El librero estaba seguro de que, desde que aquella buscona había separado a los dos gemelos siendo todavía unos mozuelos, nunca jamás se habían vuelto a ver hasta aquella jornada. Poco sabía qué había sido de Cam, porque Efren tampoco nunca llegó a saberlo completamente. Todo fueron intuiciones y espejismos de un pasado que nunca podrían recuperar, pero que evocaba un destino muy similar al suyo.
El muchacho había vuelto a Damasco, la ciudad donde había crecido junto a su tía, con su pequeña fortuna, pero el ocio y la apatía consumió todo lo que tenía y, como su hermano gemelo, sintió la fascinación por las luchas que había conocido en Roma y que, tímidamente, tenían su eco en aquella ciudad de la Decápolis. Cam comenzó a luchar con gran éxito, y toda la indolencia que había tenido en la vida la volcó en la violencia que demostraba en la arena. Como si los gemelos hubiesen llevado el mismo destino licuado en la sangre, el muchacho cosechó victorias allá por donde luchaba, ya fuese Gerasa, Daraa, Cesarea, Damasco o cualquier otra ciudad. Cuando Cam llegó a Roma, su fama en la urbe era nula, sin embargo, en el Oriente había sido tan adorado como Efren, que aquella tarde de augustus habría de enfrentarse a él como si fuesen dos desconocidos.
A los pies del conglomerado palaciego del Palatino, desde donde Claudio regiría el imperio, el ovoide Circus Maximus se extendía alargadamente, preparado para las carreras de cuadrigas y otros espectáculos. Los graderíos de travertino y piedra exultaban de público sudoroso, soportando el castigo del sol bajo algunas sombrillas que coloreaban la multitud, entre el flamear de banderas, vendedores de almohadillas, tortas, aceitunas, melocotones y piñones. Los corredores de apuestas apiñaban a la turba en los vomitoria que conducían a las gradas y el hormiguero de la muchedumbre vociferaba delirante mientras sacudían sus fichas de hueso.
El Lupus abriría las luchas de la tarde, poco antes de que los esclavos recorriesen la arena dando vueltas en carros ataviados con guirnaldas y coronas de flores, lanzando pan, monedas y perfumes a los espectadores, mientras el emperador Claudio y su hermosa esposa Valeria Mesalina saludaban con fervor, sentados en los escaños de mármol finamente tallados, bien cubiertos por las sombras de la estructura del amplio palco, con la guardia pretoriana velando por su seguridad justo detrás de ellos. A escasos metros del emperador, Leticia Marcelina suspiraba nerviosa, mientras todo el mundo ignoraba su extravío, al mismo tiempo que el cortejo de gladiadores y los esclavos que portaban sus armas aparecían encabezados por dos lictores luciendo las enseñas del emperador, el patrocinador del espectáculo. Detrás, los músicos rugiendo sus largas buccinae acompañando a un gran cartel con el programa de los enfrentamientos, mientras las tibiae y las cornua sonaban por todas las gradas.
De pronto, todo se fue disipando sobre la arena y solo los dos gladiadores y el árbitro, vestido con una túnica blanca y dos franjas verticales rojas, permanecieron en escena. Efren, de mirmillón, vestía con casco, el brazo acorazado y perneras. Atacaba con una espada corta y se protegía con un amplio escudo rectangular. Cam luchaba como un tracio, con un casco que cubría su cara con una rejilla, perneras altas, protecciones de cuero sobre los muslos, brazo cubierto de acero, escudo más pequeño y empuñando una sica, una espada doblada como una hoz. Ninguno de los dos peleaba por la rudis, la espada de madera que les daría la libertad. Ellos no eran esclavos, ellos luchaban por el éxito y el dinero.
Nadie sabe qué sintió Cam al reconocer a su hermano frente a él, solo lo que escuchó Efren cuando comenzó el combate, mientras desde un pequeño podio los músicos no cesaban de tocar.
—Veo que has triunfado, hermano. ¡Por fin nos volvemos a ver!
El sirio, que se disponía a atacar, se quedó paralizado. Toda su concentración se quebró en un instante y los recuerdos comenzaron a abofetearlo en la cabeza.
—¿Cam? —dudó Efren sin bajar la guardia.
Entonces, como nunca había sucedido en un circo, ante el asombro del árbitro y de un público vociferando sangre, el hermano lanzó su sica a la arena y se desencajó el casco. El rostro endurecido del gemelo surgió ante él más de diez años después. Sus ojos negros apuntaron al hermano con desprecio.
—¡Nos volvemos a ver!
Efren, boquiabierto, sintió que el circo temblaba, y su vida también.
—¡Cam! ¡Hermano!
—No me llames hermano. Solo quiero que puedas ver mi rostro por si tienes que morir.
El sirio se desencajó, lanzó su escudo y su espada al suelo, y negó con la cabeza.
—No podemos luchar, Cam. Yo no puedo.
El público silbaba enfurecido y el barullo anegó la música y despertó al árbitro de su asombro.
—¿Qué sucede? ¡Debéis luchar ya mismo! —exclamó entre un estruendo ensordecedor.
—¡Es mi hermano! —le dijo Efren—. No puedo hacerlo.
—¡Si os negáis, seréis los dos ejecutados!
—Yo no me negaré, hermano —aseveró Cam volviendo a encajar su casco enrejado—. Tú también debes luchar.
—El público lo entenderá, el emperador lo entenderá. El Lupus no puede luchar contra su hermano —le dijo el sirio al árbitro.
—¡Deja de lloriquear! ¡Tenemos algo pendiente, Efren! —gritó Cam—. Recoge tus armas y lucha.
El sirio, desorientado y ofuscado, recogió su escudo y su espada. Respiró en profundidad e hinchó su torso desnudo. Los dos se dieron un momento, recuperaron la compostura y se echaron a la pelea. El público estalló en una batahola que ensordeció el sonido del acero. Los gemelos lucharon con agilidad, recibiendo golpes que impactaban en los escudos y esquivando las amenazas que se evitaban con rápidos movimientos de los hombros, y en un momento de vacilación Efren recibió la tajada de la sica en su brazo izquierdo, que comenzó a sangrar negramente sin que detuviese sus envites y defensas.
La brega se prolongó casi media hora, mientras el público enajenado marcaba el ritmo del peligro entre aullidos de rabia o terror. El tracio, quizá poco acostumbrado a que un rival resistiese tanto en la arena, quizá por el sofoco del calor bajo la reja que obstruía el aire, quizá porque las acometidas del Lupus eran pavorosas, de pronto retrocedió torpemente y cayó boca arriba sobre la arena. Cam, el tracio, apenas tuvo oportunidad de levantarse, apenas pudo intentar esquivar la espada del mirmillón con su escudo y casi sin darse cuenta tenía el acero de su hermano en el cuello, con el filo amenazándolo.
Cam extendió los brazos hacia atrás y dejó caer sus armas ofreciendo su pecho. El público aturdía el graderío pidiendo la condena, pero Efren estaba convencido de que Claudio, el editor de aquel espectáculo, le perdonaría la vida. Sin embargo, el emperador dejó caer el pulgar y la muerte se cernió sobre el gladiador. El Lupus titubeó y retiró levemente su espada.
—Si no me matas tú, el árbitro hará que me ejecuten sin dignidad —le dijo mirándolo tranquilo—. Lo sabes.
—¡Eres mi hermano!
—Tengo una mujer y dos niños. Hazte cargo de ellos. Están en Roma conmigo. Es todo lo que puedes hacer, Efren.
—No puedo, hermano.
—Hazlo.
—No.
Entonces Cam sujetó la espada del Lupus con sus dos manos y la oprimió sobre su propia garganta. La sangre comenzó a burbujear espesa por la hendidura del cuello y por la boca, mientras los ojos se le blanqueaban. Fue entonces cuando Efren comprendió que debía evitarle aquel suplicio y con un grito desgarrador tomó su espada y traspasó a su hermano por debajo del costillar, hasta el corazón. Y la muerte lo capturó en un instante.
Los músicos comenzaron a redoblar nuevamente y la plebe aplaudió unánimemente, pero Efren lanzó sus armas a la arena para arrodillarse junto a su gemelo. De pronto, todo el circo se esfumó para él, y la emoción erupcionó en sus ojos, que vidriaron. Algo se le comenzó a resquebrajar en su espíritu y solo la serenidad junto a Leticia Marcelina le pareció tener sentido, el único reposo para su vida, y sintió que necesitaba una tregua para luchar por algo más digno, por todo lo que ella representaba, por el amor, aquello que nunca había tenido.
De pronto se vio rodeado de esclavos que portaban las palmas de la victoria y un plato con monedas de oro se dirigió hacia él. Efren ni se había quitado el casco para alzar los brazos y saludar al público. Tomó las dádivas y caminó hacia la puerta principal, donde los siguientes gladiadores ya estaban preparados, mientras algunos hombres con la máscara de Caronte y pintados de un color violáceo ya rodeaban a Cam, un cadáver bermellón en medio de la arena, y se preparaban para pinchar el cuerpo con ganchos y arrastrarlo con cadenas hacia la puerta libitinaria, la de la diosa de los muertos. Sus despojos serían lanzados a fosas comunes a las afueras de la ciudad.
El sirio se aseó, permitió que curaran su brazo y dejó que se consumiera la tarde y los espectáculos. No cesó un instante de rumiar lo que había hecho. Al atardecer, cuando el Circus Maximus se fue vaciando, esperó que Leticia Marcelina viniese en su búsqueda, pero la vio alejarse en un chiramaxium empujado por esclavos, acompañada de otra domina que la había escoltado aquella tarde, de la que no habría podido escurrirse con facilidad. La noche se aproximaba con su hálito fresco y Efren esperó que su amante buscase algún ardid para llegar a su insula. Pero no lo hizo. Inyectado por el desasosiego, necesitado de amor y atenazado por la soledad, el que comenzaba a dejar de ser el Lupus se lanzó a la calle en busca de un reposo desconocido. Corrió hasta la Suburra y en la primera caupona que encontró se sentó en un taburete a apostar a los dados y a beber. Los viajantes que se hospedaban allí no lo reconocieron, ni podrían imaginar que aquél era un afamado gladiador que alguna vez habrían observado diminuto desde las gradas. Aquella noche no solo perdió todo el dinero que llevaba, sino que comprendió que no tenía nada, ni siquiera el calor de un pueblo que solo admiraba y conocía al Lupus, pero no a Efren, el sirio.
El amanecer lo sorprendió borracho, con su brazo vendado y con una profunda herida de daga entre otras cicatrices del abdomen. Se había desplomado cerca de la librería de la Suburra y, cuando Servius lo vio temprano rodeado de un tumulto de curiosos, pidió ayuda para cargar su pesado cuerpo hasta su cenaculum, donde Verina lo curó. El librero lo dejó descansar hasta que volvió en sí, y luego escuchó su tristeza con paciencia. Servius, que no solía ir a ver las luchas, le dijo que Mitra, desde el más allá, le estaba susurrando que su vida debía cambiar, que si estimaba en algo su existencia había llegado el momento de abandonar la arena y hacer algo por los demás. Efren lo escuchó tendido sobre un jergón, como si aquella mañana calurosa un manantial estuviese vertiéndose sobre su boca sedienta, comenzando a encajar en su mente que aquella última victoria había sido su primera derrota.
El sirio abandonó el cenaculum del matrimonio iluminado, con la firme decisión de cambiar de vida, harto de éxito y soledad, vacío de una fama que cada día lo aproximaba cada vez más a una muerte estúpida.
Aquél sería el inicio de una larga amistad entre ellos.
Lo primero que hizo fue localizar a la familia de Cam, arrendarles un cenaculum e intentar cambiar de vida para mantenerlos muchos años. Luego se fue a despedir del oficio que le había ofrecido un porvenir emponzoñado de muerte y solitud, azuzado por su entrenador, que intentó persuadirlo con inútiles advertencias, aspavientos y vaticinios de miseria. Pero Efren había tomado una decisión que Leticia Marcelina celebró con alegría, mientras ponía todos los medios para encontrarle un futuro.
Y cuando Servius le contó todo esto a Eitana, solo entonces la muchacha comenzó a comprender quién había sido el sirio y cómo había llegado a formar parte de la domus. Sin haber llegado a conocer a Leticia Marcelina, sin haber llegado a observar los matices de sus ojos y su habilidad de seducción, la muchacha pudo imaginar los desvelos de la domina por convencer a Claudio Ulpio para que fuese más precavido, para que intentase evitar incidentes como el que casi le había costado la vida en una lectica camino de la domus, cuando un reo enajenado lo atacó con un cuchillo y, gracias a su torpeza, el juez pudo escapar de su zarpa con el miedo atizando sus pies. Entonces la domina propondría a aquel gladiador que nadie sabía muy bien por qué había abandonado la arena, a aquel gladiador que ella podía localizar a través de un editor que ella conocía, el senador Sulpicio Suetorio Galba. Y así, alentado por la perseverancia de su esposa y vapuleado por el miedo, Claudio Ulpio vendió al esclavo que solía acompañarlo y se hizo con los servicios de Efren, una coraza inexpugnable para su seguridad, quien con el tiempo se ganaría toda su confianza.
Para aquel entonces, cuando el antiguo gladiador comenzó a acompañarlo y a dirigir a los esclavos, Leticia Marcelina ya estaba encinta de aquel sirio al que había amado como a ningún otro hombre. Sin embargo, el juez no lo sabría hasta mucho tiempo después, cuando Eitana ya había huido de la domus y la vida de Efren comenzó a ser un estorbo para el dominus.
Pero aquello no lo había sabido por Servius, sino por Dolcina, la esclava, a quien Yahvé puso en su camino antes de que se extinguiera su mundo.