31

Estaba agotada, pero aquella noche no durmió. El peso de la realidad la oprimía en su jergón hasta dejarla sin aliento. No podía engullir su futuro, no podía asimilar su brusco destierro de aquella felicidad, y por primera vez, como nunca en toda su vida, supo que todo era efímero y ligero, que no había que aferrarse demasiado a nada, porque tarde o temprano todo habría de ser dejado atrás.

No sabía cómo despedirse de Lucio. No quería decirle adiós. El dolor punzaba sus entrañas al imaginarlo. Debía creer que aquello era transitorio, que pronto encontraría una solución. Hasta entonces, Yahvé no la había abandonado, y sus huellas silenciosas y extrañas siempre habían peregrinado junto a ella. Siempre su aliento había sido efectivo, siempre la había conducido por la senda del bien, aun atravesando lodazales y abismos difíciles.

¿Acaso no era así? Al menos eso es lo que ella quería creer, y lo que, en cualquier caso, sostenía su huida.

Antes de la hora secunda, la muchacha estaba en pie, inquieta, dispuesta a correr hacia el Aventino en busca de Didico. Él le alumbraría soluciones y la ayudaría a reencontrarse con su hijo en algún momento seguro. Al oírla, Servius y Verina también se levantaron. Como le sucedía a Eitana, sus rostros estaban fatigados de no dormir.

—Debo irme pronto —dijo la muchacha—. Es lo más prudente.

El matrimonio asintió, temeroso, completamente conscientes de la posibilidad de un diluvio en sus vidas.

—Espera, Eitana —dijo Verina en voz baja.

La mujer corrió a su cubiculum, abrió su arca vestiaria y extrajo una túnica y una palla. Eran sus mejores prendas.

—Póntelas.

La muchacha observó aquella fina túnica color canela bordada con detalles en blanco y negó con la cabeza.

—No puedo aceptarlo, Verina.

—Te pido que lo hagas. Debes vestir como una domina, y pasarás desapercibida.

—Pero es tu…

—No discutas, muchacha —la interrumpió—. Póntela ya mismo.

Eitana obedeció. Entró en la penumbra del cubiculum junto a su hijo y con la puerta entreabierta se desnudó y luego se puso las vestimentas que le había ofrecido Verina. Cuando volvió a salir, su aspecto era el de una mujer elegante y hermosa. Estaba radiante, con los pliegues de la prenda desmoronándose hasta el suelo, el cinturón a la altura del pecho realzando su aspecto y una palla de fina seda oriental cubriendo su cabeza.

—Ahora siéntate aquí —le dijo la esposa del librero.

Ella obedeció. Las lágrimas deambulaban silenciosas por sus mejillas. Recordaba las horas que había pasado en aquel cenaculum y en la placidez de la librería, entre papiros, pergaminos, tinta y cera. ¡Cuántas cosas había aprendido en aquel mundo! ¡Cuánto había cambiado ella misma! Como sucede cuando se evoca con benevolencia, cuando se echa la mirada hacia atrás y se evalúa el camino transcurrido, al recordarlo aquella vida le pareció perfecta, y solo destellaron en su memoria los buenos momentos. Sin embargo, la lucidez tironeaba de su existencia y también comprendió que aquel receso en su vida se había agotado, que aquella vida comenzaba a extinguirse sin remedio.

Verina recogió su cabello en la nuca y, con un peine de hueso, improvisó un ondulado para sus sienes. Luego le puso un poco de albayalde para resaltar su rostro con su pigmento blando y, finalmente, un collar labrado en plata. El aspecto que la joven observó frente a un espejo media hora después era desconocido para ella.

—¡Estás hermosa! —le dijo—. Eres muy hermosa.

—Gracias, Verina —le dijo la joven abrazándola—. Tú has sido como una madre para mí. Quizá, mucho más, porque has sido también mi maestra. ¡Nunca te olvidaré!

—No digas esas cosas, Eitana —musitó ella también sollozando—. ¡Pronto nos reuniremos todos nuevamente!

La joven asintió sin convicción. Luego entró en el cubiculum donde dormía Lucio, se arrodilló junto a él y le susurró al oído aquello que su padre le decía antes de atravesar la campiña para ir a jornalear varias semanas alejado de Julias.

—Que los ángeles te guarden y te guíen por el buen camino.

Luego le dio un beso en su mejilla tibia y salió de allí conmovida y trémula.

—Decidle que pronto volveré —dijo balbuceando.

El matrimonio asintió. Luego Servius le extendió la mano con una talega.

—¿Qué es esto?

—Lo puedes necesitar. Tómalo, por favor.

Al abrirlo, observó una montaña de denarios acumulándose en su interior.

—No puedo aceptarlo, Servius.

—Sí que puedes, y debes.

—Es demasiado. No puedo, lo siento —le dijo rechazándolo con su mano.

—Te será de utilidad. Quizá, pronto me lo puedas devolver. Intentaré hablar con otros talleres de Roma. Eres una excelente copista, quizá te encuentre un lugar seguro. Pero necesito tiempo, justo lo que tú no tienes.

Ella se lo quedó mirando y dudó durante unos instantes.

—Acéptalo —le insistió extendiéndole la talega nuevamente—. Me lo devolverás.

—De acuerdo —le dijo abrazándolo.

Fue como el abrazo que jamás pudo dar a su padre, fue como el abrazo que hubiese ansiado darle a su hijo.

—Ten mucho cuidado —agregó él.

—Lo tendré. Ahora debo irme.

—No la dejes ir sola —comentó Verina—. Acompáñala.

—No. Es mejor que te quedes aquí —dijo Eitana—. Verina con Lucio, y tú en el taller. Abre con normalidad, como si no sucediese nada. Para llegar a casa de Didico no necesito ayuda y, en el caso de que la necesitase, tu vida también estaría en riesgo, igual que la de mi hijo.

—¿Estás segura?

—Completamente.

—Entre Didico y yo encontraremos una solución —le dijo abrazándola nuevamente—. No te desesperes.

Eitana se lo agradeció con una sonrisa.

—Dile a Tulio que lo siento, Servius, que lo siento muchísimo.

—Se lo diré. Por supuesto que se lo diré. Pronto lo volverás a ver.

Amanecía tímidamente el bullicio en la Suburra. El sol todavía oblicuo entibiaba ya vaticinando la calima. La joven judía abandonó su pasado corriendo, entre callejuelas orinadas e infectadas de basura, intentando evitar las grandes vías. Los artesanos descorrían los cerrojos de los talleres, los barberos ambulantes se situaban en las esquinas, algunos hombres y mujeres se apremiaban para un ientaculum en la popina, saboreando pan, tortas, miel y algo de leche. La ciudad comenzaba a articular su vida y ella atravesaba el Foro todavía poco concurrido, diminuta entre templos y edificios, deslumbrada por el mármol, el alabastro y la piedra, por aquel brillo blanco y esos colores vivos que refulgían en aquel amanecer.

Como había hecho hacía siete años cuando huyó de la domus, como había hecho la noche en que fue concebido Lucio, localizó la insula del médico y penetró en su portal. De pronto, fue como si el tiempo no hubiese transcurrido, y pudo palpar los espectros de su pasado, como si todo se estuviese proyectando ante sus ojos. Allí estaba una vez más en su vida, buscando a aquel médico al que hasta entonces nunca había podido localizar en su edificio.

—¿A quién busca?

En su taburete, un nuevo portero se dirigía a ella. No era el mismo que la última vez, sino alguien mucho más joven, con el ojo derecho mutilado y una expresión ladina.

—Al médico. Vive en la primera planta.

—¿Didico? ¿El médico frigio?

—Sí —dijo proponiéndose subir sin prestarle más atención.

—No se moleste, no está.

—¿No está?

El hombre negó con la cabeza.

¡No era posible! Parecía una broma del destino. Los ojos de Eitana se agigantaron bajo su palla, sin apenas poder creer su mala suerte. Otra vez volvía a sucederle lo mismo.

—Pero ¿a qué hora ha salido?

—Hace más de dos días que no lo veo.

—¿Está seguro?

—Completamente. Han venido varios a buscarlo en los últimos días y se han vuelto con el rabo entre las piernas. Toda gentuza, claro.

La expresión de desconcierto de la muchacha fue muy evidente porque el portero pronto intentó enmendarse.

—No me malinterprete, no quiero decir que usted sea de ese tipo de alimañas, ¿entiende? Es evidente que no. —Al decirlo le dio un repaso de arriba abajo con un movimiento rápido y mecánico de su único ojo—. Usted pertenece a una buena familia. Esos andrajosos son esclavos, gente extraña que adoran a un ridículo dios en secreto, incluso algunos dicen que en sus reuniones sacrifican a recién nacidos. Son gentes de costumbres muy libertinas, la verdad.

Su semblante de desconcierto aumentaba. La verborrea innecesaria del portero apuntaba que tenía demasiadas ganas de hablar.

—No se asombre, créame lo que le digo. Son de muy poco fiar. No son judíos, aunque lo parezcan. Ni en sus templos los quieren. La gente se fía muy poco de ellos porque son extraños y peligrosos, capaces de cualquier cosa, porque en el fondo nos odian, y esas ratas de callejón no paran de venir a ver a Didico, que por si no lo sabe es uno de ellos. Por eso muchas veces tengo que espantarlos como a las moscas.

—Yo lo busco por otra cosa —dijo cautamente la muchacha—. Es una urgencia y necesito un médico.

—Pues lo siento, no está.

Eitana sentía que comenzaba a faltarle el aire. Su vida volvía a naufragar en el mismo lugar que años atrás, y comenzaba a sentir el mismo miedo, y quizá el mismo peligro.

—Voy a intentarlo —dijo poniendo un pie en uno de los peldaños.

—Como quiera. No está, lo sé muy bien.

La joven subió al primer piso y golpeó la puerta con fuerza. Pero nadie respondió. Desesperada, insistió casi furiosa, intentando que la rabia no la dejase en evidencia ante el vecindario que comenzaba a bajar ruidoso, observándola con curiosidad.

—Soy yo, Didico. Soy yo, Eitana.

La muchacha sacudió la cabeza sin poder creerlo, consciente de que el médico no estaba, llamando por llamar, aferrándose a la desesperación. Pero de pronto recordó sus viajes a Capua, donde, cada cierto tiempo, se trasladaba por la Via Apia. Muchas veces le había hablado de ellos, de aquel hombre postrado en su jergón desde hacía muchos años, malviviendo junto a su mujer como podían gracias a la caridad de gente como él. Según Didico, no tenían familia y habían aprendido a ser felices en su pobreza porque también habían abrazado el mensaje de Yeshua. Por eso él iba, porque se sentía comprometido con ellos, y en aquel momento no le cupo la menor duda de que él estuviese allí.

Sin embargo, de súbito creyó oír un pequeño estruendo tras la puerta, como si un objeto hubiese caído al suelo seguido de algunos rasguidos. Entonces su corazón se aceleró de esperanza.

—Didico, soy Eitana. ¿Estás ahí?

—¡Didico!

Insistió golpeando durante un largo rato, gritando su nombre muchas veces, llamando demasiado la atención. Pero nadie le abrió la puerta.

La joven acabó por descender las escaleras abatida, sintiendo el filo de Roma acariciando su cuello, con la zozobra desorientando su existencia una vez más. Se sentía tan débil y cansada que podría haber sido fulminada en aquel mismo lugar porque, fuera de aquella insula, el desasosiego y el miedo eran un bosque inmenso que la engulliría sin rumbo.

—Ya se lo había dicho —le repitió el portero al verla, con desconfianza y analizándola de arriba abajo—. Si Tito dice que no está, es que no está.

—Gracias de todas maneras —le respondió ella.

Abandonó el soportal y caminó hacia ninguna parte, alejándose del Aventino, buscando la sombra de un frondoso parque donde sentarse a pensar sin llamar demasiado la atención.

Desanduvo la calle, bien cubierta con la palla de Verina, cabizbaja intentando no ver a nadie, ni que nadie la viese a ella, salmodiando sus miedos y su desesperanza. Entonces, sin darse cuenta, alguien se interpuso en su camino y no la dejó avanzar más. Ella elevó la cabeza lentamente y lo vio. Era él. Su mirada le pareció un acertijo de color carbón.