese vivo en esta ciudad, más le valdría estar muerto. Tú lo sabes.
Y ella imaginó una esclavitud como la suya y, quizá, alguna otra mucho peor.
—Debes aceptarlo, Eitana. El niño se ha ido y algún día te volverás a reunir con él.
—Tengo que irme —le dijo después de sollozar su tristeza durante algún tiempo.
—¿Adónde?
—No te preocupes por mí. Estaré bien.
—¡Eitana! —exclamó Tulio—. ¡Déjame acompañarte!
La muchacha calló durante unos instantes. Luego lo miró con su alma desahuciada.
—No puedo amarte. Lo sabes ya. Ahora ni siquiera sé cómo haré para vivir yo misma. No creo que pueda soportar su ausencia.
—Yo te ayudaré.
—Lo siento, Tulio —afirmó ella entre lágrimas—. Es mejor así.
—¡No quiero perderte!
—Tendrás que hacerlo. Tú podrás reiniciar tu vida. Eres un excelente copista. Tendrás muchas oportunidades. Tendrás que aceptarlo, como yo intentaré aceptar que Lucio…
El llanto la anegó nuevamente ahogando las palabras.
—No quiero perderte, te lo suplico —le dijo abrazándola como si le perteneciera.
—Estaré en Capua, y estaré bien. Es una de las principales villas de la ciudad, la de los Julius. Increíblemente, he hallado el lugar adonde debía haber ido nada más desembarcar en Roma. Una buena mujer quiere que me ocupe de su biblioteca y no le importa mi pasado. ¡Es como un sueño! Un sueño que quizá ya nada me importa.
—¡Quiero ir contigo!
Eitana se volvió, secó sus lágrimas con la mano y, con los ojos hinchados, se lo dijo por última vez.
—Hemos pasado momentos inolvidables juntos —y, al pronunciarlo, tomó sus manos entre las suyas—, pero es momento de que eches a volar y tengas tu vida. Quizá algún día vengas a verme, cuando hayas montado tu propio taller. ¡Debes buscar tu felicidad, Tulio! Y tu felicidad no está junto a mí. Eres uno de los mejores amanuenses de Roma. ¡Y libre!
El joven la miró agigantando los ojos, intentando dibujar una sonrisa desvaída. Pero ella no podía entender lo que significaba.
—¡Y tú también, Eitana!
La muchacha le devolvió la mirada sin comprender.
—El juez Claudio Ulpio ha muerto —le dijo.
—¿Qué dices? —se exaltó apartándose de él.
—Fue la misma noche del incendio. Lo apuñalaron en un tumulto mientras corrían al Campo de Marte.
—¿Eso es verdad? —preguntó como si la vida volviese a su extenuado cuerpo—. ¿Cómo lo sabes?
—Nada más volver a entrar en la ciudad fui a buscarte a su domus. Era el único lugar al que no debía ir, pero el único en el que quizá podría encontrarte si la mala fortuna te hubiese acorralado nuevamente. La vivienda estaba intacta y esperé escondido en una esquina, hasta que una esclava salió de allí. Fue ella la que me dijo que su amo había muerto.
—¡Dolcina! —exclamó Eitana.
—No supe su nombre. Solo me dijo que tú no estabas allí, y que la última vez que te había visto había sido en la Suburra, donde estabas muy feliz.
Y era verdad. Había llegado a ser muy feliz allí, aunque apenas semanas después le costase recordarlo.
—¡Al menos eres libre, Eitana! —le dijo él—. No creo que nadie se acuerde de reclamarte.
—Pero ahora ya no sé qué hacer con mi libertad, Tulio —le contestó levantándose.
El amanuense hizo lo mismo, y se quedó de pie junto a ella.
—Ahora tengo que irme, Tulio. El hijo de la domina que me protege me está esperando ahí abajo.
Ella rodeó el cuello del muchacho y lo abrazó por última vez.
—Nunca te olvidaré —le susurró al oído.
Él se quedó sin palabras y ella lo abandonó abruptamente y comenzó a correr escaleras abajo. Pero la voz del muchacho la detuvo.
—No cesaré de buscar a Lucio, Eitana. Si existe una remota posibilidad de que haya sobrevivido, yo estaré pendiente de encontrarlo.
—Gracias, amigo mío.
Luego reanudó su descenso y desapareció de su vida.