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Eitana acabó de resolver el acertijo de su existencia cuando supo la historia del sirio. Entonces el enigma se fue desenredando como una madeja de lana, y el texto de su vida acabó de encajar con tintas púrpura, como cuando ella tejía las palabras sobre un pergamino bajo la luz de un candil.

Servius le había contado que la vida de Efren había comenzado a trazarse donde el sol nacía, donde las tierras eran áridas y ásperas, pero llenas de una luz amarillo melocotón, de un cielo azul abrasador y noches de un negro mágico. En su vida perduraban el hálito de una tierra lejana, más allá del mar, muy cerca de donde Eitana había aprendido a respirar. Su padre era un comerciante de Tadmir que había visto a su joven esposa parir unos gemelos que la desangraron en dos jornadas. El hombre, picado por el rencor y el dolor, entregó a los dos niños para que fuesen criados por dos de sus hermanas, lejos el uno del otro, cada uno alrededor de un distinto fogón. Fueron ellas las que los nombraron por primera vez, y una lo llamó Cam y lo crio en Damasco; la otra lo llamó Efren, y lo crio en la ciudad de Tadmir.

Despechado por lo que le habían provocado a su esposa, su padre se dedicó completamente a su trabajo: viajar, ajeno a su sierpe. El comercio de especias lo llevó por todo el imperio cargado de mostaza, mejorana, cilantro, tomillo, anís, azafrán y mucho más. Así, desgastó su vida en caminos y naves mercantes durante diez años, hasta que sintió el grito de la sangre y la necesidad de sosiego, e intentó restituir una paternidad que había ejercido esporádicamente. Entonces fue en busca de sus hijos, Efren y Cam, y los arrastró desarraigados hasta Roma, donde habría de organizar un próspero negocio en el barrio de Velabrum. Allí, los dos muchachos comenzaron a conocerse por primera vez y a tejer una amistad que se les había negado durante años, jugando juntos, callejeando la ciudad y, más tarde, asomándose tempranamente a los lupanares de los muelles del Tíber donde su padre los había llevado por primera vez.

Sin el cariño de una madre, lejos de su tierra, acostumbrados a una vida disipada, una mañana de verano Cam y Efren, con apenas quince años, se encontraron a su padre muerto sobre el jergón. Apenas supieron cómo ordenar sus vidas ni cómo gestionar un negocio del que solo conocían las hilachas. Así, mal enseñados y haraganes, no dominaron la forma de nutrir de nuevas especias a la tienda y, entre tinajas semivacías, fueron malogrando un buen porvenir deslumbrados por las luchas en la arena, el fervor de las gradas y la pasión por los gladiadores.

Sin embargo, no fue aquello lo que fulminó la tienda de especias, sino el embauque del primer amor, que acabó por aniquilarlo todo. Fue una joven y jugosa siria que jugó a embelesar a los dos, siguiendo los consejos de un padre truhán, quien pretendía un matrimonio y un negocio para sobrevivir. Pero aquella hembra ya madura, de carnes prietas y boca resuelta, no supo decidirse por uno de los dos, y una noche Cam la encontró en la trastienda entre las piernas de Efren, con la túnica alzada y su boca suspirando en la de su hermano gemelo.

El zarpazo del despecho los hizo forcejear en una pelea despiadada como nunca habían tenido, mientras la manceba se alejaba espantada, y la reyerta continuaba hasta mucho después, porque Cam exigiría la parte correspondiente de un negocio que sería malvendido y que alejaría al hermano de Efren hacia las tierras sirias donde había crecido. La mujerzuela, al ver la poca hacienda que hubieron de repartir los dos, pronto abandonó aquella pasión que había dividido a los gemelos y un día se esfumó de la vida de Efren, que, demasiado joven, se halló con unos pocos áureos, sin oficio y sin saber dónde reposar su cabeza.

Cuando toda su exigua fortuna fue lapidada, el joven sirio solo supo encontrar como alternativa a su supervivencia el embriague de las espadas y la arena. Podía morirse o enriquecerse, y lo primero no entraba en sus planes a su edad. Una escuela de gladiadores lo aceptó después de esquivar los envites de un esclavo que acabó escupiendo sangre en la plaza de entrenamiento y, a partir de entonces, Servius no había sabido contarle muy bien cuánto tiempo había necesitado para convertirse en el Lupus, el conocido lobo sirio, como lo apodó la masa. Solo sabía que Efren con los años acabó por convertirse en uno de los mejores gladiadores mirmillón del momento, con su casco de acero, su escudo en forma de teja y su afilada espada.

El Lupus venció en más de mil enfrentamientos, en cualquier anfiteatro, en cualquier ciudad. Capua, Massilia, Lugdunum, Puteoli, Pompeya… Cualquier plaza lo ovacionaba con gritos fervorosos, mientras los niños jugaban con palos en las calles adoptando su apodo y las mujeres lo rodeaban acariciando sus heridas al acabar la fiesta. Los gladiadores comenzaron a temerle, mientras el Lupus se enriquecía victoria tras victoria, enajenado por el éxito, premiado por los escarceos amorosos, creyéndose cada vez más invencible, más allá de las fracturas que los médicos de la escuela mimaban con cuidado, mientras seguía una estricta dieta a base de legumbres y entrenaba sus músculos.

Fue entonces cuando Eitana comenzó a entrever las sombras con las que había convivido en la domus. Servius le contó que la vida del Lupus comenzó a extinguirse no cuando su cuerpo fue menos rocoso y su fuerza más vadeable, ni siquiera cuando su leyenda comenzaba a tambalearse, sino cuando Leticia Marcelina, la esposa del juez, lo laceró con un amor que lo hizo mucho más endeble y le hizo desear seguir vivo.

La joven judía nunca podría haber imaginado que la domina había conocido a Efren en el Circus Maximus cuando el editor de uno de los espectáculos se lo presentó distinguidamente. Leticia Marcelina, rodeada de una pléyade de amigas que despreciaban aquellos eventos crueles, pero asistían asiduamente a los escaños de mármol junto al promotor del espectáculo, se deshizo de ellas y dejó que volvieran a sus domus cargadas por los esclavos que alzaban sus vistosas lecticae. Eitana no podía imaginar cuánto hubo de pasión, cuánto de desahogo y cuánto de rebeldía, pero la domina se dejó conducir por el afamado gladiador hasta la primera planta de una acomodada insula a los pies del Palatino. Tenía balconadas con flores, cristales en las ventanas, un amplio tablinum, un bien iluminado triclinium, mobiliario sobrio, candiles de bronce y paredes pintadas con colores vividos. Solo un luchador con grandes ingresos podía permitirse aquel arrendamiento, solo un vencedor como él, a quien lo único que lo unía a los luchadores esclavos era la posibilidad de ser vencido en una brega y que el editor acabase condenando su vida. Y aquel miedo existía, aquellos destellos de angustia que sofocaba concentrándose en los movimientos de sus sandalias bien atadas, siempre estaban ahí. Por eso intentaba exprimir su vida, y gozar con el sabor de la sangre todavía en su boca, satisfaciendo su ímpetu con las mujeres más bellas.

Pero Leticia Marcelina era diferente. Tenía una belleza retraída, pero que lo abrasaba con sus ojos negros; era una mujer que temía sus labios, aunque lo seguía hasta su cenaculum; sus palabras eran inteligentes, pero Efren la supo demasiado ingenua.

No se enamoró de Leticia aquel día. Aquella tarde solo se desfogó con ella. Le desenredó los pliegues de su exquisita palla mientras la besaba entre aromas de cedro, luego desanudó su túnica furiosamente e hizo caer el mamillare con la fuerza de sus dientes, hasta que sus pechos colmaron su boca. Entonces la domina se dejó hacer, tendida sobre almohadones bermellón, y sintió el ímpetu de la pasión rabiando sobre ella, mientras la musculatura sudorosamente cobre de Efren era amasada por sus blancas manos que se crispaban de placer.

A partir de aquel día, Leticia Marcelina intentó cualquier pretexto para esconderse en su cenaculum, y se aficionó a las burdas luchas en la arena, mientras la plebe vociferaba enardecida en las gradas del Circus Maximus. Siempre que el Lupus combatía en la ciudad, ella buscaba un escaño de mármol junto a los promotores y, desde allí, el miedo la roía por dentro hasta que Efren atravesaba a su enemigo o debía perdonarle la vida a petición del editor. Entonces todo aquel temor acababa convirtiéndose en fuego, y cuando volvía a revolcarse con él, su actitud ya no era de espera, sino que su excitación la desarmaba encima del gladiador como nunca ninguno de los dos había imaginado al principio.

Sin embargo, su marido no se percató de la aventura, porque Claudio Ulpio ignoraba y desconocía a su esposa, y mientras ella se lanzaba en brazos de otro, él buscaba satisfacción en la impudicia de Doma o con cualquier otra mujer. Solo comprendió la verdad cuando la mentira dejó de serlo, cuando el adulterio fue evidente y lo tuvo entre sus manos, y la domus se nubló.

Pero antes de todo aquello, ya cuando Efren conocía el amor, ya cuando la ternura de la domina lo había enamorado completamente, ya cuando dejó de interesarle cualquier otra hembra que no fuese la esposa de un juez que él todavía no conocía, entonces su vida abruptamente cambió y el Lupus tuvo que enfrentarse a su última batalla, una de sus victorias más ovacionadas, la que acabó por empujarlo a la domus y a conocer a Servius y a Verina.

La escuela de gladiadores que lo había convertido en un mito tomó parte en los juegos patrocinados por el emperador Claudio, en honor a su quincuagésimo primer aniversario y coincidiendo con su reciente llegada al trono en el año 41. Con gran fausto y expectación organizaron un espectáculo que Servius le había contado no tenía precedentes. Trajeron a los mejores y más exóticos animales y, en las venationes de la mañana, participaron leones, leopardos, osos, rinocerontes, cinco elefantes e incluso hasta algunos exhaustos cocodrilos que consiguieron sobrevivir en jaulas desde el Nilo. Luego, por la tarde, la plebe habría de saciar su sed de sangre con los mejores luchadores del imperio, provenientes del norte, de Asia, África y, por supuesto, de la grandiosa Roma.

Aquella bochornosa tarde del 1 de augustus del año 41, el Lupus salió a la arena como estaba acostumbrado, solo él y el mejor rival que habían encontrado para batir a aquel mirmillón. Era un tracio, con la cara oculta tras una espesa rejilla de acero sujeta de su casco, un enemigo imposible de reconocer para el Lupus, pero no para el temible sirio que respiraba agitadamente bajo su yelmo y que había atravesado el Mediterráneo para triunfar en Roma.