Eitana estaba convencida de que los hilos de Yahvé se movían constantemente alrededor de ella, y aunque ocultos e incomprensibles, iban tejiendo su vida con esmero y no de una forma fortuita, sino sembrada de rastros que la guiaban hacia algún desconocido que ella ignoraba, pero ansiaba en lo más profundo de su corazón.
Fue así como en su vida volvieron a precipitarse las cosas. Fue así que, cuando comenzó a percatarse de que su rumbo era zarandeado por encuentros y desencuentros, ya todo era demasiado tarde para descifrarlo, y luego evitarlo. ¡Como si ella hubiese podido variar apenas un ápice su camino! ¡Como si ella hubiese sido capaz apenas de virar hacia algún otro sino! Años después, Eitana comprendería que su libertad también había sido contemplada desde más allá de las estrellas, y que por más libre que fuese, ella jamás podría haber trazado su devenir a su antojo, de la manera que más necesitaba.
Para Eitana, Yahvé parecía agazapado junto a su vida, tramando encuentros que la muchacha no había proyectado, pero que habían determinado su devenir. Como cuando el pequeño Lucio tenía tres años y una mañana lo encontró pálido y sudoroso sin apenas poder llorar. En un principio, Eitana no le dio importancia, y durante toda la jornada le aplicó paños fríos para que le disminuyese la fiebre. Pero el niño deliraba cada vez más. Entonces Servius dijo que había que acudir a un médico, mientras Verina y su madre lloraban ante el rostro macilento del crío.
—Yo iré —se ofreció Tulio.
—Deja, muchacho. Yo me encargaré, tengo… —dijo el librero.
—No. Yo conozco uno muy bueno. Además no nos cobrará. Es mi amigo.
—¿Pero es médico?
—De los mejores —contestó Tulio.
—Pues corre, entonces. Dile que es urgente.
El muchacho salió corriendo y apenas una hora después estaba de vuelta con el sanador. Entró en el cubiculum seguido del amanuense, con paso tranquilo pero decidido, y se dirigió hacia el jergón junto al que Eitana se arrodillaba sosteniéndole la mano. Al levantar la cabeza para verlo, de pronto se quedó petrificada.
—¡Didico! —exclamó asombrada, casi suspirando el vocablo inconscientemente.
El médico afinó su mirada bajo la luz de la lámpara que pendía del techo y luego le sonrió.
—¡Te recuerdo muy bien, muchacha! ¡Qué sorpresa verte aquí!
La joven se había quedado sin palabras, sin siquiera sospechar los enredos con los que jugaba su sino. La vida había vuelto a situarla frente a aquél que se había erigido como su única esperanza para escapar de la domus, su único asidero para atreverse a dar el paso; sin embargo, de pronto, como no llegó a pensar años atrás, sintió el atisbo del temor porque podía delatar su nueva vida.
—Yo, yo… —titubeó Eitana.
—Luego sabré de ti. Ahora déjame ver a este niño.
—Es mi hijo —dijo ella.
Entonces el médico meditó un instante y agigantó su mirada con alegría.
—¿Es él?
Ella asintió.
—Con más motivo hay que curarlo, pues —dijo decidido, arrodillándose ante su lecho.
Didico revisó a Lucio durante unos momentos. Le hizo abrir la boca, comprobó el estado de su piel, inspeccionó sus ojos y luego extrajo una pequeña vasija que depositó en la mano de su madre.
—No es nada grave. Dale este líquido tres veces al día, y si no se recupera, llámame otra vez.
—Oh, gracias. Muchísimas gracias. ¿Cómo podré agradecérselo?
—Viéndote así de hermosa y feliz.
Ella bajó la cabeza, tragó sus miedos y luego lo volvió a mirar.
—Es una larga historia. Una larga historia que comenzó cuando decidí ser libre, como usted me dijo aquel día.
—¡No te imaginas cuánto bien me hace saber que he podido ayudarte! ¡De verdad!
Ella miró sus ojos ligeramente oscuros destellando bajo el candil, enmarcados en un rostro avejentado y jovial, con cabellos lacios y encanecidos, y decidió que si una vez había decidido confiar en él, entonces debía volverlo a hacer. Tampoco podía hacer otra cosa.
—Mi vida está en peligro —le dijo casi susurrando.
—Has escapado, ¿verdad?
—Sí.
Aquella noche Eitana le narró toda su historia, desde que había sido raptada en Julias hasta cómo había esperado durante largas horas a que él llegase a su cenaculum, y cómo su vida había cambiado desde que Efren la había conducido hasta la librería pensando que la guiaba a su perdición. Él entonces volvió a utilizar palabras mansas y le dijo que era evidente que el gran Creador la cuidaba, que nunca se alejase de su fe, porque él la estaba orientando desde que había nacido. Luego se despidió amablemente de todos y prometió volver a la Suburra siempre que pudiese.
Y lo cumplió.
Desde aquel día, Didico comenzó a pasar una vez al mes. Se reunía con ella y con Tulio en la azotea, mientras Lucio correteaba alrededor de ellos; otras lo hacían en la librería o en el cenaculum de Servius y Verina. Entonces Eitana fue vislumbrando que aquel dios Mitra del librero y un tal Yeshua en el que Didico creía ciegamente predicaban un mismo amor y una serenidad semejante que lo templaba todo hasta aliviar la existencia. Así, poco a poco, la joven judía fue comprendiendo quién era aquel médico y la relación que tenía con el amanuense.
El viejo cirujano provenía de Frigia y había perdido a su mujer y a su única hija en un naufragio cerca de la isla de Lesbos. Lejos de abatirse y entregar su existencia a la culpa y al llanto, decidió recorrer el imperio trabajando del oficio que había heredado de su padre, y solo apenas un puñado de años atrás había decidido instalarse en Roma. Jamás había estado en la provincia de Palestina, ni en Judea, ni en Galilea, de donde provenía Eitana. Sin embargo, hacía pocos años que su vida había cambiado al oír hablar de la resurrección de un judío al que llamaban Yeshua, del que Eitana tenía muy vagos recuerdos porque en su familia apenas había calado su leyenda. Didico, desde que las proclamas de sus seguidores consiguieron permear en él, se había convertido en un incondicional de aquel profeta crucificado como un ladrón, al que sus prosélitos todavía vivos juraban haber visto resucitado.
Para el médico, Yeshua era algo que la mayoría de los hombres del imperio no podía entender, porque aquel Yeshua no era un dios normal, sino un dios que había muerto como un esclavo. Didico le había explicado a la muchacha que cada vez había muchos más hombres y mujeres de todo el imperio que lo comenzaban a comprender, y no solo esclavos y artesanos, sino también algunos nobles que abrían sus domus para celebrar una cena donde se recordaban sus palabras. Al médico frigio le gustaba decir que aquel hombre dios había sembrado sus viñas con miles de cepas, y que cada cepa tendría otros miles de brazos, y que cada brazo, otros miles de retoños, y que cada retoño, miles de granos. Granos como los que él intentaba prensar todos los días, procurando extraer un vino exquisito. Para él, el mensaje de paz, amor y esperanza de sus seguidores acabaría por arraigar en Roma, que, como una nueva Babilonia, sucumbiría ante sus excesos y su religiosidad vana. ¿Quién podía tomar en serio a un pueblo tan idólatra, pero a la vez tan hipócrita e infiel? ¿Quién podía amar a un dios y a todos a la vez como se quita o se pone una etiqueta en un cántaro? ¿Quién podía honrar a los dioses, pero humillar a los esclavos?
Así vivía aquel pueblo, según Didico, encadenado a tradiciones que no respetaban y alabando a dioses de piedra, entre astrólogos, hechiceros y adivinadores de toda índole. Adorando a Júpiter, el gran dominador del mundo; a Juno, la gran matrona de los partos; a la astuta Minerva, la valedora de la inteligencia, el arte y la guerra; al poderoso Marte, invocado por las legiones, y a Venus, deseada por las enamoradas; a Baco para los que ansiaban el placer, mientras Mercurio les procuraba el comercio, los lares el bien de la familia y Vesta la paz del hogar. Y más allá de todos ellos, aquéllos y algunos más, los peligrosos lémures deambulaban nocturnos por las insulae y las domus, mientras los manes velaban aquellos miedos y los protegían del mal. Para Didico, Roma solo era un sincretismo de dioses, de dioses griegos, etruscos y algunos importados más lejanamente, como la egipcia Isis, el persa Mitra o la frigia Cibeles, la Magna Mater, donde los sacerdotes se mutilaban entre latigazos y puñaladas en un templo situado en el Palatino, justo a las puertas del palacio imperial.
¿Quién podía reírse de su fe en Yeshua? ¿Quién podía acusarlo de algún dislate?
Sumido en la vorágine de su religión, ajeno al vértigo religioso romano, fue como conoció a Tulio. Fue en una de aquellas reuniones organizadas en alguna domus oculta, y a veces en algún calvero del bosque, rodeados de cipreses e iluminados por antorchas clavadas en la tierra. Y aunque Servius desconfiaba de aquellos cenáculos y del riesgo a que se exponía Eitana, la muchacha a lo largo de los últimos tres años había acudido a algunos de ellos acompañada por Tulio y Lucio, donde había conocido a muchos judíos que se sentían atraídos por aquel testimonio que solían contar algunos de los que habían visto a aquel Yeshua, incluso resucitado.
Así, aquel médico que una vez creyó enterrado en su memoria se convirtió en uno de sus mejores amigos. La única persona que había pisado su antiguo lodazal y que entonces atravesaba la ciudad para compartir un vino o un poco del garum que solía preparar Verina. Entonces Eitana era muy feliz, y sentía que tenía un hogar.
—En varias vidas, nunca podría pagar lo que Servius, Verina, Efren y tú habéis hecho por mí —le dijo la muchacha alguna vez.
—Yo no he hecho nada, muchacha. Solo lo que debía. Somos sal para los hombres.
—Me empujaste para que abandonara aquel infierno y, desde que me has encontrado, te has preocupado de mí y de mi hijo.
—¡Es un gusto! No es ninguna obligación. Intento actuar como lo hubiese hecho mi maestro.
—Lo sé. Y yo te lo agradezco.
Entonces se lo quedó mirando, observando su expresión seráfica, como si aquel sanador también la pudiese ayudar en algo más.
—Ojalá pudiese saber qué fue de Efren.
El médico hizo silencio y luego dijo con calma:
—Ya no importa lo que le haya sucedido, sino lo que ha hecho por ti.
—Pero su recuerdo me inquieta demasiado. Sé que…
—Debes pensar que todo tiene algún sentido. Nada sucede por una simple casualidad —le recordó el médico frigio—. Nada es baladí en nuestras vidas. Todo tiene un significado bueno y oculto.
Esto comenzó a sospecharlo más adelante, más precisamente durante aquel iulius del año 64, cuando ya llevaba siete años en la librería y Tulio no llegaba a comprender que sus senderos no eran uno, sino dos. Fue poco después de que Servius le recordara que en la vida los círculos se acaban cerrando más pronto o más tarde, lo quisiéramos o no. Fue entonces cuando comprendió que los hilos del destino no acababan de cerrar su vida en la domus, y volvió a encontrarse con Dolcina.