Eitana desanduvo su camino en silencio, masticando lo que había sucedido y digiriendo sus pasos. El rostro de Prisco surgía en su memoria danzando entre tantos otros de su pasado, relumbrando junto a Doma, el dominus, Efren y Dolcina, quien la había prevenido apenas dos jornadas antes, sin imaginar que su destino comenzaba a estrecharla tan rápidamente. Su cabeza era un zarandeo de conjeturas, miedos y maldiciones que la fueron retorciendo hasta llegar al cenaculum. Había tenido el presentimiento, y había sentido su sacudida en el corazón, pero ella había cerrado los ojos y había extinguido aquel destello que flameaba dentro de sí. Ahora su vida estaba en peligro, y lo que era mucho peor, la de Lucio, Servius y Verina también.
Ella estaba completamente segura: Prisco guiaría al juez y a sus hombres hacia la librería. No le cabía ninguna duda. Por eso, cuando fue a recostar a Lucio sobre su jergón y besó su frente como los prosélitos harían con el tesoro de su templo, los latidos de su existencia se le desbocaron, y casi los sintió palpitar en la boca. ¡Cuánto significaba para ella aquel niño! ¡Cuán poco le importaba ya cómo había sido engendrado! Cuando miraba sus ojos claros, azulados como el mar, apenas podía identificarlos con los de su desgraciado padre. De aquel portero, Lucio solo tenía el barniz del norte, esa fisonomía pálida y lejana que tanto contrastaban con su piel. Por eso mucha gente dudaba de que aquella criatura fuese su hijo, sino más bien de Servius y Verina, quienes siempre lo habían sentido como suyo también. Pero a ella no le importaba. Lo único que le importaba era que estaba junto a él, y que desde muy niño sus pequeñas manecitas recorrían su rostro en la oscuridad palpando su pertenencia, susurrándole que la quería, mientras ella le tarareaba algo antes de acabar dormido. Lucio era su tesoro, el regalo más grande que le había podido ofrecer Yahvé, y con su carácter despierto, aunque dócil a la vez, había sabido ayudarla con sus estudios y ganarse el afecto de todos. Él nunca sabría de su padre, él nunca sabría que su vida pendió en el mundo como una pequeña araña tambaleándose en su red mientras se sacudían los rincones para limpiarlos. Él solo sabría que Eitana lo amaba y que estaba dispuesta a dar su vida por él si fuese necesario. A dar su vida, viva o muerta, pero jamás ponerlo nuevamente en peligro. Jamás.
La joven cerró la puerta de su estrecho cubiculum y se quedó frente a la redonda mesa de mármol donde una vez le habían dicho que su vida no estaba yerma, donde Efren le había arrancado aquel collar que aprisionaba su esclavitud. Servius y Verina estaban sentados en las sillas observándola con tristeza, todavía sin comprender su desgano y su miedo. En el centro de la mesa, una imagen de barro pintada con colores vivos, y nunca hasta entonces la imagen de Mitra inmolando al toro y rociando su sangre le había resultado tan terrible.
—¿Qué te sucede? —le preguntó Servius—. ¿Tanto te hemos ofendido?
Eitana negó con la cabeza y caminó hacia la ventana abierta. En el marco de madera lucían los cristales que Verina le había insistido a su marido que pusiese, aunque fuesen demasiado caros, para que el frío del invierno no calara cuando abrían los postigos para iluminar el pequeño triclinium. A veces, al amanecer, la joven se sentaba allí a oír zurear a las palomas, pero en aquel momento solo quería poder respirar el espesor de la noche, esperando despertar de su sueño. La calle era apenas una penumbra de empedrados blanqueados por la luna y salpicada por las luces de algunos faroles.
—¡El niño está bien! —agregó Verina.
—No lo está.
—¿Qué dices? —dijo él poniéndose en pie, agitando su desagrado—. ¡Creo que estás exagerando, muchacha!
—Esto no tiene nada que ver con Mitra, Servius.
—¿Y con qué tiene que ver entonces? —preguntó indignado.
El librero percibió su temblor, el cansancio de sus ademanes, la resignación con la que caía sobre la silla cerca del pequeño armario con sus objetos más preciados: algunos tinteros de plata, unas copas de vidrio, cuchillos y cucharas de bronce.
—Tengo que irme —pronunció trémula, casi tartamudeando.
—¿Irte? —dijo Verina—. ¿Qué estás diciendo? ¿Irte adónde?
—Servius tenía razón —pronunció susurrando su angustia, lentamente.
—¿Razón en qué, muchacha? Dinos qué sucede, ¡por favor! —intervino el librero.
—Los círculos. Los círculos nacen para cerrarse. Tú siempre lo has dicho.
—Dinos qué sucede, Eitana.
La joven hinchó sus pulmones de aire y luego habló.
—Acabo de ver a Prisco, el esclavo que dirige la domus de Claudio Ulpio.
Servius y Verina intercambiaron miradas temerosas, y ellos también aspiraron pausadamente, hasta llenar sus pechos bajo sus túnicas de color marfil.
—Vamos a tranquilizarnos, muchacha —dijo el hombre—. Seamos cautos. Quizá…
—Era él, y él supo que era yo.
—¿Cómo lo sabes? —indagó Verina.
—En cuanto me vio, se escabulló solo, intentando evitarme.
—Y tú crees que…
—Estoy convencida, Verina. Lo he estado pensando muy bien. Mañana vendrán a por mí. Y si no es mañana, será pasado. Él no se callará. El juez me habrá puesto recompensa. Estoy segura.
—Quizá te equivocas. Es un esclavo como tú.
—¿Recuerdas que el otro día te dije que me topé con Dolcina?
—Sí, lo recuerdo.
—Además de contarme la muerte de Efren, me advirtió en quién se había convertido Prisco.
—No siempre las cosas son como pensamos, Eitana. Quizá no debamos… —intervino la mujer.
—La muchacha tiene razón, Verina —interrumpió Servius—. No podemos correr el riesgo. ¿Dices que se llama Prisco?
—Sí. ¿Lo conoces?
—No. A estas celebraciones algunos se acercan por curiosidad. Nunca lo sabemos cierto, pero sucede. Conocerá a alguno de los fieles, y éste lo habrá invitado.
—Averiguará quién es el que acompañaba al niño —aseveró Eitana—. Él nos tiene que haber visto juntos en todo momento, y a mí con vosotros.
—No nos pongamos nerviosos —insistió Verina.
—No es cuestión de estar tranquilos —dijo el librero—. Si es como Eitana piensa, no tardará en encontrarnos. Todos nos conocen.
El silencio de la noche invadió el triclinium. El vértigo iba aumentando lentamente, impulsado por la certeza. El matrimonio se volvió a mirar y, finalmente, Servius se puso en pie y comenzó a dar vueltas nerviosamente alrededor de la mesa.
—Sé que me tengo que ir —murmuró Eitana conmovida.
—¡No! —se apresuró Verina—. Te estás precipitando.
Pero Servius, que se había detenido a observar por la ventana, pronunció lacónico:
—No exagera, Verina. Debe irse.
Las lágrimas de Eitana conmovieron a la mujer, que se levantó para abrazarla.
—Cuando el juez averigüe dónde estás, cosa que quizá podría suceder en pocas horas, vendrá a reclamarte. Entonces nosotros seremos conducidos a la prisión del Tullianum, contigo hará lo que le dé la gana y Lucio será vendido como esclavo o algo peor.
—¡Eso no! —se agitó la judía angustiada—. Eso no lo permitiré.
—¿Y si se esconden en la azotea, en lo de Tulio? —sugirió la esposa.
—¿Por cuánto tiempo anidaremos ahí arriba, Verina?
—No sé, quizá…
—Él sabe que estoy aquí. Pondrá hombres para espiar y el día menos pensado me descubrirán definitivamente. Eso es lo que sucederá.
—Tiene razón —dijo el librero—. Eitana tiene razón.
—Pero no podemos permitir que se vayan, Servius —intervino la esposa agitada—. ¡No podemos dejarlos irse así! ¡Yo no puedo!
La calma de la noche se rasgó con un grito en la calle. Luego un murmullo de voces y el sonido de sandalias arrastrándose por el empedrado maloliente y pegajoso. Los tres se sobresaltaron al unísono.
—Son borrachos —dijo Servius asomado—. Los habrán echado de la caupona.
Las dos mujeres espiraron aliviadas, como si los lémures de Roma las hubiesen dejado de atosigar por un momento.
—Lucio no debe irse —dijo Servius.
Nuevamente, el silencio sesgó las palabras. El miedo, la tristeza y la desesperanza envenenaban el tiempo.
—Él no debe salir de aquí contigo, y tú lo sabes, Eitana.
Ella no dijo nada. Su cabeza estaba ofuscaba y sentía que el desaliento ralentizaba su energía. No se encontraba bien, como cuando pasaba toda la noche sobre el escritorio, consumiendo demasiado aceite del candil porque debía acabar un copiado con urgencia. Entonces la cabeza era un muro sobre el que pesaban todos sus pensamientos, todos sus recuerdos y preocupaciones, y sentía que iba a ceder.
—Si no diesen contigo aquí, la vida de Lucio estaría a salvo —explicó el librero—. Por más sospechas o certezas que tenga el esclavo, si no te encuentran aquí no podrán acusarnos de nada, ¿entiendes? Lucio pasaría desapercibido porque no sabrían que es tu hijo. De hecho, nadie lo sabe. Solo nosotros y Tulio. Todos los demás creen que es hijo nuestro.
La muchacha hizo un leve gesto de asentimiento, como si comprendiese.
—De hecho, en la celebración, el muchacho fue presentado como mi hijo, y eso es lo que creerá Prisco y el juez Claudio Ulpio. Nadie sabe quién es él. Solo Efren, nosotros y tú.
Eitana elevó los ojos y buscó los del librero con angustia.
—Es verdad —dijo resignada—. Conmigo la incertidumbre sería mucho mayor. Con vosotros podría tener un futuro. Conmigo…
—Quizá más adelante, quizá cuando tú puedas encontrar un lugar…
Nuevamente el silencio los paralizó. Nuevamente la noche. La noche de todo.
—Había olvidado que soy una esclava, Servius —dijo al fin con amargura—. Pero ahora vuelvo a recordarlo. Los esclavos nunca encuentran su lugar.
—Esta noche todo es más terrible, muchacha. Encontraremos una solución. Mañana todo será diferente.
—Al menos con vosotros crecerá seguro —dijo con la pena oprimiéndole las palabras.
—No te desesperes antes de tiempo —le dijo el librero abrazándola.
—No quiero engañarme más, no quiero, no quiero…
El llanto no la dejó terminar. Su mente, en un último esfuerzo, le proyectó la realidad. Ella era una esclava, nunca había dejado de serlo, por más que lo hubiese olvidado. A nadie le importaba si se había convertido en una excelente amanuense, si sabía quién había sido Herodoto o conocía los principales capítulos de la historia de Roma. Su origen, su descripción y el nombre de su amo estaban en un registro, y lo que era más grave, carecía de aquella tablilla de cobre que identificaba a los hombres libres, y mucho menos la de bronce, que certificaba a los ciudadanos. Ella era una serva, solo una esclava, y allí donde fuese le acabarían pidiendo que se identificase. ¿Dónde iba una mujer sola por el imperio? ¿Dónde iría sin una familia, sin una propiedad, sin nadie que la avalase? Y sobre todas las cosas, ¿dónde iría sin poder acreditar su libertad? Ella, una mujer con rasgos orientales, con la sospecha perenne de una esclavitud, ¿dónde encontraría quien la protegiese sin exigirle un pasado? Cualquiera podría denunciarla y conducirla hasta un edil, y este actuar en nombre del pretor, con la intermediación del juez. ¿Y acaso ella no sabía cómo actuaban los jueces? ¿Acaso no lo sabía? Solo le quedaba la generosidad de los hombres, solo le quedaba encontrar a otro Servius y a otra Verina, con mucha fortuna, con muchísima fortuna, y esperar a que su destino volviese a estrecharla, si no lo habría hecho ya, explotada en algún lupanar, agotada en el hambre de los campos o sepultada en las minas, siempre muda, condenada a morir sobreviviendo a cambio del silencio.
La noche se había oscurecido demasiado. Y se le hacía insoportable.
—Didico podrá ayudarte —dijo finalmente el librero—. Él podrá esconderte durante algún tiempo. Es lo más seguro, Eitana. Ya verás como entre todos encontramos una solución. No te desesperes.
—Mi seguridad estaba aquí —dijo con su voz quebrada—. Junto a vosotros, y con mi hijo.
Un lamento desgarrador la dobló sobre el regazo de Verina. Aquellos años habían sido un oasis para crecer y amar. Pero la habían vuelto más vulnerable.