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¿Cómo hubiese podido decir que no? ¿Cómo hubiese podido negarse, si aquel matrimonio le había ofrecido todo, incluso un oficio que le había abierto las puertas al mundo? ¿Acaso no habían puesto en riesgo su libertad albergando a una esclava prófuga? ¿Quién podría haber imaginado que se tambalearía la noche y que los timbales redoblarían con miedo? ¿Quién podría haber imaginado el destello de aquel fuego? ¿Quién podría haber vaticinado que todo se derrumbaría otra vez? Desde luego que ella no, al menos no de aquella manera, no de la manera en que sucedieron los acontecimientos, aunque Servius ya le había recordado que la vida era un dédalo perfecto, un sol, como Mitra, y que como en todos los círculos, siempre todo se acaba cerrando. Y volviendo.

¿Cómo hubiese podido imaginarlo? De ninguna manera, porque si lo hubiese hecho, jamás hubiese salido del cubiculum.

Sin embargo, por más prudencia que hubiese invocado el librero, aquella noche de iulius del año 64, fueron Servius y Verina los que le pidieron aquella salida, fueron ellos los que sonrieron acariciando la cabecita rapada de Lucio, tranquilizándola, asegurándole que la oscuridad sería un velo seguro en el frescor del bosque, más allá de la Via Sacra, donde el emperador Nerón sabía que se reunían para honrar a Mitra, porque según decía Servius, él también sentía curiosidad por su dios, y no por el de Didico, al que despreciaba y odiaba en público por traicionar las verdaderas tradiciones romanas.

Pero Eitana abrazó trémulamente al niño y dudó, porque aquel pequeño se había convertido en el eje de su ventura y en el sino de su felicidad, aunque fuese fruto del estupro y la violencia, aunque su padre fuese un desconocido de quien Lucio solo sabía que fue un buen hombre, y que lo amó como a nadie más en aquel mundo. Sin el pequeño, Eitana sentía que no podría avanzar ya más, ni luchar por un nuevo sentido para su existencia. Por eso dudó, y no porque quisiese despreciar a Servius y a Verina, no porque no respetase lo que significaba Mitra para ellos. No era nada de eso, como ellos sospecharon. Era solo temor, el rasgueo de la angustia en su alma, aunque no hubiese peligro, aunque sus benefactores hubiesen cumplido con aquel rito decenas de veces. Pero Eitana dudaba, como si imaginara sin imaginar, como si temiese no sabía bien qué, como si lo desconocido se le presentara con sus fauces enormes, bien abiertas, dispuestas a acabar con su prosperidad.

—Sabes que no vendría si fuese peligroso, Eitana —le dijo el librero—. Sabes que queremos hacerlo por su bien.

—Lo sé, pero… No sé… Yo…

—Si tú te niegas, no vendrá, muchacha —intervino Verina—. Tranquilízate.

El riesgo del desprecio fustigaba su decisión. Sabía que aquello era importante para el matrimonio, pero sentía un miedo inexplicable, como una premonición que no llegaba a descifrar, como si todo el sufrimiento que llevaba incrustado en su recuerdo le susurrase muy bajito.

—Es que, es que… Un golpe del animal sería suficiente para matarlo, Verina. Es eso, solo eso.

—Habrá mucha gente. Nunca ha pasado nada, porque Mitra no lo permitiría.

—A veces es solo un momento, a veces no depende…

—Debes confiar, muchacha. Si no, es mejor que se quede.

Eitana se mordió los labios y cerró los ojos. Sabía que no podía decir que no, sabía que no debía decir que no. Era demasiado importante para ellos.

—Está bien —dijo yéndose a su pequeño cubiculum—. Yo también iré.

El matrimonio intercambió miradas e, instantes después, la joven apareció frente a ellos con una palla cubriéndole la cabeza.

—De acuerdo, vamos —transigió Servius.

Los cuatro se dirigieron hacia el Foro con una tea y una antorcha apagada. Allí tomaron el empedrado de la Via Sacra y transitaron tranquilos, bien iluminados por grandes faroles, mientras algunos carros entraban y salían de la ciudad conducidos por esclavos y cargados de mercancías. Cuando atravesaron las murallas servianas, el librero encendió la antorcha con la tea y avanzaron con paso rápido. La noche era blanca. El círculo de la luna parecía un gran candil abrigando la espesura de un bosque níveo. La vía se iluminaba misteriosa, como si fuese el sendero que conducía a los infiernos, caldeado por la viscosidad de una noche cálida, y Eitana no sentía miedo sujetando a su niño de la mano, porque sabía que Servius y Verina habían hecho aquel camino ya varias veces, y porque aquella quietud sedaba su zozobra.

Llegaron rápidamente a su destino. Era un calvero que ya estaba repleto de una comitiva que agitaba sus antorchas. A medida que se fueron acercando, Eitana pudo ver a un grupo de hombres con el torso desnudo cavando la tierra, formando un gran foso. El vaivén de las llamas deslumbraba en los grandes ojos negros de un toro que berreaba sujeto al tronco de un ciprés.

—No te preocupes, todo irá bien —le dijo Servius—. Ya lo verás.

Eitana hizo una mueca amable y acarició el rostro de Lucio, que elevó su cabecita observándola. La judía le había enseñado desde muy pequeño quién era Yahvé, así como todos los salmos y plegarias que su padre le había susurrado desde muy pequeña. El niño no entendía muy bien qué hacía allí, pero estaba dispuesto a obedecer a su padrastro.

—¿Qué dios me protegerá más? —le preguntó el pequeño—. ¿Mitra o Yahvé?

La joven lo miró con ternura, se acuclilló a sus pies y le dijo:

—Los dos, vida mía. Los dos.

Un tiempo después, la multitud, probablemente un centenar de personas, se fueron ordenando en un inmenso círculo iluminado por las antorchas situadas delante de cada uno. En medio, la zanja cubierta por recias tablas de madera ajustadas con clavos que se hundían firmes en la tierra dura, forrada de hierbas silvestres. Solo un estrecho hueco permitiría al niño y a tres iniciados más colarse dentro, donde las rendijas permitirían filtrar el aire, y la sangre.

Eitana poco sabía de Mitra. Poco y todo lo que le habían contado Servius y Verina, que hablaban de él con su vida fecunda, pero a la vez estéril; a través de sus existencias generosas, honradas y mansas. Aquél era un dios persa que había nacido en las riberas del Ponto Euxino y que probablemente había llegado a Roma entre las huellas de algunos soldados. Para ellos, Mitra era el Sol, aquel Sol eterno e invencible que los iluminaba todos los días, que los guiaba en las dificultades y los reconfortaba en el sufrimiento. Servius, aunque docto e ilustrado, tenía una fe sencilla que se alimentaba de su leyenda. Su dios había nacido sobre una roca la jornada del solsticio de invierno, y los pastores de la región habían acudido espontáneamente a ofrecerle los productos de sus rebaños, como intentaban hacer ellos con sus cosas cuando conmemoraban su nacimiento. La imagen de Mitra, como la que el librero tenía esculpida en barro sobre la mesa de su cenaculum, se mostraba en lucha con un toro, al que aquel dios había acabado degollando como un héroe, mientras la sangre del animal se derramaba sobre la tierra y la fecundaba. Por eso todos los beneficios de la naturaleza era aportados por Mitra y los iniciados recibían especialmente aquellos dones cuando la vida del animal se vertía sobre ellos como una lluvia sagrada. Como les sucedía a los iniciados a la diosa Cibeles, pero de otra manera.

Aquella noche de verano, Lucio recibiría aquel honor favorecido por Servius y Verina, que lo habían propuesto a la comunidad como hubiesen hecho con cualquiera de los hijos que nunca habían tenido y que ya no habrían de tener.

La celebración comenzó con todos arrodillados. Un sacerdote vestido de un blanco inmaculado presidía el círculo declamando plegarias que todos los asistentes repitieron al unísono, hasta que, después de una letanía de ritos, comenzaron a sonar unos timbales y la concurrencia se puso en pie. Eitana observaba aquello estupefacta, pero el fuego, la noche y el ritmo bronco de la percusión narcotizaba sus sentidos, que se entregaban al espectáculo. Entonces llegó el momento, y la joven vio al niño caminar hacia el centro, acompañada de otros hombres que se fueron quitando sus túnicas, como hicieron con el pequeño Lucio, que fue el primero en ser introducido en el foso.

Eitana sintió el traqueteo del corazón cuando el manso toro fue conducido sobre las tablas. De él surgieron cuatro sogas: dos, sujetas de ambos cuernos, las otras, oprimiendo su vientre y extendiéndose opuestas. Así, el animal se entregó sumiso, casi tambaleándose enfermo, y fue situado sobre la zanja con un grupo de concurrentes tironeando en los cuatro extremos para inmovilizar al animal. El oficiante se situó frente al sacrificio, sujetó un gladium alzándolo a los cielos y luego atravesó la garganta del animal, que comenzó a mugir herido, vertiendo su negra sangre a borbotones sobre el foso, mientras los hombres tironeaban de aquellas amarras con muecas de esfuerzo y el toro dejaba su vida goteando sobre los iniciados, hasta desplomarse exangüe, pataleando su muerte durante un largo rato.

Cuando el niño salió de la zanja, su cuerpo parecía haber sido flagelado dolorosamente. Arroyuelos de sangre surcaban todo su cuerpo, y el brillo de las llamas relumbraba aquel horror bajo la palidez de la luna. El sacerdote se le acercó y le impuso un colgante de bronce con la imagen de Mitra pendiendo sobre su pecho húmedo y bermellón.

Eitana tembló.

—Está bien, está bien —le dijo Servius tranquilizándola.

—Sí, sí —afirmó ella nerviosamente—. Está bien. ¿Puedo ir a buscarlo?

—No, debo ir yo —le contestó ya avanzando.

El librero se acercó al centro de la escena y le dio un par de palmadas en la espalda. Eitana no sabía muy bien lo que le dijo, pero Lucio acarició su colgante mientras él le hablaba. El niño se mostró agradecido y comenzaron a avanzar hacia donde estaban su madre y Verina. Su paso era ceremonioso, sabedor de que era el protagonista, porque todas las miradas se centraban en ellos, un coro apuntándoles con sus antorchas, y un cántico templado comenzó a elevarse en la oscuridad.

Entonces fue cuando sucedió. Fue un relámpago, y la oscuridad se encendió. Fue un fusilazo vivo y perceptible entre aquella horda loando a Mitra. Los pequeños ojos de Prisco emergieron brillando en los de ella, afilados como espadas, desafiantes y mudos apenas unos pasos más allá.

Eitana se quedó petrificada, mientras el círculo comenzó a disgregarse y los fieles se aproximaron para saludar a Lucio, Servius y Verina. Y todo se enredó en una confusión que lo diluyó entre todos. Y aunque ella intentó volver a localizarlo rastreando los rostros que se iluminaban por el fuego, no pudo verlo hasta después, cuando se alejaba solo de aquel calvero, camino de la Via Sacra, como si Mitra ya hubiese perdido todo su sentido para él y hubiese hallado un trofeo que lo enaltecería mucho más, y ante su amo.