28

El verano ya se había asomado a la ciudad. La Suburra se adornaba con flores en las estrechas balconadas de algunas insulae, junto con prendas secándose al sol y pintura descascarada. Eitana llevaba a Lucio bien sujeto de su mano derecha, mientras el niño se dejaba arrastrar entre la marea que arreciaba por las calles. Las tiendas y talleres se atiborraban de transeúntes que vociferaban desde cualquier rincón, las tabernae se vaciaban, en las letrinas había que hacer colas a cambio de un as de cobre, y el tufo a sudor y almizcle picaba en la nariz. Mientras tanto, el húmedo calor calentaba las calles.

De pronto, Lucio intentó asomarse por el lateral de un ánfora donde algunos hombres aliviaban sus necesidades en público, y Eitana tironeó de él regañándolo, sacudiéndolo del brazo por aquella tontería. Se detuvieron delante de un soportal donde se sucedían distintos talleres y mercancías, y luego entraron en una tonstrina para que rasuraran al pequeño. Un hombre obeso de sonrisa abundante y dientes mellados la saludó cordial mientras afeitaba a un cliente sentado en un taburete frente a un pequeño espejo. Le deslizaba su navaja desde el cuello hasta la oreja y, de tanto en tanto, la afilaba con una piedra de amolar. Detrás de él, en otros banquillos, dos hombres de aspecto chanflón observaban su belleza con avidez, con el cabello recogido por una pinza de madera y un mechón pendiendo en su frente.

—¿Cuánto cree que podría tardar en raparlo?

—No creo que tarde mucho, hermosa —le dijo el tonsor—. Siéntate. En cuanto te descuides, estará hecho.

Eitana volvió a observar rápidamente a su clientela y luego le dijo:

—No se preocupe, echaré un vistazo a algunas cosas ahí fuera y volveré más tarde.

—Como quieras. Me daré prisa. No tardes.

Salió fuera acompañada del niño y se puso a ojear las ánforas del pomarius contiguo a la barbería. Había dátiles, nueces, ciruelas, higos secos, incluso tinajas hasta el borde de garum. Luego continuó hacia un specularius y se detuvo a observarse en uno de los espejos que se exponían a la venta fuera del taller. En la estrecha acera de enfrente, había una sucia taberna, y junto a ella un dulciarius que ella imaginó con las más exquisitas tortas y pasteles. Entonces, como si fuese una aparición, de pronto la esclava que una vez había compartido su existencia en la domus se situó detrás de ella.

—¿Eitana? —oyó a sus espaldas.

La muchacha judía se giró y descubrió a Dolcina boquiabierta. Se había acostumbrado tanto a preservar su anonimato que las palabras se atascaron en su boca.

—¡Eres tú, Eitana! —le dijo en arameo—. ¡Estás viva!

Entonces soltó a Lucio de la mano y la abrazó entrañablemente, como si volviese a recuperar a alguien de su familia.

—¿Qué haces aquí? —pronunció por primera vez la muchacha.

—El amo necesitaba túnicas nuevas y me pidió que le consiguiera las mejores. Conozco un vestiarius a tres calles de aquí donde las fabrican excelentes. Cuestan menos… y me acabo guardando algunos dupondios.

—¡Muy bien, Dolcina! ¡Haces muy bien! —le dijo sonriendo.

—¡Estás hermosa, muchacha! —agregó la mujer observándola de arriba abajo—. Veo que tu vida ha cambiado mucho. Los dioses han estado contigo.

La joven asintió y las dos mujeres se quedaron observándose durante unos instantes sin decir nada.

—En la domus el amo se enfureció tanto que… —dijo la de Traconítide al fin.

—Espera, vamos a hablar a otro lugar más tranquilo.

Entonces la tomó del brazo para guiarla, pero ella se percató de la presencia del niño.

—¿Quién es?

—Es mi hijo.

Dolcina se acuclilló y le sonrió cerca de su carita. Eitana pudo observar su expresión de incredulidad. Aquel pequeño rostro de cabellos rubios y ojos claros en nada se parecía a su madre aparentemente, pero después de unos instantes se podían descubrir los ecos de la judía, y los perfiles de su expresión.

—¡Tu hijo! —dijo llevándose las manos a la boca, intentando impedir que la emoción se escapara completamente.

—Aquél que tú me ayudaste a parir, Dolcina.

—¡Es imposible, Eitana! ¡No puede ser!

—Pero sí lo es.

Luego estrechó al niño entre sus brazos, besando insistentemente su cara, como un pajarillo picotea una rama.

—Efren lo puso a salvo —le dijo Eitana—. Efren lo entregó a una familia amiga.

—¿Efren hizo eso?

—Sí, él nos salvó a los dos.

—¡Pobre hombre! Ahora comprendo mucho mejor…

Dolcina se puso en pie y miró a su ex compañera con tristeza, sin apenas atreverse a pronunciar su destino.

—Quiero que me cuentes todo lo que sepas de él —le dijo la amanuense—, pero vamos a hablar a un lugar más tranquilo.

Eitana volvió a sujetar a Lucio, y Dolcina la siguió. Se coló entre estrechos callejones, esquivó la marea variopinta de viandantes y encontró una plaza rodeada de frondosos pinos, centrada entre un conglomerado de insulae y algunas tiendas. Buscaron un banco de granito y se sentaron las dos mientras el niño jugaba.

—¿Cómo sobrevives? —le preguntó Dolcina.

—No te lo creerías. Soy amanuense. He aprendido a leer y a escribir, y me dedico al copiado. ¡Mi vida no se parece en nada a la que compartimos en la domus del juez!

—¡Copista! ¿Nuestra Eitana es una copista?

Ella asintió sonriente.

—Por todos los dioses, muchacha. ¡Por todos los dioses! Siempre supe que eras muy lista. Siempre. ¡Por eso pudiste huir! En cambio nosotras…

—No digas esas cosas, Dolcina.

—Es la verdad. Te felicito, Eitana. ¡Es increíble lo que me cuentas! Yo sería incapaz.

El rostro de Dolcina estaba muy envejecido, y todo rastro de su atractivo se había desvanecido. Mientras la judía había bruñido su belleza, en la de Traconítide, la esclava que una vez había sido rescatada por Efren de un lupanar, su encanto se había corroído rápidamente.

—He tenido mucha suerte, Dolcina. Tuve dos buenos maestros. Tú también hubieses aprendido, créeme. Es solo cuestión de paciencia y constancia, todo lo que aprendimos a desarrollar en la domus las esclavas.

La de Traconítide sonrió con pesar, quizá sabedora de los dotes de su compañera y de todas sus carencias.

—Es una historia que ya te contaré —le dijo Eitana—. Ahora solo quiero saber qué fue de Efren. Necesito que me cuentes qué fue de él.

Dolcina cerró los ojos, juntó las manos y respiró muy profundamente.

—¡No quieras saberlo, Eitana!

La muchacha palideció y la miró con avidez, intentando saber lo que ya sabía.

—Fue el juez, ¿verdad?

La otra asintió.

—¿Cómo sucedió?

—No quieras saberlo, Eitana.

Dolcina le había contado cómo Claudio Ulpio había enfurecido cuando ella había desaparecido, pero que el dominus se percató de su huida mucho más tarde de que Efren corriese en su búsqueda.

—¡Lo hizo porque Doma se lo dijo! —intervino Eitana con ciertos ecos de rencor.

—¡Ella quería ayudarte! ¡Ella quería salvarte la vida! Sabía que Efren quizá te traería de vuelta con alguna excusa, por eso le suplicó que fuese en tu búsqueda. Al fin y al cabo, el amo todavía no sabía nada.

—Lo sé, aunque aquel día no pensase lo mismo. Ahora solo puedo pensar que, sin darse cuenta, me salvó, Dolcina. A mí, y al niño.

La de Traconítide la miró sin comprender, ansiosa de saber mucho más de la historia de su compañera. Eitana leyó el interés en sus ojos y le dijo:

—Yo también te contaré cómo sucedió todo, pero primero necesito que me cuentes. Llevo siete años intentando resolver qué le sucedió a Efren.

—Él corrió en tu búsqueda, como bien sabes —continuó Dolcina—, pero no volvió a la domus hasta la mañana siguiente. ¡No sé por qué no lo hizo! Pero no volvió. Bueno, quizá fuese normal que no volviese, ¿sabes? Pero debería haberlo hecho, debería haber vuelto. Entonces, quizá las cosas hubiesen sucedido de otra manera, quizá no habría sido todo tan grave… Pero no lo hizo. Aquella noche el amo supo de tu huida cuando te fue a buscar, mientras Doma y yo nos tirábamos del cabello, sin atrevernos a decir nada, pero sabedoras de que todo sería terrible. Y ahora sé que nos equivocamos, y que deberíamos habernos adelantado a decirle que no estabas, que habías desaparecido, que… Pero no le dijimos nada. Nada de nada, y aquella noche cuando lo supo fue todo mucho peor de lo que creímos.

—Lo siento, Dolcina —le dijo acariciándole las manos—. Lo siento.

Pero ella no le contestó, simplemente continuó con su relato.

—El amo, como si estuviese atormentado por todos los lémures, envió urgente a Prisco en busca del sirio. Pero no lo encontró en su cenaculum. El juez, enfurecido, fue en busca de Doma, como podría haber venido a buscarme a mí. Pero fue a ella. Fue directamente a buscarla a ella. A mí solo me dio unos bofetones, pero a ella la atizó con un leño, mientras le exigía que le dijera dónde estabas, una y otra vez, que dónde estabas. Pero ella negó insistentemente. Ni quería dar el nombre del médico, ni quería traicionarte. Ella intentó protegerte, muchacha, debes saberlo. Lo hizo como pudo y mientras pudo, porque llegó un momento en que el amo acabó por perder la paciencia. Entonces lanzó al suelo los hornillos del banco de la cocina y llevó las envejecidas manos de Doma sobre las brasas todavía calientes de la cena. Ella gritó espantosamente, Eitana. Todavía tengo sus gritos perforándome las orejas, mientras yo lloraba arrodillada en la cocina y él me amenazaba con seguir su castigo conmigo.

Dos surcos de lágrimas comenzaron a rayar el semblante de la amanuense judía. Lucio jugaba con algunas piedrecitas cerca de ellas, sin interesarle la conversación.

—¡Lo siento! —dijo Eitana—. Lo siento mucho.

—¿Quieres que continúe?

—Sí, claro que sí.

—Pude oler su carne quemada, Eitana, y Doma sabía que iba a continuar hasta que su tormento fuese insoportable. Y ella fue muy valiente, mucho, porque ella ha sabido cargar mucho en su vida, pero cuando estuvo a punto de forzarla para que su cara se cociese también, ella no lo soportó más y le dijo lo que su cabeza no quería, pero su boca largó desesperadamente. ¡Cuántas veces se habrá arrepentido! ¡Cuántas veces habrá pensado en todo aquello! Pero no fue su culpa, Eitana, créeme, porque ella hizo lo que pudo, aunque acabó diciéndole que Efren lo sabía, que él sí sabía dónde estabas. Entonces el amo se detuvo vacilando, desconcertado de escuchar una acusación que implicaba a su encargado, al hombre al que le confiaba su vida. Imagino su confusión, sus dudas, todo… Efren era su mano derecha, el hombre en quien más confiaba, y escuchar aquello le gustó quizá menos que saber que tú habías huido. Así que la apartó del banco y le dio un golpe con la rodilla en la barriga, para que Doma se retorciese doblada, mientras le decía que de nada le servirían aquellos embauques, y que la iba a matar allí mismo.

—¡Qué terrible! —exclamó Eitana—. ¡Pobre Doma! ¡Pobre Doma! Yo jamás imaginé…

—Tú jamás imaginaste muchas cosas, muchacha —la interrumpió—, y si las hubieses imaginado hoy quizá no serías lo que eres.

A Eitana le costaba soportar aquel discurso. Las imágenes de la cocina de la domus se le proyectaban vividas y nítidas allí mismo, como si ella pudiese abalanzarse sobre el juez para que la dejase en paz, para que no le hiciese pagar en su carne lo que debía haber recibido ella.

—¿Y qué sucedió? —preguntó temblando—. ¿La mató?

—Hubiese sido mejor para ella, Eitana. Pero no lo hizo. Le pinzó la nuca y la obligó a inclinarse nuevamente para que su cabeza acabara en la lumbre y las ascuas deformaran su rostro con llagas enrojecidas, como sus manos. Ella se resistió, pero él utilizó toda su fuerza, mientras llamaba a gritos a Prisco. Y fue entonces cuando Doma perdió el juicio, muchacha, fue entonces cuando condenó a Efren, porque intentando esquivar su dolor le dijo que ella no mentía, que ella no mentía y que el sirio sí lo había hecho durante mucho tiempo, porque jamás le había dicho que el niño de Leticia Marcelina era de él mismo.

—¡Por Yahvé! —exclamó Eitana llevándose las manos a la boca.

—El amo volvió a detenerse y, quizá, comenzó a recordar, a atar cabos sueltos, a sospechar, solo Júpiter sabe qué. Su cara estaba desfigurada por la ira y la humillación. La miró, buscó en sus ojos y le dijo que se preparara, que si aquella bellaquería que acababa de pronunciar era mentira, él mismo se encargaría de condenarla para que fuese devorada por las fieras en el Circus Maximus.

——¿Y luego? —preguntó ansiosa.

—Luego intenté curar las heridas de Doma, pero el amo me lo prohibió. La oí quejarse en silencio toda la noche, llorando como nunca la había visto, no sabía bien si por las úlceras de sus manos o por la condena que había lanzado sobre Efren. Al pobre, a la mañana siguiente, cuando llegó a la domus, el juez lo estaba esperando de pie junto al impluvium, como si no hubiese dormido en toda la noche. Lo llevó a su tablinum y cerró las puertas corredizas. Los gritos del amo se dejaron oír en toda la domus y, cuando Efren salió de allí, ni siquiera nos dirigió una última mirada.

La mujer se detuvo, llenó su pecho de aire y luego dijo:

—Jamás lo volvimos a ver.

Algunos años antes, cuando Servius le contó la historia de su vida, a Eitana le costó comprender cómo Efren no había salido de la domus en aquel mismo momento, cómo había podido enfrentarse al cadáver de Leticia y a la ausencia de su hija con tanto desapego. Pero no había sido así.

Aquella lejana mañana en que su amante se quitó la vida, el juez había visto al sirio desencajado, atormentado como él, incluso iracundo, pero no imaginó que fuese por la pérdida, sino por mimetismo, por empatía, porque era su hombre de confianza. Aquella misma jornada, mientras la domus se llenaba por las exequias de Leticia Marcelina, que había sido expuesta con sus brazos bien cubiertos, porque la sangre que la había matado no había fluido de sus muñecas, sino a causa de un parto difícil, aquel mismo día corrió en busca de quien se había convertido en su único y mejor amigo: Servius. Allí, el gladiador lloró como un niño, como jamás lo había hecho o volvería a hacerlo, y le dijo al librero que ya no podía permanecer más trabajando para el juez.

Sin embargo, fue Servius el que le exigió prudencia. Fue él quien le dijo que, si no quería volver a la arena, debía esperar y ahorrar. Entonces el sirio le dijo que sin ella todo le daba igual, que sin ella la arena y el Lupus volverían a aparecer en su vida, pero que él no podía continuar junto al asesino de su hija. Pero el librero le hizo comprender la ofuscación de Claudio Ulpio, todo su despecho, y le puso en duda que fuese él quien acabara con la niña y no la misma naturaleza del parto. ¿Acaso no le había prometido a la familia de su hermano velar por ellos? ¿Cómo lo haría si dejaba la domus? ¿Cómo? ¿Acaso la muerte de Leticia Marcelina debía condenarlo también a él? Servius pensaba que no, y que Efren debía permanecer allí apretando los dientes, sumando denarios para conseguir amasar una hacienda suficiente que le permitiese organizarse un buen negocio porque, aunque había ganado mucho como gladiador, también había malgastado demasiado. Luego ya abandonaría la domus, y haría lo que quisiese, pero lejos de unas luchas que, tarde o temprano, habrían de matarlo y dejar a la viuda de su gemelo en la indigencia.

En aquel tiempo, el consejo del librero era una voz que arraigaba en él como no había sucedido con la de su padre, y fue por eso por lo que Efren se mantuvo junto a Claudio Ulpio mucho más de lo que había pensado, esperando a que llegara su momento, esperando a que las cosas se torciesen o se enderezasen, según quien lo viese, y aquella mañana de primavera del año 58, cuando Claudio Ulpio le arrancase la verdad en el tablinum, habría llegado el momento. Eitana podía imaginar la escena como si estuviese sucediendo allí delante, como si pudiese tocar el corazón del sirio.

—¿Nunca más volvió? —le preguntó a su ex compañera.

Dolcina negó con la cabeza.

—No pudo.

—¿Por qué?

—Ya te lo imaginas… Lo sabes.

—Cuéntamelo, Dolcina. Dime cómo fue. ¡Es tiempo de que lo sepa! ¡Llevamos siete años preguntándonos qué le sucedió!

—A partir de aquel día, muchas cosas cambiaron en la domus. El juez otorgó la manumissio a Doma sin un as en su faltriquera, con sus manos laceradas y doblada como un sauce. Cuando se despidió de mí, me abrazó por primera vez en nuestras vidas y me pidió que le dijera a Efren que la perdonara. Tiempo después la vi cerca del mercado mendigando y yo le daba comida, toda la que podía zafar del carro. Pero un año después desapareció para siempre.

—¡Pobre mujer! ¡Qué vida más terrible y desgraciada!

—Así es, Eitana.

—Pero ¿y Efren? —insistió nerviosa.

—Lo que quería decirte es que todo cambió sin ti y sin Doma, ¿sabes? El amo aquella misma semana se puso en marcha y trajo a la domus cuatro esclavos más, dos hombres y dos mujeres jóvenes. Prisco se encargó de acompañarlo a partir de entonces y los otros dos esclavos participaron en…

Se detuvo un instante y miró a la joven.

—… en su muerte.

Pero Eitana ya lo sabía, siempre lo había sabido. Aquello solo confirmaba sus sospechas, y no podía dejar de lamentarse negando con la cabeza, como si ella también quisiese espantar los malos espíritus.

—¿Cómo fue?

—Ni Prisco ni yo volvimos a hablar de Efren. Con Prisco porque cambió mucho, ¿sabes? El juez comenzó a confiar cada vez más en él, y se acabó convirtiendo en su mano derecha, en un hombre que intentó congraciarse con su amo a cualquier precio.

—Él siempre fue igual, no te confundas.

—Es posible. Lo cierto es que, aunque sea difícil de creer, fue él quien acabó con Efren. El día que Kalendo y Spittara volvieron después del crimen, yo escuché lo que hablaron con el amo.

—¿Quiénes eran Kalendo y Spittara?

—Los dos esclavos que compró el juez. Junto a Prisco, fueron los que acompañaron a dos rufianes que había pagado el amo. Fue muy pocos días después de que Efren saliera de la domus, quizá apenas una semana más tarde. No lo recuerdo bien. El amo también compró el silencio de dos vigiles, y una noche antes de que entrase en su insula lo arrastraron a un callejón oscuro.

—¡Pero él había sido un gladiador! ¿Cómo pudieron?

—Tú lo has dicho, Eitana. Había sido, pero ya no era el mismo. Sin sus entrenamientos, sin sus dietas, ni sus armas, ya no era el mismo frente a cinco. ¿Quién hubiera podido con él si no? Además, habían pasado varios años desde que lo había dejado y tú sabes que Efren ya no era joven.

—Sigue —apremió la muchacha.

—La primera cuchillada lo debilitó y, con las siguientes, su cuerpo quedó completamente inmovilizado. Entre todos consiguieron convertirlo en un muñeco de trapo y, según le escuché a Kalendo, antes de apuñalarlo lo torturaron con una antorcha.

Dejaron que su piel crepitara bajo el fuego, al borde de la inconsciencia, para que nadie pudiese reconocerlo. El juez se regocijaba cuando le dijeron cómo sufrió sin que él, bien sujeto, pudiese hacer nada para evitarlo.

—¡Es un miserable! —exclamó Eitana.

—Lo sé.

—¿Y luego?

—Luego lo apuñalaron definitivamente en el corazón, y lo arrastraron hacia el Tíber.

—¿Estás segura?

—Completamente. Nunca jamás nadie supo nada más de él. Su cuerpo fue sepultado por aquellas aguas negras, como tantos otros. Aquellos hombres tenían órdenes de que no hubiese ninguna duda sobre su muerte.

—Algún día Claudio Ulpio pagará. Ante Yahvé o ante los hombres, pero pagará.

—Siento que hayas tardado tantos años en saberlo.

—Siempre lo supe. Siempre —repitió sollozando.

El silencio se sembró entre las dos y Dolcina la miró a los ojos.

—Él te amaba.

Ella le devolvió la mirada dubitativa.

—Te lo demostró a su manera. Después de lo que sucedió con Leticia Marcelina, él no podía hacer otra cosa, y te amó en silencio.

—Eso no es verdad.

—Sí lo es —le dijo asintiendo—. Sí lo es, muchacha. Yo vi cómo sufría cuando te desangrabas para morir. Yo vi sus miradas, sus silencios, sus desvelos. Ese sirio se enamoró de ti callado, por eso se arriesgó por ti.

—Es imposible. Él, él jamás intentó…

—No debías imaginarlo. Su amor estaba prohibido. Y él lo sabía.

—Yo, yo…

—Tú siempre lo miraste como a un padre. Lo sé, y él también lo supo.

Estuvieron hablando casi una hora. Eitana le narró su nueva vida, quién era Servius, Verina, su relación con Tulio, su reencuentro con Didico, y los destellos de su Edén, aquel exilio de Roma, pero en Roma, en la Suburra, aquella prisión hermosa, llena de tinteros, literatura y afectos. Dolcina sollozó de alegría por ella y le rogó que se cuidase, que valorase todo lo que había conseguido y que intentase velar por el niño.

—Lo sé, Dolcina. Es lo más importante que tengo.

—Yo ya no pediría en mi vida más de lo que tienes tú.

Eitana la miró con ternura y le acarició su cabello áspero y encanecido.

—Estoy segura de que Yahvé también cuidará de ti, solo tienes que creer que lo hace.

—Yo ya no sé en qué creo, Eitana. Solo sé que no quiero terminar como Doma.

—No lo harás, seguro que no lo harás —mintió sin vehemencia.

La esclava calló durante unos instantes y buscó entre sus pensamientos. Luego agregó:

—Ojalá hubiese tenido tu decisión y tu coraje. Mi vida quizá sería otra.

—No has tenido una vida fácil. No te culpes.

—Tampoco he tenido agallas, muchacha.

La de Traconítide elevó su cabeza al cielo y observó la posición del sol oculto tras unos nubarrones.

—Es muy tarde, Eitana. Debo irme.

—Me gustaría que nos volviésemos a ver.

—A mí también.

—Te diré dónde está la librería y alguna vez podrás pasar a saludarme.

Dolcina negó con la cabeza.

—No, no quiero saber dónde estás. Nadie de tu antigua vida debe saberlo. Es lo más seguro.

—Didico lo sabe.

—Él es un hombre libre que no vive en una domus donde tu recuerdo dejó huella.

—No seas tonta.

—No lo soy. Si el amo diese contigo, no te llevaría al Foro para ser juzgada. Haría lo que con Efren y con su hija, ¿entiendes?

—Entiendo.

—Debes ser muy precavida, Eitana. ¡Mucho!

—¡Y lo soy! Tu encuentro ha sido un regalo, una casualidad entre miles.

—Ojalá, ojalá.

—¡Mira! Quedemos el tercer día de la próxima semana aquí mismo, más o menos a esta misma hora. Yo te esperaré aquí.

—De acuerdo —respondió Dolcina.

—Si no puedes, volveré el mismo día de la siguiente semana, y si no, de la siguiente. ¿Te parece bien?

—Sí, Eitana —le dijo la esclava dándole un largo abrazo—. Ahora me tengo que ir.

—Nunca pierdas la esperanza, Dolcina. Nunca. Es la única forma de vivir.

—Gracias, muchacha.

—Nos vemos la próxima semana —le gritó mientras se alejaba.

En aquel momento ninguna de las dos lo sabía, pero sería la última vez que se encontrasen.